2021
Veinte ensayos sobre literatura
y vida en el siglo XXI
Idea y compilación: Judith Podlubne y Julieta Yelin
Edición: María Belén Bernardi y Natalia López Gagliardo
Centro de Estudios de Teoría y Crítica Literaria
Centro de Estudios de Literatura Argentina
Editorial Municipal de Rosario
2021. Veinte ensayos sobre literatura y vida en el siglo XXI
César Aira [et al.]; compilación de Judith Podlubne y Julieta Yelin; edición de María Belén Bernardi
y Natalia López Gagliardo.
- 1a ed. Rosario: CETyCLI; CELA; EMR, 2021. Libro digital, EPUB
ISBN 978-987-8429-05-2
1 Literatura Argentina. 2 Crítica Literaria. 3 Ensayo Literario Argentino.
CDD A864
Secretaría de Cultura y Educación
Municipalidad de Rosario
Universidad Nacional de Rosario
Facultad de Humanidades y Artes
Año 2021
© AA.VV.
© Editorial Municipal de Rosario
© Centro de Estudios de Teoría y Crítica Literaria
© Centro de Estudios de Literatura Argentina
Coordinación editorial: D. G. Helder
Diseño y desarrollo: Juan Manuel Alonso, Lis Mondaini
Corrección: Valentina Bona, Leonela Esteve
Índice
Literatura y vida, una introducción, por Judith Podlubne y Julieta Yelin
>>
Días contados
La intimidad, por César Aira >>
Alter ego. Ricardo Piglia y Emilio Renzi: su diario personal, por Martín Kohan >>
La maldición del Proyecto. Escritura e intimidad en César Aira, por Nieves Battistoni >>
Un diario de poemas: El año de Stevenson. Primer trimestre de Elvio E. Gandolfo, por
Leonardo Berneri >>
El fondo de los fondos, por Alan Pauls >>
Diario de un lector de diarios, por Alberto Giordano >>
Tercera persona
Nunca una vida sola, por Matías Serra Bradford >>
La vida y el fragmento, por Silvio Mattoni >>
La biografía y su forma. Una lectura de Adorno, por Aldo Mazzucchelli >>
Sobre Sánchez: biografía y abandono, por Julia Musitano >>
Juan José Saer. Una temporada en Rosario, 1959-1960, por Martín Prieto >>
Alucinar y confesar, por Osvaldo Baigorria >>
Vida en obra
Correspondencia Vilariño-Onetti, por Ana Inés Larre Borges >>
Un dolor de abandono. El relato del sida en las cartas de Néstor Perlongher, por Javier
Gasparri >>
Escenas singulares de una infancia compartida: autobiografías de Victoria y Silvina
Ocampo, por Natalia Biancotto >>
Raúl Escari, happenista, por Irina Garbatzky >>
La idea de novela: dramática del yo escribo, por Juan Ritvo >>
Escenas de escritura
Arrebatos, por Tununa Mercado >>
El escritor dormido, por Sergio Chejfec >>
Silvina Ocampo, por Sylvia Molloy >>
Datos biográficos >>
Literatura y vida, una introducción
Judith Podlubne >>
y Julieta Yelin >>
Jean Starobinski dice que toda evocación de los comienzos es conjetural e
incita a construir una fábula. La fábula que compone 2021. Veinte ensayos
sobre literatura y vida en el siglo XXI es un relato de formación y tiene su
origen en el cruce fortuito de un grupo de críticos literarios incipientes con
un filósofo y un escritor. En agosto de 1990, el Grupo de Estudios de Teoría
Literaria coordinado por Alberto Giordano e integrado por Adriana Astutti,
Analía Capdevila, Sandra Contreras y Sergio Cueto radica en el Instituto de
Investigaciones de la Facultad de Humanidades y Artes de la Universidad
Nacional de Rosario el proyecto “El lugar de la literatura en el pensamiento
filosófico de Gilles Deleuze”. Son jóvenes, tienen entre veintipico y poco
más de treinta años; terminaron sus estudios universitarios en los últimos
tramos de la dictadura o los primeros de la democracia; empiezan a enseñar
en distintas cátedras de la Escuela de Letras. Astutti y Contreras, en
Literatura Argentina I; Capdevila y Giordano, en Análisis y Crítica I; Cueto,
en Literatura Española. La convergencia de lecturas teóricas asistemáticas
(Émile Benveniste, Michel Foucault, Jacques Derrida, Maurice Blanchot)
procedentes en parte de las clases de Juan Ritvo los acerca a Deleuze.
Capdevila, Cueto y Giordano asisten a sus grupos de estudios desde 1982. A
partir de 1984, Ritvo enseña también en las cátedras de Epistemología y
Teoría de la lectura, en la Escuela de Filosofía, y de Problemática del
sujeto, en la Escuela de Psicología. Cueto y Giordano asisten algunos años a
Teoría de la lectura. A Ritvo le interesan, en particular, La lógica del
sentido y Diferencia y repetición; no lo convencen demasiado las obras en
colaboración con Félix Guattari. Desde 1986, y por el lapso de una década,
Ritvo y Giordano editan la revista Paradoxa. Filosofía/Literatura, donde
publican, además de los miembros del grupo, otros profesores de las
escuelas de Letras y Filosofía: Aldo F. Oliva, Héctor A. Piccoli, Nora
Avaro, Jorgelina Núñez, Adriana Kanzepolski, Rubén Chababo, Claudia
Caisso, Luis Peschiera, Horacio Tubbia y Darío González.1
Los miembros del Grupo de Teoría se acercan a Deleuze en el momento
en que las tesis del autor empiezan a difundirse en la Argentina; lo leen a
instancias de Foucault, quien ya en 1970 había predicho que el siglo sería
deleuziano.2 En plena posdictadura, el interés dominante entre los críticos
locales apunta a revalorizar la dimensión histórica y cultural de su práctica,
retomando una tradición de lecturas historicistas, tributaria de la revista
Contorno. El culturalismo de Raymond Williams y la sociología de Pierre
Bourdieu ayudan a modular las relaciones entre literatura y sociedad, entre
cultura y política. Los conceptos deleuzianos de “micropolítica” y “devenir
menor” proporcionan a los miembros del grupo una vía novedosa para
examinar los problemas establecidos y releer, a partir de allí, la literatura
argentina del siglo XX. En 1992, el grupo obtiene un subsidio de la
Secretaría de Ciencia y Técnica de la Universidad Nacional de Rosario para
el proyecto “Las fuerzas políticas de la literatura y la crítica ideológica”,
dirigido por Jorge Panesi, a quien todavía no conocen personalmente pero
cuyos artículos en las revistas Filología y Sitio vienen leyendo con interés
desde hace tiempo. En la fundamentación del proyecto, el desplazamiento
del punto de vista dominante se explicita de este modo:
Adoptar la perspectiva de la micropolítica nos permitirá replantear las
relaciones de la literatura con la política ya no en el sentido habitual de
la literatura y la política —como si se tratase de la yuxtaposición de
dos dominios heterogéneos— sino más bien en el sentido de la política
de la literatura (los efectos políticos de una perspectiva literaria sobre
las formaciones culturales —incluidas la literatura y la crítica
literaria).3
“Notas para una política de la literatura”, el artículo de Cueto que
encabeza en 1993 el tercer número del Boletín —revista que el grupo
comienza a publicar un par de años antes y que crece en cantidad de páginas
y calidad de edición gracias a los fondos del subsidio—, expone el rumbo
que toman las discusiones grupales.4 Los dos números anteriores, de 1991 y
1992, incluyen avances parciales de la investigación a cargo de Capdevila y
Contreras. El texto de Cueto sintetiza y articula, a la luz de los temas
conversados, los argumentos que el grupo convierte en leitmotivs: la
irreductibilidad de la literatura a cualquier otro dominio y su valor
inmediatamente político, no por los contenidos ideológicos, sino por la
apuesta estilística. Deleuze y Guattari definen el estilo como el
procedimiento de una variación continua en la lengua, uno capaz de llevarla
más allá de las constantes de expresión o contenido y de crear una lengua
(menor) en la lengua (mayor). En adelante, conforme a estas convicciones, el
grupo insiste en la idea de que la literatura no representa, expresa ni
testimonia lo real, sino que lo inventa; y que lo real, según sus referentes
teóricos, no es el mundo entendido como un conjunto de hechos, el mundo
fáctico: lo real es el devenir. Por obra suya, cualquier estado resulta a priori
imprevisible; el devenir es la línea de fuga que afecta todo estado, todo
sistema, y les impide ser homogéneos.
En 1993, el mismo año en el que Critique et clinique de Deleuze se
publica en Francia, Cueto traduce para uso interno del grupo “La literatura y
la vida”, el ensayo que abre el volumen. La traducción no llega a incluirse en
el Boletín n° 4 porque al año siguiente la editorial cordobesa Alción
presenta una antología de tres ensayos de este libro, a cargo de Silvio
Mattoni, que incluye “La literatura y la vida”, junto a “Bartleby, o la
fórmula” y “Tartamudeó”, en un volumen homónimo. Giordano escribe una
reseña para el suplemento cultural del diario La Capital:5
Desde su libro sobre Proust, pasando por el que escribió sobre Kafka
en colaboración con Guattari, hasta llegar a los reunidos en Critique et
clinique, Deleuze ha venido elaborando una serie de conceptos
(“acontecimiento”, “máquina”, “devenir menor”, “estilo”) que iluminan
con una nueva luz los problemas fundamentales que presupone
cualquier reflexión sobre los vínculos —siempre extraños, siempre
inquietantes— de la literatura con la vida.
El encuentro con este ensayo fundamental de alguna manera determina que
los miembros del grupo incorporen a sus escritos e intercambios las
especulaciones en torno a la vida y lo viviente. Las lecturas de Friedrich
Nietzsche (“Verdad y mentira en sentido extramoral”, La gaya ciencia, Así
habló Zaratustra, La genealogía de la moral, Más allá del bien y del mal),
de Nietzsche y la filosofía de Deleuze, pero también de Diálogos de
Deleuze y Claire Parnet, que vienen haciendo desde antes y en paralelo,
afianzan esta decisión. El primer párrafo de “La literatura y la vida”
establece un punto de partida esclarecedor.
Escribir no es ciertamente imponer una forma (de expresión) a una
materia vivida. La literatura está más bien del lado de lo informe o del
inacabamiento, como Gombrowicz ha dicho y hecho. Escribir es una
cuestión de devenir, siempre inacabado, siempre haciéndose, y que desborda
toda materia vivible o vivida. Es un proceso, es decir un pasaje de Vida que
atraviesa lo vivible y lo vivido.6 En adelante, Astutti, Capdevila, Contreras,
Cueto y Giordano coinciden en diferenciar la vida, lo viviente, de la
condición subjetiva de lo vivido. La vida no remite a la historia individual
sino a la fuerza impersonal con que la escritura la transmuta. “Un pasaje de
Vida” más que una materia vivida, el componente de fuga imprescindible
para que lo vivido se sustraiga a una formalización definitiva.
Los años deleuzianos del Grupo de Teoría, que desde 1995 se transforma
en el Centro de Estudios de Teoría y Crítica Literaria e incorpora nuevos
miembros e iniciativas, son los mismos en los que César Aira empieza a
viajar a Rosario con frecuencia. En 1991, Astutti, Contreras y Marcela
Zanin, también egresada reciente de la Licenciatura en Letras y docente de
Literatura Iberoamericana I, fundan la editorial Beatriz Viterbo. El primer
libro que publican es Copi de Aira.7 Cuando las editoras conocen
personalmente al escritor, Contreras y Giordano ya habían escrito sobre su
obra. Se reúnen en un bar de la ciudad de Buenos Aires; asisten a la cita
provistas del número 4/5 de la revista Paradoxa en el que se habían
publicado esos ensayos.8 Contreras se dedica a estudiar su narrativa; una
parte importante de sus avances de investigación se publican en el Boletín.
Con la edición de Las vueltas de César Aira en 2002, se convierte en una
referencia insoslayable de los estudios sobre la obra aireana. Paralelamente
a su incorporación en el catálogo de Beatriz Viterbo, Aira inicia un diálogo
prolongado con los miembros del grupo y participa de sus actividades y
publicaciones. Desde el comienzo, ejerce un magisterio teórico y crítico
sobre el grupo. El contacto con un autor que piensa los problemas medulares
de la literatura y que propone a su arbitrio un canon de autores nacionales y
extranjeros repercute en la formación de Astutti, Capdevila, Contreras y
Giordano y fortalece sus elecciones críticas. La irreverencia de cuño
borgeano que Aira despliega en sus entrevistas y notas de Vigencia, El
porteño y Fin de siglo les despierta una simpatía inmediata. En 1991, Aira
lee “Arlt” en el Encuentro de Literatura Argentina y Latinoamericana
organizado por la revista Paradoxa, con auspicio de la Escuela de
Graduados de la Facultad, dirigida por Nicolás Rosa.9 La conferencia,
intempestiva en sus juicios, provoca reacciones animadas del público, que
se divide entre críticos y admiradores.10
Los vínculos entre literatura y vida están en el corazón de la obra de Aira
desde el inicio, son su materia prima. “Es como si los únicos cuentos de que
dispusiéramos para contarles a nuestros hijos a la noche —anota en Copi—
fueran la ‘vida y obra’ de los escritores que amamos”.11 Los ensayos sobre
Lamborghini, Copi, Arlt, Puig, Borges, Pizarnik, pero también Las tres
fechas, Edward Lear y aquellos muchos otros ensayos y narraciones sobre
cómo se hizo escritor, cuentan este cuento, experimentando con nuevas
formas de conectar los dos términos y especulando sobre sus posibilidades.
Una de las claves para entender el influjo del pensamiento de Aira sobre los
integrantes del Grupo de Teoría, perceptible a posteriori en el desarrollo de
las investigaciones de cada cual, en las preferencias que contagian a sus
colegas más jóvenes y en las inquietudes que proyectan en sus estudiantes, es
su idea del “mito personal del artista”. Es la noción que Aira acuña para
pensar “el complejo vida y obra”, cuya formulación progresa por insistencia,
de modo fragmentario, en entrevistas, notas, ensayos y narraciones. El sesgo
eminentemente deleuziano que esta formulación asume desde mediados de
los años ochenta sintoniza con las inquietudes del grupo y contribuye a
perfilarlas. La cita suena a Deleuze, pero es Aira:
Proust dijo, inolvidablemente: “Los libros que amamos son los que
parecen escritos en una lengua extranjera”. Nada más cierto. […] A esa
lengua extranjera dentro de la lengua materna se la llama generalmente
“estilo”. Yo al estilo lo he llamado “mito personal” del escritor, porque
creo que termina abarcándolo todo, la vida y la obra, en un continuo
incesante.12
Es Aira hablando la filosofía deleuziana en sus propios términos; el
estilo Aira reinventando a Deleuze, creando una lengua nueva, un
vocabulario y una sintaxis propios: “estilo”, “procedimiento”, “fórmula”,
“abandono”, “continuo”, “particularidades absolutas”, para volver una vez
más al principio de la designación y activar su propio mito. Todo mito
personal es, según sostiene, siempre un mito de origen, el de cómo alguien se
hace escritor.
*
2021. Veinte ensayos sobre literatura y vida en el siglo XXI reúne una serie
de textos escritos para intervenir en el diálogo que, desde hace muchos años,
proponen los congresos y coloquios del Centro de Estudios de Teoría y
Crítica Literaria (CETyCLI) y el Centro de Literatura Argentina (CELA) y
recuperan las revistas y algunos libros colectivos y dosieres coordinados
por sus miembros. En 2006, el CETyCLI organizó el Coloquio “Escrituras
del yo” con el propósito de reflexionar sobre las formas autobiográficas en
la literatura hispanoamericana: diario íntimo, autobiografías, memorias,
ensayo, cuadernos de notas. Una posibilidad de vida. Escrituras íntimas, el
libro de Giordano que compila sus artículos sobre el tema, se publicó en
Beatriz Viterbo ese mismo año. El encuentro tuvo dos ediciones más, en
2010 y 2014, coorganizadas con el CELA, fundado en 2006.13 En el 2016 se
transformó en el Coloquio “Literatura y vida”. El rumbo que tomaron algunas
investigaciones individuales sumó la perspectiva poshumanista a los
intereses teóricos comunes e inauguraron la curiosidad por las escrituras de
vidas ajenas.14 En ese mismo año tuvo lugar el primer Coloquio “Un arte
vulnerable. La biografía como forma”,15 cuya segunda edición se realizó en
Santiago de Chile en 2019, junto al equipo dirigido por Lorena Amaro. Estos
son solo algunos de los momentos colectivos emblemáticos en el avance de
lo que hoy, en retrospectiva y con un léxico académico más
institucionalizado, los miembros de ambos centros identifican como una de
sus líneas de investigación. Un camino hecho de iniciativas, mutaciones,
desvíos y retornos personales y grupales. El conjunto de artículos que
integran el presente volumen da cuenta de esos movimientos. Los criterios de
selección apuntaron a reunir textos que examinan distintas formas de la
“nebulosa biográfica”, para usar la cláusula de Roland Barthes, o hicieran
del vínculo escritura y vida un motivo de especulación teórica y crítica.
Muchos de los textos seleccionados cumplen con ambos criterios. La
prioridad otorgada a los ensayos de escritores registra, además del interés
particular que nos despierta el género, la sostenida interlocución que nos une
a sus autores. Las colaboraciones críticas quedan, en su mayoría, a cargo de
algunos de los miembros más jóvenes de nuestros centros de estudios, en
particular de aquellos cuyas búsquedas individuales profundizan en el tema.
El libro se organiza en tres secciones y una coda, de límites permeables,
que trazan un recorrido tentativo de lectura. La unidad del asunto que lo
compone, la riqueza conceptual de las colaboraciones y los posibles
diálogos entre ellas estimulan otros itinerarios: transversales, imprevistos,
más atentos a los estilos de los autores que a los aspectos temáticos.
La primera sección, “Días contados”, recoge ensayos de César Aira,
Martín Kohan, Nieves Battistoni, Leonardo Berneri, Alan Pauls y Alberto
Giordano. Son textos que van y vienen de la lectura de diarios de escritores
a la reflexión teórica en torno de algunos de los problemas fundamentales
que convoca el género. Cualquier diario íntimo, no importa la procedencia,
la edad ni el lugar social que ocupe el diarista, aloja preguntas, expone
ambigüedades y contradicciones, ilumina aspectos de la relación de quien
escribe consigo mismo y con el mundo. Al relatar la vida presente, el
diarista se enfrenta a la disimetría entre experiencia y relato; el tiempo
múltiple de la existencia desborda el tiempo lineal de la composición. Pero
el diario de escritor trae consigo, además, la pregunta por la narración como
problema técnico y como desafío ético: ¿cómo se cuenta la vida cuando la
pregunta acerca del contar es ya parte constitutiva de la propia existencia?
El ensayo de Aira se aboca a las versiones del “mito de la intimidad” que
aparecen en los Diarios de Víctor Hugo y las Memorias de ultratumba de
Chateaubriand. Como escritor de ficción, Aira conoce los hilos que traman
la construcción de los personajes del diarista y del memorialista, y observa
cómo conviven en ese ejercicio las esferas de lo público (la Historia con
mayúsculas), lo privado y lo íntimo, ese “campo extra de formato indefinido
que apela a los afectos, los sentimientos, los deseos”. Un problema similar
ocupa a Martín Kohan, también narrador, cuando lee la decisión de Ricardo
Piglia de atribuir sus diarios a Emilio Renzi, protagonista de sus novelas.
Desligadas de una subjetividad autoral, las circunstancias narradas cobran
un carácter ficcional y realizan la utopía literaria de convertir a la escritura
misma en un acontecimiento vital transformador. Nieves Battistoni analiza el
vínculo entre relato y experiencia en Diario de la hepatitis y Fragmento de
un diario en los Alpes de César Aira. La escritura se ha vuelto un problema:
el diarista no sabe si volverá a escribir ficción, se resiste a seguir
sometiéndose a la tiranía de la prosa. El ejercicio del diario aparece
entonces como una acción ordenadora de las vivencias, capaz, por eso
mismo, de infundir vida a la gris existencia mundana. Un efecto que
Leonardo Berneri rastrea en la composición del diario-poemario El año de
Stevenson. Primer trimestre, de Elvio E. Gandolfo, argumentando que, lejos
de producir un quiebre en su literatura, hasta entonces eminentemente
ficcional, constituye un nuevo modo de aproximación al oficio como radical
experiencia de indeterminación. En su lectura de los Diarios de Alejandra
Pizarnik, Alan Pauls reflexiona sobre la mistificación de lo íntimo como
aquella zona resistente y muda, que no se deja tocar por el relato. Ese mito,
afirma, deniega la inevitable fusión de lenguaje e intimidad, de la que el
diario sería una prueba fehaciente. El texto de Alberto Giordano recorre
esas zonas de encuentro entre lo verbal y lo afectivo en un ejercicio
diarístico que es también, a su vez, una experimentación con el pensamiento
teórico y la labor crítica: un diario sobre diarios que logran producir la
“sensación de algo viviente”.
La sección siguiente, “Tercera persona”, agrupa ensayos sobre escrituras
de vidas ajenas, en particular, vidas de escritores narradas por escritores,
una variante diferenciada entre las múltiples de la biografía. Las
especulaciones de Matías Serra Bradford, Silvio Mattoni y Aldo
Mazzucchelli en torno a la dificultad para capturar la vida en el relato
resuenan en los escrúpulos con que Martín Prieto y Osvaldo Baigorria,
biógrafos heterodoxos y parciales, exponen sus vínculos con Juan José Saer
y Néstor Sánchez respectivamente. El artículo de Julia Musitano marca el
pasaje entre un momento y otro de este apartado, al situar en la renuncia de
Baigorria a las convenciones del género la ocasión de la biografía. Anota
Serra Bradford: “Se pueden hacer muchas cosas con una vida, incluso
borrarla, pero contarla es imposible”. El fragmento se constituye en la
unidad biográfica por excelencia, importan sobre todo las combinatorias que
promueve. Todas las vidas son desórdenes compuestos y la composición,
advierte Mattoni, atestigua la discontinuidad fundamental de lo escrito.
Habría modos de narrar que acentúan esos cortes y otros que los disimulan;
la sutura imposible es condición para la creatividad del género.
Mazzucchelli propone llamar “ensayo biográfico” a ese tercer espacio en el
que coexisten, sin perder su carácter referencial respectivo, la serie de
signos de una vida y la serie de signos de una obra. Como el ensayo, la
biografía va adquiriendo su forma a medida que va descubriendo la forma de
su objeto. Ambos géneros, argumenta Mazzuccheli con Adorno, ejercitan la
creatividad en el nivel del concepto, que es el nivel de lo no ficcional.
Cuando Musitano afirma que la narración de la vida de Sánchez se convirtió
para Baigorria en un “problema metodológico” alude a sus cavilaciones en
torno a si había escrito una biografía (fallida) o un ensayo (colapsado). La
alternativa pasa a segundo plano no solo por las razones que ofrece
Mazzucchelli, sino también, y en lo fundamental, por lo que la propia
escritura de Baigorria escenifica. Los textos de Baigorria y de Prieto actúan
las preguntas y titubeos que impiden a los autores cumplir con las exigencias
establecidas, mientras se ejercitan, cada cual a su modo, en variantes
biográficas que incorporan el proceso reflexivo a sus desarrollos.
“Vida en obra” incluye cinco artículos dedicados a otras dos modalidades
diferenciadas de la nebulosa biográfica: la correspondencia y el relato en
primera persona. Si la correspondencia tiende al registro cotidiano del
presente, lo que la emparenta al diario íntimo, la autobiografía, en cambio,
en su vertiente convencional, apunta a la reconstrucción de un pasado
significativo. La sección se inicia con Ana Inés Larre Borges y Javier
Gasparri leyendo las cartas de tres escritores rioplatenses: Idea Vilariño y
Juan Carlos Onetti, en el primer caso, y Néstor Perlongher, en el segundo.
“La correspondencia —puntualiza Larre Borges— pretende (y logra) una
autonomía respecto de lo real del mismo modo que simula siempre un
presente eternizado”. La cita encierra una pauta de interpretación general
para los intercambios epistolares y define, a su vez, los propósitos
específicos, y diversos, que impulsan las tareas de Larre Borges y Gasparri.
A partir de la serie de cartas que Vilariño y Onetti se escriben desde la
década del 50 hasta la muerte del novelista en 1994, Larre Borges explora la
cualidad imaginaria del género, su particular forma de discurso de la
ausencia y la espera, y sus contaminaciones con la poesía, el diario y otros
registros de la intimidad. Gasparri sigue los avatares diarios, físicos y
afectivos, del sida en las cartas que Perlongher le envía a su amiga Sara
Torres desde Brasil y Francia entre 1981 y 1992. Las cartas de la
enfermedad son también, como las de Vilariño, las del amor, la demanda y el
ansia de respuesta, en este caso, ante una amiga que se sustrae a la intensidad
de los requerimientos. Pero el valor principal del corpus perlonghereano
reside en el cuidado con que documenta la vivencia cotidiana de la
enfermedad, más allá de los relatos biomédicos generalizantes. El siguiente
momento de este apartado nuclea los artículos de Natalia Biancotto, Irina
Garbatzky y Juan Ritvo. Los dos primeros examinan las formas de la
memoria en textos autobiográficos que diseñan, premeditada o
indirectamente, una figura autoral. El tercero ilumina algunas de las
operaciones críticas que se despliegan en las lecturas precedentes, situando
el problema de la autofiguración en el terreno de lo fantasmático. Biancotto
contrasta escenas de infancia de las autobiografías de Victoria y Silvina
Ocampo y reconoce estrategias de autofiguración disímiles: un yo en primer
plano, en el caso de la hermana mayor, y un yo en fuga, en el de la menor.
Garbatzky lee el entramado particular de recuerdos que Raúl Escari
compone en Dos relatos porteños y Actos en palabras y concluye que sus
fragmentos no buscan relatar ni representar el pasado, sino dar forma a la
sensación “real” acontecida, convocando la inmediatez de lo ocurrido antes
que su verdad. De un tenor teórico dominante, el cierre de la sección queda a
cargo del recorrido que Ritvo realiza por las especulaciones barthesianas
acerca del acto de escribir, haciendo dialogar los escritos clásicos de los
años sesenta con los cursos tardíos. En un movimiento que excede las
definiciones del propio Barthes, Ritvo examina las posibilidades del sujeto
en la escritura, la “dramática del yo escribo”, en una dirección que revierte
sobre las colaboraciones anteriores y anticipa las de la sección siguiente.
El libro concluye con “Escenas de escritura”, una coda más que una
sección, en la que tres narradores, Tununa Mercado, Sergio Chejfec y Sylvia
Molloy, deliberan en primera persona sobre cómo nace, se hace y se cuenta
una vida de escritor. ¿En qué actos y circunstancias se cifra ese destino? ¿Es
un destino? Tununa Mercado responde al azar de la memoria. Un recuerdo de
viaje (la compra de una pollera que había pertenecido a Nancy Reagan en
una feria del prestigioso Wellesley College) la devuelve a su ensayo
“Cuerpo de pobre” y, a partir de allí, surge la idea de que, como escritora
latinoamericana, no puede sino vestirse con ropa ajena, “por indigencia,
descuido, estado de intemperie psicológica […] o, por qué no decirlo,
tradición literaria”. La asociación libera una serie de consideraciones sobre
la investidura de quien escribe: el lugar del escritor en la academia, la
precariedad del acto femenino de escribir, la entrada en el proceso creativo
como arrebato en el sentido de exaltación, como apropiación y rapto. El
estatuto del escritor es también el tema del ensayo de Chejfec, quien se
detiene, como Mercado, en el problema de la investidura y propone una
analogía entre la performance literaria —hablar o leer en público— y el
acto de dormir: “El escritor exponiendo se defiende tras una malla de
palabras que tiene como objeto vestirlo, en primer lugar, y adicionalmente
tiene como objeto ocultarlo”. Como en el acto de dormir, el escritor se
ausenta, se disocia, se oculta para poder comparecer ante el público. En
tiempos en que la exposición es una parte importante de la vida del escritor,
la experiencia y la obra se presentan como “facetas solidarias de una misma
creación”. En el final del libro, Sylvia Molloy ofrece un relato de iniciación.
Su ensayo, hasta ahora inédito, recupera anécdotas y fragmentos de
conversaciones que en su juventud mantuvo con Silvina Ocampo. Los
recuerdos personales evocan un modo soberano de ver y oír el mundo; en
diálogo con ese retrato, tramado en el desdén por la norma, la impertinencia
creadora y la libertad intelectual, Molloy analiza temas y recursos del
universo ocampiano (las máscaras, la infancia, el exceso, los inventarios
desordenados, el amor a los detalles triviales, la comunicación interrumpida,
la transgresión, la melancolía) que, en muchos casos, llegaron a formar parte
de su propio universo.
2021. Veinte ensayos sobre literatura y vida en el siglo XXI es uno entre
los varios libros posibles, dada la cantidad y la riqueza de los materiales
producidos en tres décadas de intercambios sobre este problema. Tiene la
intención de dar cuenta de los caminos que tomaron las discusiones y del
entusiasmo y el compromiso con que los diferentes interlocutores formularon
sus intuiciones y compartieron los hallazgos. Es también un modo de
continuar, de mantener vivo el deseo de seguir haciendo, pensando y
escribiendo.
1 Los ocho números de Paradoxa se publican entre 1986 y 1996. Los dos primeros están dirigidos
por Ritvo y un Consejo de Redacción integrado por Cueto, Giordano y Roberto Retamoso. Giordano
se incorpora a la dirección a partir del tercer número, y Cueto, González y Tubbia conforman el
Consejo. Tubbia se retira en el n° 4/5. Además de colaboradores locales, la revista incorpora
invitados de otros lugares (Eduardo Grüner, Jorge Monteleone, César Aira, Guillermo Saavedra) e
incluye traducciones de distintos autores: Jean-Bertrand Pontalis, Michel Foucault, André Clair y
Roland Barthes. En breve, la colección completa estará disponible en el Archivo Histórico de
Revistas Argentinas (AHIRA).
2 Gilles Deleuze y Michel Foucault, Theatrum Philosophicum [1970], traducción de Francisco
Monge, Cuadernos Anagrama, Barcelona, 1972, p. 7.
3 Mimeo. Archivo del Centro de Estudios de Teoría y Crítica Literaria. (Subrayado nuestro).
4 Ver Boletín en el sitio del Centro de
Literaria: https://www.cetycli.org/publicaciones/boletines/
Estudios
de
Teoría
y
Crítica
5 Alberto Giordano, “La literatura según Deleuze”, en La Capital, Rosario, 24 de septiembre de
1995, p. 12.
6 G. Deleuze, “La literatura y la vida”, traducción de Sergio Cueto. Mimeo. Archivo del Centro de
Estudios de Teoría y Crítica Literaria.
7 El libro recoge la transcripción de las cuatro conferencias que Aira dictó en el Centro Cultural
Ricardo Rojas, en junio de 1988, como parte del ciclo “Cómo leer a…”.
8 “El artesano de la fragilidad” de Contreras y “Digresiones sobre el amor” de Giordano, en la
sección “Las formas de la superficie”, pp. 63-78.
9 Se trata de la primera presentación pública de Aira en Rosario. Al año siguiente, el 6 y 7 de
agosto de 1992, dictó el curso “Constructivismo y Mallarmé: el procedimiento y el abandono”. En el
público no hay más de una decena de personas: los miembros del Grupo de Teoría y algunos
discípulos. Un registro de las participaciones de Aira en congresos y publicaciones de la Facultad de
Humanidades y Artes incluye lo siguiente: “El sultán”, Paradoxa n° 6, 1991; “Exotismo”, leído en el
“Encuentro de Literatura” en noviembre de l992 y publicado en el Boletín/3, 1993; “La innovación”,
leído en el “Encuentro de Literatura argentina y latinoamericana” y publicado en Boletín/4, 1995;
“Arlt”, Paradoxa n° 7, 1997; “La nueva escritura”, Boletín/8, 2000; “El ensayo y su tema”, leído
en el Coloquio “Retóricas y políticas del ensayo” en agosto de 2001 y publicado en Boletín/9 del
mismo año; “Particularidades absolutas”, Nueve perros n° 1, 2001; “Por qué escribí”, Nueve
perros 2/3, 2002-2003; “La intimidad”, leído en el I Coloquio Internacional “Escrituras del yo” en
octubre de 2006, publicado en Boletín/13-14, 2008, y ahora incluido en este ebook; “Las tres
novelas”, leído en el I Congreso Internacional “Cuestiones críticas”, agosto de 2007; “Diario de un
genio”, leído en el II Coloquio Internacional “Escrituras del yo”, agosto de 2010. La conferencia “El
realismo” pronunciada en el marco de la cátedra Roberto Bolaño, de la Universidad Diego Portales
de Chile, se incluyó en Contreras (ed.), Realismos, cuestiones críticas, editado en 2013.
10 Ver Silvia Hopenhayn, “El culto de una ciudad culta”, en El Cronista Cultural, Bs. As., 8 de
noviembre de 1991, p.10.
11 César Aira, Copi, Beatriz Viterbo, Rosario, 1991, p. 91.
12 “Lo incomprensible”, publicado originalmente en El Malpensante n° 24, Bogotá, agostoseptiembre 2000, y recopilado en La ola que lee, Random House, Bs. As., 2021, p. 228.
13 Ver el sitio del Centro de Estudios de Literatura Argentina: www.celarg.org
14 Ver, Julieta Yelin, La letra salvaje. Ensayos sobre literatura y animalidad, Beatriz Viterbo,
2015; Judith Podlubne, “La lectora moderna. Apuntes para una biografía intelectual”, en María
Teresa Gramuglio, Nacionalismo y cosmopolitismo en la literatura argentina, Editorial Municipal
de Rosario, Rosario, 2013; Nora Avaro, “Pasos de un peregrino. Biografía intelectual de Adolfo
Prieto”, en Adolfo Prieto, Conocimiento de la Argentina. Estudios literarios reunidos, Editorial
Municipal de Rosario, 2015, y Julia Musitano, Autoficción y melancolía en la narrativa de
Fernando Vallejo, tesis doctoral defendida en la Universidad Nacional de Rosario, en septiembre
de 2014 y publicada con el título Ruinas de la memoria en Beatriz Viterbo, 2017.
15 Nora Avaro, Julia Musitano y Judith Podlubne (comps.), Un arte vulnerable. La biografía
como forma, Nube Negra, Rosario, 2018.
Días contados
La intimidad
César Aira >>
Para definir lo íntimo habría que buscar el término con el que haga
oposición, y no se me ocurre otro que lo público. Pero lo que se opone
estrictamente a lo público es lo privado, lo que dejaría a lo íntimo como un
suplemento recóndito de lo privado. Querría enfocar estos contrastes
asimétricos en dos géneros literarios, las Memorias y el Diario íntimo, o
más precisamente las Memorias y el Diario de los autores franceses,
Chateaubriand y Victor Hugo.
En sus Memorias de ultratumba, al precio de eliminar todo dato de su
intimidad, Chateaubriand vuelve sin cesar a la diferencia entre lo público y
lo privado. La alternancia entre la historia de un hombre y la historia de
Europa se sucede en sus tres mil páginas, ejemplificada en cada una de ellas:
el hombre busca con ahínco la soledad, rehúye los cargos políticos, no pide
más que el aislamiento en el que desarrollar sus ensoñaciones religiosas y su
culto a la naturaleza, a la vez que Europa se obstina en producir guerras,
revoluciones y nacionalidades. La alternancia se tematiza en la extensión
misma, al punto de generar el cálculo explícito: “En la escala de los
acontecimientos públicos —dice Chateaubriand— los hechos de una vida
privada apenas si podrían reclamar más que una línea”.1 La imagen que
propone a continuación es la del barco, que podría ser el barco de la
Humanidad surcando el océano de la Historia, pero el barco está tripulado
por marineros que tienen cada uno su pequeña historia personal, y no se
privan de contárselas entre ellos en los largos ocios de la navegación. “Cada
hombre —dice Chateaubriand— encierra en sí un mundo aparte, ajeno a las
leyes y a los destinos generales de los siglos…”.2 Pero antes,
contradictoriamente, ha justificado el cálculo de las extensiones no en la
mera importancia de lo público sino en su particularidad. En efecto, lo
público es singularísimo e irrepetible, mientras que lo privado es
generalizable. ¿Quién no ha perdido un ser querido, quién no ha amado, o
sufrido injusticias, o logrado éxitos? Y todos lo hemos hecho más o menos
en los mismos términos. Mientras que la Revolución Francesa, o el
descubrimiento de América, sucedieron una sola vez y para siempre.
Chateaubriand resuelve la contradicción recordando que la historia pública
la hacen los hombres privados, y que lo único resulta misteriosamente de lo
múltiple: “todos, uno a uno —dice —, trabajamos en la cadena de la historia
común, y es de todas estas existencias individuales que se compone el
universo humano a los ojos de Dios”.3 Los actores centrales del
multitudinario elenco de sus Memorias de ultratumba son Napoleón,
Madame Récamier, y el mismo Chateaubriand. En Napoleón, por supuesto,
está la suprema transmutación de lo privado en lo público, ya que su historia
privada es la historia del mundo. Y fue la contemporaneidad de
Chateaubriand con Napoleón la que propició su reflexión. El mismo
Chateaubriand se constituyó en unidad de público-privado sobre el
grandioso fondo napoleónico, como legitimista de los linajes monárquicos:
solo en la cadena dinástica pudo encontrar el argumento que conciliara al
hombre individual con la Historia, conciliación amenazada por el exceso
imperial. Pero Chateaubriand, como los marineros de su metáfora, no se
priva de contar su propia historia. Y si en esta se ve constantemente
amenazado por el peligro de darse demasiada importancia, peligro muy real
porque después de todo él fue quien consolidó la sensibilidad romántica,
aseguró la restauración borbónica y llevó adelante la guerra con España,
dispone lateralmente de la figura de Madame Récamier, su amante, para
hacer de puente entre público y privado. La mujer es la figura privada por
excelencia, pero Madame Récamier fue la mujer más bella de su tiempo,
musa de reyes y poetas, amada apasionadamente por la gran enemiga de
Napoleón y su contrafigura, Madame de Staël. El trío ChateaubriandNapoleón-Madame Récamier cubre todas las combinatorias históricas de lo
público y lo privado, al menos en las Memorias de ultratumba.
Pero, por tratarse de un libro, estamos en el campo de la exposición, y
deberíamos ver su reverso. La privacidad también se oculta
deliberadamente, y aquí es donde la palabra “intimidad” funciona en el uso
común como su sinónimo. “Defiendo mi privacidad” es más o menos
intercambiable con “defiendo mi intimidad”. Solo más o menos. Pues lo
privado sigue en el campo de lo público, ya que, si hay un “derecho a la
privacidad”, tiene que ser un derecho reconocido públicamente.
Por fuera de este reconocimiento, en el margen interno del destino
individual que escapa a la factura general de la Historia, estaría la
especificidad de lo íntimo, en una especie de suplemento de lo privado, un
campo extra de formato indefinido que apela a los afectos, los sentimientos,
los deseos.
En la intimidad así definida hay una resistencia al lenguaje. La frontera de
la intimidad retrocede tanto como avanza la voluntad de contarla. Es
coextensiva al secreto, pero el secreto existe en tanto efecto de la
revelación, y esta, hecha de lenguaje, es por esencia pública. Dos formas
degradadas de lenguaje presionan sobre el campo amorfo de lo íntimo: de un
lado el exhibicionismo, del otro la curiosidad. Antes y después de que
adquiera una forma estable, la intimidad se disuelve, como una intención, o
peor: como una buena intención, y no deja como resto más que un balbuceo
fallido de lo que no se podía decir y sin embargo se dijo.
Aun así, no habría que descartar el concepto que, después de todo, y a
pesar de su precariedad, sigue actuando. Lo informe del concepto se replica
en lo informe del idioma de la intimidad. Si el máximo de articulación del
lenguaje está en lo público, el mínimo se refugia en la intimidad. Los íntimos
se entienden “con medias palabras”, o mejor, “sin palabras”. Esta economía
transporta la busca utópica, o en todo caso deseante, de la imposible
comunicación consigo mismo, porque la intimidad culmina en uno solo.
Utopía de lo comunicable, que iría del secreto al secreto, sin pasar por la
revelación y sin rebajarse a los mandatos del exhibicionismo y de la
curiosidad.
Sea como sea, la intimidad no es una napa fluida de la vida social, sino
un principio de separación. Celosa, exclusiva, la intimidad de uno termina
donde empieza la del vecino, o un poco antes. Aunque no se trata tanto de
límites como de círculos concéntricos. Hay un deíctico en juego, un shifter,
un ocasionalismo: “entre nosotros”, y ese plural puede ser tan amplio o
estrecho a como dé lugar: la intimidad de los amantes, de la familia, de los
amigos, de la profesión, de la ciudad, de la nación… El modelo, el “entre
nosotros” definitivo, es la reducción del plural al singular que se amplía
para formarlo, el “yo”, la conciencia, el llamado “fuero íntimo”, yo conmigo,
la intimidad portátil, que se lleva adonde hace falta. Se supone que ahí está
el núcleo de las grandes verdades: donde no es necesario hablar.
Lo público es un tejido de creencias, y sobre ellas se ejerce el proceso
del “fuero íntimo”. Que el Sol salga por el Oriente y que se ponga por el
Occidente, o que los pobres sean más simpáticos que los ricos, son
proposiciones sujetas a las creencias, aun después de su confirmación por
los hechos. Después o antes de la confirmación, la decisión de creer o no
creer constituye la intimidad del hombre. En realidad, no hay alternativa: la
decisión solo puede ser decisión de no creer. Creer es lo público, no creer
es lo íntimo, y si dentro de la intimidad hay todavía algo en lo que se cree, es
inevitable que su negación produzca, aun en contra de las mejores
intenciones del sujeto, una segunda intimidad, más íntima, y luego una tercera
y una cuarta.
Mi hipótesis es que la figura última de la intimidad es la del cura que no
cree en Dios. La ventaja metodológica de esta figura es que nos lleva a los
extremos de la prueba. El cura es una institución; todos lo somos, en nuestro
funcionamiento social; todos somos instituciones de creencias. Pero el cura
lo es potenciado por su especialización en la creencia de base, que es Dios.
Él no tiene escapes laterales como los tenemos todos, porque está en el
fondo del callejón; de ahí que pueda decirse que un cura que crea en Dios no
tiene intimidad. Es todo público. Y aumenta exponencialmente la urgencia de
crearse una intimidad. Como estamos en el terreno del blanco y negro, de los
absolutos, para tener intimidad el cura debe pasar a un nivel en el que se
desprenda de su creencia en Dios.
Esa incredulidad, tiene que “confesársela”, en el secreto de su
conciencia. Para lo cual es necesario que intervenga el lenguaje; ¿cómo lo
diría si no? La semiosis de la acción, de los hechos, y hasta la de lo gestual,
le está prohibida, si quiere conservar el empleo de cura. De modo que el
lenguaje vuelve en su más pura y quintaesenciada materia lingüística.
Esto contradice la descripción anterior de lo íntimo como el reino del
balbuceo y las medias palabras. Creo que lo que sucede es que, en el camino
hacia lo singular, al irse despoblando el “nosotros” íntimo en su paso de la
nación al grupo, del grupo a la familia, de la familia a la pareja, siempre
rumbo al “yo” secreto y quizás inalcanzable, se va agotando la carga de
lenguaje acumulado, y cuando la conciencia está sola consigo misma debe
recomenzar, otra vez, con un máximo de articulación, con una sintaxis
precisa y frases bien acuñadas sobre la matriz del Sujeto y el Predicado.
A ellas debe recurrir el cura en su necesidad imperiosa de crearse una
intimidad. Ahora bien, lo que queda por explicar es esta necesidad. ¿Para
qué sirve la intimidad? ¿Quién la necesita? Yo diría que su utilidad está en la
inversión de la función de la verdad en el lenguaje. La intimidad es algo así
como el laboratorio de la verdad.
El lenguaje como institución, o más bien como instrumento público,
tiende al lugar común. Aun cuando sea el más ingenioso epigrama o la
paradoja más arriesgada, aun cuando se lo tome en el momento más original
de su nacimiento, la enunciación lingüística es presa de la mecánica
senilizante de la obviedad. Los sujetos coinciden fatalmente en ella. Aunque
sea patente, su quantum de verdad se degrada a creencia, por el simple
hecho de ser compartida. El estrecho margen de maniobra que le queda a la
negación es lo que llamamos cinismo. En la extinción del lenguaje que tiene
lugar en el fondo de la intimidad, y su inmediato renacimiento, en ese punto
último de rebote en que los amantes desnudos abrazados se transforman en
un cura, está el origen del cinismo.
Es bastante evidente que la creación de intimidad, según los términos en
que la he presentado, se parece mucho a la creación de literatura. Eso hace
un tanto difícil seguir hablando del tema, para no salirse del cual la reflexión
se ve obligada a remontar lo creado a la creación. De modo que remitirse a
los documentos no es suficiente, pues casi de inmediato estos se contaminan
con el proceso de la documentación.
La intimidad, en la medida en que tenemos acceso a ella, ha sido objeto
de una documentación. El mito de la intimidad tiene por soporte documental
la mitología de los secretos y su revelación, cuyo medio es la escritura.
La paradoja de los diarios íntimos se despliega en el rebote del que
hablé. Se los escribe para uno mismo, para articular lo informe, pero esa
articulación misma ya transporta el esbozo de un interlocutor. Se los escribe
para que lo lea otro, aunque ese otro, por el momento, sea uno mismo. La
articulación del lenguaje en el Diario íntimo tiene como fondo de contraste, y
se da para hacer contraste con él, un balbuceo amorfo de pensamiento
secreto.
La paradoja suele resolverse, y no solo en los diarios íntimos, en
escritura cifrada, que es idioma propio de la documentación. La técnica de
registro de la contabilidad, la llamada “doble entrada”, inventada en Italia
más o menos en la época en que Maquiavelo inventaba la “doble entrada”
política, de hipocresía y cinismo, en la que seguimos moviéndonos, es el
modelo del cifrado.
Victor Hugo, que mantenía una gran familia, una decena de amantes y dos
o tres de examantes, numerosa servidumbre, secretarios, amanuenses y
protegidos, encontró en cierto momento que el sitio más a mano donde anotar
todos sus gastos, para homologarlos con sus ingresos, era su Diario íntimo.
Pero él no tenía tiempo ni paciencia para hacer las cuentas. La señora Hugo,
que no debía de tener cabeza para los números, delegó la tarea en la amante
oficial de su marido, Juliette Drouett, a la que Hugo le pasaba a fin de mes
los cuadernos de su Diario, donde había registrado escrupulosamente hasta
el último centavo que había salido de su bolsillo. Ahora bien, el poeta
recurría cotidianamente a los servicios de prostitutas, que aun a él le
cobraban. Esos pagos quedaban anotados: quince francos, diez francos, doce
francos. Y precedidos por la letra P, de prostituta. Si Juliette preguntaba, la
explicación era que la P correspondía a “proscripto”, explicación verosímil
puesto que Hugo financiaba a los numerosos proscriptos (él lo había sido)
del Segundo Imperio. El verosímil se tensaba por las palabras también
cifradas que seguían al número, recordatorio de las fantasías, por lo general
fetichísticas, que habían sazonado la sesión, por ejemplo “t. n.” que
significaba toute nue, “desnudez total”, o letras en clave que representaban
“piecito” o “atrás y adelante” o mil cosas más que hoy sirven de
rompecabezas para “hugólogos” (muchas no han sido descifradas), y que
debían intrigar a Madame Drouett.
Veamos los tres tramos de la anotación. En el centro está el número, “15
francos”. Ahí no hay clave, quince francos son quince francos, no catorce ni
dieciséis (en esta ocasión). Ahí la lectora debe leer lo que está escrito, para
mantener en orden la contabilidad. La “P” anterior, en cambio, apela al poeta
tanto como a la lectora, y en la conjunción está la posteridad, que también
empieza con P. La actividad sexual del viejo poeta, ya por entonces prócer,
queda marcada con una P en el calendario, por debajo de su generosidad con
los numerosos compañeros de exilio, generosidad fehacientemente
documentada en otros sitios. En cierto modo aquí también está documentada,
siquiera en el tenue verosímil destinado a Juliette: si ella se lo creía, si creía
que la P correspondía a “proscripto”, o aun si no lo creía, era porque la
ayuda a los proscriptos existía.
En cuanto al tercer casillero, el “piecito” o el “toda desnuda”,
enmascarado en un par de letras herméticas, ahí el diarista pasa al lenguaje
privado, que solo él podrá decodificar, por ejemplo una tarde de lluvia que
estimulara la evocación de recuerdos nostálgicos; o, con un fin más práctico,
cuando se revisara de apuro el cuaderno antes de salir rumbo a la cita, para
no repetir el “piecito”, o para repetirlo. ¿Pero cómo decodificar? La
prudencia exige que las claves o equivalencias no queden anotadas en
ninguna parte, como cuando en los bancos nos recomiendan no escribir la
clave de nuestro cajero automático sino confiarla a la pura memoria
inmaterial. El decodificador debe volverse sobre sí mismo y cerrar el
círculo del sujeto con individuo hecho de pasado y memoria. La poesía no
funciona de un modo muy distinto, y la poesía de Victor Hugo suele recurrir,
sobre todo en sus piezas proféticas (pero también en las políticas), a la voz
de la inspiración que entreabre las valvas herméticas del sujeto para dictar
las claves olvidadas: “Lo que Dice la Boca de Sombra”. Por intermedio de
la escritura cifrada, la intimidad se hace literatura.
Como la literatura, la escritura cifrada es una intensificación del lenguaje.
Una y otra usan los velos de la intimidad para crear valor. Pero el valor
depende del interés, y al apuntar en esta dirección, el interés suele
acompañarse del adjetivo “morboso”. Los estudiosos de la literatura
francesa que se afanan en la decodificación de las anotaciones crípticas del
diario de Victor Hugo esquivan el adjetivo por muy poco, pero tienen serias
justificaciones. Su principal argumento, por supuesto, es que Victor Hugo es
una figura demasiado importante en la literatura y la historia francesa como
para no tomarse el trabajo. El conocimiento en detalle de sus conductas
privadísimas en la cama podría dar una pista para la lectura de sus poemas o
novelas. Un argumento que no usarían, aunque esté implícito, es que si no lo
hacen ellos lo harán otros, y eso me parece que sirve para terminar de
definir la intimidad: es lo que le pasa a uno y le interesa a muchos. Así como
en la redacción de las Memorias hay una construcción mutua de lo particular
y lo general, bajo las figuras de lo público y lo privado, en la lectura de los
Diarios esa construcción se da entre el interés y la intimidad.
En este caso el interés puede ser interés en saber, o interés en que no se
sepa. La repartición de los sujetos, usando como instrumento la escritura
cifrada, distribuye ambos intereses a un lado y otro del saber. Pero los dos
intereses son uno solo y el mismo; aunque vayan en direcciones opuestas no
terminan de separarse porque son el anverso y el reverso de la misma
moneda con la que se compra el saber.
Publicado en Boletín/13-14, Centro de Estudios de Teoría y Crítica Literaria,
Universidad Nacional de Rosario, diciembre de 2007-abril de 2008.
1 François-René de Chateaubriand, Mémoires d’outre-tombe [1848], edición de Maurice Levaillant
y Georges Moulinier, Gallimard, Bibliothèque de la Pléiade, París, 1947. (Traducción mía).
2 Ibíd.
3 Ibíd.
Alter ego. Ricardo Piglia y Emilio Renzi: su
diario personal
Martín Kohan >>
¿Me parece a mí o en la expresión alter ego, que empleamos con razonable
frecuencia, el sentido de ego es tan fuerte, tan espeso y tan potente, que
tiende a debilitar a alter hasta casi desvanecer su presencia? Decimos alter
ego y vemos un yo, o vemos el yo, mucho más que la voluntad de alteridad,
la pretensión de volverlo otro. Como si un alter ego fuese la continuidad del
yo pero por otros medios, y en este sentido su ratificación, y no su literal
alteración, la apuesta a hacer otra cosa con eso (con eso aquí significa:
consigo). Por supuesto que en ocasiones el ego y el alter ego son meramente
intercambiables (Cortázar y el sudamericano en el cuento “El otro cielo”),
en ocasiones responden a un desdoblamiento (Borges como alter ego de
Borges), en ocasiones apuntan a la duplicación (dos egos en vez de uno:
Carri/Couceyro en la película Los rubios), en ocasiones el alter ego se
impone y acaba por tragarse al ego (a Washington Cucurto lo conocemos
todos, a Santiago Vega no tanto), en ocasiones impera por completo el
enrarecimiento de sí a manos de una consumada alteridad (César en Cómo
me hice monja de César Aira, César Aira en Embalse de César Aira).
¿De Emilio Renzi qué decir, respecto de Ricardo Piglia? ¿Y qué decir de
la decisión de Ricardo Piglia de publicar, finalmente, sus diarios, tan
insinuados y tan retenidos por largo tiempo, pero hacerlo mediante la
atribución de esa vida escrita a Emilio Renzi? Emilio Renzi se inscribe en
una especie de secundariedad nominal respecto del propio Piglia (Emilio es
su segundo nombre, Renzi sería su segundo apellido, el de su madre). Pero
no es lo mismo haberlo insertado como personaje en la trama de diversas
ficciones, de Respiración artificial a Blanco nocturno, que asignarle tan
luego la autoría del diario, que es el género del yo, el género de lo personal
por excelencia. Hay tramos en los que simplemente prevalece el ego: leemos
Renzi y entendemos Piglia, leemos ER y entendemos RP. Pero hay tramos (el
título del volumen por lo pronto, la portada en la que coexisten uno y otro)
en los que la voluntad de alteridad es lo que queda en primer plano.
En un ensayo crítico sobre las relaciones posibles entre un autor y su
héroe (y aun sobre los casos en los que el héroe es el autor), dice Mijaíl
Bajtín:
la extraposición se ha de conquistar, y a menudo se trata de una lucha
mortal, sobre todo allí donde el personaje es autobiográfico [...]; esta
colocación desde fuera permite ensamblar al personaje y a su vida
mediante aquellos momentos que le son inaccesibles de por sí.1
En ello radica, para Bajtín, la clave para asumir una actitud estética: lo
que asegura la esteticidad del texto. Lo que no deja de ser un dato relevante
para una operación como la que Ricardo Piglia efectúa, ya que no se trata
ahora de alguno de sus cuentos o alguna de sus novelas, sino del primer tomo
(“Años de formación”: el primero de tres anunciados) de su diario personal.
Insertar ahí a su alter ego, procurarse precisamente ahí ese efecto de
extraposición o de exterioridad del que habla Bajtín, no supondría sino
acentuar, por eso mismo, un esmero de estetización (de estetización, que no
es igual que de ficcionalización) para un género de la verdad y de la
privacidad como es el diario. Y en efecto, Los diarios de Emilio Renzi están
intervenidos desde el presente, actualizados; Piglia les adosó textos
contemporáneos, que llegan hasta su situación de hoy, entreverándolos con
las notas que fue tomando a lo largo de los años en esos 327 cuadernos que
un reciente film de Andrés Di Tella ha vuelto emblemáticos (nada impide
pensar, y aun todo invita a pensar, que no hay ningún pacto de autenticidad e
intangibilidad de por medio: que los textos del diario original pueden
haberse visto transformados también).
La autoría que Ricardo Piglia, autor igual, le cede o le concede a Emilio
Renzi, esa decisión de incrustar un “él” en plena escritura del “yo”, no hace
de los diarios una novela (según la conocida invitación de lectura que
propusiera Roland Barthes) ni los convierte en una ficción (porque no por
eso dejamos de leerlos en el registro de las verdades personales); pero sí
los aproxima, en todo caso, a un régimen de construcción y de validación
estética que Piglia evidentemente no ha querido declinar. Alberto Giordano
ha reparado en una postura de resistencia, al amparo de la “nobleza de los
valores modernos”, por las que se pretende “distinguir los ejercicios
autobiográficos que configuran auténticas experiencias artísticas de las que
se reducen a la mera exhibición narcisista y la autocomplacencia”.2
Giordano parece precaverse de esta clase de enfoques, pero concede que
algunos libros que él considera en sus análisis se sitúan “en los márgenes
ambiguos de la institución literaria”,3 que están entre ser y no ser literatura
(y en especial: que no les importa demasiado el asunto); y formula luego esta
advertencia decisiva: “se puede pensar otra forma de superación del
narcisismo y la autocomplacencia, esos dos peligros inevitables que corren
los escritores del yo, en los términos de un ejercicio ético de
autotransformación”.4
Lo de Piglia no es una autobiografía, sino un diario; pero es un diario
fuertemente recapitulado desde el presente; al ejercicio estético de la
extraposición podría agregarse ahora este ejercicio ético de
autotransformación: Ricardo Piglia/Emilio Renzi. Es como si el consabido
“giro autobiográfico” comenzara a acelerarse hasta el vértigo, hasta lograr
que el autor se transforme en su personaje o hasta lograr que el personaje se
transforme en héroe: girar y girar y girar, hasta convertirse en otro (el
ejemplo que se me ocurre es el de los giros ultraveloces con los que Linda
Carter se transformaba en la Mujer Maravilla) y es como si el viaje al
pasado se hiciera asimismo en giros, giros de alucinación, más que en la
línea recta del recuerdo o los saltos asociativos de la evocación (el ejemplo
que se me ocurre es el de los giros psicodélicos, cabeza abajo inclusive, de
los héroes de El túnel del tiempo, que por cierto viajaban a un pasado que
no era personal).
Estamos así en las antípodas de esa tendencia de este tiempo, según Boris
Groys destacó y celebró, por la cual, nuevas tecnologías mediante, la figura
personal del autor y las menudencias probablemente insignificantes de su
vida se adosan a su obra artística y acaban integrándose a ella como “sujeto
de la autocontemplación”.5 Piglia, en cambio, publicando tan luego su diario,
un texto sobre sí mismo y sobre su vida personal, procede a la inversa,
imprime sobre esa escritura sus registros literarios, ensayísticos y críticos,
en la tradición más fuerte de los diarios de escritor. La intimidad que pone
en juego nada tiene de la inofensividad que Tamara Kamenszain6 percibió en
varios textos de la intimidad de la poesía argentina reciente, textos que no
por nada parecen despreocuparse de la cuestión de la exigencia estética
(despreocupación, más que transgresión, por los criterios del valor literario:
ser buena o mala literatura, o ni ser literatura llegado el caso). Si algo hacen
los Diarios de Piglia, y toda su escritura, y toda su lectura, y su trayectoria
docente entera, y hasta podría decirse que él mismo, es resistirse a la
insignificancia.
Alan Pauls concibió en estos términos el dispositivo que alienta a los
escritores a la escritura de un diario íntimo: el de abocarse a retener
nimiedades con el “pálpito secreto” de que alguna vez se volverán valiosas,
de que alguna vez tendrán su “redención futura”.7 Claro que Piglia, al editar
sus diarios como lo hizo, se ocupó él mismo de procurar tal redención. De
ellos puede decirse lo que el propio Alan Pauls dijo de los diarios de
Cesare Pavese (cruciales para Piglia, no solo en Los diarios de Emilio
Renzi sino en un cuento como “Un pez en el hielo”): que antes que recordar
un pasado, lo que hacen es “citarlo como se cita un texto ajeno”.8 Piglia
“produce” esa ajenidad por medio de Emilio Renzi. Su propósito declarado
es lograr un “tono personal” (el que se espera de un diario) pero plasmado
“en tercera persona”.9 Pasar de la primera persona a la tercera, contar lo
propio como si fuese ajeno, es por supuesto un legado de Borges (de “La
forma de la espada”, ante todo, pero también de “Hombre de la esquina
rosada” y en parte de “Emma Zunz”); a Piglia, en los Diarios, le interesa
especialmente: “Quisiera escribir sobre mí mismo en tercera persona”,10
dice por caso; “he aprendido a observar con distancia mi propia vida”;11
“También a mí me subyuga la presencia de un narrador que observa los
acontecimientos, lejanamente implicado (como en Henry James, en Conrad y
en Fitzgerald): me gustaría que él fuera el autor de estos cuadernos; con un
estilo claro y eficaz reseña los hechos de mi vida, desde afuera”;12 “el
escritor ha adquirido la costumbre de hablar de sí mismo como si se tratara
de otro”.13 Pero este traspaso, este procedimiento, esta especie de
tercerización de sí, no los aplica Ricardo Piglia tan solo a la narración, a los
modos de narrar, sino también a las vivencias (que es acaso lo que más
estrictamente hace Emma Zunz: vivir una experiencia propia como si fuese
una experiencia de otra). Vivir, y no ya narrar, como en tercera persona: “he
entrado en mi autobiografía cuando he podido vivir en tercera persona”,14
“ilusión de vivir en tercera persona”,15 “el tema de una novela con un
hombre que vive su vida como si fuera la de otro”16 (nada impide que esa
novela cobre la forma de un diario o que concretamente lo sea). Ese primo
de Piglia “que es casi como mi hermano” y que, a diferencia de él, se quedó
viviendo en Adrogué “en la misma casa en la que había nacido”, que se
recibió de médico “como quería mi padre que hiciera yo”,17 le ofrece la
alternativa de esa visión singular: la de la vida que pudo tener él mismo,
verse a sí mismo siendo otro, el que pudo ser y en cierta forma debió ser
(Piglia habla sobre este primo en una entrada del diario del 30 de marzo de
1967, pero también, ya casi en el presente, lo hace en un pasaje de la
película de Andrés Di Tella). Esa visión de sí mismo como otro se la ofrece
este primo, o bien, aunque de otra forma, se la ofrecen los diarios; no ya al
escribirlos, sino al leerlos o releerlos: “Releer mis ‘cuadernos’ es una
experiencia novedosa, quizás se puede extraer, de esa lectura, un relato.
Todo el tiempo me asombro, como si yo fuera otro (y es que lo soy)”.18
La ecuación que propone Piglia es decisiva. En lugar de la distribución
esperable, que pondría, de un lado, la vida y sus experiencias, y del otro, el
diario y sus narraciones, inscribe la “experiencia novedosa” en la lectura y
acude al diario para encontrarse, antes que con alguna vivencia, con la
posibilidad de un relato. La noción de experiencia en Piglia es central y es
recurrente, lo sabemos, y es uno de sus tópicos sin dudas (Piglia es un
escritor de tópicos, es decir, de insistencias). Va de las entrevistas sobre el
intercambio social de relatos, reunidas en Crítica y ficción desde 1986 en
adelante, hasta llegar al capítulo dedicado al Che Guevara en El último
lector en 2005, pasando por la máquina de narrar atribuida a Macedonio
Fernández en La ciudad ausente en 1992. Las experiencias personales se
entrecruzan en una red de circulación de relatos sociales, en un caso; en otro
caso, una sola experiencia personal, pero terrible, la muerte de Elena, va a
resolverse (o en verdad, a problematizarse) mediante la generación
incesante de historias; por último, nos encontramos al hombre de acción por
excelencia (aquel que tiene a su alcance las más intensas de las vivencias
posibles), aprovechando cada rato y cada tregua para hacerse un poco a un
lado y para ponerse un poco a leer.
Los diarios de Ricardo Piglia, presentados como de Emilio Renzi, o Los
diarios de Emilio Renzi, firmados por Ricardo Piglia, no funcionan pues
como un simple reservorio narrativo de sucesivas experiencias vividas a lo
largo de los años, ni es apenas el ejercicio de su consignación en la cadencia
regular del día a día; no es ni quiere ser la escritura inmediata de un yo
(dado que, bajo sus propios criterios, si es escritura, no es inmediata). Las
huellas de Walter Benjamin son explícitas en las reflexiones formuladas por
Ricardo Piglia acerca de las relaciones entre experiencia y narración: que el
arte de narrar experiencias está en crisis, que “cada vez es más raro
encontrar gente que sepa contar bien algo”,19 que la impronta artesanal de las
narraciones (su aura, incluso, podría decirse: el aquí y ahora del relato, la
posibilidad de que en lo narrado queden impresas las huellas del narrador)
declina frente al imperio cada vez más en expansión de esos factores tan
eminentemente modernos que atentan contra dicha impronta (las ciudades,
las nuevas tecnologías, las noticias periodísticas, el entretenimiento, las
novelas). A esas ineludibles intervenciones de Benjamin, a las que Piglia se
remite infatigablemente, podría agregarse hoy la especificación que en 1978
efectuara Giorgio Agamben: que para esa crisis de las experiencias
transmisibles o comunicables (ya que no de las experiencias sin más) “ya no
se necesita en absoluto de una catástrofe y que para ello basta perfectamente
con la pacífica existencia cotidiana en una gran ciudad”.20
La oposición de Ricardo Piglia a los relatos sostenidos en explicaciones,
oposición que se reitera en Los diarios de Emilio Renzi, asume una
resonancia benjaminiana (“nunca se explica el motivo de los hechos. Sólo se
lo narra y se lo deja ahí”,21 “la teoría del iceberg de Hemingway no supone
el escamoteo de los datos, sino más bien la ausencia de explicaciones”),22
orientándose en el sentido de que la narración cabal sea ante todo una
narración de lo extraordinario (“Alguien hace algo que nadie entiende, un
acto que excede la experiencia de todos. Ese acto no dura nada, tiene la
cualidad pura de la vida, no es narrativo pero es lo único que tiene sentido
narrar”).23 Una usina eminente de relatos así concebidos es la cárcel (tan
propicia para la conversación, como sabemos por El beso de la mujer araña
de Puig), bajo una disposición antitética a la que se establece en las novelas
(“La cárcel es una fábrica de relatos, dice mi padre. Todos cuentan, una y
otra vez, las mismas historias [...]. Lo que importa es narrar, no importa si la
historia es imposible o si nadie la cree. Lo contrario del arte de la novela,
dice Steve, que se funda en la ilusión de convertir a los lectores en
creyentes”).24
Los diarios de Piglia y de Renzi, mejor que las novelas y los cuentos de
los que Piglia es autor, mejor que las novelas y los cuentos en los que Renzi
es narrador o es personaje, resuelven esta combinación particular que se
condensa en la fórmula del alter ego: aproximar en lo posible el relato y la
experiencia, pero alejar ese relato de sí mismo. Si las cárceles se proponían
como el ámbito por excelencia para la circulación de los relatos increíbles o
imposibles, los hoteles, por su parte, son los lugares por excelencia en los
que hacerse de experiencias que no son propias sino de otros: “Vivir en un
hotel es el mejor modo de no caer en la ilusión de ‘tener’ una vida personal,
de no tener quiero decir nada personal para contar, salvo los rastros que
dejan los otros”.25
La narración de experiencias personales, pero experiencias personales de
otros, sería entonces la posición asumida por Piglia, ya sea robándoles
experiencias a los otros (“Al principio las cosas fueron difíciles. No tenía
nada que contar, su vida era absolutamente trivial [...]. Entonces empezó a
robarle la experiencia a la gente conocida, las historias que se imaginaba
que vivían cuando no estaban con él”)26 o ya sea traspasando a otros
experiencias que son propias (“Quizá en la novela pueda construir a Cacho a
partir de mi propia adolescencia; darle a él la experiencia de mi vida en
esos años, extraerla de mis diarios”).27 Piglia desiste así de abocarse a los
relatos de una vida trivial, declara que no tiene “interés en registrar aquí mi
vida cotidiana”;28 pero eso mismo, planteado en los diarios, es lo que lo
lleva en definitiva a preguntarse: “¿Cómo definir la vida real?”29 (pregunta
retórica que remite a aquella otra conocida pregunta retórica, la que consta
en Respiración artificial: “Se planteó un solo problema: ¿cómo narrar los
hechos reales?).30
El dilema, claro, lo suscitan los adjetivos: que los hechos sean reales,
que la vida sea real. Sobre todo cuando lo más subrayado en Piglia es la
disposición a debilitar eso que es o ha sido real, respecto de la escritura (la
idea de que se escribe un diario para “negar la realidad”31 o bien para
postergarla, como Pavese que “escribe el diario para postergar el
suicidio”),32 respecto de la lectura (se aprende a pescar leyendo un par de
libros sobre el tema y se supera con creces a esos amigos pescadores de
toda la vida), respecto de los recuerdos (regla mnemotécnica de Piglia: las
vivencias se recuerdan a partir de los libros que se estuvieran leyendo en
cada momento. Los libros son no solo lo que de por sí se recuerda sino lo
que ayuda a recordar el resto, todo eso otro que no son los libros).
Piglia entonces va a destacar en Balzac, y luego en Hammett, un recurso
que evidentemente toma también de Borges: que lo que se narra no es el
acontecimiento sino la narración del acontecimiento, que el que cuenta una
experiencia no es el que la tuvo sino el que la oye contar. ¿No es eso lo que
se busca, en última instancia, con esta forma de disponer los diarios?: “Ya
no se trata de la experiencia vivida, sino de la comunicación de esa
experiencia, y la lógica que estructura los hechos no es la de la sinceridad,
sino la del lenguaje”.33 El lenguaje no vendría a constituir, en este caso,
como proponía Heidegger, la Casa del Ser, sino más bien su hotel, con el
carácter que a los hoteles les concede Ricardo Piglia: el lugar donde se
recaban las huellas de las experiencias ajenas. Un hotel o bien una cárcel,
como dijo Fredric Jameson a propósito del estructuralismo, pero igualmente
bajo la potencia narratológica que a las cárceles elige otorgarles Piglia, el
lugar donde todo el mundo cuenta historias que no se pueden creer.
Esta sería, entonces, la declaración de principios de Piglia, si algo así
puede decirse: “Siempre habrá un hiato insalvable entre el ver y el decir,
entre la vida y la literatura”.34 Insalvable es un decir (justamente: un decir),
porque si bien en ocasiones la disyuntiva entre vida y literatura se padece
(“Lo que no soporto es pensar que el 16 Lidia llamó y yo estaba leyendo
estupideces en la biblioteca”),35 otras veces se la busca y se la aprovecha
(“Pasé la mañana en la biblioteca de la Universidad, es el lugar donde mejor
me siento, a cubierto [...]. Metido ahí, en el silencio, con todos los libros a
mano, la vida exterior me importa poco”).36 El hiato es insalvable, sí, y eso
se descubre cuando se lo quiere salvar; pero la importancia entera del hiato
se advierte en que Piglia lo busca, en que lo produce para poder narrar.
Esto último nos remite de nuevo a Borges, por supuesto, y el encierro en
la biblioteca (como emblema de renuncia a las vivencias) también. Y hay
una remisión expresa a Borges, y más concretamente a “La memoria de
Shakespeare”, cuando en el prólogo a la Antología personal editada por
Fondo de Cultura Económica, Piglia enfatiza: “la utopía reside en construir
artificialmente la experiencia y vivir como propias vivencias que nunca se
han vivido”.37 Ahí está, en efecto, la utopía literaria de Piglia, o su versión
utópica de la literatura: no ya la plasmación de experiencias vividas, sino la
construcción artificial de experiencias, de tal modo que las vivencias ajenas
puedan pasar a funcionar como propias (y así las experiencias en sí mismas
pierden su condición mítica de garantía intrínseca de la verdad, para pasar a
cargarse de artificio). Así es en “La memoria de Shakespeare” de Borges,
por lo pronto: un trasplante de memoria permite hacer propias, en el
recuerdo, las vivencias que tuvo otro. Esta forma de vincular literatura y
vida ya es de por sí bastante menos vitalista que literaria; contar con el truco
que sirve para apropiarse de una experiencia resulta claramente preferible al
hecho mismo de vivir esa experiencia. La preferencia literaria se torna aún
más evidente cuando se repara en que, puestos a tener la memoria de algún
otro, ese otro no es sino Shakespeare, esto es, un escritor; el mejor de los
escritores, claro, pero un escritor después de todo; se elige a Shakespeare y
no a Napoleón Bonaparte, o a Cristóbal Colón, o a Marco Polo, o a Jorge
Newbery, o a Joe Louis, o a Mario Boyé. La utopía de vivir como propias
vivencias que nunca se han tenido se aplica, en definitiva, de todo el
inmenso repertorio de vivencias disponibles, a una vivencia literaria (de la
escritura de la vivencia a la escritura “como” vivencia).
Un enfoque de esta índole parecería, a primera vista, incurrir en una
consideración deslucidora del prestigio que se atribuye al hecho de vivir
experiencias (en la citada tradición vitalista a lo Hemingway, por lo pronto).
Cabría decir, no obstante, que sucede lo contrario: que se tiene una idea
demasiado alta, demasiado exigente, de lo que cabe entenderse por una
experiencia en el sentido más fuerte de la expresión. Pensemos, por ejemplo,
en ese poema titulado “Instantes” y atribuido falsamente a Borges (acaso el
único juicio que María Kodama hizo bien en cometer). Se trata a todas luces
de una vendetta vitalista, lanzada en contra del deplorado intelectualismo
borgeano, una exaltación moralista de la plenitud de la vida a fondo que se
quiere infligir, por venganza, al hombre del repliegue en bibliotecas,
prescindente y desentendido, compenetrado y ajeno, hecho de libros y nada
más. No por nada el desvío autoral le fue asestado a Borges, no por nada una
atribución literaria tan endeble consiguió pese a todo verosimilitud y
produjo gruesos errores. Porque la premisa de que Borges se perdió “la
vida” funciona en la cultura, porque su demasía literaria por lo visto
perturba y fastidia, y a veces hasta no se soporta, y surgió así la necesidad
de imaginarlo arrepentido por la vida perdida (imaginarlo mortificado, con
culpa, diciendo a lo Julio Iglesias: “Me olvidé de vivir”).
Ahora bien, ¿qué clase de experiencias concretas invoca el poema
“Instantes”? Mirar más atardeceres, haber tomado más helados. ¿Son esos
los tesoros que ofrece el vitalismo? ¿Mirar atardeceres? ¿Tomar helados?
¿Ir a los toros, ir de caza, ir de pesca, hacer guantes un poco, tomar mojitos?
Sabemos que Borges en verdad no escribió “Instantes”; sabemos que sí
escribió “La memoria de Shakespeare”. ¿Y qué valor tiene tomarse un
helado, en comparación con escribir Hamlet? Y no ya bajo un criterio
literario, sino incluso del vivir experiencias. Borges deja en claro, en “El
sur” sin ir más lejos, qué entiende por experiencia: dar muerte a otro
hombre, exponer la propia vida. La apreciación de la experiencia en Borges
resulta pues más alta, más ambiciosa, más honda que la que se enarbola en el
culto a la intensidad vital.
En el cuento “Un pez en el hielo”, colosal homenaje a Pavese, ficción
urdida a partir del diario de otro, Ricardo Piglia escribe: “No conocía
ningún novelista que hubiera matado a nadie”.38 Ahí se expresa, con
contundencia, otra vez borgeanamente, la escala en la que se mide qué es
tener una experiencia. Debo admitir que yo tampoco he matado nunca a
nadie. Así de pobres en experiencias andamos. El resto, como suele decirse,
es literatura.
Publicado en Landa. Revista do Núcleo Onetti de Estudos Literários LatinoAmericanos nº 2, vol. 5, Universidade Federal de Santa Catarina, 2017.
1 Mijaíl Bajtín, Estética de la creación verbal [1979], Siglo XXI, México, 1989, pp. 21-22.
2 Alberto Giordano, El giro autobiográfico en la literatura argentina actual, Mansalva, Bs. As.,
2008, p. 38.
3 Ibíd., p. 15.
4 Ibíd., p. 39.
5 Boris Groys, Volverse público, Caja Negra, Bs. As., 2014, p. 35.
6 Tamara Kamenszain, Una intimidad inofensiva, Eterna Cadencia, Bs. As., 2016.
7 Alan Pauls, Cómo se escribe un diario íntimo, Ateneo, Bs. As., 1996, pp. 3 y 5.
8 Ibíd., p. 230.
9 Ricardo Piglia, Los diarios de Emilio Renzi. Años de formación, Anagrama, Bs. As., 2015, p.
198.
10 Ibíd., p. 228.
11 Ibíd., p. 251.
12 Ibíd., p. 281.
13 Ibíd., p. 336.
14 Ibíd., p. 189.
15 Ibíd., p. 204.
16 Ibíd., p. 297.
17 Ibíd., p. 302.
18 Ibíd., p. 212.
19 Walter Benjamin, “El narrador. Consideraciones sobre la obra de Nicolai Leskov” [1936], en
Sobre el programa de la filosofía futura, Planeta-Agostini, Barcelona, 1986, p. 189.
20 Giogio Agamben, Infancia e historia [1978], Adriana Hidalgo, Bs. As., 2001, p. 8.
21 R. Piglia, Los diarios de Emilio Renzi, op. cit., p. 341.
22 Ibíd., p. 326.
23 Ibíd., p. 42.
24 Ibíd.
25 Ibíd., p. 241. “Hotel Almagro”, texto antes publicado por separado o incluido en antologías y que
ahora se encaja, desde el presente, en el cuerpo de los diarios.
26 Ibíd., p. 11.
27 Ibíd., p. 221.
28 Ibíd., p. 71.
29 Ibíd., p. 57.
30 R. Piglia, Respiración artificial, Pomaire, Bs. As., 1980, p. 20.
31 R. Piglia, Los diarios de Emilio Renzi, op. cit., p. 28.
32 Ibíd., p. 146.
33 Ibíd., p. 336.
34 Ibíd., p. 22.
35 Ibíd., p. 55.
36 Ibíd., p. 93.
37 R. Piglia, Antología personal, Fondo de Cultura Económica, Bs. As., 2014, p. 12.
38 R. Piglia, La invasión, Anagrama, Bs. As., 2006, p. 178.
La maldición del proyecto. Sobre la escritura
íntima de César Aira
Nieves Battistoni >>
En febrero de 1992, durante la convalecencia de varios días de hepatitis,
César Aira escribe el diario de su enfermedad, Diario de la hepatitis, bajo
un cuadro clínico de fatal aburrimiento. Lo publica un año después
incluyendo un Prefacio “anticipatorio” —fechado el 23 de enero de 1992—
cuya paradoja inaugural define el tono de las páginas que le siguen:
Si me encontrara deshecho por la desgracia, destruido, impotente, en la
última miseria física o mental […] lo más probable sería que, aun
teniendo una lapicera y un cuaderno a mano, no escribiera. Nada, ni una
línea, ni una palabra. No escribiría, definitivamente. Pero no por no
poder hacerlo, no por las circunstancias, sino por el mismo motivo por
el que no escribo ahora: porque no tengo ganas, porque estoy cansado,
aburrido, harto; porque no veo de qué podría servir.1
Si la voluntad es potencialmente deceptiva (“no escribiría”), la acción, en
cambio, no puede sino ser asertiva: el escritor César Aira está escribiendo.
El Prefacio desmiente y afirma a la vez su fórmula para escribir
discretamente —no más de una página, página y media por día, que al cabo
de un año sumarán casi cuatrocientas— y publicar exacerbadamente, nulla
dies sine linea. Solo que, en este caso, la línea y el día no auxilian al
optimismo creador, al “frenesí inventivo” que funda el universo airiano de
acuerdo con la lectura de Sandra Contreras en Las vueltas de César Aira,2
sino que dan lugar a la esterilidad, a la constatación de que la escritura —
por cansancio, hartazgo, sinsentido— puede ser una imposibilidad.
¿Acaso en 1992 la escritura de ficción (en términos tradicionales) se
volvió imposible para Aira al punto de tener que consignarlo en un diario y
ensayar, allí, su conjuro? Para decirlo en los términos de Maurice Blanchot,
es probable que el diario haya sido su momentánea “empresa de salvación”,3
el supremo aunque insignificante recurso para escapar al acto de escribir; en
definitiva, una mínima defensa contra la interrupción de la escritura habitual
asegurada por el curso inquebrantable de los días.4 Puesto que Diario de la
hepatitis es lo único que Aira escribe en 1992 —según indican las fechas de
escritura que puntualmente registra al final de todas sus “novelasdiarios”—,5 en efecto puede ser leído como una crisis de escritor, del
escritor (aunque el calificativo lo irrite) más “prolífico” de la literatura
argentina contemporánea.
El “no escribiría” inaugural se reproduce como un eco abúlico en las
discontinuas entradas de este brevísimo diario que, acompañando el estado
convaleciente del diarista, ha relajado la sujeción al calendario, único pacto
que ha sellado este género en apariencia tan desprendido de las formas,6 de
modo que los días son registrados sin su número, y solo una mínima y
ocasional referencia a la mañana, la tarde o la noche remeda el aflojamiento.
Un viernes a la medianoche duda en términos radicales de que él, que no ha
hecho casi más que escribir durante toda su vida, pueda volver a hacerlo:
¿Escribir? ¿Yo? ¿Volver a escribir? ¿Escribir libros? ¿Escribir una
página? ¿Yo? ¿Pero cómo se me puede ocurrir siquiera…? ¿Justamente
yo? ¿Todo ese trabajo…? Jamás. Aunque quisiera, aunque fuera así de
idiota, no podría. Necesitaría de esa insistencia un poco demente, que
debo de haber tenido en mi juventud, para pasar otra vez por todos esos
preliminares infinitos, para responder a todas esas preguntas.7
La escritura, antes familiar como una gimnasia ciega, se ha vuelto extraña.
Hay resistencia a la idea de volver a someterse a la tiranía de la prosa, a
ejercer siquiera una vez más el trabajo interminable y tortuoso del novelista.
El estado anímico particular de esta entrada, no obstante, podría
corresponder al estado anímico general, cotidiano, de casi cualquier
novelista: “la crisis, el desaliento y el autoengaño terapéutico son los tres
componentes del estado normal del escritor”, responde Aira —reticente a
fijar un sentido único a sus relatos y a favor, en cambio, de que la lectura
continúe siendo un proceso— cuando Damià Gallardo le pregunta si Diario
de la hepatitis supone una crisis deliberada de escritura.8
Aira dice abominar del tiempo que lleva escribir una novela, del que le
llevó, por ejemplo, a Joyce escribir el Ulises, obra que “es nada, nada en
absoluto”.9 La profesión del novelista se cierne como una amenaza que
obliga a tener que vérselas con el tiempo, más precisamente, con dos
tiempos de imposible sincronización, identificados como “el tiempo del que
está hecha nuestra vida y el tiempo de escritura”.10 Por lo tanto, la “doble
vida” que supone en particular el género diario, tal como lo postulan Beatriz
Didier y Philippe Lejeune, es decir, la vida que se vive y la vida que se
escribe —y, en el caso referido por Aira, el tiempo de vida necesario para
escribir— sobrepasa cualquier tipología genérica, mejor dicho, es
consustancial al acto de escritura mismo.11 Particularmente en el diario, la
categoría tiempo es fundante, no solo por la ley de sujeción al calendario y
por ampararse en el principio de posteridad, según propone Alan Pauls en el
“Prólogo” a Cómo se escribe un diario íntimo,12 sino porque el diarista es
alguien ávido de apresar un instante siempre en fuga y, por lo tanto,
concentrará todos sus esfuerzos en la voluntad utópica de querer sincronizar,
al menos, dos instantes —el instante en sí mismo y su notación—
irremediablemente separados por una “distancia mortuoria”.13 En tanto para
Aira lo que no se puede sincronizar es el tiempo de la vida y el tiempo de
vida que se necesita para escribir, vida y escritura toman, así, la forma de un
laberinto en línea recta, infinito, aporístico, hecho con la materia de dos
tiempos irreconciliables.
La amenaza que detecta el diarista es que el tiempo de escritura puede,
sin más, fagocitar la vida (la que se vive cuando no se escribe); que la
escritura puede volverse (o siempre ha sido) mortífera. Las cartas de
Flaubert a Louise Colet valen como un testimonio acerca de la naturaleza
mortífera de la escritura. En ellas, el “hombre-pluma” maldice porque el del
novelista es un perro oficio, porque la prosa es un “perro asunto”,14 porque
tiene un casco de hierro en el cráneo ya que ha tardado cinco días en escribir
una página y, para eso, lo ha dejado todo.15 La búsqueda de un estilo
transparente y musical significó para Flaubert, anota Roland Barthes, “el
dolor absoluto, el dolor infinito, inútil, que le exigió un irrevocable adiós a
la vida, un aislamiento despiadado”.16
En el ensayo —o “ficción benévola”— “¿Por qué escribí?”, intentando
responder a una pregunta que a cada retorno acumula un nuevo mito de
origen, Aira plantea en términos indisociables aunque dicotómicos el par
vida-escritura: “Si había que elegir entre escribir y vivir, yo elegía escribir,
lo que es bastante inexplicable en un joven”.17 En realidad, la explicación la
da él mismo unos párrafos más adelante cuando asegura que la escritura
tiene la cualidad de ser “ordenadora de la experiencia”, de infundir un soplo
de vida a la experiencia eventualmente empobrecida —afantasmada— como
puede ser la de un escritor, como puede ser, por ejemplo, la de Paul
Léautaud, uno de sus favoritos quien, incapaz de inventar y bajo la consigna
de dar testimonio, escribía a partir de su pobre y tímida experiencia:
Con la escritura, las cosas que le habían pasado tomaban forma, se
hacían definitivas, se hacían vida. Lo marginal se hacía central.
Escritos, los hechos ganaban lo que no tenían en el azar de la
experiencia —y lo ganaban en el trabajo de escribir, que a su vez
ganaba la importancia suprema de estar realizando la experiencia.18
Se suele citar mal o simplificadamente, continúa Aira, una frase de
Léautaud que cifra su idea acerca de la ventaja de la literatura: “escribir es
vivir dos veces”.19 Flaubert vuelve a darnos ocasión de comprobarlo cuando
obtiene “la delicia de escribir” en no ser ya él mismo (“yo era los caballos,
las hojas, el viento, las palabras que se decían y el sol rojo que hacía
entrecerrarse sus párpados anegados de amor”,20 y “la tortura de escribir”),
en ser Bovary:
Desde las dos de la tarde (salvo unos veinticinco minutos para cenar)
escribo Bovary, estoy en su polvo, de lleno, en la mitad. Este es uno de
los raros días de mi vida que he pasado en la ilusión, completamente,
de cabo a rabo. Esta tarde, a las seis, en el momento en que escribía
“ataque de nervios”, estaba tan excitado, gritaba tan fuerte y sentía tan
hondamente lo que experimentaba mi mujercita, que he temido sufrir
uno yo mismo.21
La ficción da la ventaja a Flaubert de vivir dos veces pero le impone la
condición de vivir en “la ilusión”, en el paréntesis —tiempo dentro del
tiempo— que abre en la vida cotidiana. Paréntesis esforzado, por lo demás,
porque el escritor realista, contra toda magia, elegirá siempre el paso a paso
de la realidad para preservar al verosímil,22 anota Aira que, incluso va más
allá y tuerce la idea: “escribir es vivir, simplemente, a condición de creer no
haber vivido”.23 En este sentido, el encuentro con Louise Colet en Mantes
siempre postergado por razones de “tiempo para escribir” prueba que la
ficción le ha sustraído a Flaubert una de sus vidas.
El jueves siguiente Aira da con la receta para no escribir: “No escribir.
Mi receta mágica. ‘No volveré a escribir’. Así de simple. Es perfecta,
definitiva. La llave que me abre todas las puertas. Es universal, pero sólo
para mí […]”.24 La prerrogativa de no volver a escribir, ¿acaso cambia el
sentido blanchotiano del diario como “empresa de salvación”?, ¿sigue
tratándose de salvar a la escritura o, por el contrario, de salvarse de la
escritura? De cualquier modo, el nuevo diagnóstico determina que como él
“ya es un escritor”, es decir, ya no hay “tentación”25 sino resultado, “los que
pueden fantasear con escribir son los lectores, la humanidad del tiempo. Un
escritor, no. Yo no. Ya he pasado por eso”.26
En la entrada del primer sábado se atempera el espanto hacia el trabajo
del novelista y se precisa un segundo diagnóstico que, a su vez, funciona
como una categoría escrituraria poco frecuentada por la crítica aunque,
según creo, fundamental en el sistema ficcional airiano:
De acuerdo, no voy a escribir más. ¿Por qué? No tanto porque me
espante el trabajo. Al contrario, lo que me espanta es el vacío de no
tenerlo. Es por la maldición del proyecto. No puedo escribir sino con
un proyecto, y el proyecto se pone en el futuro, aniquilando el presente,
borrándolo. Es un sacrificio. El sacrificio de la vida, en cuotas.27
Leo en el “Proyecto”, en “la maldición del Proyecto”, la contracara del
tan mentado “procedimiento” en el que, de acuerdo con Sandra Contreras, se
cifra el continuo narrativo airiano.28 Tal como se concibe en Diario de la
hepatitis, se trata de una categoría que paraliza la acción ya que no puede
desprenderse de “todos esos preliminares infinitos” que la preparan,
demorándola y la dotan, por eso, de una seriedad agobiante. Siempre puesto
en el futuro, el proyecto está condenado por su misma naturaleza a ser lo
inasible. Así, el relato no supera la condición de “idea” —que en Aira
siempre es el retorcimiento de la idea—29 y se malogra. El procedimiento,
en cambio, “es instantáneo […], heterogéneo al tiempo de la vida”,30 por
ende, la exime de sacrificarse en cuotas.31
La apuesta, entonces, se ha redoblado. Ya no se trata solo de dilucidar
para qué sirve la literatura, por qué nos empeñamos en escribir, “por qué
alguien normal, alguien que vive, y que podría conformarse con vivir,
además tiene que escribir”,32 como si la experiencia no bastara o le faltara
algo que la ficción, bajo la forma repetitiva de un relato, viniera a remedar,
sino que, una vez tomada la decisión de escribir, una vez dado “el salto” —
como lo llama Aira en la fábula que explica el pasaje de querer ser escritor
a serlo—,33 hay que enfrentar el desafío de cómo seguir escribiendo
después de los grandes novelistas del siglo XIX, después de que la novela
ha llegado al máximo de su perfección formal; cómo seguir escribiendo bajo
la hegemonía de una “ley de rendimientos decrecientes” que afecta tanto a la
genealogía literaria —nunca nadie podrá hacerlo mejor que el Maestro
(“Mientras Balzac escribió cincuenta novelas, y le sobró tiempo para vivir,
Flaubert escribió cinco, desangrándose, Joyce escribió dos, Proust una sola.
Y fue un trabajo que invadió la vida, la absorbió, como un
hiperprofesionalismo inhumano”)—34 como al relato mismo, ya que implica
escribir soportando el desánimo ante la proliferación de hechos y objetos de
la realidad, resignándose a “no poder contarlo todo”, y a que, incluso para
contar lo mínimo (“la maniobra de pinchar una arveja con el tenedor”),35 se
requiera del dolor supremo de una página flaubertiana.36
Por otro lado, en tanto la perfección del proyecto es clausuradora, la
entronización del procedimiento presupone que para seguir escribiendo hay
que “hacerlo mal”.37 La persistencia en el error —error fecundo que puede
pensarse como una variante del fracaso lúcido beckettiano— y la corrección
prospectiva de ese error, se transforman en un estímulo inagotable de
escritura, el modo que Aira dice haber encontrado para derrotar a la
infalible ley de rendimientos decrecientes: “haciéndolo mal quedaba una
razón genuina para seguir adelante: justificar o redimir con lo que escribo
hoy lo que escribí ayer”.38 El error contribuye, además, a expandir la
frontera imaginativa puesto que los episodios novelescos, en una escalada
sin límites hacia lo disparatado, serán necesariamente cada vez más
aberrantes. En esta dirección pueden ser leídos los “finales malos” de Aira:
no tanto como un “abandono de la trama” porque el narrador, “elegante
víctima del tedio”, súbitamente pierde el interés por su relato y, como
consecuencia, el verosímil refutado impugna la representación realista, como
lo quiere Beatriz Sarlo,39 sino como una forma más de sabotear el
proyecto.40 La aceleración que desemboca en el disparate, cierto apuro por
terminar (aun a costa de “la calidad”) que puede confundirse con desidia, el
abandono mismo puntuado por la fecha al pie como marca de alivio,
cumplirían, así, la función de evitar que la novela sea un producto acabado,
un trabajo “bien hecho” y que, en cambio, el proceso se mantenga
infinitamente abierto y se reanude cada vez.41 En una palabra: que el
novelista sobreviva.
Es ya un lugar común referir que los ensayos-manifiesto con los que, en
un típico gesto borgeano, Aira acompaña su producción ficcional, postulan
que las vanguardias históricas, a través de la invención de un procedimiento,
habrían permitido la supervivencia del arte y, aun, la supervivencia del
artista (aunque se trate de un artista desdibujado en la colectividad
creadora): “El artista casi siempre lo es del arte de sobrevivir, su momento
más característico es el de haber sobrevivido para poder contar lo que
pasó”.42 En este sentido, la escritura ordenadora de la experiencia
constituye, al mismo tiempo, la garantía de una sobrevida que el escritor
puede contar, de la que puede dejar su testimonio:
Una vez que se le reconoce poder a la literatura, hay que preguntarse
qué puede este poder. Aquí el mínimo coincide con el máximo. Lo
mínimo: seguir vivo. Aun en malas condiciones, enfermo, pobre,
decrépito [nótese que se trata de las mismas condiciones con las que
inicia la escritura del Diario de la hepatitis] haber sobrevivido a los
hechos como para poder dar testimonio […].43
Si procedimiento y supervivencia son las dos figuras centrales que dan
materia y forma a las historias airianas, como afirma Contreras, Cómo me
hice monja, la primera ficción autobiográfica de Aira escrita en primera
persona asumida por la voz de una niña, contendría el nudo mismo de toda su
ficción resumido en “contar el cuento”, “poder contar el cuento”.44 En
efecto, “la niña César Aira”, luego de una serie de peripecias articuladas en
la escalada de un verosímil rabioso, declara: “Sobreviví, pude contar el
cuento”. Sin embargo, de inmediato agrega (y agrego): “a un precio de todos
modos muy alto… por algo dicen lo barato sale caro”.45 Finalmente muere y,
como el fantástico Valdemar de Poe, reduplica la supervivencia, es decir,
sobrevive para contar su muerte con todo detalle:
Me llevó al tambor y me arrojó adentro de cabeza… Contuve el aliento
porque sabía que no podría respirar hundida en el helado… El frío me
caló hasta los huesos… mi pequeño corazón palpitaba hasta estallar…
Supe, yo nunca había sabido nada en realidad, que eso era la muerte…
Y tenía los ojos abiertos, por un extraño milagro veía el rosa que me
mataba, lo veía luminoso, demasiado bello para soportarlo… debía de
estar viéndolo no con los ojos sino con los nervios ópticos helados,
helados de frutilla… Mis pulmones estallaron con un dolor estridente,
mi corazón se contrajo por última vez y se detuvo… el cerebro, mi
órgano más leal, persistió un instante más, apenas lo necesario para
pensar que lo que me estaba pasando era la muerte, la muerte real…46
La figura del sobreviviente reaparece en Cumpleaños y vuelve a pagar
allí el precio de su sobrevida: “Escribiendo, logré seguir vivo hasta ahora,
es decir, que el mundo siguiera siendo el mismo, el precio que tuve que
pagar fue que se pusiera cabeza abajo”47 (cabeza abajo, como la solución a
una adivinanza, más precisamente, a la adivinanza que es escribir según lo
consigna en Diario de la hepatitis: “Escribir es entrar en el reino encantado
de las adivinanzas. Adivinanzas. Paréntesis. Las soluciones de las
adivinanzas se escriben siempre cabeza abajo”).48 También en Cumpleaños,
el narrador César Aira confiesa que “todos sus trabajos los hizo con el único
propósito de compensar su incapacidad para vivir”49 y, de inmediato,
efectúa la paga con numerosos agujeros (“la famosa totalidad está
agujereada, yo estoy agujereado”),50 con una figura desequilibrada, una
silueta de monstruo. Sin embargo, en Cómo me reí parece contradecirse la
lógica de la literatura como ordenadora de la experiencia, como inoculadora
de vida y, desengañado, el narrador admite que en realidad no logró darle
una vida: “No se la da a nadie, digan lo que digan. Lo más que puede dar es
una doble vida, la del mundo y la del sueño”.51
Pero el sobreviviente ha constatado que “el arte es una máquina de
defraudar intenciones”.52 En Fragmentos de un diario en los Alpes, diario
de viaje que Aira llevó en septiembre de 2001 durante su segunda visita a la
casa del escritor Michel Lafon y su esposa, Ana, en los Alpes franceses (este
y Diario de la hepatitis son los únicos publicados hasta ahora), registra que
ha aprendido algo acerca de la representación realista a partir de los
objetos-adorno de esa casa y, cada vez que lo detecte, no dudará en darle el
nombre primario de “lección”.53 El problema mayor, el que promete una
gran enseñanza, es: “¿Cómo empezar a hacer la historia de la casa? No
puede ser una historia lineal, sobre todo no puede ser lineal […]”.54 Ejecutar
el pasaje de la visión a la temporalidad, de lo múltiple y simultáneo a lo
lineal y sucesivo que ningún inventario, por más exhaustivo que se proponga,
puede alcanzar es la encrucijada ofrecida por la casa. De algún modo, es
como si ese “Objeto Mayor” que contiene a todos los demás y sobre el cual
cada uno proyecta su carácter, como afirma Nora Avaro,55 actualizara
afecciones de larga data. Me refiero a “la nostalgia del Absoluto”
(Sehnsucht) de los románticos alemanes56 y al dolor de Flaubert por el perro
asunto de la prosa: “no se puede contarlo todo”, es su moraleja, y cómo
vérselas con el infinito, la encrucijada que le ofrece al paso. No obstante,
Aira insistirá sobre sus exangües inventarios, volverá a ensayarlos (“Siento
que no agoté el catálogo, ni mucho menos”),57 querrá perfeccionarlos (“Me
doy cuenta de que me he quedado miserablemente corto en casi todo. Es
bastante humillante confirmar hasta dónde falla la capacidad de observación
de uno […]”),58 los diseminará a lo largo del diario dando una resolución
romántica al romántico problema: multum in parvo, el fragmento contiene la
totalidad, es la totalidad.59 Pero, además, las miniaturas de la casa (una
vitrina repleta de ellas, una cajita de música, un jardín japonés en una
bandeja, un cenicero de cerámica que representa una escalinata que se
vuelve sobre sí misma, un Tío Sam de treinta centímetros, las casas de
muñecas de Ana),60 le enseñan al viajero otro modo de vérselas con el
infinito, de saldar el hiato entre el objeto real (proliferante) y el
representado. Las miniaturas, con la transformación de escala que operan,
sesgan las relaciones de tiempo-espacio del mundo de la vida cotidiana y
abren el tiempo ilimitado de la ensoñación propicio para el surgimiento del
relato.61 De hecho, así permanece Aira en la casa, en un estado de
ensoñación continuo (“la fascinación que me produce la casa”;62 “me dejo
llevar en una ensoñación sobre las descripciones de interiores de Balzac”;63
“esta casa en la que estoy, que me parece un mundo encantado de la
representación…”;64 “es inevitable que estas acumulaciones promuevan una
especie de magia”),65 y, bajo esa gracia, se le revela una enseñanza
fundamental:
Es como si las miniaturas rigieran un relato; esto es algo que estoy
aprendiendo de la casa y su población: cuando se ha llegado al fondo
de la descripción de un objeto, cuando se sale del mundo de las
dimensiones normales en las que nos movemos (es decir: cuando no
queda nada por decir), nace un relato. Lo que nace es fatalmente un
relato. Quizás ahí está el origen de todo relato.66
El lunes 19, al tercer día de su visita, recuerda que el año anterior veía
cómo un escultor checo exilado trabajaba en el pequeño parking frente a la
casa. Jiri se enfrentaba con denuedo a la dureza material de su arte, quería
hacer la estatua de sus sueños, “hermosas mujeres, ciervos, orquídeas,
ángeles, y le salieron cubos, esferas, pirámides… la situación se presta a la
sorna pero en el fondo es lo que nos pasa a todos”, anota Aira en
retrospectiva.67 Sin embargo, el arte es (¿afortunadamente?) la máquina de
defraudar intenciones (Jiri quiere hacer la estatua de sus sueños y le sale
otra; César Aira quiere hacer realismo y le salen chistes: un escritor siempre
quiere ser otro escritor). Si no las extraviara, quizás Aira hubiera escrito,
desangrándose, una larguísima novela sobre un escultor exilado que viajaba
con sus estatuas al hombro, para que, un año después, la casa de un perdido
pueblo medieval de los Alpes le enseñara su equívoco: “el descubrimiento
de los objetos representativos […] me deja ver que Jiri no necesitaba cargar
con las esculturas en sí, pues a efectos del sentido podía llevar, en el
bolsillo, sus reproducciones. Como el museo portátil de mi venerado
Duchamp. El arte como nanotecnología”.68 Los trucos del tahúr le han
proveído un símil para entender que así como la magia de la desaparición
está garantizada por la reducción del tamaño de los objetos manipulados, las
miniaturas de la casa, salidas de las dimensiones reales, abren (predisponen)
hacia la dimensión imaginaria: “con el tamaño real, es difícil”, aprendió
Aira.69 Además, su cuerpo reducido es en cierta forma análogo al tiempo
cerrado del viaje con su principio, medio y fin. Podríamos decir, incluso,
que la miniatura, “versión diminuta y manipulable de la experiencia”,70 es al
espacio lo que el viaje, o cualquier experiencia autocontenida, es al
tiempo.71
El inventario de lo no escrito podría ampliarse: Aira tampoco escribe el
libro sobre el Taladro (“Uno de mis anhelos más caros es escribir un libro
sobre el Taladro, el regreso atorbellinado y metálico de un muerto a la
vida”),72 ni una versión más ingeniosa de Peter Schlemihl en la cual el
precio exigido por el Diablo no sea la sombra del personaje sino el olor de
sus excrementos,73 o de La mandrágora de La Motte-Fouqué, en la que el
precio del dinero, esta vez, deba pagarse con el alma;74 incluso deja sin
escribir su experiencia de la yerra en Pringles a los ocho años, uno de sus
mitos de origen de escritor más potentes.75 La maldición del proyecto es una
gruesa carpeta llena de notas preparatorias y premisas totalizadoras que
suponen una tarea interminable (“no importa cuándo se terminarán, no
pueden terminarse”).76 Las novelas del proyecto nunca jamás serán escritas.
Quedarán clausuradas en el espacio del diario, de las notas preparatorias, o
en el de otras novelas, novelitas del procedimiento que, al mismo tiempo que
se alejan del proyecto, lo anuncian, lo rodean, como si fueran
aproximaciones provisorias cuyo fin último es, precisa ahora el narrador de
la ficción autobiográfica Cumpleaños, entender la vida del autor de la
Enciclopedia.77 En esta tarea infinita, César Aira ha encontrado otra forma
de seguir escribiendo, su tantálico descanso.
Una versión preliminar de este artículo fue leída en el IV Coloquio Internacional
“Literatura y vida”, organizado por el Centro de Estudio de Literatura Argentina y
el Centro de Teoría y Crítica Literaria (Facultad de Humanidades y Artes, UNR,
Rosario, 8, 9 y 10 de junio de 2016).
1 César Aira, Diario de la hepatitis [1993], Bajo la luna, Bs. As., 2007, pp. 7-8.
2 Sandra Contreras, Las vueltas de César Aira, Beatriz Viterbo, Rosario, 2002, p. 11.
3 Maurice Blanchot, “El diario íntimo y el relato”, en El libro que vendrá [1969], Monte Ávila,
Caracas, 1991, p. 210.
4 Ibíd., p. 207.
5 Las novelas de Aira pueden ser leídas como un “diario único” tanto por la minuciosidad en el
registro de la fecha de escritura al término de cada una de ellas, como por la temporalidad necesaria
que exige su escritura —“No se escriben novelas —asegura Aira en Cumpleaños—, la noche
antes de morir […]. Hay una acumulación de tiempo que es inherente a la novela, una sucesión de
días distintos, sin la cual no es novela” (Cumpleaños [2001], Debolsillo, Barcelona, 2006, p. 95)—,
y por el mismo procedimiento de incluir sucesos repentinos de la realidad que luego se verosimilizan.
Por su parte, Sandra Contreras también lee en las novelas fechadas de Aira una suerte de escritura
de diario o voluntad de crear la ficción de un diario escrito a lo largo de la vida (Las vueltas de
César Aira, op. cit., p. 34). Para cotejar las fechas de escritura y publicación de los textos de
ficción de Aira ha sido muy valiosa la cronología hecha por Contreras en dicho libro (Ibíd., pp. 299300).
6 C. Aira, Diario de la hepatitis, op. cit., p. 207.
7 Ibíd., p. 21.
8 Damià Gallardo, “Las conversaciones”, en Quimera nº 303, Barcelona, 2009, pp. 46-51. En Cómo
me reí, a propósito de los detalles que inevitablemente el novelista debe incluir en su relato para
crear atmósfera y la dificultad cada vez mayor que esto acarrea (cuanto menos importante es un
hecho, más cuesta contarlo), también se refiere a la desazón del escritor como su estado de ánimo
habitual: “Todo termina resultando inútil. No puede extrañar que el estado de ánimo habitual de los
escritores sea el desaliento” (C. Aira, Cómo me reí, Beatriz Viterbo, Rosario, 2005, p. 66).
9 C. Aira, Diario de la hepatitis, op. cit., p. 26.
10 Ibíd., p. 25.
11 Para la cuestión del desdoblamiento de la vida del diarista, véanse Beatriz Didier, “El diario
íntimo”, en La Mort dans le texte, PUF, París, 1988; y Philippe Lejeune, Signos de vida. El pacto
autobiográfico, t. II, Ediciones du Seuil, París, 2005.
12 Alan Pauls, en “Prólogo” a Cómo se escribe el diario íntimo, Ateneo, Bs. As., 1996, p. 2.
13 Ibíd., p. 3.
14 Gustave Flaubert, Cartas a Louise Colet [1976], Siruela, Madrid, 2003, p. 254.
15 Ibíd., p. 250. Resulta pertinente reproducir aquí un fragmento de la carta de Flaubert a Louise
Colet fechada el viernes 16 de septiembre de 1853:
¡Por fin, ya estoy de nuevo en marcha! Esto funciona; la máquina se recompone. No
censures mi rigidez, querida Musa, sé por experiencia que sirve. Nada se obtiene sino
con esfuerzo; todo tiene su sacrificio. La perla es una enfermedad de la ostra, y el
estilo, quizás, la supuración de un dolor más profundo. ¿No ocurre lo mismo con la
vida del artista, o más bien con una obra de Arte por realizar, que con una gran
montaña por escalar?
(Ibíd., pp. 326).
16 Roland Barthes, “Flaubert y la frase”, en El grado cero de la escritura. Nuevos ensayos
críticos [1953], Siglo XXI, Bs. As., 1997, p. 191.
17 C. Aira, “¿Por qué escribí?”, en Nueve Perros nº 2/3, año 2, Rosario, diciembre 2002, p. 11.
18 Ibíd. También en “Particularidades absolutas” Aira alude a lo escrito como una “organización de
la experiencia vivida”. Cuando la organización es connatural a la experiencia, por ejemplo en el caso
de un viaje, “al que nunca le falta la partida, el regreso y lo que hay en el medio”, es como si al vivir
ya estuviéramos escribiendo, como si se consumara una “escritura en vida” (el subrayado es mío).
Vuelve a preguntarse de qué sirve la literatura, “por qué alguien normal, alguien que vive, y que
podría conformarse con vivir, además tiene que escribir”, y arriesga su hipótesis: porque a la
experiencia, por plena que haya sido, le falta algo para hacerse del todo real. Esa nostalgia de
plenitud o consumación es suplida por la literatura bajo la forma de la repetición que, por su
tendencia al infinito, una vez que ha comenzado no puede parar (en Nueve Perros nº 1, año 1,
Rosario, diciembre 2001, p. 39).
19 C. Aira, “¿Por qué escribí?”, op. cit., p.11.
20 G. Flaubert, Cartas a Louise Colet, op. cit., p. 348.
21 Ibíd.
22 C. Aira, “El realismo”, en Realismos, cuestiones críticas, Centro de Estudios de la Literatura
Argentina-Humanidades y Artes Ediciones, Rosario, 2013, p. 255.
23 C. Aira, “¿Por qué escribí?”, op. cit., p.11. Entrevistado por María Moreno, Aira declara:
El verosímil para mí es sagrado; creo que para todo novelista lo es. Uno se hace
novelista por amor al verosímil. Ahora bien, con mi utilización del azar, y mi gusto
innato por el surrealismo, mantener el verosímil es un desafío. Para ponerme a la
altura tengo que subir todo el tiempo la apuesta de la invención.
(M. Moreno, “César Aira by María Moreno”, en BOMB. Artists in conversation nº 106
[https://bombmagazine.org/articles/césar-aira/, consultado en junio 2021]).
24 C. Aira, Diario de la hepatitis, op. cit., p. 30.
25 C. Aira, “Arlt”, en Paradoxa nº 7, Beatriz Viterbo, Rosario, 1993, p. 59.
26 C. Aira, Diario de la hepatitis, op. cit., p. 30.
27 Ibíd., p. 23.
28 S. Contreras, Las vueltas de César Aira, op. cit., p. 11.
29 C. Aira, Fragmento de un diario en los Alpes, Beatriz Viterbo, Rosario, 2002, p. 23
30 C. Aira, Diario de la hepatitis, op. cit., p. 27. (El subrayado es mío).
31 La poética del procedimiento adopta como método de escritura la improvisación y el
automatismo surrealistas llevados al máximo de sus posibilidades (aunque con ciertos reparos: el
azar, por ejemplo, debe cumplir una función estructural en el relato airiano). Impera la consigna de
avanzar sin corregir, confiando ciegamente en el “tal como sale”. Esta “huida hacia adelante”, que
Aira adjudica a una fatalidad de su carácter (“Ars narrativa”, ponencia leída en la II Bienal de
Literatura “Mariano Picón Salas”, Mérida, septiembre de 1993, en Criterion nº 8, Caracas, enero
1994, p. 70-72,), se ha aprovechado como procedimiento narrativo y tal es la eficacia del método
que las novelas del procedimiento no requerirían ser leídas excepto por desconfianza, “para
comprobar que se haya obedecido sin relajamiento a sus reglas” (Diario de la hepatitis, op. cit., p.
27). Ni siquiera sería necesario escribirlas, en su paroxismo, se debería poder hallar la fórmula para
que se escriban solas: “Los grandes artistas del siglo XX no son los que hicieron obra, sino los que
inventaron procedimientos para que las obras se hicieran solas, o no se hicieran” (“La nueva
escritura”, en Boletín/8, Centro de Estudios de Teoría y Crítica Literaria, Facultad de Humanidades
y Artes, UNR, 2000, p. 166). Desde esta perspectiva, “la obra” equivaldría al procedimiento para
hacer obras, sin la obra; o bien serviría como “apéndice documental” para deducir el proceso del
que salió (“La nueva escritura”, op. cit., p. 167). Paradójicamente, quien entrona el proceso en
desmedro del resultado, confiesa que se encarga de borrar sus huellas haciendo desaparecer toda
nota y manuscrito (M. Moreno, “César Aira by María Moreno”, op. cit.).
32 C. Aira, “Particularidades absolutas”, op. cit., p. 1.
33 C. Aira, “La innovación”, en Boletín/4, Centro de Estudios de Teoría y Crítica Literaria,
Facultad de Humanidades y Artes, UNR, 1994, p. 31.
34 C. Aira, “La nueva escritura”, op. cit., p. 165.
35 C. Aira, “¿Por qué escribí?”, op. cit., p. 13.
36 La profesionalización de la escritura llevó al arte al punto de su congelamiento y acostumbró al
novelista a vivir en el desánimo, diagnostica Aira en “La nueva escritura” (op. cit., p. 165). Por eso,
de las dos alternativas posibles una vez consumada la profesión, “seguir escribiendo las viejas
novelas o intentar heroicamente avanzar un paso o dos más” (ibíd.), elige una tercera vía, la de las
vanguardias históricas. Según Sandra Contreras, este gesto anacrónico es eficaz porque las
vanguardias surgen justamente cuando el arte se profesionaliza (Las vueltas de César Aira, op.
cit., p. 16), por lo tanto, su origen contiene en sí mismo una re-acción actualizada bajo la forma de
mito de renovación que da la posibilidad de empezar de cero y reinventar el arte.
37 Si el Romanticismo francés pondera la categoría de “lo feo” (cfr. Victor Hugo, “Prefacio”, en
Cromwell), Aira hará lo propio con la categoría de “lo malo”: “yo vengo militando desde hace
muchos años a favor de lo que he llamado ‘literatura mala’” (“La innovación”, op. cit., pp. 29-30).
También en Cumpleaños se refiere a esta categoría:
En realidad, creo que lo malo es más fecundo que lo bueno, porque lo bueno suele
producir una satisfacción que inmoviliza, mientras que lo malo genera una inquietud
con la que se renueva la acción. La acción lleva a nuevos errores, y la espiral de la
particularidad se dispara al infinito.
(C. Aira, Cumpleaños, op. cit., p. 44).
38 C. Aira, “Ars narrativa”, op. cit., p. 2.
39 Beatriz Sarlo, “Sujetos y tecnologías. La novela después de la historia”, en Punto de Vista, nº 86,
Año XXXIX, Bs. As., diciembre 2006, p. 4.
40 Según lo entiende Beatriz Sarlo, el abandono de la trama por parte de Aira refuta el verosímil,
impugna la ilusión representativa (ibíd.). En la misma línea interpretativa, Julio Prieto postula que la
novela airiana es “mecanismo productor de inverosimilitud” (“Vanguardia y mala literatura: de
Macedonio a Aira”, en Michel Lafon, Cristina Breuil y Margarita Raillard eds., César Aira, une
révolution, Revue Tigre, L’Université Stendhal, Grenoble, 2005, p. 183). Sandra Contreras, en
cambio, considera que la literatura de Aira recupera para el relato una potencia narrativa (la
invención del procedimiento) y atribuye la aceleración del final al hecho de que lleva su imaginación
al límite aun a costa de fallar (“Aira, el último escritor”, en Quimera nº 303, Barcelona, 2009, p. 39).
41 D. Gallardo, “Las conversaciones”, op. cit., p. 47.
42 C. Aira, “Ars narrativa”, op. cit., p. 3.
43 C. Aira, “¿Por qué escribí?”, op. cit., p. 12.
44 S. Contreras, Las vueltas de César Aira, op. cit., p. 17.
45 C. Aira, Cómo me hice monja [1993], Beatriz Viterbo, Rosario, 2009, p. 28.
46 Ibíd., pp. 114-115.
47 C. Aira, Cumpleaños, op. cit., p. 72.
48 C. Aira, Diario de la hepatitis, op. cit., p. 34.
49 C. Aira, Cumpleaños, op. cit., p. 13.
50 Ibíd., p. 82.
51 C. Aira, Cómo me reí, op. cit., p. 112.
52 C. Aira, “La innovación”, op. cit., p. 29.
53 Aquí un relevamiento de las lecciones de la casa: “La lección de este domingo, de la casa y de la
lluvia, debería ser: que hay otra clase de libros” (C. Aira, Fragmentos de un diario de los Alpes,
op. cit., p. 16); “El descubrimiento de los objetos representativos, que estoy haciendo un año
después, me deja ver que Jiri no necesitaba cargar con las esculturas en sí, pues a efectos del
sentido podía llevar, en el bolsillo, sus reproducciones. Como el Museo Portátil de mi venerado
Duchamp” (ibíd., pp. 23-24); “Quizás la grandeza de Balzac, lo que lo hace el padre del realismo,
está justamente en haber practicado esta mediación por los signos” (ibíd., p. 28); “Es como si las
miniaturas rigieran un relato; esto es algo que estoy aprendiendo de la casa y su población […]”
(ibíd., p. 49); “Leo un cuento de Tieck, ‘Amor y magia’. La lección, creo que es esta: gracias a la
amnesia se puede recomenzar todo de nuevo y tener una vida; pero sobre todo se puede
recomenzar la vida misma, no otra” (ibíd., p. 59); “El secreto de nuestra época, la clave que
descubro releyendo estas páginas del Diario, es que todo lo que tenían los ricos en los siglos que nos
precedieron hoy es posible tenerlo como objeto representativo, y la exaltación de la riqueza y el lujo
se ha desprendido de la propiedad, para volver a ser una rama del arte. Lamentablemente, sigue
siendo necesario ser rico” (ibíd., p. 102).
54 C. Aira, Fragmento de un diario en los Alpes, op. cit., p. 33.
55 Nora Avaro, “El favorito”, en La enumeración. Narradores, poetas, diaristas y
autobiógrafos, Nube Negra, Rosario, 2016, p. 136.
56 Abundan las referencias al romanticismo alemán en este diario: además del título, Fragmentos
de…, se nombra a E. T. A. Hoffman (C. Aira, Fragmento de un diario en los Alpes, op. cit., p.
112), Novalis (ibíd., p. 36) y la flor azul (tumbergias u “ojos de poeta”) (ibíd., p. 48), el cuento de
Ludwig Tieck “Amor y magia” (ibíd., p. 59), “La mandrágora” de Friedrich von la Motte-Fouqué
(ibíd., pp. 60-89), El alma romántica y el sueño de Albert Béguin (ibíd., p. 61), los libros
obsequiados por Pierre Péju, germanista especializado en el romanticismo (ibíd., p. 60), los cuentos
de temática de pacto con el diablo de los románticos alemanes (ibíd., p. 97), entre ellos, Peter
Schlemihl de Adelbert von Chiamisso (ibíd., p. 100); la tumba de una musa del romanticismo,
Daniel Stern (alias de la condesa Marie de Flavigny) (ibíd., p. 66).
Según explica Paolo D’angelo en La estética del Romanticismo, para Friedrich Schlegel “el
Absoluto” (la plenitud, la totalidad, lo divino) constituye “lo irrepresentable”, “lo inefable” que no
puede alcanzarse ni con la intuición ni con la inteligencia. Por otra parte, al no tratarse de la
totalidad ordenada sino del caos, este solo puede ser momentáneamente presentido a través del
Witz, categoría estética que propicia una unión instantánea y fugitiva —la única posible— entre
finito e infinito (P. D’angelo, La estética del romanticismo, Visor, Madrid, 1997, pp. 141-142). La
“nostalgia de lo Absoluto” (Sehnsucht), de acuerdo con Isaíah Berlin, es la versión secular de la
búsqueda religiosa de re-unión con Dios, el intento, siempre fallido, de absorber lo infinito dentro de
nosotros, de hacernos uno con él (I. Berlín, Las raíces del romanticismo [1965], Taurus, Madrid,
1999, p. 143). Para la doctrina romántica, “hay un impulso infinito en la realidad, en el universo que
nos rodea, que lo finito intenta simbolizar aunque sin lograrlo completamente” (ibíd., p. 139).
57 C. Aira, Fragmento de un diario en los Alpes, op. cit., p. 10.
58 Ibíd., p. 12.
59 La forma adecuada a esa conjunción instantánea y fugaz entre finito e infinito que opera el Witz
es el fragmento. Su carácter, sin embargo, no es fragmentario sino que constituye una totalidad en sí
mismo, puntualiza D’angelo (La estética del romanticismo, op. cit., pp. 145-146).
60 Las casas de muñecas de Ana (“con instalación eléctrica, cañerías de agua, muebles, ropa,
cuadros, libros y hasta los juguetes de los niños” [C. Aira, Fragmento de un diario en los Alpes,
op. cit., p. 13]) son las miniaturas más logradas —ejemplares— en tanto visibilizan el proceso de
miniaturización y lo reduplican por estar contenidas en una casa mayor. Susan Stewart lee en este
tipo de casas una metáfora de la interioridad asociada a “los secretos del corazón” y, en este
sentido, las de Ana potencian la metáfora ya que, como un tesoro oculto, las guarda en el sótano (El
Ansia. Narrativas de la miniatura, lo gigantesco, el souvenir y la colección [1993], Beatriz
Viterbo, Rosario, 2013).
61 S. Stewart, El Ansia…, op. cit., p. 107.
62 C. Aira, Fragmento de un diario en los Alpes, op. cit., p. 20.
63 Ibíd., p. 27.
64 Ibíd., p. 28.
65 Ibíd., p. 42.
66 Ibíd., p. 49.
67 Ibíd., p. 25.
68 Ibíd., pp. 23-24.
69 Ibíd., p. 24.
70 S. Stewart, El Ansia…, op. cit., p. 112.
71 Incluso esto podría explicar por qué Aira eligió contar la experiencia de su visita a la casa a
través de un diario de viaje. Si el viaje es, como lo concibe el manual de talleres literarios para niños
que tradujo, “una experiencia completa de principio, medio y fin” (“Particularidades absolutas”, op.
cit., p. 31), y si, como afirma Susan Stewart (en total coincidencia con la idea airiana esbozada en
“¿Por qué escribí?” acerca de que la experiencia no es tal hasta que la escritura le da forma): “El
relato de experiencia-personal es el género narrativo que más imita la convencional linealidad
atribuida a nuestra experiencia cotidiana de la temporalidad” (El Ansia…, op. cit., pp. 45-46),
entonces habría una correspondencia sin esfuerzos entre viaje y diario.
72 C. Aira, Diario de la hepatitis, op. cit., p. 13. En una de las entradas filia la historia del Taladro
al Proyecto: “Es difícil escapar del proyecto. No sé… habría que volver del proyecto, no ir hacia él.
Como en mi historia del ‘taladro’, en ese estúpido proyecto de novela que tuve… Preferiría no
hacer nada, nunca, que tenga un objetivo” (ibíd., p. 24). (El subrayado es del autor).
73 C. Aira, Fragmento de un diario en los Alpes, op. cit., pp. 101-102.
74 Ibíd., p. 64.
75 C. Aira, “Particularidades absolutas”, op. cit., p. 3.
76 C. Aira, Cumpleaños, op. cit., p. 79.
77 Dejo pendiente para una próxima investigación el rastreo del mito de origen del no-escritor (o
“autoficción negativa”, de acuerdo con la terminología de Julio Premat en “Aira: el idiota de la
familia”, en Héroes sin atributo. Figuras de autor en la literatura argentina, Fondo de Cultura
Económica, México, 2009) asociado al Proyecto tal como intenté esbozarlo en este artículo y, en
particular, como se lo concibe en el final de Cumpleaños en donde se ha vuelto totalizador y se lo
llama “La Enciclopedia”. Este magno proyecto es descrito como la obra de un solo autor cuya
originalidad consiste en avanzar sobre lo particular (él mismo) y cuyo objetivo, además de saberlo
“todo”, es aliviarlo del apuro por poner la fecha final al pie de cada novela del procedimiento. La
Enciclopedia, según se indica, pertenece al género de las “notas preparatorias” y tiene como
modelos las de Mallarmé para su Livre, las de Duchamp para El gran vidrio y las de Novalis para
su Enciclopedia (Cumpleaños, op. cit., p. 79), por eso será inevitable abrevar nuevamente en el
romanticismo alemán. El corpus inicial de este trabajo futuro es La vida nueva, Cumpleaños,
Cómo me hice monja y Cómo me reí (además de Diario de la hepatitis y Fragmentos de un
diario en los Alpes).
Un diario de poemas: El año de Stevenson.
Primer trimestre de Elvio E. Gandolfo
Leonardo Berneri >>
Difícilmente lo primero que se nos aparezca al evocar la figura de Elvio E.
Gandolfo sea su labor como poeta. Pensaremos antes: narrador. Y vendrán a
nuestra mente los títulos de algunos de los mejores cuentos que ha dado la
literatura argentina en las últimas décadas. Luego, acaso: crítico. Años
ininterrumpidos de crítica cultural dispersa en periódicos y revistas a ambos
lados del Río de la Plata; una máquina de lectura desbocada, voraz,
imparable. El memorioso, sin embargo, o aquel iniciado en el culto al autor
rosarino recordará que, durante los primeros años de su carrera, los años de
el lagrimal trifurca, fue, antes que nada, poeta. Esos primeros poemas,
publicados en antologías colectivas allá por los comienzos de los años
setenta, eran hasta hoy prácticamente inhallables1. En 2014, luego de casi
cuarenta años, Gandolfo vuelve a publicar un libro de poemas: El año de
Stevenson. Primer trimestre. Un poemario compuesto por noventa poemas
que es, a la vez, un diario íntimo: un diario en verso.
Con la aparición de Ómnibus, libro donde relataba sus viajes en
colectivo entre Rosario y Buenos Aires, la obra de Gandolfo dio un giro:
abrió una línea de búsqueda en las zonas de lo autobiográfico, como un
modo de reinventar una obra ya prolífica y multifacética. Al final de
Ómnibus, Gandolfo incluía un breve ensayo de Georges Perec donde el
francés exhortaba a “interrogar lo habitual”: “lo que ocurre cada día y
vuelve a ocurrir cada día, lo banal, lo cotidiano, lo evidente, lo común, lo
ordinario, lo infra-ordinario, el ruido de fondo”.2 No se trató de un quiebre
absoluto en la obra, que supondría el abandono de lo ficcional (de hecho, en
Las diez puertas, último libro publicado hasta ahora, Gandolfo vuelve al
cuento), sino más bien de un tanteo, una insistencia, el ensayo de una idea en
sus variantes —escribir las propias vivencias, narrar la cotidianeidad,
ponerse en estado de disponibilidad para las fuerzas intempestivas de la
rememoración— para descubrir de qué manera afecta esto a la escritura.
La idea de ensayar lo autobiográfico es atractiva pues permite conjeturar
que, si bien halla su primer precedente claro en el cuento “Filial”, publicado
dentro del libro Cuando Lidia vivía se quería morir, donde Gandolfo narra
la experiencia de un encuentro con su padre y evoca los años del trabajo
juntos en la imprenta, esta etapa autobiográfica se desprende, antes que de
una exploración narrativa, de una búsqueda ensayística: la de aquellos textos
y notas marginales publicados por Gandolfo en distintos medios, sobre todo
en la revista La mujer de mi vida, dirigida por Ricardo Coler, donde su
“libertad temática era extrema”.3 En uno de esos textos, “Relaciones
ociosas”, Gandolfo esboza una poética del ensayo:
El cerebro es un poderoso mezclador de lecturas, sensaciones,
anécdotas cotidianas, datos fríos o sensibles, provocando deducciones
que uno rara vez se decide a poner sobre papel de manera articulada.
Por lo tanto, las apunta al voleo, con el mismo desorden con que
aparecen.4
Los ensayos de La mujer de mi vida responden a esta lógica de las
relaciones ociosas y la mezcla: monólogos de taxistas que le tocó padecer,
necrológicas de otros escritores (Saer, Levrero), narraciones acerca de su
relación con los premios literarios, con las mesas “redondas y cuadradas”,5
notas sobre la comida española… Se encuentran más cerca en cuanto a su
escritura de obras como Ómnibus, Mi mundo privado o Los lugares que
cualquiera de sus libros de cuentos: comparten un mismo “bordoneo de
fondo”,6 responden a una misma poética, a esa misma voluntad ecléctica. La
etapa autobiográfica de Gandolfo sería, entonces, un avatar de su ensayística
(cuya historia es tan extensa, o más aún, que la de su narrativa).
El año de Stevenson sigue aquella máxima de narrar la cotidianeidad.
Gandolfo se impuso la exigencia de escribir un poema por día durante un
año, al modo del escritor diarista que se obliga a escribir cada día por lo
menos una línea en su diario, para mantenerse en ejercicio, en estado de
escritura. Dividiendo el año en trimestres, de ese proyecto debían salir
cuatro libros. Sin embargo, como toda escritura diarística, el proyecto se
enfrentó con la tentación de su abandono, y la exigencia de escribir todos los
días se frustró en la imposibilidad de mantener esa disciplina autoimpuesta.
Lo que quedó, al menos por ahora, es una primera parte que anuncia en su
título la promesa de una continuidad.
La estructura diarística, sin embargo, se mantuvo, no solo porque El año
de Stevenson está dividido en tres secciones —correspondientes a enero,
febrero y marzo— que marcan un calendario en cuyos días cada poema
constituiría una entrada, sino también porque el poemario asume las lógicas
propias de un diario íntimo: tiene el carácter misceláneo, ecléctico, disperso
y caprichoso de los diarios y comparte “el enraizamiento en el presente, la
continua revisión del pasado de acuerdo con los intereses actuales y el
saberse abierto a lo desconocido”, palabras con las que Giordano7 describe
Ómnibus, el libro de Gandolfo que abre su etapa autobiográfica. Como
además de un diario, se trata de un diario de escritor, también entran en El
año de Stevenson lecturas y comentarios de libros, películas, documentales,
muestras o festivales que el poeta diarista ha visto e incluso retratos o
biografías de artistas, como si se tratara de pequeños ensayos en verso:
Comprensivo, indulgente, el viejo
John. Con grandes películas y otras
decididamente atorrantas, hechas
a media máquina para pagar
los cajones de whisky a fin de mes.
Medio muerto el viejo John,8
dirigiendo a su propia hija
en las calles inventadas de Dublín.9
En estos poemas se puede apreciar la cercanía pulsional que hay entre la
literatura de Gandolfo y su trabajo crítico: Gandolfo es un lector
compulsivo, un bibliófago autodidacta y erudito cuya escritura es siempre,
de alguna manera, comentario de otra, reescritura y variación (en este rasgo
radica también su cercanía a la literatura de género). El poema
“Variaciones”, en el que recrea frases célebres de textos clásicos es el
ejemplo obvio: “Muchos años después, / frente al espejo del baño, / el
coronel Aureliano Buendía / iba a descubrir / que había envejecido”.10
La exploración en lo autobiográfico, desde que Gandolfo decidió seguir
el precepto de Perec, abrió el universo de posibilidades de su escritura
hacia una libertad hiperbólica. Todos los temas, recurrentes o no, triviales o
trascendentes, penosos o risibles entran en el libro desde la voz de un sujeto
en estado de introspección; conversaciones, anécdotas, impresiones
circunstanciales que son menos que un retrato, apenas un dedo índice que
señala:
Vestíbulo
Esas señoras de cierta edad
que relativamente abandonadas
por hijos, nueras y hasta
amigas de toda la vida,
buscan en la extensión eterna
de las mañanas o los atardeceres
los oídos también ociosos
de los porteros para departir largamente
sobre la seguridad incierta
de los edificios horizontales.11
O el registro de un momento que puede perderse en el tiempo. Los perros
que tuvo, la moto que montó o el día en que su hija se mudó: “Che, qué viaje,
/ qué cool, / qué onda, / tu hija, / que sigue su mudanza / de a pedazos / […] /
en esa camioneta escapada / de una película yanqui / de los cincuenta casi, /
antiquísima, / amarillísima, / con su hija seriecita”.12
La práctica poética añade al espacio de la escritura un grado extra de
plasticidad y potencia al cuadrado las posibilidades de esa libertad
descubierta primero en el ensayo y luego en la narración autobiográfica.
En estos poemas, el sujeto imaginario13 se expresa en una persona
gramatical inestable que puede pasar de la primera a la segunda en el arco
de un verso, como si en los momentos en que tuviera que expresarse aquello
más íntimo del sujeto, la mirada se extrañara y se viera a sí mismo como
otro. La voz de la madre que aparece en los versos posee, como un fantasma,
al poeta diarista que, devenido médium, se habla a sí o es hablado para sí:
“¿Y si te movieras un poco? / ¿Y si dejaras de leer tonterías? / […] / ¿Y si
le limpiaras los mocos / a tu hermano? / ¿Y si fuera a comprar leche? / […] /
¿Y si fueras a ver / si encontrás / a tu padre ido?”.14
El efecto poético del paso a la segunda persona, antes que instaurar una
distancia, intensifica la sensación de intimidad: paradoja constituyente de las
escrituras autobiográficas cuando el diarista se entrega de manera auténtica a
la experiencia de la impersonalidad en la escritura, a la posibilidad de la
aparición de lo desconocido de uno mismo y se deja habitar por la voz
asediante de lo extraño.
Ya es un rasgo constitutivo que la literatura autobiográfica de Gandolfo se
resista a declararse como tal y se empeñe en remarcar su carácter ficcional.
Gandolfo, dice Martín Prieto, “encuentra en su propia vida privada, familiar,
un asunto esplendente para poner una vez más en funcionamiento la máquina
literaria”.15 Luego de uno de los capítulos más intensos de Mi mundo
privado, el narrador anuncia que todo lo narrado fue un invento: “Señalaré
ya mismo, sin vacilar, un par de cosas que inventé de cabo a rabo […]. Sin
embargo en la lectura, a mí que las escribí, me suenan tan reales como todo
lo demás, que sí sé que ‘existió’”.16 Todo Mi mundo privado puede leerse
como una gran burla a las supersticiones de los lectores de géneros
autobiográficos: aquello más íntimo del sujeto, sostendría el libro, es ese
mundo privado que habita en la cabeza y que se superpone con el real pero
que no coincide con él; no lo dice en ningún momento pero, cada vez que se
leemos “mundo privado”, podríamos leer “escritura” o “literatura”.
El año de Stevenson no constituye una excepción. Como en cada texto
perteneciente a la etapa autobiográfica de Gandolfo, hay en él una reflexión
sobre la relación entre lo real y la ficción en la que se juega, a la vez, un
gesto de autofiguración. El artista como payaso hacedor de artificios que, si
bien aprovechan lo real, jamás lo alcanzan:
un payaso, sí, pero de aquellos
de los buenos tiempos, de los grandes circos.
Con mímica,
con referencias culturales justas
por una parte,
y vulgaridades minuciosas que parecen
atroces pero están incrustadas en el todo
como las frutas secas de un buen pan dulce
por la otra.
Gracias a tus juegos de artificio,
que incluyen tus propias historias
(¡ah, la experiencia!)
de pronto los ojos de la sobrina
[…]
bordean, casi caen en las lágrimas.17
La experiencia es un material más del artificio. En estos versos, en esta
puesta en abismo del arte de la escritura, se condensa la figura de autor que
Gandolfo ha ido construyendo a la largo de toda su obra, desde que
trabajaba en la imprenta familiar con la que, junto a su padre, Francisco
Gandolfo, sacaron el lagrimal trifurca, la del escritor cuyo oficio, como un
artesano que maneja con soltura materiales despreciados y prestigiosos,
consiste en “hacer las cosas bien”:18 crear un artificio efectivo, crear buenos
pan dulces, con las frutas incrustadas en el lugar preciso. La figura del
artesano —y no la del artista—, la figura del payaso —artífice de ilusiones
—, la del cocinero hacen a su política de suspensión de las valoraciones
culturales jerarquizantes, y afirman la diferencia de una literatura que busca
crear sus propios parámetros de lectura.
El artificio incluye lo real, las “propias historias”, pero mantiene —como
dice otro poema del libro— “la distinción / absoluta de lo real respecto a /
toda otra realidad paralela o virtual”.19 Estos momentos en los que la obra
se señala a sí misma parecen estar reñidos con la voluntad de exploración de
lo autobiográfico. La idea de que la escritura narre la propia vida, que
alcance cierta autenticidad, cierta verdad, que permita tocar algo de lo que
una vida es, no se condeciría con la concepción de la obra como artificio.
Ambas dimensiones, aparentemente irreductibles, están presentes en los
poemas como fuerzas constitutivas en tensión. Esta condición doble y
aporética es el síntoma de una resistencia: el poeta diarista necesita decir la
separación entre vida y ficción, pero la escritura lo lleva, por la afirmación
de sus propias potencias, a actuar su encuentro.
Hay ciertas líneas narrativas que atraviesan el libro y que, debido a su
consistencia y su progresión novelada, hacen temblar la ilusión diarística.
Nos referimos sobre todo a la serie de poemas de la guerra contra las
palomas, esas “ratas del aire”,20 que atraviesa los tres meses que componen
el libro: “chillan como ratas / que no son ratas / mientras crecen / como
gatos macabros / de lata, chillones”;21 “Me invade el arrebato / panfletario,
guerrero: / una paloma que mata / sin misericordia / una miga de pan, / me
digo, empezando / a redactar mi panfleto”.22 Lo absurdo y lo inexplicable
son dimensiones siempre presentes en la narrativa de Gandolfo: los
episodios con las palomas recuerdan a esa novela inicial, de 1970, que es
Caminando alrededor, en la que, como un insidioso leitmotiv que atraviesa
una trama de paranoia y opresión, el personaje descubre que las hormigas
han comenzado a caminar en dos patas y que cada vez son más las que lo
hacen: un resto de lo real que se irrealiza al escaparse a la comprensión.
Cuando se suspenden los gestos de autorrepresentación, la exploración
autobiográfica continúa y alcanza intensidades inesperadas, como en la serie
de poemas sobre los días de su padre en el geriátrico: los días de la
enfermedad. El hijo que ha dejado a su padre internado, un padre “con ganas
de partir”,23 la herencia de “cartas y originales”24 que se reparte (no tan)
prematuramente, los fragmentos de recuerdos que vuelven “desde el presente
ya lejano”25 y le dan la posibilidad al diarista de mirar de una manera nueva
a ese hombre que, al ser visitado el día después de la internación, agradece
en “la media lengua de la enfermedad”, “como si no creyera recibir nunca
más / visitas ni gente que hable con él”:26 la serie del padre hace sensible la
potencia de verdad de las escrituras autobiográficas cuando logran afirmar
las fuerzas de la vida como devenir inesperado: devenir hijo del padre,
devenir padre del hijo, que interrumpe la construcción de la historia de su
padre para mirarlo en el presente. Ese padre es, en el final, solo una voz
ausente que reclama, convertido en hijo, un poco de atención, una próxima
visita, y despierta en el poeta diarista la piedad paternal de la mentira: “El
mes que viene”, “cuando vuelva”, “No, no, mañana, no: el mes / que viene,
si viajo, si todo marcha bien. Hasta el mes que viene. / Eso es, está bien:
mañana”.27
La afirmación simultánea del carácter artificioso de la escritura y, a su
vez, de los poderes autobiográficos mantiene al libro en una zona de
disponibilidad y apertura que le permite obtener a la vez los beneficios del
diario íntimo (posibilidad para hablar de cualquier tema e incluir
absolutamente cualquier ocurrencia sin justificación, introducción ni
exigencia de continuidad) y renunciar a la necesidad de asumir un contrato
de veracidad. Leídos como autobiográficos, los pasajes más ficcionales
hacen temblar la ilusión autobiográfica y quitan fuerza al texto pero dan, a la
vez y paradójicamente, una sensación de verdad al ejercicio de la escritura:
todo cabe en un diario de escritor (notas, borradores, ideas sueltas,
bosquejos); la ficción no detiene su máquina creativa.
Lo real y la invención, la literatura y la vida, entran en una relación de
afirmación simultánea en sus diferencias. La literatura, afectada por el relato
de la vida, se ve llevada
hacia los bordes en los que la ficción se confronta con su posible
anulación […]. Son en principio los bordes en los que la ficción acoge
el mundo de los seres y de las situaciones que antes estaban en sus
márgenes: los acontecimientos insignificantes de la existencia
cotidiana.28
Estos desplazamientos, desbordes, rodeos y desvíos afectan, expanden y
tuercen, llevan las cosas a sus bordes o, mejor dicho, las descentran, les
quitan su centro para volverlas movimiento. El giro autobiográfico en la
obra de Gandolfo no marcaría, entonces, un quiebre en su literatura sino una
inflexión, un cambio de tono, una profundización: narrar lo real no sería un
apartarse de lo literario sino que, al contrario, constituiría la vía regia a la
experiencia literaria, que es la experiencia de la indeterminación, de lo que
se niega a sí mismo y del habitar en los bordes. En la afirmación simultánea
de las diferencias, lo que se abre paso es la narración de una vida,29 es
decir, la aparición en el texto de la vida en su carácter impersonal, singular e
indeterminado, la vida como potencia y como devenir.
Si, como sostiene Barthes, “la Novela es Muerte; transforma la vida en
destino, el recuerdo en un acto útil y la duración en un tiempo dirigido y
significativo”,30 el texto autobiográfico, cuando se abandona a los poderes
de la ocurrencia azarosa, del recuerdo intempestivo o de la aparición de lo
inesperado, es vida o, al menos, es la afirmación de las potencias de la vida,
la posibilidad del acontecimiento de la vida en la escritura, en su
contingencia, en su insignificancia, en su fragmentariedad, siempre que la
escritura no se deje dominar por las fuerzas novelísticas: sin destino, sin
final consagratorio, la vida puede aparecer en su devenir indeterminado31 y,
en el espacio de un poema, un hijo puede convertirse en padre de un padre
que ya tampoco es él.
Una versión preliminar de este ensayo fue presentada en el marco del X Congreso
Internacional Orbis Tertius “Espacios y espacialidad”, Universidad Nacional de La
Plata, mayo de 2019.
1 En el transcurso de este 2021 saldrá publicada la obra poética completa de Elvio E. Gandolfo por
la Editorial de la Universidad de Entre Ríos.
2 Elvio Gandolfo, Ómnibus, Interzona, Bs. As., 2006, p. 126.
3 E. Gandolfo, La mujer de mi vida: notas y margaritas, Letra Sudaca, Batán, 2015, p. 9.
4 Ibíd., p. 87.
5 Ibíd., pp. 57-60.
6 Ibíd., p. 9.
7 Alberto Giordano, “Una antropología de lo fugaz. Sobre Ómnibus de Elvio Gandolfo”, en El giro
autobiográfico de la literatura argentina actual, Mansalva, Bs. As., 2008, p. 70.
8 Sobre John Huston, director de El halcón maltés.
9 E. Gandolfo, El año de Stevenson. Primer Trimestre, Iván Rosado, Rosario, 2014, p. 153.
10 Ibíd., p. 163.
11 Ibíd., p. 21.
12 Ibíd., p. 32.
13 Jorge Monteleone, El fantasma de un nombre, Nube Negra, Rosario, 2016.
14 E. Gandolfo, El año de Stevenson. Primer Trimestre, op. cit., p. 77
15 Martín Prieto, “El regreso a la literatura del yo de Elvio C. Gandolfo”, en Infobae, Bs. As., 1 de
mayo de 2018 (https://www.infobae.com/cultura/2018/05/01/el-regreso-a-la-literatura-del-yo-deelvio-c-gandolfo, consultado en junio 2021).
16 E. Gandolfo, Mi mundo privado, Tusquets, Bs. As., 2016, p. 133.
17 E. Gandolfo, El año de Stevenson. Primer Trimestre, op. cit., pp. 18-19.
18 Richard Sennett, El artesano, Anagrama, Barcelona, 2016, p. 12.
19 E. Gandolfo, El año de Stevenson. Primer Trimestre, op. cit., p. 22.
20 Ibíd., p. 12.
21 Ibíd.
22 Ibíd., p. 160.
23 Ibíd., p. 54.
24 Ibíd., p. 59.
25 Ibíd., p. 56.
26 Ibíd., p. 51.
27 Ibíd., p. 62.
28 Jacques Rancière, Los bordes de la ficción [2017], Edhasa, Bs. As., 2019, p. 15.
29 Gilles Deleuze, “La literatura y la vida”, en Crítica y clínica [1993], Anagrama, Barcelona,
1996.
30 Roland Barthes, El grado cero de la escritura [1953], Siglo Veintiuno, Bs. As., 2011, p. 35.
31 A. Giordano, “Autoficción: entre literatura y vida”, en Boletín/17, Centro de Estudios de Teoría
y Crítica Literaria, Universidad Nacional de Rosario, 2013, p. 9.
El fondo de los fondos
Alan Pauls >>
Yo escribo a falta de una mano en mi mano, a
falta de dos ojos frente a los míos, a falta de
un cuerpo exterior a mí sobre el cual
apoyarme —un minuto siquiera— y llorar.
(Lágrimas visibles, que se puedan secar, que
la mano deseada pueda enjugar).
Alejandra Pizarnik 1
Según una superstición bastante difundida, lo verdaderamente íntimo no se
dice. Es lo que no acepta declararse, lo que no se deja tocar por el relato.
No tanto por inconfesable (eso sería lo privado, que es como el gemelo
usurpador, la parodia, el alter ego cínico de lo íntimo) como por inefable o
por remoto: por estar de algún modo más allá o más acá del lenguaje. Es
como si acceder a lo íntimo exigiera una travesía demasiado larga,
demasiado intrincada, y ninguna de las descripciones que en principio
podrían retratarlo lograra sobrevivir al viaje de regreso. Solo que esa
condición muda, esa facultad de resistir al lenguaje, son la marca menos de
un déficit que de una potencia: en verdad, lo íntimo es lo que se da el lujo de
prescindir de las palabras. Es el lugar común del discurso amoroso: los
enamorados se dicen todo con solo mirarse, sin tener que hablar, y esa
especie de economía expresiva paradójica, completamente lacónica y
completamente elocuente, es la evidencia misma de la verdad de la
experiencia amorosa. No se trata de una sustitución: la intimidad no es el
idioma tácito que traduciría —promoviendo la pasión a un estado superior,
más puro, más sublime— la voz de la declaración de amor. El
fundamentalismo amoroso obliga a elegir: o hablar o mirarse, y decide que
entre el intercambio verbal y la comunicación íntima, entre el diálogo de las
lenguas y el de las almas —para decirlo de un modo escandalosamente
anacrónico—, no hay una diferencia de grados ni de modos sino, casi, de
calidad de pasión. (¿Cuánto hace que vivimos acomplejados por ese culto
de la inmediatez, de la empatía directa, de la comunión física afásica? Yo,
treinta años, por lo menos. Desde Último tango en París, supongo, cuya
defensa de la pasión logofóbica, retomada hace poco por un film sosías
llamado precisamente Intimidad, es reivindicada por el cine occidental con
una llamativa regularidad). Así, los enamorados que se hablan serían
precisamente los que menos tienen que decirse, y la locuacidad, no importa
lo inspirada que sea, el ersatz maníaco de una magia que solo se manifiesta
en el silencio: la magia de una presencia o, en el caso del amor, de una
copresencia.
Pero esa superstición, absorta a tal punto en el fetichismo de la
“experiencia interior” que sería capaz de denunciar por traición todo aquello
que alterara su “originalidad”, ignora o más bien reprime las intervenciones
con que el lenguaje no deja de participar, de atacar, de mezclarse con la
intimidad. Sin el rezo y la confesión, operaciones rituales de la religión,
sería difícil concebir el cara a cara simbólico entre el creyente y su Dios, y
es raro que la sintonía amorosa, por plena y autosuficiente que sea, no se
convierta a menudo en teatro de la confidencia. Estas formas de dar voz a la
intimidad son quizá las más retóricas, las más institucionalizadas, y por lo
tanto las que más distancia parecen poner —para decirlo en términos de
cine— entre la imagen y el sonido del plano íntimo. Pero no son las únicas.
Si la intimidad es el vértigo de un puro ensimismamiento o la onda
expansiva de un encuentro entre dos polos amorosos, es preciso de algún
modo que el idioma que la hable, para hablarla realmente, y no simplemente
para añadirle una línea de diálogo, sea menos un discurso que una
emanación, menos una frase —con su arquitectura, su cierre, su legibilidad
— que un flujo informe de exabruptos, suerte de secreción logosomática, a
medias verbal, a medias física, que va y viene entre los íntimos igual que una
mirada, un lapsus corporal o una resonancia térmica.
Fascinado por esa versión hardcore de la intimidad que es la experiencia
mística, Ignacio de Loyola encontró ambos tesoros —la secreción, el flujo
logosomático— en el trance del éxtasis: la secreción eran las lágrimas, que
afloraban regularmente a sus ojos a lo largo del día, a veces hasta cuarenta
veces, durante los oficios religiosos pero también antes, después y fuera de
la agenda estipulada por la Iglesia, y que escrutaba y describía luego con el
cuidado de un contador; y al idioma de la intimidad mística —la efusión de
exabruptos— lo llamaba loquela, suerte de balbuceo insensato, en el límite
entre el afecto y la alucinación, que más que emitido por el místico parecía
irrumpir y resonar en él, en la cámara acústica en la que el trance lo
convertía. Años más tarde, Roland Barthes fue un poco más lejos y usó la
noción de loquela para fundir en una misma escena psicótica la
efervescencia íntima del místico y el monólogo interior sin fin del
enamorado: releído por Barthes, el idiolecto embriagado de Ignacio de
Loyola era ahora la “fiebre de lenguaje”, el “desfile de razones,
interpretaciones, alocuciones”2 que el estímulo más ínfimo —una herida, un
signo incierto, un comportamiento desconcertante— desencadenan en el
sujeto amoroso.
Las lágrimas como desechos cotidianos, el ejercicio espiritual de la
contabilidad, la disciplina del autoexamen, la tentativa más o menos
desesperada de escuchar la lengua en la que hablaría la intimidad: todo nos
lleva al diario íntimo. Todo, empezando por la evidencia de que si el género
tuviera que elegir alguna matriz ilustre pero todavía embrionaria, sin duda
reivindicaría las dos experiencias de escritura —el libro de los Ejercicios
espirituales y el Diario— en las que Ignacio de Loyola desplegó esa
dimensión endoscópica que la mística cristiana descubría antes que la
filosofía. En sus Diarios, Kafka someterá a examen la regularidad y calidad
de sus evacuaciones como Ignacio las de sus sollozos, y Alejandra Pizarnik
usará los suyos, entre otras cosas, para confesarse angustiada por la
irrupción extemporánea de sus secreciones menstruales y poner en escena su
propia loquela, emanada, en su caso, de esos “estado[s] preliterario[s] e,
incluso, tal vez, preverbale[s]” donde “la presencia central es la muerte sin
figura o sin figuración”.3
Pero ¿qué es exactamente, de la intimidad, ese “fondo de mis fondos”,
como la llama Pizarnik, lo que pasa a las páginas del diario íntimo? Sin duda
nada que tenga que ver con la verdad original de un sujeto. En parte porque
lo que se juega en la esfera íntima, me parece, nunca es una identidad, un
adn, la secreta esencia subjetiva que quedaría al desnudo una vez
despellejadas las capas públicas que la disimulaban, sino más bien una
frecuencia, una relación, un eco, o un horizonte de frecuencias, relaciones y
ecos; y en parte, también, porque no hay diario íntimo que no empiece por
entrecomillar, incluso por escarnecer —Gombrowicz, siempre Gombrowicz
—, los prestigios de la sinceridad y la misión confesional. “¡No en vano una
vive en pose!”, se jacta sin pudor Pizarnik el 27 de junio de 1955. Y más
adelante escribe: “Quiero continuar viviendo y mintiendo”.4 Barthes, por
otra parte, decía que todo diario de escritor se escribe en una voz arcaica, la
voz media, que existía en el indoeuropeo y el griego clásico pero no llegó
hasta nosotros: en el diario, el escritor no escribe sin escribirse al mismo
tiempo; escribe afectándose, centrifugándose de algún modo por el proceso
que él mismo desencadena; de ahí que la pregunta que ronda al género no sea
tanto “¿Quién soy?” como “¿En qué me estoy transformando?”.
Pero si no es una verdad subjetiva última, si no es ese Santo Grial que el
género, con su vocación histriónica y su dinámica mutante, declara
perfectamente impertinente, ¿cuál es el núcleo crucial, la parte íntima de la
intimidad que el diario toca, ese nudo tan constitutivo que sin él nada de lo
que la sostiene como ecosistema, hábitat, atmósfera, podría tenerse en pie?
Yo diría, en principio, algo tan antiguo y tan pasado de moda como la
relación de proximidad. Como la intimidad, fundada en el sueño de una
distancia en grado cero, todo diario es un sistema de producción de cercanía,
de vecindad, incluso de contemporaneidad. Democrático y voraz, el diario
íntimo se permite incorporarlo todo: lo banal y lo extraordinario, lo personal
y lo histórico, lo insignificante y lo admirable. Y si a menudo sufre la misma
condescendencia, el mismo desdén, incluso, que sufre la intimidad, objeto
demasiado precario para merecer una teoría, pasatiempo burgués, cuchicheo
de boudoir agradable y hasta voluptuoso pero siempre inofensivo, como lo
estigmatizan sus detractores, no es porque deje afuera lo público o lo
político —las “verdaderas” cuestiones que merecen ser pensadas— sino
más bien porque lo público y lo político aparecen en él despojados de todo
privilegio, destituidos del prestigio jerárquico que se les suele atribuir, al
mismo nivel, por ejemplo, que un comentario al paso sobre la cavidad que el
dentista acaba de abrir en una boca, la mención de un almuerzo anodino y
feliz o el relato de una conquista amorosa. (Es curioso que siempre se le
exija a la intimidad, fatalmente sospechada de narcisismo y de indiferencia,
que “incorpore” lo político o lo público, y que en cambio se pase por alto el
modo como mínimo singular, es decir sintomático, en que lo político entra a
menudo en aleación con la experiencia y el idioma de la intimidad. Pienso,
por ejemplo, en una novela como El beso de la mujer araña, quizá la
primera ficción argentina que articuló que producir intimidad podía ser una
utopía política. Y pienso en la “Carta a mis amigos” de Rodolfo Walsh,
híbrido de documento de denuncia y testimonio personal donde Walsh, que
se propone explicar cómo y por qué su hija Vicky fue asesinada por el
ejército, moviliza un verdadero aparato crítico-íntimo alrededor de la
versión “oficial” de los hechos, iluminando los puntos opacos del informe de
un soldado a la luz de la intimidad paterno-filial. “He visto la escena con sus
ojos”, escribe Walsh, más próximo que nunca a su hija, y la lógica de un
discurso político tensado por la intimidad con la muerte se exaspera hasta la
insoportable).
Dentro de esta lógica de las proximidades, el primer “prójimo” del
escritor, previsiblemente, es la Frase, que define por sí sola la singularidad
de las relaciones en el espacio íntimo del diario. Porque la frase, que es lo
más familiar, lo más heimlich, diría Freud, es también lo unheimlich por
excelencia. Elías Canetti observa que la frase es:
siempre un Otro en relación a quien la escribe. Se alza ante él como
algo extraño, como una muralla repentina y sólida que no puede salvar
de un salto. Podría tal vez contornearla, pero incluso antes de llegar al
otro extremo ve surgir, en ángulo agudo con respecto a ella, una nueva
muralla, una nueva frase, no menos extraña, no menos sólida y alta.5
Imposible salvar la frase-muro de un salto; a lo sumo lo que se puede,
sugiere Canetti, es contornearla, una operación que condensa a la perfección
el espectro de sutilezas proxémicas que pone en juego el diario íntimo. “No
comprendo el lenguaje y es lo único que tengo”, escribe Pizarnik. “Lo tengo,
sí, pero no lo soy. Es como poseer una enfermedad o ser poseída por ella sin
que se produzca ningún encuentro, porque la enferma lucha por su lado —
sola— con la enfermedad que hace lo mismo”. Y apenas un poco más
adelante: “No comprendo el lenguaje. Sólo me atengo al lenguaje”.6 El
drama de poseer y no ser, de ser poseída y quedar excluida de la posibilidad
de un encuentro, de no poder penetrar y solo atenerse: he aquí una de las
catástrofes íntimas más persistentes de los Diarios de Pizarnik, y quizá la
prueba más radical de que la relación de proximidad, lejos de garantizar
finales felices, suele sembrar lo íntimo con semillas siniestras.
(A propósito de cosas siniestras: recuerdo ahora un capítulo de Seinfeld,
esa enciclopedia que panea sobre la intimidad contemporánea como
gigantesco vacío legal, en el que Jerry salía con una extraña mujer bifronte,
una especie de Jano que en la intimidad, cuando acercaba su rostro al de
Jerry, era atractiva o repugnante, una belleza o un monstruo, según el modo
peculiar en que le pegaba la luz de la escena. Además de ilustrar el vértigo
freudiano en que lo familiar se vuelve inquietante, el episodio ponía en
evidencia hasta qué punto lo que llamamos intimidad es ante todo, antes
incluso que el teatro de un encuentro personal, un medio ambiente, un campo
atmosférico, un microclima en el que variables aleatorias como el aire, la
temperatura, la luz o el entorno sonoro, tradicionalmente desdeñadas como
decorativas, tienen a menudo un peso más decisivo que la intención, el
deseo, el sentimiento u otras variables subjetivas. De hecho, cuando Barthes,
después de dejarlas dormir un tiempo, meses, años, vuelve sobre las
entradas que ha consignado en su diario y las relee, lo que recupera, además
del placer de la rememoración, no son los hechos, no son los momentos
introspectivos fuertes, no es el hueso duro de lo íntimo; es justamente ese
tipo de contingencias: una luz, una calidad ambiental, el signo peculiar de
una atmósfera, toda una serie de “inflexiones”, como él mismo las llama, que
a menudo ni siquiera figuran en el papel, que nunca fueron anotadas y que
ahora, conjuradas por la retrospección, parecen despuntar, pistas-fantasma
de la experiencia íntima, en el intersticio que se abre entre dos notas).
Querido diario: la clásica fórmula kitsch del género ya postulaba la
cercanía como condición básica de la interlocución. Toda la escena de la
intimidad —alianza, complicidad, confianza— está como resumida en la
fórmula: mi diario y yo juntos, solos, encerrados en nuestra burbuja, lejos, o
más bien exiliados de esa región sin límites donde se dilata el mundo.
Pizarnik, poeta moderna, se cuida muy bien de patinar en el anacronismo,
pero la fórmula que acuña, su modo propio de pensar a qué distancia, qué
clase de intervalo se interpone entre ella y su diario, insiste en lo mismo:
“En esa época —escribe, aludiendo a 1955— me levantaba y me ponía la
ropa y mi diario íntimo (una especie de ‘prenda íntima’), y antes de
acostarme me desnudaba del diario y de la ropa”.7 Si el diario es íntimo no
es solo porque cuenta o pretende contar la intimidad, sino también, y sobre
todo, porque es lo que está abismalmente cerca, traje, segunda piel, placenta,
membrana que abriga o encripta, y porque tiende —arrastrando a su autor, a
su prójimo más próximo en la tendencia— a ese horizonte simbiótico del que
acaso toda intimidad no sea más que un eco.
En 1955, Pizarnik, al parecer, “escribía [sus] importantes acontecimientos
en una maldita prosa contemporánea a ellos”.8 Esa contemporaneidad es la
otra vocación profunda de cercanía que vuelve íntimo al diario íntimo: ya no
es la proximidad, siempre explícita en el género, que liga cada entrada, cada
anotación, con lo más interno del cuerpo del que la escribe, el estómago o la
digestión en Kafka, el útero, cuya existencia constata “haciendo uso del dedo
índice”, o incluso el ano en Pizarnik, pliegues orgánicos recónditos, tan
inaccesibles para el resto de los mortales como imaginarios, que el diario no
deja de monitorear en un infatigable ejercicio de disciplina endoscópica;
ahora, el polo de atracción al que el diario se acerca abismalmente, con
todos sus sensores meteorológicos en estado de alerta, es el presente, lo que
Proust llamaba “las músicas sucesivas de los días”9 —tanto, incluso, que se
diría que es el diario mismo el que las compone—. Aunque en desventaja
con los weblogs, esos diarios en vivo que funden en un mismo espacio, el de
la pantalla, el momento de la escritura con el de la lectura, el
ensimismamiento y la exhibición, el diario escrito se define por esa
inclinación fatal, por esa tendencia a adherir, a intimar con el presente. De
ahí tal vez su cualidad más enigmática: su frescura, que Barthes, puesto a
detectarla en alguna otra forma literaria, solo reconocía en una: el haiku.
Como la entrada de diario, el haiku es un recorte que intercepta el flujo del
ahora, es breve, atmosférico, se escribe en presente y siempre parece
contestar las mismas preguntas: ¿dónde? y ¿cuándo? “El niño / pasea el
perro / bajo la luna de verano”,10 cita Barthes. Es un haiku, en efecto, pero
bien podría ser una de las descripciones tenues, atómicas, atónitas, que
componen El peso del mundo, el diario de Peter Handke.
¿Cómo puede haber intimidad en algo tan neutro, tan deshidratado, tan
impersonal como una descripción? La lección del haiku es también la del
diario: una vez más, el efecto íntimo no es confesional, no procede de
ninguna revelación: es el efecto de la proximidad, la concomitancia entre
dos instantes heterogéneos: el del estímulo y el de la anotación. La verdad
del diario, como la del haiku, es la verdad que irrumpe cuando la serie del
lenguaje se cruza con la del presente.
En los Diarios de Pizarnik, ese punto de intersección tiene un nombre y
marca un tope, una especie de límite, como un máximo de intimidad: Pizarnik
lo llama mi herida. Nombrar “mi herida”, dice: “eso torcido acerca de lo
cual quiero escribir”.11 Pero ¿cómo escribirlo?
¿Cómo, si no es con una mano ya torcida, ya marcada por la lastimadura
sobre la que se abisma? Porque la herida no se deja reducir a un contenido o
un “tema”, no importa lo cruciales que sean. No. La herida es el estilo.
(Cuando escribe su diario íntimo —pero únicamente en esa circunstancia—,
Rita, de 12 años, vuelve a aferrar la lapicera como cuando empezó a
escribir: con cuatro dedos —no tres— que se ensortijan alrededor de la
pluma como raíces, una técnica idiosincrática que la escuela combatió
siempre, sistemáticamente, por “aberrante”, pero que resucita sin que ella se
dé cuenta cada vez que escucha el llamado de lo íntimo).
La herida es el estilo, y el estilo es la relación de intimidad —cercanía y
estupor, posesión y alteridad radical— con la lengua. “Un temblor constante
allí donde los demás piensan”, escribe Pizarnik. La herida es lo más íntimo,
sí, lo que crece y supura “en el fondo de mis fondos”,12 pero es también lo
primero que aparece, lo que salta a la vista, como se dice, o lo que sería
imposible no escuchar, a primera oída, en la prosa torcida de Pizarnik. La
herida —ese “defecto excepcional” del que, según Blanchot, “proceden la
temida cercanía de la plenitud y una luz nueva”—13 da vuelta el pliegue más
íntimo hasta convertirlo en un exterior, una evidencia, piel flagrante que
nunca antes habíamos visto o —mejor— banda sonora aberrante,
irreconocible, que sin embargo no deja de resonar en nosotros. Si hay una
escena íntima en los Diarios de Pizarnik, esa escena es el cara a cara, a la
vez duelo y abrazo, con el temblor que corrompe su proximidad con el
lenguaje. “Imposibilidad de formar oraciones, de conservar la tradicional
estructura gramatical”, escribe Pizarnik. “Es que me falta el sujeto. Luego,
me falta el verbo. Queda un predicado mutilado, quedan harapos de atributos
que no sé a quién o a qué regalar. Esto se debe a la falta de sentido de mis
elementos internos”.14
Es un problema musical. Porque del temblor, de “ese lugar al que se
refieren los demás cuando dicen ‘alma’”,15 de la “afasia” y la “arritmia” —
los dos grandes males que Pizarnik se diagnostica—, lo que nace, lo que
Pizarnik hace nacer, es una música, una música torcida, única como la huella
que deja un pie herido, una música tan singular que merecería el nombre de
idiota. Música: es decir, desde el experimento de Ulises y las sirenas, la
fuerza mayor, la forma más irresistible de producción de intimidad: la que
existe en el aire y resuena en las profundidades del plexo, la que viaja y
enlaza, penetra y fecunda y obliga al otro a la más íntima de las
proximidades: a arder en un fuego extraño.
Publicado en Boletín/13-14, Centro de Estudios de Teoría y Crítica Literaria,
Universidad Nacional de Rosario, diciembre de 2007-abril de 2008.
1 Alejandra Pizarnik, Diarios, edición de Ana Becciú, Lumen, Bs. As., 2013, p. 350.
2 Roland Barthes, Fragmentos de un discurso amoroso [1977], traducción de Eduardo Molina,
Siglo XXI, Bs. As., 2014, p. 195.
3 A. Pizarnik, Diarios, op. cit., p. 457.
4 Ibíd., p. 126.
5 Elías Canetti, La conciencia de las palabras [1975], Fondo de Cultura Económica, Madrid,
1982, p. 71.
6 A. Pizarnik, Diarios, op. cit., p. 569. (Subrayado mío).
7 Ibíd., p. 439.
8 Ibíd., p. 234.
9 Marcel Proust, “Vacaciones de Pascuas” [1913], en Crónicas, Santiago Rueda, Bs. As., 1947,
pp. 109-110.
10 R. Barthes, La preparación de la novela. Notas de cursos y seminarios en el Collége de
France [1978-1979; 1979-1980], Siglo XXI, México, 2005, p. 95.
11 A. Pizarnik, Diarios, op. cit., p. 456.
12 Ibíd., p. 321.
13 Maurice Blanchot, El libro por venir [1959], traducción de Cristina Peretti Peñaranda y Emilio
de Velasco González, Trotta, Madrid, 2007, pp. 137-138.
14 A. Pizarnik, Diarios, op. cit., p. 364.
15 Ibíd., p. 321.
Diario de un lector de diarios
Alberto Giordano >>
Martes
Mientras preparo una charla sobre las deseables tensiones entre lo
confesional y lo novelesco en las escrituras autobiográficas, miro en
YouTube una larga entrevista a Francis Bacon (la charla está organizada por
un taller de artistas visuales: quise hacer los deberes). Bacon concede a la
casualidad un rol decisivo en el proceso de su vida y de su obra y reconoce
varias veces, sin imposturas, con lúcida aceptación, que nunca logró lo que
perseguía: representar —o presentar— los colores que se combinan en el
interior de una boca (la boca tensionada por el grito es, como se sabe, uno
de los rasgos que individualizan la obra de Bacon). Mientras preparo la
charla, después de ver el documental, me gana la certidumbre de que la
narración o el registro de una vida solo pueden transmitir la sensación de
algo viviente —como si dijésemos, sensación de posibilidad—, si la
escritura o la conversación que la tienen en cuenta profundizan, o al menos
señalan, la intimidad entre la idea de “existencia humana” y las de
“indefinición”, “azar” e “incumplimiento”. De lo contrario, porque se ama
más a la persona (auto)biografiada que a la vida, se cuela la idea de
“destino”, asociada a las de “permanencia”, “continuidad” y “logro”, y se
terminan narrando o registrando existencias ejemplares, vidas
paradigmáticas que lo único que pueden transmitir es sensación de cosas
muertas.
Viernes
Anoche terminé de leer Veneno de escorpión azul. Diario de vida y muerte
de Gonzalo Millán. Hace unos días, mi mujer me preguntó si no era una
lectura demasiado triste para antes de dormir. Le respondí que al contrario.
En Millán, la decisión de registrar diariamente, con “despreocupada
seriedad” y “resuelta parsimonia”, las vivencias de la agonía funcionan
como un principio de resistencia. El poeta moribundo toma apuntes para no
perder su vida por anticipado. Es ese espíritu agonístico, sobreponiéndose al
miedo y a la autocompasión, lo que se afirma en la lectura. Como en otros
diarios de poetas seriamente enfermos, el cuidado de sí mismo se logra a
través del cuidado del ritmo y el tono: que el programa intimista propicie
una “expedición saludable” depende sobre todo de los hallazgos formales,
de la capacidad de repetirlos diariamente. En Millán, la búsqueda rítmica
orienta sin apremios el deseo de huir hacia adelante, a través de apuntes
cansinos que figuran las huellas de un paseo melancólico. La inevitable
gravedad del drama se aligera por el recurso a la ironía y al humor negro,
los tonos en los que se manifiesta “la rabia dinámica, diligente”, la que
mezcla creación y destrucción. Hay reflexiones de un alcance ético que
desbordan las circunstancias del enfermo terminal y expresan verdades que
conciernen a cualquier solitario. Como esta del 28 de junio: “Requiero
alejarme con urgencia de mí mismo. La convivencia exclusiva con uno
mismo envenena. Busca escenarios propicios, decorados nostálgicos”.1
En Veneno de escorpión azul, los padecimientos por la enfermedad y la
cercanía de la muerte están presentes en cada entrada, pero el impulso que
mueve la escritura es tan vital que uno tiende a olvidar, mientras lee, que la
interrupción definitiva es inminente. Hasta que llega a la entrada del
miércoles 27 de septiembre, la que registra la desilusión del diarista
después de los últimos estudios: los resultados del escáner indicaron el
crecimiento y el avance del cáncer al pulmón, las terapias alternativas no
sirvieron para nada. (Si mi mujer me hubiese vuelto a preguntar, anoche, por
los efectos anímicos de esta lectura, le habría dicho que sí, que el diario de
Millán es demasiado triste para antes de dormir). El punto de quiebre se
produce en los primeros apuntes del viernes 29 de septiembre, a las 8:20 hs:
“La noticia del ultimátum irreversible me ha llenado de inquietud y miedo.
Empieza otra etapa más real, más desprovista de ilusión. Poeta y sangre,
poeta tos”.2 Con el volumen en sus manos, el lector no puede evitar
anticiparse al diarista: quedan apenas siete páginas, la última etapa será muy
breve. Millán interrumpió el diario el 2 de octubre, doce días antes de su
muerte.
Domingo
En la entrada de Los diarios de Emilio Renzi que corresponde al sábado 19
de mayo de 1979, Piglia registra un hecho al mismo tiempo inaudito y obvio:
Boris Spivacow le rechazó un prólogo al Facundo porque le habría
resultado inapropiado. Lo inaudito: “Es la primera vez que alguien me
rechaza un texto”.3 Lo obvio: cómo no se lo iban a rechazar, reflexiona el
diarista, si “el Centro Editor practica un tipo de crítica y de difusión de la
literatura que es justamente la inversa de lo que yo pienso. Combinan la
sociología vulgar con la difusión periodística”.4 No es raro que cuando la
decepción se trasmuta en enojo, un intelectual agudice el espíritu crítico
hasta la intransigencia y descubra diferencias irreconciliables, que en otras
circunstancias (si le hubiesen publicado el prólogo) acaso dejaría pasar.
Como se sabe, los fundamentos morales del intelectual crítico los suele
proveer el melodrama: la comedia de la virtud que no es reconocida como
tal, en todo el esplendor de su diferencia. Tampoco es raro, pero sí penoso
para el lector de escrituras íntimas, que con el paso del tiempo el rencor del
intelectual herido no se debilite y le siga dictando, bastante después de
sufrido el desaire, juicios categóricos, sin matices, que a fuerza de
obcecación terminan volviéndose mezquinos.
En la última entrada, la del martes 14 de septiembre de 1982, Piglia
anota: “El viernes almuerzo con Saer en el Claudio. Pasa a buscarme por
aquí, viene del Centro Editor, donde vendió todos sus libros a cambio de
nada, serán reeditados en ese circuito que no lo merece”.5 Los que leímos
por primera vez a comienzos de los ochenta El limonero real, Responso y
Narraciones en las económicas —y es cierto que algo descuidadas—
ediciones del Centro Editor tenemos otra versión del supuesto mal negocio
saeriano: nos gusta recordarlo menos como un paso en falso que como un
don, cualquiera hayan sido las motivaciones (Piglia conjetura deudas de
juego). Para un buen inversor, el de aquellos libritos mal encuadernados tal
vez fuese un circuito indigno. Para los lectores y la obra de Saer funcionó
como una providencial vía regia.
Jueves
En una entrevista publicada el viernes pasado, Liliana Ponce cuenta que
lleva diarios personales, que no tiene pensado darlos a conocer, pero tal vez
sí quemarlos cuando llegue el momento. Sería una pena que lo hiciese,
porque el interés de un diario de escritor puede ser alto, al margen de las
especulaciones chismográficas —que siempre terminan decepcionando—,
para quienes gustan perseguir las interferencias de la literatura en cualquier
clase de registro. En este contexto, “literatura” nombra un deseo y remite a
una búsqueda: la inclinación a responder con palabras a las presiones de lo
indecible, la experimentación con formas de entredecir las pulsaciones
afectivas a través del ritmo y el tono. La frecuencia con la que aparecen
rastros de estas búsquedas en los diarios de escritores depende,
fundamentalmente, de los vínculos problemáticos del diarista con el
lenguaje, que no desaparecen, y a veces se potencian, cuando las notaciones
tratan de fijar el movimiento trivial de lo cotidiano. Entre la persona que
especula con quemar el diario porque no lo considera parte de su obra y el
personaje en el que se convirtió el diarista-escritor por haber puesto en obra
un deseo que lo excede, hay una distancia a veces imperceptible hacia la que
algunos lectores nos sentimos atraídos, como otros hacia la resolución de un
enigma o la dramatización de un conflicto.
Guillermo Saccomanno también lleva diarios personales, no piensa en
publicarlos y fantasea con quemarlos, si corriesen el riesgo de quedar fuera
de su dominio. Estuve revisando nuestra correspondencia, los once mails
que me envió desde mediados de noviembre, y subrayé distintas razones que
justifican su decisión de preservarlos inaccesibles. Las hay, muy comunes,
de índole personal: “suele haber muchas cosas del orden familiar y afectivo
que no quisiera exponer”; “si me resisto a abrir mis diarios a otro,
publicarlos, se debe no solo al temor de herir a los cercanos. También a
confesar las veces diarias que el angst ataca”. Lo que Saccomanno llama
angst es lo que yo, menos literario, llamo impulsos autodestructivos, un
misterio tan grande como el de la muerte. Los diarios servirían para
observar el angst desde cierta distancia, mantenerlo a raya, escaparle a
tiempo o aflojar la tensión. La intimidad entre la escritura del diario y los
zarpazos de la angustia, la creencia en el intimismo como ejercicio destinado
al cuidado de sí, justifica una toma de partido: “descreo de los diarios
publicados en vida”. La reflexión ética, en clave personal y para beneficio
propio, sobre la relación entre vida y escritura perdería eficacia si se
realizase en público. Los diarios que se publican serían entonces
fraudulentos porque la decisión de autoinspeccionarse habría quedado
absorbida por la demanda narcisista de reconocimiento.
Cuando le comento a Saccomanno que los diarios “auténticos” son los
que más me interesan como lector —diarios como los suyos, que querría
revisar—, se exalta:
Comparto lo que pensás sobre el diario como meditación moral.
Además de meditación, confesión de la culpa, vanidad, derrotas del
ego. Los diarios que nos importan y valoramos son aquellos que se nos
plantan como desgarramiento y también como sermón. Una cruza a
menudo lacrimógena entre Pavese y Meister Eckhart.
Como lector aprecio estas intensidades espirituales, pero también lo que
las interfiere inadvertidamente, lo que interrumpe o desvía el autoexamen en
la dirección incierta que abre el deseo de literatura. El escritor-diarista no
ignora la existencia de lo que se le escapa (“La escritura de un diario —dice
Saccomanno— es una escritura de conflictos y en conflicto con la idea de
escritura”), pero sí en qué se está convirtiendo mientras toma apuntes para
cuidar de sí mismo o para dejar algo cotidiano (“la quietud y el misterio del
bosque”) a salvo de la desaparición. De esas metamorfosis solo puede dar
cuenta un lector, si consigue entrar en intimidad con la intimidad de lo que
queda fuera de escena cuando el diarista se examina o se juzga. ¿No es una
buena razón, me atrevería a decir, una razón suficiente, para argumentar por
qué no deben ser los escritores-diaristas quienes tengan la última palabra en
caso de que los tiente el fuego?
En el mismo mail en el que expone, con amabilidad pero sin dar lugar a
insistencias, los motivos por los que se niega a abrir sus cuadernos, ya no
como escritor, sino como lector de diarios, Saccomanno afirma: “leemos
diarios porque estamos interesados en saber cómo se hace para escribir y
vivir, para vivir en función de la escritura y, de ser posible, no joder con
nuestra obsesión a los seres queridos”. Iba a añadir, como precario golpe de
efecto, que es por eso, por mi necesidad de confrontar perspectivas sobre tal
o cual aprendizaje todavía en curso, por lo que sería conveniente que
Saccomanno me abriese sus diarios (seguramente podría beneficiarme de sus
experiencias, sobre todo del registro de sus crisis), pero quién lo creería:
los críticos, se sabe, leemos para poder escribir.
Martes
Claudia del Río me invitó a escribir un prólogo para la edición inglesa de
Ikebana política, el libro que compuso con fragmentos extraídos de ochenta
y nueve cuadernos y libretas en los que fue llevando, durante diez años,
diarios personales y de artista. No imaginaba, cuando acepté, que podría
descubrir puntos de identificación tan fuertes en los apuntes de una artista
plástica que ostenta, sin arrogancia, su condición de autodidacta e
“intelectual silvestre”. Para Claudia, para el personaje que configuran las
entradas de Ikebana, la investigación y la creación no dependen del
virtuosismo demostrable, sino del ejercicio obcecado de un saber hacer sin
compromisos con el Saber instituido. Se trataría, igual que para el ensayista,
de conquistar metódicamente un estado de inocencia semejante al del niño
que dibuja y no le importa si sabe o no hacerlo. “No adjetivo mientras
trabajo —anota Claudia—. Entrenar es pasar del adjetivo al acto, eso es
entrenamiento en dibujo. Asumamos riesgos, seamos honestos, exageremos e
inventémonos algo”.6 No imagino una forma mejor de decirlo. El riesgo
mayor al que se expondrían quienes consiguen suspender la sanción de los
adjetivos, los que experimentan la afirmación en bruto del placer y el vértigo
de trazar, es el enrarecimiento o la casi extenuación de la identidad
profesional. Uno de los eslóganes favoritos de Claudia sostiene que
“Dibujante es quien dibuja”.7 Como quien dice, ensayista es quien ensaya.
Esta máxima invita a desprender el acto de su valor institucional (dibujante
es el que dibuja bien, el que sabe dibujar en general) y a tolerar el carácter
provisorio y evanescente de cualquier resultado. Dibujante es quien dibuja
cada vez, en el intervalo que abre el acto de trazar entre las certidumbres de
ser y no ser dibujante.
Miércoles
Continúo explorando los puntos de identificación que descubrí mientras leía
Ikebana política. Mucho para decir sobre la figura del profesor
apasionadamente escéptico, “siempre en crisis con lo enseñable”.8 La
perfilan la ética y los humores del autodidacta. Un profesor que duda,
mientras insiste en enseñar algo, si en verdad hay algo para enseñar o si es
posible enseñar lo que valdría la pena aprender: cómo perseverar
creativamente en la exploración de la propia rareza. Son los problemas que
se me presentan cada vez que intento enseñar desde el punto de vista del
ensayo. Las entradas de Ikebana política recogen e interrogan las vivencias
de Claudia como profesora de dibujo en nuestra Facultad y en las llamadas
“clínicas” para artistas jóvenes. ¿Qué puede enseñar un profesor de dibujo
que aprendió, en el ejercicio desestabilizador de su arte, que es necesario
mantener a raya las arrogancias del saber para investigarse en serio, sin
temor a extraviarse o a no concluir? ¿Se puede enseñar a contar con la
fragilidad como recurso y no solo como obstáculo? ¿Se puede enseñar a no
administrarse, incluso a perder desinteresadamente? Cuanto más radical se
vuelve la duda, más se fortalecería la convicción de que vale la pena insistir.
Hay vitalidad, incluso alegría, en esos estados de crisis. Lo cierto es que
ningún profesor que se sitúe desde el punto de vista de la experiencia sabe
bien qué pueden aprender sus jóvenes estudiantes, porque a él solo le toca
enseñar. Aprenden los otros, según lo que pueden, quieren o no pueden
evitar querer. Extremando el argumento, se podría arriesgar que los
aprendizajes auténticos, los transformadores, siempre los realizan otros,
incluso si se los piensa desde el punto de vista del aprendiz: el sujeto del
aprendizaje presupone algo que el estudiante desconoce de sí mismo, una
otredad de afectos y técnicas a la que solo podrá acceder cuando se haya
cumplido la transformación.
Viernes
Iñaki Uriarte es mi diarista en actividad favorito. Lo leo con agrado y
también con admiración, como a un maestro del escepticismo y la prosa
ligera que no consentiría ser tratado como tal. En los tres volúmenes de sus
Diarios, el estilo de los apuntes, cuidadosamente desaliñados, con
abundantes inflexiones irónicas, manifiesta el punto de vista de alguien que
se sabe raro pero no por excepcional, y que rehúsa tomarse demasiado en
serio. Lo mismo que Montaigne, Renard y Josep Pla, sus precursores. Uriarte
es también el responsable involuntario de que el año pasado me decidiese a
componer un segundo volumen con las entradas de mi diario en Facebook.
Después de la publicación de El tiempo de la convalecencia, continué
ejercitándome en la práctica del “intimismo espectacular” y el posteo
reflexivo, pero dando por sentado que sería un error ceder a la tentación de
reunir y editar los fragmentos como libro una segunda vez. Si mis
motivaciones para escribir no habían cambiado, y hasta era posible que
hubiesen sufrido algún tipo de empobrecimiento después de la
convalecencia, ¿a quién podría interesarle conocer algo más de las ideas y
las vivencias de un “profesor que escribe”? Imaginaba que la repetición
sería censurada como un arrebato de egolatría. Pero un día, hojeando el
tercer volumen de los Diarios de Uriarte, lamenté que él hubiese dado por
concluida su actividad como diarista. Pensé que yo leería con gusto un
cuarto volumen, y un quinto, y un sexto... Y no precisamente en busca de
novedad, sino para seguir escuchando la voz del diarista, como pasa con los
amigos con los que nos gusta conversar. Entonces pude imaginar un lector
para El tiempo de la improvisación.
Dos días antes de fin de año, le escribí un e-mail a Uriarte para contarle
que había publicado El tiempo de la convalecencia, que había elegido como
epígrafe un fragmento de sus Diarios en el que ironiza sobre el sentido de
publicar papeles personales, y que quería enviarle un ejemplar a Bilbao por
correo. Me respondió enseguida: “¿Sabes lo que acababa de hacer?
Reacomodar en un corcho que tengo en la pared la foto ampliada de un
trocito del plano de Buenos Aires donde un día descubrí que hay una calle
Uriarte pegada a la calle Jorge Luis Borges. Tu epígrafe será la segunda vez
que vea mi apellido impreso en las letras argentinas”. Le había entrado
curiosidad por leer mi libro, pidió que, si era posible, para no esperar, le
enviase el pdf. “No tengo una buena época (nada grave, bastante
aburrimiento y una cierta bolita de ansiedad constante) y creo que tu libro me
va animar”. Para retribuir por anticipado el envío, adjuntó un archivo de
Word con catorce páginas de un diario “de aire epilogal” que publicará
próximamente en la revista Clarín de Oviedo. Transcribo una de esas notas,
con las mismas expectativas con las que presentamos a dos amigos que no se
conocían entre sí:
“¿Ha sentido a veces el lector que pasó su vida entera como
preparándose para defender una tesis de doctorado?”, pregunta el
narrador de La soledad del lector, de David Markson. Pues sí, a veces
sí. ¿Qué miembro de qué tribunal ha dicho que yo tenía que haber
visitado esa exposición sobre el arte ruso que lleva varios meses en el
Guggenheim, a trescientos metros de mi casa, y he visto con gran alivio
que por fin clausuraron ayer?
Domingo
Días pasados alguien registraba en un posteo de Facebook el aburrimiento
que le habían provocado los Diarios 1984-1989 de Sándor Márai. Si a mí
no me aburrieron, cuando los leí hace unos años, fue porque soy un adicto a
los diarios de escritor, pero tampoco encontré en ellos demasiado para
subrayar y comentar. Quise confirmar la parcial coincidencia, y revisé la
última página de mi ejemplar, en la que solo encontré registrados tres
momentos citables. Uno, en la página 33, sobre la función paradójica que
puede tener en la vejez el sentimiento de la proximidad de la muerte:
conferirle a la conciencia más fuerzas que desánimo. El segundo, en la
página 84, sobre la falta de sentido y utilidad tanto de la muerte como de la
vida, algo que el diarista, de ochenta y cinco años y a punto de convertirse
en viudo, asume con serenidad. Por último, en la página 175, una reflexión
sobre el exilio y los peligros del regreso, que coincide con una célebre
sentencia de Leonardo Sciascia que citan a menudo Sylvia Molloy y Sergio
Chejfec: “cuando uno ha cometido el error de irse, no debe cometer el error
de volver”. La reflexión de Márai avanza en la misma dirección:
En la literatura del exilio (no solo la húngara, sino también la antigua,
la clásica) se observa una carencia: la confesión sincera del emigrante
que ha vuelto a casa. Tal vez halle un país, una ciudad, un refugio, pero
nunca encontrará aquello por lo que un día decide regresar: el ambiente
del hogar que lo vio nacer. Anda asfixiado en un lugar extranjero que se
ha vuelto muy familiar, no puede respirar.9
La literatura argentina sí cuenta con una de esas confesiones dramáticas
sobre la imposibilidad del regreso que echaba en falta Márai: En estado de
memoria de Tununa Mercado, una verdadera joya, de lucidez e intensidad
admirables, que invita a repensar los vínculos entre literatura, testimonio y
política.
Martes
Anoche terminé de leer el volumen 1 del Diario de Raúl Ruiz, el que recoge
las entradas escritas entre 1993 y 2001. Seiscientas páginas. Fue mi lectura
para antes de dormir durante este verano. El personaje me fascinó desde un
comienzo. “Seguramente lo que hace tan atractivos los diarios a un lector es
la ilusión de formar parte de una vida en común con el escritor” (Andrés
Trapiello).10 La vida de Ruiz es demasiado extraordinaria como para
descubrir puntos de identificación (salvo la compulsión a comprar libros y
discos), pero entré en intimidad con sus palpitaciones —el misterio de la
obstinación y la exuberancia— casi inmediatamente. Aproveché, mientras
avanzaba en la lectura, para ver varias películas de Ruiz. Ninguna me gustó
del todo, pero las vi con una atención y un interés sostenidos, y las disfruté,
por complicidad con el personaje del cineasta-diarista. Había decidido no
continuar inmediatamente con el volumen 2 después de terminar el 1,
intercalar entre ambos la lectura de los diarios de Jonas Mekas, pero
mientras caminaba hacia el estudio esta mañana, imaginé mi primera noche
sin Ruiz y lo extrañé por anticipado. La lectura, hace un momento, de la bella
nota que escribió Alan Pauls para despedir a Hugo Santiago, en la que lo
emparenta con Saer y Ruiz, por razones estéticas y personales, me terminó
de convencer. Esta noche vuelvo a enero de 2012, unos meses después del
atentado a las Torres Gemelas, de la mano espléndida de Raúl Ruiz.
Transcribo uno de mis primeros subrayados en el volumen 1, una
reflexión que simpatiza con la poética barthesiana de las interrupciones
sutiles:
Uno de los placeres más intensos que produce la puesta en escena
cinematográfica es la utilización de ecos visuales que se integran en
una acción y ‘la suspenden’. Esas suspensiones (que para un film
narrativo no son más que errores de ritmo), provocan instantes de
epifanía, conectan el mundo secuencial del film con otros filmssombras que acechan en los intersticios, fracturas, de cada cambio de
secuencia. Se hacen ver, se eternizan, se vuelven milagro para luego
desaparecer. No hay instante sin milagro (Calderón).11
Otro subrayado, más adelante, que serviría para explicar por qué me
interesaron las películas de Ruiz, y pude seguirlas con atención, aunque no
me gustaron del todo: “desde siempre, desde hace más de 30 años, considero
el guion y la buena actuación como los principales obstáculos para transmitir
una emoción específicamente cinematográfica”.12 Seguro Ruiz se
impacientaría al escucharme repetir que, de Le temps retrouvé, lo que más
me gustó es la actuación de John Malkovich haciendo del barón de Charlus.
Miércoles
“Buen humor y algo de melancolía”. Así identifica su talante Raúl Ruiz en
una de las jornadas que quedaron registradas en el Diario. El buen humor
dispone para el encuentro o la experimentación con lo que podría alegrarnos;
la melancolía, en dosis moderadas, es una saludable reserva de
escepticismo. El buen humor nos mantiene activos; la melancolía no deja que
olvidemos el fondo de sinsentido sobre el que reposan nuestras decisiones y
nuestros actos. Actuamos porque algo hay que hacer, porque hacer algo es
más saludable que actuar la impotencia. Nada más. Suficiente.
La fórmula de Ruiz recuerda la imagen de sí mismo que propone Francis
Bacon: “un optimista desesperado”. Pocos ejercicios tan saludables como la
exploración de la ambigüedad. En este caso conduce hacia los extremos de
la ironía. El optimismo de Bacon es frágil, pero de la fragilidad extrae parte
de su tenacidad: “es el placer que a veces se experimenta de estar con vida,
la excitación de realizar algo, aunque no se lo consiga casi nunca”.13
Miércoles
Un día, a los sesenta y dos años, Raúl Ruiz descubre su imagen reflejada en
un espejo y lo que se le aparece, dice, es la figura de “un mal actor haciendo
de viejo”. En apuntes como este tomado del Diario, Ruiz se revela escritor:
alguien capaz de configurar con palabras lo curioso y ambiguo de una
experiencia común. El humor sacude el patetismo que casi siempre
acompaña los momentos en los que nos extrañamos de nuestra apariencia,
cuando nos confronta de improviso con la evidencia de que hemos
envejecido más de lo que imaginábamos. El humor sería la forma que
encuentra el espíritu para manifestar su disconformidad, para probar en acto
que él se conserva más joven.
Martes
De las escrituras autobiográficas esperamos, como lectores comunes, que
además de registrar o narrar con verosimilitud vivencias significativas,
transmitan sensación de vida (algo difícil de precisar, pero que tiene que ver
con las pulsaciones de lo indeterminado, el ritmo de lo que se interrumpe y
recomienza indefinidamente, el vínculo entre insistencia e inconclusión). En
mis paseos por Facebook, esa sensación de vitalidad la recibo,
puntualmente, de los “Apuntes de clase” que postea Natalia Pérez.14 Cada
entrada encadena notas y reflexiones sobre procesos de aprendizaje o
experiencias artísticas en los campos de la danza y la expresión corporal.
Recibo cada apunte como una misiva fascinante que me llega de un mundo
extraño y misterioso. (Sin la intervención de una escritura sutil es
improbable que lo extraño se transfigure para mí en misterioso). La escritura
de Pérez no tiene pretensiones literarias, tal vez por eso conquista lo que
siempre persigue la literatura: configurar lo circunstancial sin inmovilizarlo,
descubrir matices y observar su rareza. Los “Apuntes de clase” pertenecen a
la misma familia anómala que algunos papeles dispersos —borradores
definitivos— de Felisberto Hernández, como ese en el que el uruguayo trata
de realizar un deseo insensato, narrar el movimiento de una idea y dejarla
vivir en la escritura, para que “no se pare, se termine, se asfixie, se muera,
se haga pensamiento conceptual” (“Tal vez un movimiento”).15
Viernes
Ayer a la tarde, un amigo anunció en Facebook que habían llegado a su
librería ejemplares del segundo volumen de los Diarios de Abelardo
Castillo. Usé los comentarios para encargar un ejemplar y lo pasé a retirar
media hora después. Al rato comencé a leerlo en casa. Estas urgencias solo
me agarran con diarios de escritores. Y eso que en el primer volumen de los
de Castillo encontré pocas cosas de mi interés, y el personaje del diarista no
me resultó simpático.
En la nota preliminar, Sylvia Iparraguirre afirma que los diarios de
Castillo son, en lo esencial, “un acto privado de autoconocimiento”.16 Más
escéptico, el diarista reconoce que no los escribe para él, y que, por la vía
de la introspección, tarde o temprano se recae en la impostura y la
inautenticidad. Todos los buenos diarios dramatizan ese vaivén entre la
búsqueda de sinceridad y la pose autocelebratoria. Por otro lado está lo que
descubre o inventa el lector (en ese acontecimiento las notaciones se
convierten en obra), lo que el diarista desconoce de sí mismo pero no puede
evitar mostrar al escribirse, más acá de cualquier especulación
intersubjetiva.
En la entrada del 19 de julio de 1993, Castillo se pregunta si es legítimo
“anotar en un diario la opinión que uno tiene de los contemporáneos
vivos”.17 El registro íntimo favorece la impunidad. Para sustraerse de esa
tentación hay que “ser absolutamente sincero y ecuánime”.18 ¿Esto es
posible? ¿Qué tan ecuánime y franco fue Castillo, en las entradas
precedentes, cada vez que se encarnizó con Sabato? ¿La furia que agita sus
juicios, exuberante, repetida, es un complemento de la ponderación
imparcial o la señal de un conflicto extramoral, de, por arriesgar algo, una
secreta identificación —temida/deseada— con las imposturas del que se
arroga el lugar del Maestro?
Como siempre hago, subrayé con generosidad (lo dicho y lo entredicho) y
anoté en la última página la referencia de todas las entradas que contienen
deliberaciones sobre el sentido y el valor de llevar un diario. Por primera
vez noté que lo hacía de puro gusto, no con miras a la escritura de otro
ensayo sobre el tema. Constatarlo me hizo sentir melancólico.
Una alegría inesperada: el 6 de abril de 1993 Castillo anota:
“Madrugada. Presentación, anoche, del libro de Sylvia. Jorge Monteleone
leyó un texto realmente muy bueno sobre el libro. Sylvia contenta y
emocionada: algo la tomó por sorpresa en ese texto”.19 Tuve ganas de anotar
en el margen: “¡Ese es mi amigo!”.
Jueves
Alejandra Pizarnik quiso llevar un “diario de escritora” que fuese, a
consecuencia de una elección previa, el diario de un “escritor maldito”. Una
mezcla del intimismo elusivo de Virginia Woolf y Franz Kafka con el
imaginario transgresor de Charles Baudelaire y Arthur Rimbaud. La
sobreabundancia de propósitos literarios determinó el carácter al mismo
tiempo ardiente y artificioso de los apuntes.
Los Diarios de Pizarnik manifiestan una coherencia existencial extrema:
registran, del comienzo al final, la perseverancia del desequilibrio y los
impulsos autodestructivos, los síntomas del dolor de vivir, con la misma
constancia con la que exhiben la convicción en un destino poético signado
por la genialidad. Parecen haber sido escritos pensando en no defraudar a un
lector fascinado por las aristas, al mismo tiempo perturbadoras y
convencionales, del “personaje alejandrino”.
Pizarnik está advertida de las debilidades de su escritura, de la dificultad
para configurar lo auténtico de sí misma en una obra literaria, dada su
extrema conciencia de los recursos y los efectos, de las condiciones y los
límites del lenguaje cuando se convierte en literatura. Lo dejó registrado el
11 de abril de 1961:
La vida perdida para la literatura por culpa de la literatura. Quiero
decir, por querer hacer de mí un personaje literario en la vida real
fracaso en mi deseo de hacer literatura con mi vida real pues esta no
existe: es literatura.20
El deseo de hacer literatura no puede satisfacerse más que con la
metamorfosis de la vida en obra, un acontecimiento imperceptible, que
excede los contornos del personaje autobiográfico y los límites de cualquier
artificio verbal, y que no tiene nada que ver con la estetización de la
existencia.
Las críticas de Aira a las “habituales untuosidades hagiográficas”21 en las
que caen los exégetas de Pizarnik toman nota de esta diferencia. Una cosa es
leer las proyecciones del “personaje alejandrino” en la poesía o en los
diarios, confundir a Pizarnik con “la pequeña náufraga” autodestructiva, y
otra, atestiguar lo que Barthes llamó la “reversión” de la obra sobre la vida.
Es la obra de Pizarnik, en lo que tiene de ardiente y artificiosa, la que
inventa una forma de vida literaria, lúcida y asfixiante, desde la que se
puede leer y escribir la biografía de la autora sin someterse a su voluntad.
Hasta donde sé, solo Aira, en el ensayo que publicó en Beatriz Viterbo y
en el perfil de Pizarnik que compuso para la colección española Vidas
Literarias, avanzó en la segunda dirección.
Martes
El 6 de mayo de este año, Annie Ernaux ganó el Premio Formentor.
Leopoldo Brizuela reprodujo la noticia en su muro de Facebook debajo de
una exclamación aprobatoria: “¡Merecido!”. Leopoldo era un entusiasta de
la literatura de Ernaux, admiraba las formas en que conjuga la exploración
íntima con el registro etnológico, las fricciones entre un estilo neutro y una
temática de intensa afectividad. Me había recomendado que la leyese,
teniendo en cuenta mi gusto por lo autobiográfico.
Después de que Leopoldo murió, a manera de homenaje personal y para
prolongar imaginariamente nuestras charlas (“Tenías razón...”), leí tres
libros de Ernaux: La ocupación, sobre un aborto clandestino al que tuvo que
someterse cuando tenía veintitrés años; Pura pasión, sobre la espera
amorosa, ese enloquecimiento transitorio; y No he salido de mi noche, un
diario de visitas a la madre, durante los años en que estuvo hospitalizada
mientras la aniquilaba el Alzheimer.
Como el diario de duelo que llevó Barthes al morir su madre, para vivir
la aflicción activamente, los cuadernos de visitas le sirven a Ernaux para
conjurar “el estupor y el trastorno”,22 para examinar los residuos del dolor
hasta extrañarse de las circunstancias y de sí misma. El registro es crudo,
áspero. Lo guía el deseo de autenticidad (responder con vigor a la
“violencia de las sensaciones”),23 antes que el de hacer literatura. De allí la
importancia y la insistencia de las notaciones sobre el olor a mierda y a pis,
que a veces se mezcla con el de las comidas, en la habitación que la madre
comparte con otra anciana. A medida que se debilita el control de la
conciencia (ese proceso nunca es gradual, se da a los saltos), la enferma se
va convirtiendo en un animal intratable y nauseabundo, un cuerpo que caga y
mea inopinadamente, y que come con voracidad. El registro es crudo porque
la proximidad con ese cuerpo solo puede ser brutal.
Antes de enfermar, la madre de Ernaux era una mujer “dinámica e
independiente”.24 Así la recuerda, así la quiso la hija, a veces a su pesar.
(“Mi madre, su fuerza, su angustia perpetua también. Tengo la misma tensión,
incluso en la escritura”.25 “Ese gran amor que sentía por ella, a los
dieciocho años, el refugio absoluto que representaba. Y yo era bulímica”26).
Por eso la zozobra que provoca su decadencia se transmuta en horror cuando
la hija se ve obligada a asumir responsabilidades y conductas propias de una
madre. “Todo se ha invertido, ahora es mi hija. NO PUEDO ser su madre”.27
La escritura del diario es una tentativa de hacer algo con esa impotencia
horrorosa.
Miércoles
El único libro de Annie Ernaux editado en Argentina es su curioso Diario
del afuera seguido de La vida exterior. Lo tradujo Sol Gil para Milena
Caserola y Milena París (la edición es bella y cuidada). Son apuntes
tomados en espacios públicos (los hipermercados, los shoppings, el
subterráneo) que intentan configurar la vida cotidiana colectiva. “Ninguna
descripción, ningún relato. Solo instantes, encuentros. Etnotexto”.28 Ernaux
se propuso, según declara en la nota dirigida al lector, “alcanzar la realidad
de su época”29 a través de una escritura fotográfica. No es seguro que lo
haya conseguido, y no importa, porque la configuración —el acto de hacer
presente lo cotidiano como enigma insignificante— transforma el documento
en literatura.
Lo que los apuntes registran es el roce o el impacto, casi siempre
silencioso, del mundo sobre una sensibilidad expectante. A veces, pocas, el
encuentro suscita una reflexión. Son pequeñas transgresiones a la moral de la
forma fotográfica que mi clasicismo atesora.
8 de abril [1993]. Reunión de consorcio. Hablamos de las escaleras,
las bauleras, etc. Para la gente cualquier tema se convierte en una
oportunidad para mostrar su sabiduría, “hay que instalar los
contenedores en tal lugar”, o para introducir una anécdota, “en el
edificio donde yo vivía antes”, una historia, “el otro día el inquilino
del quinto piso”. El relato es un afán de la existencia.30
La reflexión se cierra, como corresponde entre moralistas franceses, con
una máxima que fija un rasgo demasiado humano.
Domingo
Llevar un diario es una forma de registrar el transcurrir de la vida, también
un modo de actuar indirectamente sobre las pulsaciones y los ritmos vitales.
No se vive de la misma manera, si se cuenta o no con la posibilidad de
poner diariamente algo a salvo del olvido y de examinarlo en su devenir. Los
diarios registran procesos: un viaje, la escritura de un libro, una enfermedad.
Si la notación es curiosa, ligeramente extrañada de lo que ocurre, y su trazo,
sutil, el registro extiende o profundiza los alcances de la experiencia, puede
volverla más pensativa, más acuciante o más placentera.
El texto está armado con fragmentos ligeramente reescritos de los diarios
publicados por el autor en su cuenta de Facebook entre 2015 y 2019.
1 Gonzalo Millán, Veneno de escorpión azul. Diario de vida y de muerte, Ediciones Universidad
Diego Portales, Santiago de Chile, 2001, p. 81.
2 Ibíd., p. 314.
3 Ricardo Piglia, Los diarios de Emilio Renzi. Un día en la vida, Anagrama, Barcelona, 2017, p.
157.
4 Ibíd., p. 97.
5 Ibíd., p. 157.
6 Claudia del Río, Ikebana política: Libretas y cuadernos (2005-2015), Iván Rosado, Rosario,
2016, p. 48.
7 Ibíd., p. 29.
8 Ibíd., p. 61.
9 Sándor Márai, Diarios 1984-1989, Salamandra, Barcelona, 2008, p. 175.
10 Andrés Trapiello, El escritor de diarios, Península, Barcelona, 1998, p. 152.
11 Raúl Ruiz, Diario. Volumen I, 1993-2001, Universidad Diego Portales, Santiago de Chile, 2017,
p. 26.
12 Ibíd., p. 97.
13 Michel Archimbaud, Francis Bacon. Entrevistas, Temas Grupos, Bs. As., 1999, p. 87.
14 Estos posteos fueron reunidos por Natalia Pérez en Apuntes de clase, Río Belbo, Rosario, 2020.
15 Felisberto Hernández, Obras completas, vol. I, Siglo XXI, México, 1983, p. 132.
16 Sylvia Iparraguirre, “Nota”, en Abelardo Castillo, Diarios (1992-2006), Alfaguara, Bs. As,
2019, p. 8.
17 A. Castillo, Diarios (1992-2006), op. cit., p. 57.
18 Ibíd., p. 57.
19 Ibíd., p. 44.
20 Alejandra Pizarnik, Diarios, edición de Ana Becciú, Lumen, Bs. As., 2003, p. 200.
21 César Aira, Alejandra Pizarnik, Beatriz Viterbo, Rosario, 1998, p. 16.
22 Annie Ernaux, Diario del afuera / La vida exterior, traducción de Sol Gil, coedición de Milena
Caserola y Milena París, Bs. As., 2017, p. 15.
23 Ibíd., p. 13.
24 Ibíd., p. 12.
25 Ibíd., p. 78.
26 Ibíd., p. 84.
27 Ibíd., p. 33.
28 Ibíd., p. 9.
29 Ibíd., p. 10.
30 Ibíd., p. 35.
Tercera persona
Nunca una vida sola
Matías Serra Bradford >>
Tarde en la noche, en una de sus intersecciones impremeditadas, un lector
cree reconocer a una silueta que se recorta contra la brumosa luz de calle.
Otras dos se cruzan por delante de esta y sus cuerpos se funden en una misma
sombra informe. Por un segundo, ninguna se atribuye el protagonismo
exclusivo de esa escena efímera, imposible de volver a deletrear.
Lo archisabido no deja de tener eficacia y consecuencias: se lee y se
escribe para aventurarse, inscribirse o desdoblarse en otras vidas. Es lo que
revela toda biografía: nunca una vida es una sola (y es la combinatoria de
vidas adoptadas, interiorizadas o tendidas lo que la vuelve única). Por otra
parte, la parábola cóncava o convexa de un lector o escritor nunca se traza a
solas; invariablemente, se ve infiltrada o tocada por otras. Un prolijo
laminado, en algunos casos; en otros, un ardiente traspapelamiento.
Se ve claro que una vida —la de Borges, digamos— no es unánime
cuando ha sido imán y víctima de diversas biografías, libros de
conversaciones, retratos (el de Estela Canto), diarios ajenos (del calibre de
Bioy Casares y Carlos Mastronardi). Se puede acceder a una vida ajena por
interpósita persona. Lo mismo que se puede, por la entrada de lo mínimo,
llegar a una suerte de totalidad (era la estrategia de Borges; véase la
enumeración de “El Aleph” y otras tantas en su obra).
Cualquiera podría olvidar por un minuto que la biografía es un género —
de fronteras redibujables cada vez— y afirmar que los biógrafos se copian
unos de otros, omitiendo, de paso, que cada uno cuenta una vida distinta.
Absurdo sería acusar de plagiario al biógrafo de quien ya existe una vida o
más, ya que lo que él busca es precisamente contarla de otro modo, y en
cierta manera contar otra. El Borges de Emir Rodríguez Monegal tiene algún
parecido con el de Edwin Williamson pero no con el de Estela Canto.
Se pueden hacer muchas cosas con una vida, incluso borrarla, pero
contarla es imposible. Puede cortársela, recortársela, pero no escribírsela.
Un biógrafo sale a escena con tijeras, no con tinta o teclado, y a cambio de
esa leal precariedad inaugural, su sala de montaje ofrece infinitas
variaciones. Una de ellas propone la superposición o solapamiento —a eso
se aludía— de una vida con otra. En el marco de lo posible, de este lado del
espejo empañado, está la de tender retículas de vidas, tramas que se vayan
contando y comentando unas a otras. En la órbita biográfica, son los ecos —
y las pausas entre un eco y el siguiente— los que tienen la palabra. Las
conexiones y correspondencias. Es buscando un resto en el ambiente menos
transitado de la casa de una vida, ensayando complicidades y concordancias
olvidadas o inéditas, que puede traslucirse un fulgor insospechado.
Las sorpresas en la literatura argentina las sigue deparando el pasado. La
Obra completa de Carlos Mastronardi es otro rezago imprescindible de una
serie biográfica y autobiográfica que se abrió camino con Borges de Bioy
Casares, Osvaldo Lamborghini de Ricardo Strafacce, Ejércitos de la
oscuridad, Invenciones del recuerdo y El dibujo del tiempo de Silvina
Ocampo. Entre ellas, remapearon definitivamente el territorio, ganándole
incontables metros al mar. Son serenas refutaciones de un presente amnésico,
deslindes que se hacen eco de lo que Mastronardi le escribió en carta a
Arnaldo Calveyra en marzo de 1963: “Es curioso: cada generación —sin
excluir la mía, en su hora— cree que la literatura empieza con ella”.1
La obra completa de Mastronardi —lo marginal en el centro, diría
Monsiváis— asoma ahora calladamente y desplaza una o dos piezas sobre el
tablero de una literatura coloridamente nacional, como todas siempre en
ciernes, si se tiene en cuenta que los libros mencionados perdurarán en
apetecible estado de sondeo y que queda pendiente la publicación de los
textos dispersos de Bianco, Wilcock, Viñas, Libertella, entre otros cesantes.
Llamamos una y otra vez al pasado para que nos ratifique que el futuro
está en lo desconocido. Las herencias son lo que se desconoce, los fondos
bajo llave que los familiares cercanos —los lectores cercanos— están
ávidos por recolectar. El valor del Mastronardi desconocido —¿qué no es
desconocido en un escritor vocacionalmente colocado en el borde del
olvido?— que presentan estos tomos es ilimitado, por definición y por
distinción. Amén de poner toda su poesía a mano, hay una buena cantidad de
poemas desenterrados, publicados en revistas perdidas, poemas nunca
impresos, traducciones, correspondencia con Calveyra y otros, artículos y
ensayos, más de doscientas cincuenta páginas de prosa proveniente de
cuadernos. Especial atención merecen unas setenta páginas de apuntes jamás
publicados sobre Borges, un sinóptico caudal de citas, anécdotas y
recuerdos que podrían constituir la piedra de toque de un examen sobre la
reputación pasada y futura del poeta entrerriano.
Tal vez sea momento de tener presente aquello que Borges había
advertido: al leer una obra completa el autor generalmente pierde, porque se
caricaturiza a sí mismo en sus peores páginas. Fueron los contemporáneos
más cercanos a Borges —Bianco, Bioy Casares, Silvina Ocampo, Wilcock,
Mastronardi— los que alcanzaron la cima más empinada: hacer una obra
singularísima al lado de la de Borges, conseguir espléndidos modos de no
ser Borges. Estar mesa de por medio, para decirlo de algún modo, durante
más de cincuenta años, celebrando y padeciendo esa voz —el hechizo y la
autoridad y la arbitrariedad de esa voz—, censora de tantas formas de
escritura, para cualquier otro mortal habría sido inhibitorio y fatigoso al
punto de la parálisis.2
En un momento de las observaciones dedicadas a Borges, elogiando en
este el uso de palabras comunes como oscuro, pobre, lento, solo, con la
puntería ciega de los clarividentes, Mastronardi esboza su autorretrato a la
perfección. Lo notable es que haya elegido justo esos cuatro términos —
requisitos—, en ese orden, tan precisos para un hombre recatado, austero, de
tranco soberano y solitario. A propósito de esto, también son pertinentes las
bellas palabras que Mastronardi le dedica a Rafael Cansinos Assens:
“Trabajó toda su vida sin hacer del éxito la corona de su perseverancia. Y
acaso fue dichoso, ya que dio sus años a una tarea que era como la tranquila
emanación de su destino”.3
Actor secundario tanto de “Tlön, Uqbar, Orbis Tertius” como del Diario
argentino de Witold Gombrowicz —el escritor polaco lo describe como
“irónico, sarcástico… Una bondad angelical oculta tras la coraza de lo
cáustico”—,4 equidistante entre esos dos expertos de la malicia, el de
Mastronardi debe ser un caso único en la literatura de cualquier punto
cardinal. Alguien tan cercano a dos mitos tan disímiles, siendo él mismo un
poeta y escritor notable, por momentos francamente genial, que ante ellos
supo mantenerse igual a sí mismo.5 A este respecto, en el poema “El
forastero”, que parece asimismo un autorretrato más que un perfil del
escritor polaco, Mastronardi notifica algo significativo: “Renuncia este
hombre opaco y extraviado / al juego de los otros”.6
Leyendo a Mastronardi, pareciera que sus caminatas nocturnas con
Borges persistieran, que nunca hubieran vuelto (en cualquier caso, a estas
horas no hay testigos para demostrar lo contrario). Hay una escena diurna,
extraordinaria, narrada por Mastronardi de este modo:
Salimos a caminar por las tranquilas calles de Adrogué. En una vieja
quinta, junto al alambrado de sus fondos, vimos dos hermosos perros
simétricos o gemelos que parecían retribuir el interés que nos
inspiraban. Su color era sorprendente: esos leones benignos parecían
dudar entre el cobre y el oro. Irradiaban una luz grave, un resplandor
sereno […]. Borges se enamoró bruscamente de ellos y, con decisión
rara en un tímido, resolvió presentarse en esa casa para comprar uno.7
El cuaderno titulado “B.” en la Obra completa de Mastronardi es
complementario del Borges ya publicado por la Academia Argentina de
Letras en 2007. Ambos documentos son parte de un mismo proyecto
inacabado. En agosto de 1960, en el Borges de Bioy Casares aflora un
comentario de Borges acerca de una serie de libros sobre escritores
argentinos: “¿A que no sabés a quién le encargaron el libro sobre mí? A
Mastronardi. Nunca lo escribirá. O estará lleno de bromas secretas”.8 Estos
dos documentos de Mastronardi —Borges y “B.”— no solo son un
testimonio fiel de una persona cercana a Borges —aquí podríamos citar ese
verso de “Luz de provincia”: “Era un agrado estarse contemplando esa
vida”—,9 sino también un inestimable retrato de Mastronardi como lector
porfiado. Es el libro fantasma de un lector consagrado a un autor.10
Borges fue el otro gran misterio en la vida de Carlos Mastronardi; el
primero y último había sido la naturaleza. Mastronardi lo declara “ese
doctor Johnson sudamericano de quien somos el atento Boswell”.11 Entre
otras anotaciones, señala: “Rasgo firme, continuo de Borges: la
condensación. Incansable profeta de la elipsis”.12 Pero a la vez, más
adelante:
Gusta acumular, a menudo en breves trabajos, todas las observaciones
e ideas que afluyen a su espíritu mientras escribe. De ahí el carácter
digresivo y ambulatorio de su prosa, donde los paréntesis y los guiones
son habituales, no sacrifica, no prescinde.13
Dos definiciones sucesivas, condensación y digresión, que el lector no
siente contradictorias. En esa paradoja, esa asimetría, Borges encontró uno
de sus sellos. Más adelante, Mastronardi parece estar citándolo cuando
anota que “todo gran estilo tiene algo de irregular: personal”.14
En un momento resulta irónico que diga “Modalidades: el empleo de
elogios y repudios, mezclados. [...] El transporte, la traslación de vocablos
elogiosos hacia una intención mordaz o de censura”.15 Ese fue el hallazgo
que Borges le atribuía a Mastronardi. Recordemos parte del discurso en
homenaje a Mastronardi que Borges pronunció en 1975: “Mastronardi se ha
dedicado también a la crítica. Y ha inventado un nuevo modo de censura. Es
usar para la censura el vocabulario del elogio”.16 Ciertamente, Mastronardi
había escrito en otra parte que
respecto de mis notas bibliográficas, diré que abundaban en ellas los
elogios aviesos, las censuras que no lo parecían. Las frases habían sido
construidas de modo que unas cláusulas anulasen a las otras y los
encomios estuviesen atemperados por adjetivos ambiguos y puestos
como al descuido.17
Como sea, Borges absorbió ese modus operandi y lo hizo suyo, del
mismo modo que Calveyra radicalizó ciertos usos y procedimientos de la
poesía de Mastronardi hasta terminar con algo inconfundiblemente propio.18
Ya se lo había sugerido el propio Mastronardi a Calveyra en una carta
temprana: “No se preocupe Ud. por las influencias literarias: a su breve
edad, son útiles: lo importante es saber elegirlas y sacar provecho y fruto de
ellas”.19 En esto de los contagios inevitables es hasta risible que uno de los
poemas de Mastronardi que más elogió Borges sea “La medalla”, uno de los
más borgeanos en su temática y en parte en su ejecución. Entre los
abundantes artículos y ensayos reencontramos el desagravio a Borges en el
número de Sur de julio de 1942, que incluye una invectiva tan amable como
fulminante contra el nacionalismo a ultranza: “Somos los amigos del mundo,
y no solamente de los diaguitas”.20 Y, de paso, contra una actualidad
pavorosa: “La exuberancia pasional encubre a veces, tras su agradable
fragor, una renuncia a todo propósito coherente”.21
Es constantemente provechoso leer los apuntes de Mastronardi en
compañía del diario de Bioy Casares consagrado a Borges. El montaje
ofrece un fenómeno literario poco usual: diarios paralelos que comparten un
mismo campo de maniobras. Entre otras cosas, un diario como el de Bioy
sirve para tomar con recaudo los encomios que en público unos escritores
lanzan sobre otros, lo cual no significa que deba sospecharse de cada piropo
emitido, pero sí tener en cuenta que esa clase de opinión es la menos
terminante y definitiva, y que a menudo la adulación no es más que una forma
de la cortesía o la conveniencia o, como hemos visto más arriba, la ironía.
Puede suceder, desde luego, que un elogio sea completamente sincero y en
privado una broma acerca del sujeto ponderado no tenga otro propósito que
el de un momento de hilaridad o una manera de desarticular la solemnidad
de ciertos fervores. Esa doble faz es reflejo de un modo desdoblado de
actuar y sentir casi permanente en el autor de “Borges y yo”.
La amistad y su revés, la traición, fueron una especialidad de la casa
Borges.22 Precisamente, Mastronardi señala en sus apuntes que
en alguna medida, Borges se construye o reconstruye por oposición.
Cuando el culto del opaco verso libre se exacerba, compone versos
regulares. Cuando la metáfora, luego de ganar todas las voluntades, se
vuelve enigma moral y cotidiano, prescinde de la metáfora.23
El propio Mastronardi, como no podemos olvidar, sabía tomarse a broma.
En una ocasión abrió un discurso diciendo: “Seré aburrido, condición o
rasgo que no es necesario anticipar, ya que puede tenerse por imaginable o
supuesto”.24 Si algo los unía era la voluntad, ante la menor ocasión, de
tomarse a broma lo que fuera.25
La mezcla de admiración y afecto, de envidia y recelo, es uno de los
componentes más usuales de cualquier amistad literaria, lo cual no quiere
decir que necesariamente esté presente en todas, ni que todas las que lo
tengan sean en efecto amistades o que los involucrados sean en efecto
escritores envidiables. Los pliegues que ocasiona una relación literaria
fueron ejemplificados por Borges:
Mastronardi, como todos los hombres de mi generación, empezó a
escribir bajo el influjo barroco de Lugones. En aquella época lo
atacábamos a Lugones. Lo atacábamos precisamente porque sentíamos
el poderío de Lugones, la gravitación de Lugones. Y Lugones lo sintió
así.26
Pero el elogio de Borges hacia Mastronardi, cada vez que se dio, fue
indudablemente sincero (como fueron sinceras las críticas puntuales).
Borges podía ser el irónico más encumbrado pero cínico jamás. Cómo
entender, si no, sus palabras sobre Mastronardi en el mencionado homenaje
de 1975:
El empeño que otros ponen en ser famosos, el empeño que otros ponen
en esas miserias que se llaman la promoción o la publicidad, Carlos
Mastronardi lo ha puesto en pasar casi inadvertido, en esa vida
umbrátil que recomendaban los estoicos.27
Mastronardi ha consagrado toda su vida, no a escribir muchas páginas,
sino a escribir lo que en suma todo escritor escribe; digamos, unas
cuantas páginas con la esperanza de ser imperecederas. […] Tal es la
excelencia de sus versos, que ahora lo alcanza lo que podríamos
llamar, creo que sin exageración, la violenta luz de la gloria. […] Yo
he visto versiones sucesivas de ‘Luz de provincia’, publicadas con un
año de diferencia, y creo no ser caricatural al decir que en la segunda
versión había un punto y coma, en la tercera el punto y coma era
sustituido por un punto y seguido, en la cuarta se volvía a ese punto y
coma. Pero todo esto, que contado así puede parecer irrisorio, lo ha
llevado a una gran obra. […] No sé cuántos poetas hemos producido;
es fácil exagerar la cifra, sobre todo ahora que se la prodiga tan
generosa y tan equivocadamente. Pero creo que uno de los poetas
esenciales argentinos es, a no dudarlo, Carlos Mastronardi. Y sé que no
me ciega el afecto que siento por él. Sé que estoy pensando en sus
versos. […] Con Mastronardi hemos profesado una curiosa amistad.
Una amistad que no ha necesitado la frecuencia. […] Yo siempre lo he
sentido muy cerca.28
Si Borges fue capaz de impostar esas palabras, deberíamos considerarlas
su obra de ficción suprema.
Es necesario citarlo profusamente para que esto no se pierda de vista al
volver al Borges de Bioy. El libro, único en su especie, dibuja un soberbio
mapa de Buenos Aires y de la literatura argentina del siglo veinte.29
Uno de los nombres más constantes del volumen es, precisamente, el de
Carlos Mastronardi. En diciembre de 1956, Bioy y Borges leen juntos
Conocimiento de la noche y Borges comenta: “Produce indiferencia: ¿por
qué? ¿Porque es un juego de variantes? ¿Por qué se adivinan las
vacilaciones y sustituciones?”.30 En junio de 1982, Bioy anota:
Volvió del homenaje a Mastronardi, en Gualeguay (Borges es muy leal,
sobre todo cumplido, con los muertos), convencido de que el carácter
más permanente de la poesía de Mastronardi es la mediocridad.
BORGES: “Se habló mucho del rigor, de la palabra justa. Todo es
casual en esos versos. Casual y, frecuentemente, poco afortunado.31
Si el ejercicio no le resulta sórdido, el lector podrá encontrar otros
ejemplos.
Bioy Casares tenía sobre un estante de la sala más grande de su casa una
fotografía de Borges riéndose a carcajadas. A Borges se lo puede ver —es
la cubierta de Borges. Esplendor y derrota, y de esta última parece mofarse
— riéndose tan naturalmente, con tan poco ánimo de concluir, que el testigo
supone que es así como debían desternillarse mientras redactaban juntos los
cuentos de Bustos Domecq. Lo registran las hilarantes conversaciones
documentadas por Bioy: no dejaban escapar oportunidad para una broma.
Con Mastronardi, como queda dicho, parecía suceder otro tanto. Reírse
de otros escritores, vivos o muertos, pero especialmente de los vivos y
vecinos, mofarse de ciertos estilos, ciertas vanidades, de ellos mismos. La
risa —y acá tal vez se entienda mejor la amistad de Mastronardi y
Gombrowicz— acaso como un modo de restarle presunción a su amor por la
literatura, de derrumbar las ansiedades y expectativas que esta pasión exige.
Lo que define una vida son sus lugares. Las escaleras de la Biblioteca
Miguel Cané, en el barrio de Boedo, son particularmente empinadas. Hay
más de dos, no se parecen entre sí, y ninguna es rápidamente visible. Como
la que comunica con la azotea: vista desde el primer escalón, a mitad de
camino se curva y aplana a la vez, de una manera que la vuelve irreal,
imposible. La escalera que lleva al sótano también lanza un clavado, pero
esto quizá por efecto del frío y la penumbra que prometen arropar al intruso.
Ahí abajo, bien provisto de una oscuridad central, un empleado de
apellido Borges escribió, de 1937 a 1946, cuentos como “Las ruinas
circulares”, “La lotería de Babilonia”, “La muerte y la brújula”, puntos
cardinales de un libro que puso a la literatura del revés (pero quién se
hubiera atrevido, en aquel momento, a arrojar la primera piedra de una
hipérbole semejante).
Como lo demostraron poetas checos y polacos bajo el régimen soviético,
la hostilidad puede ser inspiradora. Admitió Borges:
aunque mis colegas me consideraran un traidor porque no compartía su
diversión bulliciosa, yo seguí escribiendo en el sótano de la biblioteca,
o en la azotea cuando hacía calor. Mi cuento kafkiano “La biblioteca de
Babel” fue concebido como una versión pesadillesca o una exageración
de aquella biblioteca municipal. La cantidad de libros y anaqueles que
allí figuran son literalmente los que tenía junto al codo.32
Cuando no escribía, hacía algo mejor para él y peor para sus lectores
futuros: leer. “Hacía todo el trabajo de la biblioteca en una hora y después
me escapaba al sótano, donde pasaba las otras cinco horas leyendo o
escribiendo”,33 le dijo a Norman Thomas di Giovanni, en un texto para The
New Yorker que se tituló “Autobiografía” y que Borges nunca escribió.34
Significativamente, a espaldas del presente, allí Borges leyó
la Decadencia y caída del Imperio Romano de Gibbon, los ocurrentes
exabruptos de León Bloy y la retobada Historia de la República
Argentina de Vicente Fidel López.35
Con una sonrisa plana, el último escalón de ese sótano acaso le reveló
otro aleph, el ADN de la gloriosa burocracia exponencial que sería el gran
invento argentino:
En la biblioteca trabajábamos muy poco. Éramos alrededor de
cincuenta empleados, haciendo lo que podrían haber hecho quince con
facilidad. Mi tarea, compartida con otros veinte compañeros, consistía
en clasificar los libros de la biblioteca que hasta ese momento no
habían sido catalogados. Sin embargo, la colección era tan reducida
que podíamos encontrarlos sin recurrir al catálogo, que elaborábamos
con esfuerzo pero nunca usábamos porque no hacía falta. El primer día
trabajé honradamente. Al día siguiente, algunos compañeros me
llamaron aparte y me dijeron que no podía seguir así porque los ponía
en evidencia.36
Kafka a la vuelta de la esquina: el Estado contrata a alguien para
que no trabaje. Pero quiso la fortuna —la vida se trama por detrás o debajo
de los días— que cuando se suponía que no debía trabajar en exceso, realizó
su tarea más preciosa, más perdurable, en cantidades asombrosas si se
incluyen los artículos para Sur y El Hogar.
Argentinos al cuadrado, argentinos hasta la muerte,
los empleados solo se interesaban en las carreras de caballos, los
partidos de fútbol y los chistes verdes. Cierta vez, una de las lectoras
fue violada en el baño de mujeres. Todos dijeron que eso tenía que
pasar, ya que el baño de hombres y el de mujeres estaban uno al lado
del otro.37
Como si encarnara un personaje de Kafka, a quien empezaba a adorar y
absorber en esos años, Borges entró al edificio de la calle Carlos Calvo
como auxiliar segundo, y pronto convirtió un marco desfavorable y un falso
favor en una bendición: “tengo una deuda de gratitud con esa biblioteca,
porque —como sucede en todas las reparticiones públicas— había muchos
empleados y muy poco trabajo. El verdadero trabajo era el de estar seis
horas en el mismo lugar”.38
El director de la biblioteca de Boedo era el poeta promedio Francisco
Luis Bernárdez, de quien en noviembre de 1960 (nos anoticia esa biblioteca
de zoología fantástica que es el Borges de Bioy Casares) el autor
de Ficciones dirá:
No es tan sonso como sus poemas. Lo que pasa es que se metió en una
manera horrible de escribir. Bueno, la manera en que uno escribe
corresponde a una decisión que se toma una sola vez. No puede uno
escribir de muchas maneras, salvo si escribe muy poco.39
Eligió rematar su desquite en octubre de 1962 —“El estilo de su prosa lo
lleva a decir lo que no quiere”—,40 cuando la suerte ya se había tomado
revancha en su nombre: hacía siete años que Borges ejercía el cargo de
Director de la Biblioteca Nacional (aunque nadie pretendía que demostrara
dotes organizativas fuera de una página).
Borges haría otras alusiones, levemente desviadas, a ese puesto. Sobre el
Johannes Dahlmann del cuento “El Sur”, anotó: “uno de sus nietos, Juan
Dahlmann, era secretario de una biblioteca municipal en la calle
Córdoba”.41 En “El Aleph”, el burlador burlado Carlos Argentino Daneri
“ejerce no sé qué cargo subalterno en una biblioteca ilegible de los
arrabales del sur”.42
Escarceos biográficos: el lugar donde ha escrito una mano reverenciada
resulta casi siempre más evocativo y resonante que su lugar de nacimiento o,
peor, su lugar de descanso definitivo. Hay algo en el cuarto pequeño en
homenaje a Borges —la habitación propia que se apoderó el traductor de
Virginia Woolf—, solitario, aterrazado, que lo acerca unos segundos como
un espejismo servicial. Pudoroso clima ideal para peregrinos que, como se
lo exige su monoteísmo, solo creen en Borges.
Tras otro de los “gabinetes minúsculos” que Borges confiesa en “La
biblioteca de Babel”, uno de los visitantes busca precipitarse al sótano, pero
parece frenarlo una corazonada. Acaso habría resultado, como advierte en
ese cuento —en el que asoman por lo menos otros tres “casi”— una visita
“casi intolerable”43 y una visión “casi milagrosa”.44
El comienzo del método de Borges puede remontarse al instante en que
volvió al Quijote en una edición distinta a la de su primera lectura y sintió
que ese no era el verdadero Cervantes. Con esas minucias de retraído —de
lector lanzado— esbozaría una vida diseminada. Descubrir su letra, por
ejemplo, en la última página de un libro fechado por él mismo en 1937 es
asistir al momento, y al modo, en que se estaba perfeccionando como lector
y autor. Y como si nunca secara su tinta, es acaso en esa letra —en la otra
punta de una elipse, hoy, asomados a los balcones de lo póstumo— que
puede restablecerse y reanimarse una vida semejante.
Borges creaba una criptografía de espía: era breve y no develaba su
propósito. No escribía demasiado —no escribía casi nada personal— en las
páginas de cortesía de un libro ajeno. La continuación y la metamorfosis
debían darse en un terreno alejado, propio, ya mediado, al menos, por el
plano inclinado del tiempo. En ocasiones, revisando sus apuntes de lector se
tiene la impresión de que solo se dedicó a rastrear palabras sueltas,
talismanes útiles o gloriosamente inservibles.
La letra de Borges era —es— minúscula, imposible: irreal, diminuta
hasta lo inverosímil. Hacía una letra que solo es posible con una pluma
finísima, de una delgadez subatómica, que uno creería de instrumentos que
solo se fabricaron después (acaso inspirados en su letra): el sentido del
tiempo invertido, otra broma del autor. Era la suya una letra invertida por un
espejo —obsesión que cristalizó en “El espejo de los enigmas”—, sus
anotaciones el reverso de los libros que leía (a quienes convertía en otros,
incluso en el libro opuesto).
A la singularidad de su tamaño se le suma su belleza sobria, sumeria. La
letra de Borges era tan mínima que a veces pareciera que faltaran letras, o
sobraran. Sus vocales ocupan un tercio de milímetro, o a lo sumo medio
milímetro. Las eses al final de una palabra son un resto, un dejo de prisa, una
despedida apresurada a la vera de un tren, en una puntual ciudad suiza, que
ha anunciado su partida. Una letra que es una lección, una clase en diversas
direcciones.
El camino de su caligrafía fue del empequeñecimiento hasta la
desaparición. Con su ceguera definitiva llegó el dictado, y en las páginas en
blanco de los libros de su biblioteca se perpetró el reemplazo de sus líneas
por las redondeadas y fidedignas de su madre. Otro tanto sucedió con la
firma de Borges sus últimos veinte años, como si autografiara dormido
(durante un sueño). Sus manuscritos demuestran, mientras tanto, que para ser
prestidigitador de veras hace falta ser capaz de una caligrafía a la altura de
la magia que invoca.
*
Casi por definición, cualquier escritor que haya logrado redactar versos
memorables se vuelve inaprensible. Esa cualidad escurridiza se fortalece si
ese poeta era, además, dramaturgo y ensayista, y sus piezas de teatro, como
es el caso, eligieron de protagonista a figuras tan dispares como Sherezade,
el marqués de Sade y Sigmund Freud, y sus textos decidieron hacer foco en
materias tan heterogéneas como la infancia de provincias, el Popol Vuh, las
invasiones inglesas, la mala nutrición, Dorrego, Rivadavia, la lepra, la
locura y la subestimada vida de los microbios. En la medida que uno
desorienta tiene un enigma para ostentar, y la cuestión se perfecciona si a
este currículum variopinto se le suman las profesiones puntuales de
don Arturo Capdevila, que ejerció de abogado y juez y, después de hora, de
profesor de filosofía y literatura. Para quien nacía en 1889, como el autor de
Córdoba del recuerdo, el tiempo ofrecía evidentemente propiedades
elásticas que ya caducaron. A veces, las máscaras de aspecto más lento y
tedioso son en secreto las más prolíficas.
Una exhibición de la biblioteca de Capdevila puso en evidencia que ese
magistrado amoldable y asustadizo también se hacía tiempo para leer. Con
numerosos ejemplares dedicados, lo reveló más como lector que como
escritor.45 La muestra incluye ejemplares de la obra del propio Capdevila,
pero parece improbable —por escasez de ratos libres, por temperamento—
que fuera un hombre dado a releerse, a relamerse como un felino presumido
en sus páginas publicadas.
Se vieron una época y sus promesas, cumplidas e incumplidas: Alfonsina
Storni, Norah Lange, Leopoldo Marechal, Horacio Rega Molina, César
Tiempo, Baldomero Fernández Moreno, Enrique Banchs, Dámaso Alonso y
Alfonso Reyes, con sus copias autografiadas. Un sitio privilegiado ocuparon
los títulos de Borges: Luna de enfrente e Inquisiciones, ambos de 1925, El
tamaño de mi esperanza, de 1926, Cuaderno San Martín, de 1929, Evaristo
Carriego (1930), Las Kenningar (1933), Historia de la
eternidad (1936), El jardín de los senderos que se bifurcan (1942) y El
hacedor (1960). En una oportunidad, Borges elogió la “gran curiosidad
intelectual” de Capdevila; esa muestra fue la punta del iceberg de esa
fatalidad.
De las diversas lecciones que deja al pasar el Borges de Bioy Casares —
en el que Capdevila es uno de los escritores más apostillados, y a lo largo
de más cantidad de años— una es la cualidad ilusoria del presente y otra es
el carácter volátil de los juicios emitidos por un mismo lector. Por un lado,
porque el 95% de los nombres que hoy más circulan mañana caen
matemáticamente en el olvido; por otro, porque la ambigüedad en las
opiniones de un lector solo significa que este no tiene por qué tener una
posición monolítica e inamovible sobre un escritor, especialmente si lo une a
este una relación de afecto. Y que puede, como lo hace Borges, manifestar
esa ambigüedad en un mismo momento. Esta tensión la vivía más
intensamente con poetas —otro caso es Mastronardi— que admiraba, un
rasgo que podría sugerir una cierta inseguridad en su valoración de sus
propios versos.
Ya en agosto de 1934, cuando Borges reseña Tierra mía de Capdevila en
la Revista Multicolor, rastrilla dos puntos que lo seguirían desvelando, el
reconocimiento y las maniobras de evaluación de una obra:
Antes de acometer el elogio de este excelente libro, conviene dirimir
una confusión. Se trata de un reproche turbio, inarticulado, fundamental,
que los más jóvenes le hacen a Capdevila. Un reproche de muy ardua
refutación, porque no está en palabras, sino en desganos. Más de treinta
volúmenes tiene publicados ya Capdevila, y no hay semestre que no
aporte sus novedades. Nadie coteja las páginas antiguas con las
modernas: todos prefieren resolver que las de ahora (por ser muchas)
son malas, y que Don Arturo es un escritor que se ha standarizado —
como si la palabra standard fuera un oprobio, en vez de una medida de
perfección. Olvidan que la facilidad no es obligatoriamente culpable,
olvidan que hay un momento en que la expresión deja de constituir un
problema. El escritor, llegado ese momento, se sabe vinculado a
determinado vocabulario, a determinada voz, a determinadas formas
sintácticas, y en ellos vierte lo que quiere decir.46
Más allá de la estricta vigencia de esas líneas —las defensas y diatribas
de Borges se actualizan fácilmente trocando un nombre por otro—, para él y
Bioy la falta de reconocimiento y el reconocimiento falso fueron durante
décadas los naipes que animaron sus esquinados juegos de mesa.
En agosto de 1956, según Bioy, Borges “dice que nadie en la literatura
argentina está más desacreditado que Capdevila”.47
BORGES: “Ha quedado para las ciudades de provincia. Su facilidad lo
ha perdido” [...]. BIOY: “Parece lo contrario de Mallea, quien,
insistiendo con sus novelas ilegibles, se mantiene en el recuerdo.
Mientras viva, Mallea será un escritor de algún renombre; después se
hundirá en el olvido, como si fuera de plomo. Sabato también
desaparecerá, sin dejar rastro, después de la muerte”.48
Mientras hacía creer que aludía a otras cosas, el mismo Capdevila —
irregular a sabiendas— dejaba constancia de que no ignoraba la fragilidad
de su oficio: “Por las desiertas salas, bajo los sacros techos, / la vieja
pompa es humo”.49 Cada vez que Borges sopesa una obra, lo hace con una
vida, es decir una imagen imposible de fijar.
Es un típico gesto de Borges y Bioy que oscilen entre la sorna y la
reivindicación (con relación a un mismo nombre). Bioy anota:
Comentamos la extraña fonética de quienes, por afectación, imitan a los
españoles en la manera de hablar, disfrazando la voz y la dicción...
Capdevila es el mejor, el más natural. Remeda el acento español, pero
de un modo más modesto, libre de connotaciones aristocráticas: parece
un gallego de rebotica o un autor de reparto español, de piezas de
género chico.50
Toda escritura es condensación —porque es selección, atajo— pero la
condensación en Borges es un método constante e infalible; es fácil y rápido
verlo en sus cuentos, prólogos y vidas abreviadas en El Hogar, e incluso en
el libro dedicado a Carriego. Maestro del punctum y del biografema,
siempre buscó retratar en pocas pinceladas, resumir por medio de
enumeraciones más o menos encubiertas, recapitular, cifrar.
En octubre de 1969, Bioy memoriza otro compendio letal de Borges: “Lo
peor de Capdevila es peor que lo peor de Mastronardi, pero lo mejor es
mejor y esto es lo que importa”.51 Años más tarde, en marzo de 1973, fiel
hasta el fin a un aprecio que descree de la complacencia, Borges juega a
invertir los términos de la ecuación y a cambiar el contrincante y la
incógnita: “Los mejores versos de Capdevila son tal vez mejores que los
mejores de Lugones. Esta afirmación escandalizaría a Capdevila y a mucha
gente; era tan feo, tan blando, que nadie lo respetaba”.52 En febrero de 1978,
Borges suelta: “Capdevila fue uno de nuestros mejores poetas. Como
después de él la literatura siguió igual nadie lo recordará”.53 Estaba jugando
una de sus cartas más fuertes: es una ley que se cumple con no pocos
apellidos venerables y ataca, de pasada, la rápida impaciencia de las
generaciones que exigen un mero relevo de nombres.
A su modo la biblioteca de Capdevila, el Borges de Mastronardi y
el Borges de Bioy —una biblioteca entera en mil y una páginas inagotables
—, encapsulan una época, un ambiente, un esquema de expectativas, vidas
cruzadas (los amigos como biógrafos indirectos). Sometidos a un uso
ambicioso se proyectan hacia días venideros. Montan en escena una
tradición y se confían a una continuidad. Basta pensar en legados, postas,
préstamos y reescrituras para recordar que el bigote de H.G. Wells parecía
el mismo que usaba E.M. Forster, que era idéntico al de Ford Madox Ford.
Tal vez se lo iban pasando (cuando les faltaba imaginación).
Publicado en Cuadernos LIRICO n° 22, Red Interuniversitaria de Estudios sobre
las Literaturas Rioplatenses Contemporánea en Francia, 2021.
1 Carlos Mastronardi, Mastronardi. Obra completa, edición de Claudia Rosa y Elisabeth Strada,
vol. 2, Universidad Nacional del Litoral, Santa Fe, 2010, p. 658.
2 Copiando a la ligera sus ejercicios tácticos, algún distraído podría conjeturar, lícitamente, que de
haber sido la suya una obra escrita por otro, Borges la habría decretado —alentado por su cómplice
Bioy— minada de razones para el escarnio.
3 C. Mastronardi, Mastronardi. Obra completa, vol. 2, op. cit., p. 527.
4 Witold Gombrowicz, Diario argentino [1968], traducción de Sergio Pitol, Adriana Hidalgo, Bs.
As., 2003, p. 43.
5 Para quien busque antónimos de complacencia, vale la pena citar una línea del cuaderno
correspondiente a 1930-1: “No parecerse a nadie todavía no es parecerse a sí mismo” (C.
Mastronardi, Mastronardi. Obra completa, vol. 1, op. cit., p. 519).
6 Ibíd., p. 181.
7 Ibíd., p. 856.
8 Adolfo Bioy Casares, Borges, edición de Daniel Martino, Destino, Barcelona, 2006, p. 677. Es por
demás sugerente que Borges predijera el estado de suspenso inmanente del manuscrito y la
admisible inclusión de guiños.
9 C. Mastronardi, Mastronardi. Obra completa, vol. 1, op. cit., p. 110.
10 En carta a Calveyra en diciembre de 1970, admite: “Cuando yo admiro a una persona, sigo sus
pasos de cerca” (C. Mastronardi, Mastronardi. Obra completa, vol. 2, op. cit., p. 665).
11 C. Mastronardi, Mastronardi. Obra completa, vol. 1, op. cit., p. 900. Bioy dio a entender lo
mismo recurriendo al mismo ejemplo.
12 Ibíd., p. 814.
13 Ibíd., p. 820.
14 Ibíd., p. 826.
15 Ibíd., p. 829.
16 Jorge Luis Borges, Textos recobrados (1956-1986), Emecé, Bs. As., 2007, p. 188.
17 C. Mastronardi, Memorias de un provinciano, Ediciones Culturales Argentinas, Bs. As., 1967,
pp. 317-318.
18 Será condición del discípulo vampirizar al maestro como forma de honrarlo.
19 C. Mastronardi, Mastronardi. Obra completa, vol. 2, op. cit., p. 625.
20 Ibíd., p. 285.
21 Ibíd.
22 ¿Y si su preocupación mayor hubiera sido no tener a quién creerle? Y un desvelo contiguo: no
tener a quien considerar superior para creerle el juicio.
23 C. Mastronardi, Mastronardi. Obra completa, vol. 1, op. cit., p. 946.
24 Ibíd., p. 942.
25 En una ocasión, Arnaldo Calveyra dijo de ellos que “eran como hermanos”; idea que sin querer
confirma la viabilidad del doble trato de fascinación y malignidad.
26 J. L. Borges, “Evocación de Carlos Mastronardi”, en Cultura y Nación, suplemento de Clarín,
Bs. As., 17 de abril de 1986, p. 1.
27 Ibíd., p. 2.
28 J. L. Borges, Textos recobrados (1956-1986), op. cit., pp. 186-190.
29 Casi podría decirse de cualquier literatura del mundo: basta con reemplazar los apellidos y el
retrato funciona para registrar el detrás de escena del medio literario de cualquier hemisferio y sus
groseros protocolos diplomáticos.
30 A. Bioy Casares, Borges, op. cit., p. 250.
31 Ibíd., p. 1571.
32 J. L. Borges, Autobiografía (1899-1970), traducción de Marcial Souto y Norman Thomas di
Giovanni, El Ateneo, Bs. As., 1999, p. 111.
33 Ibíd., p. 108.
34 Otro caso de un texto no escrito pero sí corregido por él. Para su admirado Henry James,
aunque por gusto, no por necesidad, dictar también equivalió a escribir.
35 A veces, se puede tener la impresión de que cualquier lectura lo hubiera llevado a Borges a
donde estaba predestinado a llegar; lo instigaba tanto lo que admiraba como lo que detestaba. Las
lecturas eclécticas como guionistas mal pagos, rivales, de la demorada película que una vida va a
filmar.
36 J. L. Borges, Autobiografía (1899-1970), op. cit., pp. 105-106.
37 Ibíd., p. 106.
38 En Fernando Sorrentino, Siete conversaciones con Jorge Luis Borges [1973], El Ateneo, Bs.
As., 2001, p. 202.
39 A. Bioy Casares, Borges, op. cit., p. 704.
40 Ibíd., p. 825.
41 J. L. Borges, Obras completas, vol. 1, Emecé, Bs. As., 1996, p. 524.
42 Ibíd., p. 618.
43 Ibíd., p. 468.
44 Ibíd., p. 469.
45 Un lector es, en definitiva, inasible —aun el más aparentemente convencional—, y son
generalmente los libros más excéntricos de su biblioteca los que delatan las auténticas debilidades
de un autor.
46 J. L. Borges, Textos recobrados (1931-1955), Emecé, Bs. As., 2001, p. 102.
47 A. Bioy Casares, Borges, op. cit., p. 187.
48 Ibíd.
49 Arturo Capdevila, Melpómene, Cabaut & Cía, Bs. As., 1928, p. 87.
50 A. Bioy Casares, Borges, op. cit., p. 176.
51 Ibíd., p. 1294.
52 Ibíd., p. 1465.
53 Ibíd., p. 1522.
La vida y el fragmento
Silvio Mattoni >>
En un célebre pasaje, Borges sostiene la imposibilidad de la novela y
también del género que estuvo en su origen y en su destino: la biografía.
¿Cómo elegir, entre los innumerables hechos que se desgranan en una vida,
solamente los que caben en una serie de frases, capítulos, libros? Dicho de
otro modo: ¿cómo una suma de insignificancias podría componer un sentido?
Sin embargo, la biografía existe, su ilusión de unidad es un efecto de su
misma imposibilidad. En un momento, como en Dante, toda la vida se
resuelve y adquiere su sentido fuera del tiempo. “De los días y las noches
que la componen, solo me interesa una noche”,1 escribe Borges, convirtiendo
un poema novelesco en biografía. Aun cuando fuera de los libros siga siendo
una escritura imposible.
En un pasaje menos encontrable de sus ciento y un libros, César Aira
dice: “Mi biografía tuvo lugar en la realidad, que es un magma tan retorcido
e invisible que derrota a los mejores escritores”.2 Y agrega: “Ordenar los
hechos de mi vida sería como tratar de seguir el vuelo de una luciérnaga
sobre la superficie del sol”.3 Como en una versión plástica de la paradoja
entre datos incontables y serie finita de frases, la mirada biográfica se
detiene ante el deslumbramiento indescriptible de lo real, que es ya un
resplandor fuera del tiempo.
En su primera etapa de internación psiquiátrica, Antonin Artaud cuenta su
vida en una carta: “Soy griego, nací en Esmirna el 29 de septiembre de 1904,
de padres griegos”, y pide ser repatriado a Grecia, su “querida Patria”.4
Firma la carta con su verdadero nombre: Antoneo Arlanapulos. ¿Es un
cuento bajo forma de delirio, o el más auténtico fragmento de la vida intensa,
de su íntima imposibilidad?
La primera forma de la biografía no tendría entonces la modalidad
extensa de la novela moderna, sino la configuración del relato ejemplar: el
cuento de la vida se cristaliza en el momento crucial, en la conquista, el
sacrificio o la caída que definen, de una vez y para siempre, el sentido que
se ligará al nombre. Las vidas narradas por Plutarco en cierto modo eran una
manera tardía de la biografía de momentos cruciales, las almas de Dante son
su último avatar, pero antes, en los umbrales de la mitología, hubo nombres
que se reducían a un instante único, y que deberán su fama a ese momento sin
explicación, como Eróstrato al incendiar el templo de Cibeles en Sardes.
La segunda forma biográfica sería una hermana gemela de la novela, de la
prosa más o menos realista: el Quijote, el Meister, Emma Bovary, son
historias de vida. Pero están obligadas ahora, se solazan inclusive en ello, a
detenerse en múltiples días y noches, en complicaciones y resoluciones, en
enfrentamientos de un ser íntimo con las cosas del mundo y sobre todo con
las apariencias externas de los otros. Sin embargo, la brillante vitalidad de
los héroes de novelas y de las personalidades de las biografías no se asienta
en un momento, no se revela en el heroísmo instantáneo, en el exceso de un
acto, sino que se esconde detrás de sus trabajos y sus días. La vida de estas
biografías no está en lo escrito, en las representaciones de sus actos o de sus
pensamientos, sino en la facultad de multiplicar esas mismas
representaciones. Como dijera Kant, para quien todo lo que se experimenta
surge de las condiciones subjetivas del experimento, “la vida es la facultad
de un ser de actuar según sus representaciones”.5 Este carácter potencial del
ser viviente hace que todos sus actos sean las aperturas, siempre
incompletas, hacia un núcleo íntimo, constante, tan inasequible como
conjeturable. De allí que el gran descubrimiento de la época dorada de la
novela sentimental, la solución de la antinomia cruel y demasiado edificante
entre el alma bella y la prosa económica del mundo, haya sido la invención
de la novela de aprendizaje, el relato de una formación, o sea: vidas de
escritores. Era el paso más allá de la historia realista de aventuras solo
artificialmente terminada, y también de la síntesis antigua de la vida en el
momento crucial. Ahora, para el escritor biografiado, antes de escribir,
durante su existencia y en su muerte se habrá de manifestar el estilo, el
resplandor en el centro de irradiación de actos, casualidades y
determinaciones.
Quizás el problema sea entonces que ese brillo del ser único también
puede prescindir de su propia novela de formación. Y en vez de contarse
cómo llegó a ser quien es, pueda manifestarse en el instante aislado. De
manera que la literatura, los puntos de genialidad sin aprendizajes ni
reflexiones, se separarían por su misma condición de los hechos prosaicos
de una vida. La biografía, como la novela, resuelve esta paradoja
atribuyéndole al individuo, a las minucias de sus gestos y de sus accidentes,
la máxima importancia. Sin esa vida, exactamente así y no otra, la obra no
existiría. A su vez, la obra existe, se escribe, para elevar una vida al estatuto
de lo narrable, para transfigurar una existencia cualquiera en un relato donde
todo tiene sentido, para convertir al individuo en sistema. Si en el individuo
predominara su cualidad de ser vivo, el simple goce de la existencia, no se
entregaría al registro de instantes significativos; por el contrario, si
prevaleciera la perspectiva del pensamiento, si importara el todo sistemático
de la vida en general, se eclipsaría la insignificancia de su propia vida. El
aislamiento del individuo, su cualidad de escritor, quizás éticamente elegida,
tal vez solo padecida, impide la entrega a la vida sin más, y apunta a
redimirse de su casualidad. ¿Qué sentido tiene todo esto?, tal es la pregunta
que se esconde en la novela de formación y en la vida de un escritor. El
problema entonces vuelve a cambiar: el sentido debe ser inventado, y es a lo
que el joven Lukács, todavía romántico, llamaba un ideal. Escribió: “El
personaje principal de una biografía lo es por su relación con un mundo de
ideales que se encuentran por encima de él; pero, al revés, ese mundo solo
obtiene expresión a través de la experiencia de ese sujeto”.6
El escritor, cuya vida es contada por él o por algún otro, afirma su propia
importancia en el ideal de la literatura, que implicaría elevar su azar al
rango de la significación necesaria; pero ese mundo de sentido, su
involuntario sistema porque depende siempre de la misma operación —un
cuerpo singular que escribe—, solo se convierte en obra por los rasgos más
casuales de esa vida. “Así, en la biografía, el equilibrio entre ambas esferas
—que llamaríamos quizás, entre otros nombres, vida y obra, singularidad y
sentido, contingencia y necesidad—, prosigue Lukács, da lugar a una nueva
vida autónoma que es, sin embargo, paradójicamente completa en sí misma e
inmanentemente significativa: la vida del individuo problemático”.7
Traduzco: el equilibrio, que oculta su irrealizable paradoja, entre el sentido
literario y la existencia contingente, se manifiesta como vida completa en sí
misma, significativa por su carácter de ejemplo y por lo que hizo aparecer:
todo individuo problemático, en busca de la Bildung, de la forma, es un
escritor, el héroe de su biografía.
En este momento, el escritor se enfrenta con un doble problema, que
consiste en su incertidumbre acerca de los dos elementos que en él se
unirían: vida y escritura, bíos y grafé. La así llamada vida no es más que una
representación que se multiplica en los espejos enfrentados de su propia
facultad de vivir y de su expresión, entre planes futuros y recuerdos
selectivos. O bien podemos leer al aún más joven Lukács y decir: “Vida es
poder vivir algo hasta el final”.8 Pero esta posibilidad solo es narrable
cuando esa vida termina, solo queda en manos de otro biógrafo, que
experimentará la vida del escritor como una novela donde la muerte
constituye el penúltimo capítulo y brinda la enseñanza de todo héroe
novelesco, la imagen de la unidad de la vida. La vida auténtica entonces, la
que tendría un sentido, es quizás apenas retrospectiva. Para el escritor tiene
la figura de la fantasía y se pregunta: ¿qué habría podido ser?, ¿qué puedo
ser?, ¿en qué me habré de convertir? Lo que obviamente significa: ¿qué
habría podido escribir, qué puedo escribir y en qué escritor me habré de
convertir? Salvo que, si exceptuamos las ilusiones de la voluntad y las
decisiones banales de los compromisos y los mensajes, eso no se puede
decidir, tan solo es el tema de su vida, de su novela sin final. Continúa
Lukács: “La verdadera vida siempre es irreal, siempre imposible para la
empiria de la vida”.9 Por lo que tal autenticidad, ilusión o efecto de un
sentido, se asienta en lo escrito y en lo escribible, y no hace más que extraer
restos de la empiria, de lo vivido, como el relato del sueño y sus
combinaciones de elementos fragmentados de la supuesta vigilia. Sin
embargo, el fragmento escrito, inevitablemente marcado por ideas y por
fantasías, produce una sensación de vida: en el escritor cuando se sustrae de
sí mismo, cuando llega al final de lo que puede vivir; en el otro cuando se
entrega al goce de la irrealidad, por llamarlo de algún modo, de la literatura.
Como en un cuadro que está hecho de toques, manchas, pinceladas, mezclas
de pigmentos, pero que parece más real que los colores de las cosas sin
pintar. “La vida es una anarquía del claroscuro”,10 escribe Lukács. Pero en
el fragmento escrito, limitado, ese orden inventado, el caos en el corazón de
una sintaxis, adquiere la unidad del cuadro, aun cuando su tema sea
precisamente la anarquía, la vida. El claroscuro, que simula un volumen
acotado en el fragmento que es cualquier escrito y cualquier cuadro, se
orienta hacia la anarquía, porque lo que quisiera captar sería justamente
aquello que ningún fragmento llega a unificar, la vida no discursiva, que
entra en los libros por los intersticios, en las transiciones, en el fracaso del
afán de continuidad propio de la novela y de su hermana la biografía.
De alguna manera, en contra de la búsqueda de continuidad, del impulso
transicional del relato, las frases, su momento en el interior del fragmento,
atestiguan la discontinuidad fundamental de lo que se escribe. Habría modos
de escribir que acentúan esos cortes, pero incluso los versos, precipitados
en su final y caídos con la frase en el verso siguiente, parecen imitar una
continuidad de la vida en su ritmo reiterable. En una novela que asume la
apariencia de la autobiografía, o de su núcleo fragmentario que es el
recuerdo, Aira define así la forma fragmentaria de la poesía: “en esa
discontinuidad perdida viven los ecos, y son los ecos los que nos traen la
belleza y la dulzura de la vida, sus iluminaciones y exaltaciones”.11 Como si
los cortes que se hacen para que sigan viviendo sus resonancias les
otorgaran una intensidad apreciable a ciertos momentos vividos. Se sabe que
tales iluminaciones, tan cercanas a los ideales de la juventud, a los
comienzos de un héroe y de un escritor, no son más que efectos, pero aun
así… El escritor sigue anotando su recuerdo, su evaluación analítica: “Se
dirá que esos ecos son solo de palabras, no sentimientos ni experiencias ni
verdaderos recuerdos, ¿pero qué tenemos sino palabras?”.12 Se recuerdan
entonces las palabras que parecen provenir de otro tiempo, pero que en
verdad transforman el tiempo en el instante de su aparición, como si en el
continuo mar de lo olvidado surgiese de pronto un iceberg de exaltación
inesperada, las palabras que dan a entender un mundo discontinuo, ese
fragmento que no es igual a ningún otro, la vida de uno, la vida que se
escribe porque se dedicó a escribir. ¿Qué quiere decir un recuerdo? La
misma palabra “recuerdo” contiene, más que una etimología, una imagen de
su acción: atar dos hitos con la cuerda de las frases, hacer transiciones
novelescas sobre el abismo.
Pero lo que importa no sería tanto el registro de esos lazos entre
acontecimientos únicos, la notación informativa de frases que traen el
recuerdo a la vida, sino más bien la escritura intensa del momento. Las
imágenes hechas de palabras pareciera que triunfan entonces sobre la
evanescencia de todo recuerdo y el fantasma de alguien perdido, su intensa
presencia de otro tiempo, cobra entonces la vida que quizá nunca tuvo con
tanta evidencia. Titila su presencia en la unidad de las cosas, las plantas, los
seres vivos, como el momento lírico o arrebatado de toda novela:
Crecía un bosque alrededor de nosotros, con árboles que no
conocíamos, y se cubrían de flores minúsculas como cristales de nieve,
en colores que iban de un dorado desteñido al rosa oscuro. El
entramado de las grandes ramas, y abajo el camino en la hierba por
donde íbamos. Una flor aislada, un capullo rojo en la ladera, pétalos
finos como el papel más fino.13
La flor se abre como el papel en la página escrita, que solo parecía
apoyarse en su materia pero ahora se afina hasta flotar en un rapto sin
acciones determinadas. Y este fragmento no podría sostener o evocar la
unidad de una vida singular sin el nombre que le da título al libro. Puesto
que el emblema del acontecimiento significativo y vital sería justamente el
nombre, opaco y claro a la vez, que luego se declinará en las infinitas frases
que lo van a revelar sin llegar a agotarlo nunca. El fragmento cumple así la
función del nombre propio, pues la nominación, que es un misterio, precede
a toda información. Lo que se recibe de la escritura de una vida no es por lo
tanto una enseñanza, sino antes bien una impresión, lo típico antes que lo
didáctico. Lo que impresiona en la materia de la memoria, que no se parece
en esto a un papel sino que sería un volumen, forja una suerte de sello, en
relieve, con el vacío que deja tras su paso, un typos14 que se encontrará
luego con su grafé, cuando la tristeza, es decir, la ausencia, sea el “único
recuerdo de lo vivido”, no un “verdadero recuerdo —agrega el narrador de
Aira, el expoeta problemático— sino un automatismo”.15 Pero la escritura
transforma la impresión en la fantasía de lo impreso, el falso recuerdo en
redención de lo típico: lo que se padeció, o que más bien se creyó padecer,
se transforma en la tipología de la grafía, en el fragmento logrado. El
presente, así, no se deja de unir al pasado y se acerca a su fin, cuando haya
que escribir todo de nuevo, sin que se haya aprendido nada porque cada
detalle, cada adjetivo y cada giro expresivo, habrá sido visto, en su más
auténtica teoría. La novela, simulación de la biografía, hija de la anarquía
biográfica, termina entonces:
El presente empezó a desaparecer como un engaño, y se llevaba
consigo la eternidad de pacotilla con la que yo me había ilusionado. El
presente no resistía a la prueba de los hechos. Un tremendo pulso
insano se llevaba las cosas una a una, se hacía el vacío a mi alrededor,
como en un fin.16
La literatura no hacía eterno el supuesto presente, la vida no se recobra en
la biografía. Sin embargo, el pulso insano que escribe produce, en ese
fragmento en el que desemboca, el mismo vaciamiento que le pone fin a cada
cosa, a cada hecho, y se parece al lento trayecto de una vida en busca de su
unidad, que será su término, su tipificación singular.
Que el fragmento contenga la multiplicidad incontable de puntos de una
vida sigue siendo imposible, o paradójico. Pero la imposibilidad del
oxímoron no le quita su capacidad de impresión a la figura retórica. Sin
embargo, en el hiato entre la infinitud de las sensaciones y la impresión
única del recuerdo significativo se puede contar la paradoja: la memoria
total, hecha de sensaciones mínimas pero incontables, no puede guardar un
recuerdo; la memoria de un escritor, hecha de nimiedades, deseos y
encuentros casuales, no puede justificar la unidad de una obra. Existe
entonces el libro de la biografía absoluta, pero es ilegible, porque no puede
ser releído. Todo libro, fiel a su idea, apunta a convertirse en clásico, a ser
finalmente un tipo y no un caso; aunque para ello necesita ser releído, haber
sido siempre releído desde un principio. No obstante, el libro que registra
todos los hechos de una vida y de todas las vidas existe, pero es ilegible.
Esas marcas que son el comienzo y el final del universo limitado que es algo
escrito no pueden encontrarse en él, sobre todo no pueden reencontrarse.
“Me pidió que buscara la primera hoja. Apoyé la mano izquierda sobre la
portada y abrí con el dedo pulgar casi pegado al índice. Todo fue inútil:
siempre se interponían varias hojas entre la portada y la mano”.17 Lo que
podría decirse en modo eleático: para llegar a la página x, primero hay que
pasar por la hoja y, antes por la hoja z, antes por la hoja n… El problema
del cuento de Borges no reside simplemente en la descripción de un libro
infinito, que a pesar de su carácter imposible define también a cualquier
clásico, un escrito que puede ser todo para todos porque ya no pertenece a lo
escrito, sino que intenta narrar la experiencia de esa imposibilidad. Lo que
explica ciertos detalles casi biográficos, por ejemplo: “Antes de jubilarme
trabajaba en la Biblioteca Nacional”.18 Pero ¿acaso no se escapa eso
justamente de las palabras que lo buscan: el departamento solitario, las
visitas singulares, la conversación sobre literatura, los “húmedos anaqueles”
de la gran biblioteca? ¿No es escribir acaso como tratar de atar con arena lo
singular de una vida? El cuento tiene un curioso epígrafe en inglés: “…thy
rope of sands…”, de uno de los poetas llamados metafísicos ingleses,
George Herbert. ¿A qué se refiere entonces “tu cuerda de arena”, en una
traducción tan fuera de contexto como la quiere Borges? El libro no puede
ser releído porque el recuerdo auténtico no puede ser escrito, y tratar de
registrarlo con frases sería como atar el hecho vital, la noche entre las
noches, con una cuerda que se deshace apenas se la toca. En el poema de
Herbert, que se titula “El collar”, se produce un diálogo del que escribe
consigo mismo, en una suerte de dilema moral. El collar de la ley divina
aprieta el cuerpo, lo apresa tal vez. La voz quisiera liberarse, lucha,
disuelve esa cuerda como si fuese de arena, pero enseguida esa ley se
convierte en una soga firme, pesada. El escritor quisiera “recuperar la época
de los suspiros derrochados”, parece decir Herbert, tal vez refiriéndose a la
juventud o al deseo, que pueden ser emblemas de lo mismo. “Recover all thy
sigh-blown age”, más literalmente: “Recobrá toda tu edad de suspiros
arruinados”. Y después el poeta sigue ordenándose a sí mismo: “Olvidá tu
jaula, / tu cuerda de arena / que se volvió para vos una soga sólida”… La
transición hacia el final edificante, cuando al parecer Dios llama al poeta en
crisis y el angustiado personaje lo escucha, o sea que vuelve a su fe y
podemos decir, como el refrán, que le vuelve el alma al cuerpo, contiene
además la advertencia sobre el peligro de la libertad, de un cuerpo sin
cadenas. “Call in thy death’s-head there”; algo así como: “Llamá a tu
cabeza de muerto acá”. No es fácil traducir la construcción death’s-head, a
tal punto que un atrevido traductor mexicano la vierte como “pulsión de
muerte”.19 La resonancia teológica, del alma que se debate y vuelve al redil,
no es ajena al cuento de Borges. El libro infinito, la cuerda de arena que se
anuncia en el epígrafe, se titula “Holy Writ”. Solo que no se trata de una ley
religiosa, aun cuando el vendedor de biblias que trae el libro absoluto se
declare creyente. El libro que no puede ser releído es la literatura, una
cuerda de arena que se afirma y se disuelve en cada comienzo, en el intento
de escribir, en la captura de leer. Pero en esa idea de libro, que no está en
ningún libro existente, que no está presente más que en un número de libros
cuya lectura excedería el tiempo de una vida, se anularían los hechos
singulares: ninguna página, ningún verso, ningún recuerdo podrían volver a
ser gozados, pensados, incluso detestados. ¿Cómo recuperar en la literatura,
que es infinita y por ende vagamente impersonal, los ecos, los sabores, los
nombres que justificaron ciertos momentos? Con ese libro, del que nada
puede desatarse, parecen perdidos para siempre los “suspiros” de una edad.
Por eso hay que devolver la idea del libro a su materialidad, que sea
simplemente otro libro perdido en la biblioteca. De la materia de un libro, su
olor, su diseño, sus frases subrayables, podrá disfrutar alguien, en un
departamento porteño cualquiera, como si se aferrara a la soga más firme, la
que une su cuerpo a las palabras. Pero tiene que ser un libro único,
irrepetible, quizá leído y releído, no el libro, ni debe haber nada sagrado en
lo escrito, aun cuando leer sea de algún modo reverenciar. Se escribe con
una mano mortal, acaso olvidada de que recibe el dictado de la cabeza de un
muerto, pero la idea de la eternidad de lo escrito no pertenece al placer de
los libros sino a la superstición de una clase de lector, a la religión literaria.
Para salvar la vida, habrá que poner el libro en su lugar. “Declinaba el
verano, y comprendí que el libro era monstruoso. De nada me sirvió
considerar que no menos monstruoso era yo, que lo percibía con ojos y lo
palpaba con diez dedos con uñas”.20 Se produce entonces el giro definitivo
del cuento. El escritor de curiosidad infinita abandona la fascinación por el
libro y quiere volver a sentir la veracidad de las palabras, que no se limitan
a su posibilidad de ser esquemas, signos de conceptos. El desconocido que
trajo el libro “exhalaba melancolía —escribe Borges— como yo ahora”.21
Porque no es improbable que sea verdad que la línea, como dice el
geómetra, conste de un número infinito de puntos. Y entonces la literatura,
que consta de infinitos libros, no podría ser el equivalente de un solo punto,
irrepetible y por ende inhallable. El inapresable “yo”, presa de la
melancolía, se da cuenta de que es cualquiera y es nadie. Sin embargo, como
toda verdad, la literatura puede ser también su negación. El placer de los
volúmenes gastados de Las mil y una noches, releídos, puede ocultar la
monstruosidad del libro sin autor, sin retornos de personajes, sin la
inminencia de cierta conmoción a la vuelta de una página que siempre estará
ahí. El narrador necesita entonces despertarse de la verdad geométrica y
afirmar que en cualquier “yo” que escribe y piensa se daría, de una vez y
para siempre, toda la justificación de algunos libros. Se trata de redimir ese
cuerpo ansioso de diez dedos con uñas. No importan las monedas, los
talismanes ni los libros sagrados. La vida es momentánea, pero su fragmento
puede ser una soga que parece de arena, hecha de simples frases, cada una
con palabras e incluida a su vez en párrafos, en relatos, y que en realidad se
vuelve firme y sólida para alguien: el melancólico, el conmovido, el
aliviado. “Siento un poco de alivio”,22 concluye Borges, porque pudo
escribir una vez más algo.
Tanto en la aporía del fragmento de una vida imposible de recuperar
como en la versión plástica de un fragmento memorable iluminado por sus
descubrimientos verbales, la vida se parece a un relato. Lo que cuenta y lo
que se cuenta es entonces un recuerdo o un invento que conviertan el
momento en su significado. Pero son como cuerdas lanzadas a un pasado,
imaginario o alucinatorio, en el que se quiso escribir, desde el principio de
una vida. Aunque también hay fragmentos que no se incluyen en nada, que no
miran atrás ni tienen nada por delante, en los que un cuerpo es presa de las
palabras y se debate contra su deixis.
Por supuesto, Artaud no es griego, pero quiere nacer en esos lugares
donde le hablan y es hablado por alguien. Cuando logra salir, cuando no
puede parar de escribir, en uno de sus últimos poemas se pregunta: “¿Quién
soy? / ¿De dónde vengo? / Soy Antonin Artaud y si lo digo / como sé decirlo
/ inmediatamente verán mi cuerpo actual / estallar en pedazos / y reunirse en
diez mil aspectos / en un cuerpo / en el que no podrán / olvidarme nunca
más”.23
No es un héroe problemático ni puede ingresar en una novela de
formación. La vida de un escritor se le ha escapado o le llega por destellos
sin encadenamientos, sin recuerdos. Sufre, vive en una tragedia que se
volvió farsa. Pero acaso exista una manera de heroísmo del presente que no
se despegue de la vida, sin asumir tampoco la forma del relato de un pasado.
En el pasado, el escribir parece haber estado decidido; la novela cuenta esa
decisión como si en efecto se hubiese tomado. Pero el escritor nunca está
dado, y antes fue el niño que todavía no escribe, sino que siempre, todavía
está saliendo de la infancia, cada vez que dice “yo”. Que está saliendo
también del género, de todos los géneros que leyó, y de repente es ahora, en
su vida de fragmentos, una escritora. Como si las grandes novelas
sentimentales tan solo hubieran registrado una imposibilidad circunstancial.
¿A qué héroe en verdad le opone la prosa social las mayores dificultades
para llegar a escribir? ¿Quién lee sus ideales en cada instante de
deslumbramiento y no puede siquiera recordarlos en palabras? Emma
Bovary, con el talento de su singularidad, ¿por qué no escribe? Es el disfraz
de la novela de formación de un estilista. Pero el heroísmo de convertir su
propia vida en obra de arte estaba por llegar, en todos los géneros, al menos
en la promesa de una literatura para todos, para cada vida singular, en
progresión continua, como un infinito que nunca dejara de desplegarse y que
aun así, en los segmentos brillantes del tiempo de una vida, que es un cuerpo,
fuese una manera única de escribir, de ver y de pensar.
El loco estaba en un puro presente y, por así decir, trágicamente
expulsado de la novela de una vida. Pero contra el recuerdo de una biografía
existe la plena brillantez de la notación: una chica-problema, que está bien
cuerda, y que por eso describe, transcribe, hace la inmediatez de una vida,
que es el diario íntimo y plástico de una formación, la posibilidad de
escribir, la necesidad de hacerlo y su alegría por el hecho que se saca de una
corriente indefinida de hechos y se convierte en un sentido para ella y para
cualquiera que venga después. ¿Cómo se empieza a escribir? Ella lo dice:
“No aguanto que haya un solo comienzo para una historia”.24 O sea que la
cuestión es decidir pero lo más cercano a la vida sería indecidible, porque
también es irrecordable: “no recordar y no querer sufrir el desgarro de una
elección, problemas que resuelvo, como siempre, haciendo lo que puedo con
lo que hay”.25 Es como si a alguien le dijeran: “¡la escritura o la vida!”, y la
decisión se volviera imposible. Porque no es posible vivir sin la escritura ni
tampoco escribir sin lo que sea que llamamos vida. Los lugares comunes
tienen entonces además su costado enigmático. Quien escribe no está muerta,
ahora, y en verdad acaba de empezar a contar sus fragmentos de vida, pero
¿qué significa ese estado de viviente? ¿No hablan en la literatura
constantemente unas cabezas de muertos? Inés Acevedo puede inventar así
que está pensando porque todas las historias que comienzan apuntan a su
final. Anota, de paso, antes del lugar y el tiempo, que “la muerte es algo con
lo que me enfrento a diario”.26 Lo que se percibe en los trayectos que se
hacen por el mundo son límites, acaso obstáculos, pero también estímulos
para el pensamiento, que necesita de las sensaciones, o sea: salir afuera para
encontrar las superficies de la reflexión y además a otros, núcleos de
amistad, amor, distancia y reconocimiento. El mundo exterior no puede ser
representado en palabras, tal es la paradoja del fragmento, aunque la prosa
de Acevedo sabe afirmar el otro lado de la pasión de escribir: lo interior
debe ser representado, precisamente, por lo exterior. Entonces, los
elementos extraños al mundo de la literatura, que se presentan dispersos y
reacios a la representación, son incluidos, exaltados en su propia índole bien
diferenciada y esa manera de elegirlos, describirlos o simplemente aludirlos
anima y vivifica la constelación de sus párrafos. El fragmento sobre el hecho
cualquiera lo convierte de trivial en crucial, como si multiplicara su
valencia.
Así, la escritora que sale a buscar y a contar algo está acompañada por
una prosopopeya de su impulso, un dios juvenil que no aconseja nada y
únicamente dice: “escribí”. Por supuesto, no parece fácil encontrar lo que se
busca, justamente porque es situado en el mundo por el mismo acto de
buscarlo. Es lo que decía, equívocamente en su resignación “viril”, el joven
y endemoniado Lukács: “El personaje central se vuelve problemático, no por
sus así llamadas ‘tendencias equivocadas’, sino porque quiere dar cuenta de
su más profunda interioridad en el mundo exterior”.27 La narradora, que
rescata la fragmentación de la vida por medio de la escritura fragmentaria, la
anécdota por el relato, el pasado por medio del diario simulado en presente,
habrá de reconocer la discordancia entre la interioridad y el mundo pero
nunca deja de pisar el suelo mismo de esa divergencia. El problema, como
la vida, no tiene solución, pero se ilumina por momentos, por frases, con una
apariencia de significado. Otro relato que comienza: “Trabajar en la
construcción del significado de mi barrio es algo que podría ayudarme a
desenmascarar mi vida”.28 Y un significado puede definirse como el
deslumbramiento o la invención de una coincidencia entre lo nuevo y lo más
propio. La mala fe del ideal resignado quisiera circunscribir lo propio a la
repetición, a las entendibles supersticiones de una literatura fuera del tiempo
—que sostiene la ilusión de salvación de una vida en fragmentos de escritura
—, pero en verdad solo se encuentra esa propiedad en su despliegue, como
un trayecto que no podrá saberse nunca terminado. De allí que la novelista
por venir, montada en su fragmento como en una rápida bicicleta, sea amante
de la novedad, filókainos29 antes que filósofos, pero porque al cabo de una
vuelta podría reconocerse en aquello que la aguarda, a la espera de su
atención. Su carpeta se titula “Todo nuevo”, pero la novedad del barrio
deberá coincidir con la revelación del significado, tal como la vida interior
se encuentra con su actividad exterior, y a eso le decimos “felicidad”. Lo
más externo, la calle “mágica y reversible”, se encuentra con el cuerpo y sus
estados, que es la apariencia exterior de las sensaciones y los sentimientos,
que a su vez son huellas de signos, palabras e imágenes. La escritora
encuentra de pronto la justificación de su párrafo en la pequeña epifanía del
final: “Talcahuano […], una manga ajustada como el sueño de una siesta que
exprime el cansancio”.30 El cansancio presiona las horas de sueño para
imantar una calle, su nombre extraño, en cuya travesía se sigue buscando, día
tras día, la coincidencia entre un cuerpo y un lugar, entre la vista de la
narradora que recobra su avance y las miradas de otros. ¿La reconocen? Tal
vez. Pero alguien más importante que cualquier libro espera en la noche el
cumplimiento de una promesa. Y en un alto inesperado, nuevo aunque igual a
muchos posibles, se encuentra un desenlace, que trae la fortuna y el amor,
amigos de lo nuevo y de lo mismo.
Todo era como en las películas, control perfecto del tiempo y del
espacio, de las relaciones entre los actores. Reconozco. Me reconocen.
Obtengo lo que quiero. Me tomó diez años protagonizar esta escena, me
tomó una vida comprenderla, y por fin llegó.31
El relato alcanza así la anotación de una fecha: “Marzo de 2016”, que
está afuera de su recinto escrito y de su sitio vital, que señala hacia la unión
prometida entre escritura y vida, un día entre los días, un brillo más fuerte
que el sol, un nombre que dice yo, aquí y ahora, en esta fecha, en este mundo.
Publicado en Cuadernos LIRICO n° 22, Red Interuniversitaria de Estudios sobre
las Literaturas Rioplatenses Contemporánea en Francia, 2021.
1 Jorge Luis Borges, “Biografía de Tadeo Isidoro Cruz (1829-1874)”, en Obras completas (19231972), Emecé, Bs. As., 1974, p. 561.
2 César Aira, El gran misterio, Blatt & Ríos, Bs. As., 2018, p. 27.
3 Ibíd.
4 Antonin Artaud, Lettres (1937-1943), Gallimard, París, 2015, p. 36.
5 Immanuel Kant, Fundamentación de la metafísica de las costumbres [1785], traducción de
Manuel García Morente, Tecnos, Madrid, 1994, p. 13.
6 György Lukács, Teoría de la novela. Un ensayo histórico sobre las formas de la gran
literatura épica [1920], traducción de Micaela Ortelli, Godot, Bs. As., 2010, p. 73.
7 Ibíd.
8 G. Lukács, El alma y las formas. Teoría de la novela [1911], traducción de Manuel Sacristán,
Grijalbo, México, 1972, p. 244.
9 Ibíd.
10 Ibíd.
11 C. Aira, Margarita (un recuerdo), Mansalva, Bs. As., 2013, p. 20.
12 Ibíd.
13 Ibíd., p. 84.
14 El diccionario más sucinto desglosa así la larga teoría del typos: “golpe; marca del golpe, señal,
cicatriz, hendidura; huella; cuño; copia, imagen, escultura, estatua; figura, forma, sello; contenido;
modo de ser, carácter; esbozo, bosquejo; modelo, ejemplo, tipo” (José Manuel Pabón, Diccionario
manual griego-español, Vox, Barcelona, 1979, p. 594).
15 C. Aira, Margarita (un recuerdo), op. cit., p. 107.
16 Ibíd., pp. 107-108.
17 J. L. Borges, “El libro de arena”, en Obras completas III (1975-1985), Emecé, Bs. As., 1991,
p. 69.
18 Ibíd., p. 71.
19 Sergio Eduardo Cruz, “Welsh Poetry: George Herbert”, en Círculo de Poesía. Revista
electrónica de literatura, 14 de marzo de 2016 (https://circulodepoesia.com/2016/03/welsh-poetrygeorge-herbert/, consultado en julio de 2021).
20 J. L. Borges, “El libro de arena”, op. cit., p. 71.
21 Ibíd., p. 68.
22 Ibíd., p. 71.
23 A. Artaud., Para terminar con el juicio de dios. El teatro de la crueldad [1938, 1948],
traducción de Silvio Mattoni, El cuenco de plata, Bs. As., 2013, p. 149.
24 Inés Acevedo, Jajaja, Mansalva, Bs. As., 2017, p. 9.
25 Ibíd.
26 Ibíd., p. 10.
27 G. Lukács, Teoría de la novela. Un ensayo histórico sobre las formas de la gran literatura
épica, op. cit., p. 134.
28 I. Acevedo, Jajaja, op. cit., p. 35.
29 Así calificaba a la Fortuna el primer novelista de Occidente, debido a que ella sabe “encontrar la
trama de nuevos acontecimientos” (Caritón de Afrodisias, Quéreas y Calírroe [1913], traducción
de Julia Mendoza, Gredos, Madrid, 1979, p. 163). En la “Introducción” a esa edición, Carlos García
Gual también menciona el “amor a las cosas nuevas” (to filókainon) como la primera atracción de
lo narrativo según Luciano, y alude al gusto de la época, los primeros siglos de nuestra era, por las
colecciones de maravillas o parádoxa, o sea conjuntos de cosas increíbles, insólitas (Carlos García
Gual, “Introducción”, en Caritón de Afrodisias, Quéreas y Calírroe, op. cit., pp. 28-29). El
diccionario escolar de Pabón contiene el verbo kainopoieo: “hacer algo nuevo” (J. M. Pabón,
Diccionario manual griego-español, op. cit., p. 319).
30 I. Acevedo, Jajaja, op. cit., p. 35
31 Ibíd., p. 42.
La biografía y su forma: una lectura de
Adorno
Aldo Mazzucchelli >>
La biografía ha estado más o menos desterrada del quehacer literario.
Marcel Proust tentó definir o describir en qué consisten los cargos que
llevaron a este destierro imaginario. Lo hizo contra Charles Augustine
Sainte-Beuve, temprano practicante de la crítica biográfica:
[…] ese método, que consiste en no separar al hombre de la obra, en
considerar que no es indiferente al juzgar el autor de un libro, [...],
haber respondido primero a las preguntas que parecen las más ajenas a
su obra [...], este método desconoce lo que incluso un contacto poco
profundo con nosotros mismos nos enseña: que un libro es el producto
de otro yo distinto al que expresamos a través de nuestras costumbres,
en sociedad, en nuestros vicios.1
Donde Sainte-Beuve vio la obra literaria en series y continuidades con la
vida, para Proust es un espacio simbólico autónomo lo que está en juego,
movido por lo inconsciente o por fuerzas inspiradoras trascendentes a la
agencia individual. Si la literatura tiene alguna relación con la vida, esa
relación sería o inconmensurable, o irrelevante. Habría una solución de
continuidad entre los signos del escritor y los del ciudadano, que convergen
no obstante en un cuerpo. Para ello hace falta algún dispositivo deflector.
Nabokov observa, sobre el punto de vista de Proust, que el autor francés “es
un prisma. Su único objetivo es refractar, y crear mediante esta refracción un
mundo retrospectivo. El mundo propiamente dicho carece por completo de
importancia”.2 Se destaca así una noción fuerte de autonomía de lo escrito en
Proust. Lo escrito es, en cambio, una zona más de lo real propiamente dicho
en Sainte-Beuve, una zona peculiar y dotada de reglas y saberes propios,
pero sin pretensiones ontológicas especiales —sin una forma de existencia
especial—. Esta última postura ha sido la del positivismo, y también podría
ser la postura de un materialismo (o un idealismo) consecuentes, en la
medida que fuesen formas de monismo. Este inciso me parece importante,
aunque no es lugar para desarrollarlo. Basta señalar aquí que un monismo
consecuente no puede concebir la noción de “solución de continuidad” ni la
de un estatus especial de los signos respecto de sus referencias, sean estos
signos “literarios” o de cualquier otra especie. En ese monismo solo habría
lugar para signos en tanto entidades relacionales, y no hay “combinatoria
privada” de ellos que los lleve a “otro lugar”, un lugar donde la
“subjetividad” campee por sus fueros, salvo autoportada en su propia
ilusión. No cabe allí el concepto para algo misterioso y “perfectamente
autónomo” de los signos colectivos. La modernidad tardía ha desechado casi
totalmente esta concepción, pero resulta interesante recordarla y
reconsiderar sus posibles rendimientos ante una factible crisis terminal de
esa modernidad.
Ahora bien, Proust logra explicar mejor lo que Sainte-Beuve, según él, no
había entendido, trazando una frontera entre los signos en tanto signos de un
quehacer literario y los mismos signos en su uso público:
En ningún momento parece haber comprendido Sainte-Beuve lo que de
distintivo existe en la inspiración y el trabajo literario y lo que los
diferencia por completo de las ocupaciones de los otros hombres y de
las restantes ocupaciones del escritor. No trazaba separación con el
quehacer literario en el que, en la soledad, silenciando estas palabras
que son para los demás lo mismo que para nosotros, y con las cuales,
incluso solos, juzgamos las cosas sin ser nosotros mismos, nos
enfrentamos a nosotros mismos, tratamos de oír y dar el verdadero
sonido de nuestro corazón, y no la conversación.3
¿Queda algún interés para la biografía después que se ha estabilizado esa
noción proustiana de un lenguaje del corazón y no de la conversación,
lenguaje alquímico del escritor, sin otra conexión con su vida que la que
tendrían plomo y oro alquímicos? La respuesta hay que buscarla, sugiero, en
la posibilidad de que se haga literatura (aun en sentido proustiano) con el
mundo y “la vida” de un escritor, de modo que las series literarias de uno y
otro, de escritor (es decir, la sustancia de su obra, los signos de su corazón)
y de su vida (es decir, los signos de la conversación) se evoquen como en
series paralelas, se imanten, se mimeticen unas con otras y generen un tercer
espacio. A ese tercer espacio lo voy a llamar no el de la biografía, sino el
del ensayo biográfico. En él coexisten, sin perder su carácter referencial
respectivo, las dos series de signos.
Me ocupan ahora entonces las relaciones biografía-ensayo, desde un
punto determinado, que es la posibilidad que le queda abierta o no a la
biografía de trabajar con el concepto4 como el ensayo lo hace. La biografía
tiene unos límites que no le son inmanentes: los datos. Esa no inmanencia
pone en riesgo toda concepción de autonomía, y nos recuerda la posible
sabiduría del problema que se planteó Sainte-Beuve. ¿Es esa falta de
inmanencia, aunque sea parcial, de la biografía (impuesta por sus datos) una
barrera para el despliegue de la creatividad literaria en el nivel del
concepto, en el nivel de lo no ficcional? Para contestar esa pregunta, hay que
preguntarse: ¿puede una buena biografía cumplir con las leyes del ensayo?
Lo que da paso a la pregunta por el ensayo: ¿qué interesa elegir aquí acerca
de él? El ensayo es género secundario. Se ocupa de otra cosa, obra, texto,
fenómeno, que ya existe. Pero además el ensayo tiene, en esa secundariedad,
su posible gran virtud: la nobleza del trabajo sobre un particular, un objeto
concreto (al que debe, en su propia forma única, permanecer fiel). Al ensayo
lo limita una instancia (igual que a la narrativa biográfica la limitan los datos
de la vida). El ensayo va adquiriendo su forma a medida que va
descubriendo la forma de su objeto. Esto lo distingue del pensamiento
filosófico y disciplinar sin por ello perder penetración ni carácter
iluminador. Así como la narrativa es el trabajo sobre una historia (un
particular) que revela algo general, el ensayo es el trabajo sobre la relación
entre lo general de un concepto y lo particular de un caso, modificando los
conceptos previos. El ensayo se queda, apasionadamente, en un concreto. Si
alguna conclusión general se desprende de él, lo es inductivamente a partir
del caso del que se ha ocupado. Puede recordarse a propósito lo que ha
escrito Theodor Adorno en “El ensayo como forma”: “El ensayo tiene que
conseguir que la totalidad brille por un momento en un rasgo parcial
escogido o alcanzado, pero sin afirmar que la totalidad misma está
presente”.5 El ensayo resulta siempre equivocado y siempre insuficiente si
uno se guía por abstractas ilusiones de totalidad (como las que pertenecen al
tratado, por ejemplo). El ensayo no puede “agotar su tema” (porque, para
empezar, no puede siquiera concebir de antemano cuál sería ese “tema”:
definirlo al explorarlo en concreto es todo lo que aspira a hacer), y tiene por
eso que equivocarse siempre, al menos en el hecho de que permanecerá
siempre incompleto, parcial; pero se equivoca, también, solo parcialmente, y
en cambio su riqueza está en descubrir elementos de una totalidad que de
ninguna manera, debido a su carácter único y peculiar, estaban a mano del
concepto, que por definición es una aspiradora de generalización. Está en la
naturaleza del ensayo tantear, pertenecer al universo del más o menos, de la
sugerencia que da en el blanco de oído, un poco a ciegas, dejando que sea el
lenguaje mismo el que guíe la mano. También Adorno dedica un extenso
pasaje de su propio texto a mostrar todas las divergencias entre el Método
analítico de la razón moderna tal como lo expone Descartes6 y el talante
antimetódico del ensayo.
Pero en fin, todo esto (indisciplina, antimetodicidad, parcialidad, amor a
lo particular y rechazo de lo general) no alcanza. Hace falta que el ensayo, si
va a ser bueno, produzca una cierta desestabilización en el nivel de los
conceptos que involucre. Que sepamos más sobre el equipamiento del mundo
luego de él que antes, y que ese saber haya transformado nuestro propio
equipamiento conceptual.
Volvamos a la cuestión inicial. Estos rasgos del ensayo pueden trabajar en
una buena biografía, que se convierte así en ensayo biográfico. Cabe apuntar
que también Adorno, y en el mismo texto, dedicó algunos párrafos a
combatir el modo biográfico a la Zweig, en boga en las décadas intermedias
del siglo XX. Su foco allí es otro que el nuestro, pues ataca lo que ve como
una sumisión de lo pensable a categorías aptas para el consumo masivo.
Creo que esto no atañe a nuestro punto de vista, que busca explorar la
posible felicidad del trabajo conceptual en el campo biográfico, es decir,
encontrar ese punto de unión posible entre los signos de un personaje/autor
en vida y los signos de una narrativa sobre él en tanto autor —y la autoría es
forma de la objetividad de lo imaginario—. Así, el ensayo biográfico como
forma tiene que tomar datos, apilamientos de facticidades, y con ellos
resistir, constantemente y si se puede hasta el final, cualquier ordenamiento
de ellos según las series conceptuales ya existentes. Trabaja en la
desestabilización de los conceptos existentes sobre un personaje y su época.
El ensayo biográfico se concentra en los datos, peculiares y únicos en su
combinatoria: una vida lo limita, y así la biografía, que no se ocupa de
generalidades sino de una individualidad particular, es ensayística en su
deseo de sonsacar de esa suma de casualidades un relato inteligible. Pero
limitándose siempre a permanecer con y en ese carácter particular de su
objeto.
El objeto de un ensayo biográfico no es, estrictamente, una persona. No es
el biografiado, sino su potencia imaginaria. Cómo está presente en su
entorno la escucha que ha hecho de su corazón, como una ocasión única, y
justamente no como algo “de época”. Lo que nos suena “de época” ya está
sancionado de antemano por el concepto. El ensayo biográfico podría en
cambio explorar las posibilidades que aún tiene ese autor de no ser
subsumible en las conceptualizaciones de su tiempo, y del tiempo que vino
después. Pienso que una buena biografía es una lectura revisionista de los
conceptos establecidos sobre una persona. La biografía no es sobre la vida
de esa persona, pero sí sobre los significados individuales recuperables en
una nueva red categorial ad hoc. Esa red categorial ad hoc se parece a un
dispositivo de ciencia ficción capaz de recuperar la memoria perceptual y
conceptual de alguien y devolverla en signos sucesivos. Es la experiencia de
esos signos sucesivos la que podría sugerirnos algo sobre la figura
biografiada. La biografía se vuelve así un mecanismo de recuperación de una
conciencia escrita por medio de otra escritura.
Y aquí, al hablar de memoria perceptual/conceptual viene a la mente el
concepto de sensación en Proust, tan central para su idea de autonomía:
[...] como ocurre con las almas de difuntos en ciertas leyendas
populares, cada hora de nuestra vida se encarna y se oculta en cuanto
muere en algún objeto material. Queda cautiva, cautiva para siempre, a
menos que encontremos el objeto. Por él la reconocemos, la
invocamos, y se libera. El objeto en donde se esconde —o la
sensación, ya que todo objeto es en relación a nosotros sensación—
muy bien puede ocurrir que no lo encontremos jamás. Y así es cómo
existen horas de nuestra vida que nunca resucitarán.7
Yo he publicado un texto sobre Herrera y Reissig que siempre llamo
ensayo (y la palabra aparece sobre la cubierta del libro), pero que la forma
de organización del mercado editorial insiste en llamar biografía. Y está
bien, porque es también una “biografía”. Sin embargo, lo que ocurre en ese
ensayo, o al menos lo que he intentado que ocurra, es ensayar con los
objetos, las atmósferas, el “tono” o Stimmung (para usar un concepto de
Gumbrecht8 que generalmente se deja sin traducción) de los años y espacios
correspondientes a la vida de Herrera y Reissig (1875-1910). Ensayar
juegos perceptuales y de sensación, por escrito. Uno no puede calcular
completamente esas sensaciones, esas reacciones, pero debe tener alguna
idea (que es una idea narrativa) de lo que está haciendo para poder
intervenir ese material. El material (que en su mayoría son signos de código,
porque la materialidad del fin de siglo está hecha de escritura y objetos de
consumo), los datos y las texturas, tienen que poder ser parte de una
narración. Se trata de permanecer fiel a los particulares. Proust viene de un
tiempo que aún creía en una idea fuerte de sujeto, de individualidad. Creía
por eso que uno puede escuchar su corazón y obtener algo no contaminado de
colectividad, de “conversación”. Debemos preguntarnos cuán individual y
autónomo puede seguir siendo el ensayo biográfico, la biografía literaria en
una época en que lo colectivo, lo precodificado, inunda todos los rincones
de la representación. Esa solución es por un lado proustiana y por otro
sainte-beuveiana. Por un lado tendría que seguir escuchando “el lenguaje de
su corazón” y no el de la conversación; pero su corazón debe estar puesto en
una vida ajena. Por otro, debería contar con una combinación de objetos, e
incluso contar un mundo de objetos (y los signos son objetos también,
naturalmente; no me refiero solamente, digamos, al mobiliario), para que de
la combinatoria de ese mundo vaya surgiendo una suerte de unicidad
perceptual subjetiva. Si Proust rechazaba el “método Sainte-Beuve” por el
carácter forastero del lenguaje del escritor en tanto ciudadano, o sus hechos,
con respecto del momento íntimo en que el autor escucha su corazón, sugiero
que aquello que no podría ser empleado nunca para explicar a un autor es
todavía materia elaborable ensayísticamente en relación con ese autor. De
otro modo dicho, todo autor es a la vez productor y materia prima, y los
resultados del ensayo que lo tome como materia prima no van a dejar de
tener en cuenta su obra, sus productos, para producirlo a él. El círculo que
tiene un diámetro en cuyos extremos están Sainte-Beuve de un lado y Proust
del otro está hecho de esa ensayística que es capaz de zurcir la
circunferencia, empleando al autor y su obra como materias primas de un
tercer texto/tercer hombre.
Publicado en Revista de Humanidades nº 36, Universidad Andrés Bello, Santiago
de Chile, julio-diciembre de 2017.
1 Marcel Proust, “El método Sainte-Beuve” [1954], en Ensayos literarios 1, Edhasa, Barcelona,
1971, p. 44.
2 Vladimir Nabokov, Curso de literatura europea [1980], Bruguera, Barcelona, 1983, p. 304.
3 M. Proust, “El método Sainte-Beuve”, op. cit., p. 46.
4 Theodor W. Adorno, “El ensayo como forma”, en Notas sobre literatura [1958], Ariel,
Barcelona, 1962, p. 19.
5 Ibíd., p. 28.
6 René Descartes, Discurso del método [1637], Losada, Bs. As., 2004.
7 M. Proust, “Prefacio”, op. cit., p. 02.
8 Hans Ulrich Gumbrecht, Atmosphere, Mood, Stimmung. On a Hidden Potential of Literature,
Stanford University Press, 2012.
Sobre Sánchez, biografía y abandono
Julia Musitano >>
Tengo fiaca. O tal vez alergia al trabajo. O me
dio un ataque de pereza.
Osvaldo Baigorria 1
Osvaldo Baigorria escribió dos novelas: Llévatela, amigo, por el bien de
los tres (1989) y Correrías de un infiel (2005), ambas en primera persona y
con un tinte evidentemente autobiográfico. En la primera, relata, a través de
sus recuerdos eróticos, la historia de amor de Lila y Eduardo, una pareja
abierta y nómade; en la segunda, a través de una reescritura de Mansilla, un
personaje con su mismo nombre va en busca de un tío, antecedente cacique
de los indios ranqueles. También escribió un libro de crónicas, Anarquismo
trashumante (2008)2, en el que cuenta anécdotas de crotos y de linyeras,
empezando por la de su propio padre. Prologó un libro de ensayos, Con el
sudor de tu frente (1995), que reúne textos de Barthes, Adorno, Wilde,
Stevenson, entre otros, sobre la pereza, la fiaca, el no hacer nada. El prólogo
se titula “Preferiría no escribirlo”. En el 2012, publicó Sobre Sánchez, la
biografía del escritor Néstor Sánchez, quien había publicado varias novelas
en la década del sesenta en Argentina y que iba camino a convertirse en otro
Manuel Puig, pero que un buen día desapareció de la faz de la tierra. Luego
de varios años de búsqueda, se supo que, durante los setenta, había
deambulado por varios países y que, para entonces, vivía como clochard,
croto o vagabundo en una playa de estacionamiento en Los Ángeles tal como
lo había hecho antes en París y Nueva York. A mediados de los ochenta,
Sánchez volvió a Argentina destrozado y sin más pertenencias que un bolso
con los documentos y un piyama. Publicó en 1988 La condición efímera,
libro en el que venía trabajando desde su temporada en Estados Unidos, y
renunció a seguir escribiendo hasta su muerte en el 2003.
Después de leer la biografía de Baigorria, me surgieron varias
inquietudes (y una serie de curiosidades que debí inmediatamente satisfacer,
como leer su obra completa y la de Sánchez, indagar en la concepción de una
pareja abierta, preguntarme sobre escritores que renuncian a escribir, y
algunas cosas más que ahora se dispersaron) que voy a intentar ordenar aquí.
Como ocurre a menudo con las biografías, la primera cuestión que se me
planteó fue por qué Baigorria elige escribir sobre Sánchez, un autor nómade
e inapresable. Por encargo, por dinero, por trabajo, responde en la biografía.
Pero ¿por qué este escritor y no otro? Y la segunda es por qué transformó la
decisión de dejar de escribir en cifra de la vida de Sánchez, por qué se
concentró en la renuncia indeclinable de Sánchez a seguir escribiendo, de
modo que la clave de la vida del biografiado está en eso que no hizo, que
dejó de hacer.
Avancé en la lectura de la obra de Baigorria —Llévatela, amigo, las
crónicas, los ensayos— y observé que su literatura busca una forma que se
conecte directa y explícitamente con el no. “Preferiría no escribirlo” se
llama el prólogo a Con el sudor de tu frente, y las crónicas, que se
reeditaron, ampliaron y reescribieron, muestran un interés marcado por la
vida del nómade, del que se va porque quiere, del que prefiere no tener un
hogar, del que vive en la intemperie. Sobre Sánchez se me presentó entonces
casi como una epifanía, lo que estaba buscando desde mi trabajo sobre
Fernando Vallejo: un biógrafo que construye un biografiado a su imagen y
semejanza, que deja que su propia literatura ingrese sin autorización en la
vida de otro, y que simultáneamente le permite al otro colarse en los
intersticios de su obra.3
Una biografía literaria, afirma Patricio Fontana, no tiene necesidad de
retratar las grandes hazañas de un sujeto, sino que puede focalizarse en
hechos menores, en los que el biógrafo captará aquello por lo cual quiere
relatar una vida.4 Encontrar el sentido de la vida dispersa de Sánchez a
partir del saber disponible sobre él se convirtió en un problema
metodológico para Baigorria. Tanto es así que la biografía comienza con una
página, titulada “About”, en la que advierte que el libro atravesó varias
versiones y cambios de género, “de biografía fallida a ensayo colapsado con
astillas de novela a medio terminar a postautobiografía”.5 Aunque Baigorria
se resista a definir su libro como una biografía y lo describa como una
postautobiografía, Sobre Sánchez es, en todo, una biografía literaria, porque
presenta al biografiado en su potencia imaginaria. El biógrafo explora los
movimientos de una vida no para alcanzar una interpretación analítica de los
textos o de la época en la que el escritor vivió sino para aproximarse a la
fuerza imaginaria que relaciona la vida y la obra del biografiado.6
Baigorria divide la biografía en tres capítulos: “Voodoochild”, “The
Néstor Sánchez experience” y “Notas al pie”; en “About” advierte que las
notas al pie también pueden leerse como un tercer capítulo. Esas notas
conforman la parte autorreferencial del texto, en la que Baigorria cuenta su
experiencia nómade en los Estados Unidos y la variedad de trabajos que le
permitieron sobrevivir.
Baigorria sigue un hilo narrativo, que lo guía en la investigación de la
vida de su biografiado y en la escritura de este libro, que no se basa en
ninguna cronología convencional ni en la recopilación o la exhaustividad de
los datos: le importa cómo fue que Sánchez decidió abandonar la escritura,
qué impulso íntimo o ético le hizo dejar de escribir. En Bartleby y
compañía, Enrique Vila-Matas arma una biblioteca de escritores que han
dejado de escribir e indaga en torno a los distintos motivos que los
condujeron a esa circunstancia: la falta de inspiración, la muerte de quien se
ama, una admiración tal por otros escritores que ciega y enmudece, la falta
de imaginación, etc.7 El impulso que lleva a Baigorria a escribir sobre
Sánchez no es sin embargo la búsqueda de un motivo, tal como lo hace VilaMatas, sino el encuentro con eso que ya no puede ser. Sánchez dejó de
escribir por el simple hecho de que en un momento experimentó que ya no
tenía más nada que decir. “Nunca en mi vida inventé una historia”, le dijo a
Laureano Ortiz. “Todo ha sido en base a mi vida presente o pasada”.8
Sánchez se esfuma como escritor, se fuga de la escritura en búsqueda de una
conciencia espiritual, a la retaguardia del armenio Jorge Ivanovitch
Gurdjieff, un líder mítico, un gurú.
La gran pregunta de Sobre Sánchez, la que incita a Baigorria a armar una
cronología de la vida del biografiado, aunque inexacta y con baches
profundos, es por qué Sánchez se fugó, cómo su figura de escritor
desapareció de la escena literaria. Una biografía que, para el propio
Baigorria, se cruza con la novela y el ensayo y que, según él, no puede ser
concebida como tal porque hay una época de la vida de Sánchez, la de sus
años como linyera, que no puede rastrear del todo y que ha dejado muchas
lagunas.
Para una biografía que crea saber algo, no de una historia de vida, sino
de la doctrina de su propio arte, debería investigarse mucho más de lo
que puedo desde mis limitados recursos en esta isla del delta del
Paraná, sin ningún financiamiento, liberado a mi audacia o a mi suerte.
Deberían poder cartografiarse los puntos de contacto entre vida y obra
en aquel trayecto nómade. Lejos de aspirar a esa odisea, desde aquí
solo puedo seguir, en la medida de lo posible, el paso de Sánchez en la
identificación de su búsqueda, renuncia, deserción y abandono de la
escritura.9
En Trois ans avec Derrida, Benoît Peteers enseña que una biografía está
hecha de llenos y de vacíos: hay testigos que hablan por voluntad propia y
otros que rechazan el encuentro, así como algunos documentos permanecen
inaccesibles. No se trata de un puzle, de ir encajando las piezas para armar
una vida, sino de inventar a medida que se escribe, justamente porque el
puzle no puede completarse. No hay, dice Peteers, y no puede haber, una
biografía definitiva, ni tampoco un retrato supremo. También Patricio
Fontana cuestiona la idea de una biografía total, capaz de representar por
entero la complejidad de una vida. “¿Cuánta totalidad es necesaria?”, se
pregunta Fontana.10 ¿No se escribe siempre desde un punto de vista, con una
mirada parcial sobre el sujeto en cuestión? Aquello que pretende
consignarse como una falta constituye, en realidad, la esencia del género: la
fuerza de la selección. Escribir sobre la vida de alguien renunciando a dar
cuenta de la totalidad de su vida y dando por perdida toda pretensión de
exhaustividad se convierte, en Sobre Sánchez, en una estrategia del biógrafo,
quien escribe desde el Tigre sin demasiadas ganas ni recursos, que se la
pasa “remando” para comprender la renuncia indeclinable de su
biografiado:11
O sea: ando a tientas, gateo, me muevo por olfato, balbuceo algunas
referencias por oído o intuición, no entiendo nada de Literatura
(mayúscula intencional) pero entiendo, por un lado, que para Sánchez
la escritura fue un modo de escapar a la cárcel del sentido, y por el
otro, que la fusión entre autor y narrador puede ser pertinente para el
caso.12
Sobre Sánchez no es una biografía ladrillo, de esas que tienen mil páginas
y no pierden datos ni certezas. No es tampoco un exponente de la forma
canónica del género tal como la caracteriza Antonio Marcos Pereira.13
Baigorria explota la rareza de Sánchez, el rasgo que lo hace único, un
escritor linyera, un escritor a la intemperie que se dio a la fuga. El balbuceo
de Baigorria, entonces, lejos de consignarse como una falta, es lo que le
permite entrar en intimidad con su biografiado. De este modo, Baigorria
ingresa a una tradición emergente de la biografía en América Latina, la de
escritores que deciden indagar en las vidas de otros escritores y que ponen
en funcionamiento mecanismos diversos como los de la autofiguración,
además de ciertas decisiones selectivas y depurativas tendientes a construir
una imagen de autor, propia y ajena. Esa tradición la encabeza Fernando
Vallejo con sus dos monumentales biografías sobre José Asunción Silva y
Porfirio Barba Jacob, escritas a fines de los ochenta, y la continúan Jorge
Edwards, Carlos María Domínguez, Santiago Roncagliolo, Ricardo
Strafacce y Osvaldo Baigorria. El hecho de que todos ellos escriban sobre
autores consagrados —por el motivo que sea, por el deseo de reivindicar
una figura, por un encargo editorial o por el impulso de tratar vidas ajenas—
implica un movimiento en la constitución y la invención de imágenes
autorales. Julio Premat explica, en Héroes sin atributos, que el autor es un
concepto diacrónico y relacional en tanto son autores los que preceden la
propia creación, los que arman la red de filiaciones, de rebeliones edípicas,
de parricidios y expiaciones.14 Esta es una tendencia actual de las biografías
en América Latina, y Sobre Sánchez viene también a iluminar un proceso
constitutivo del género en este sentido. Además de escribir sobre aquel que
puede adquirir el lugar del precursor de la propia obra literaria e ir en
búsqueda de un lugar consonante en la tradición nacional, la biografía de
Sánchez traza el perfil de un excéntrico, y Baigorria lo hace visible a través
de su rareza, de la fuga paradójica hacia otro lugar lejos de la literatura.
“No tengo nada que decir pero lo estoy diciendo”
Escribe Baigorria:
Es como un fractal, cada fuente me remite a otra y otra más. A mí
también me gustaría cantarle al ocio pero hay que trabajar mucho para
acercarse a la experiencia vivida por otro. Me pregunto hasta dónde, si
es posible aproximarme o si no estaré proyectando mis propios
fantasmas sobre los agujeros negros que deja la estela de una vida
pasada. Pero no tengo más remedio que intentarlo.15
La relación del biógrafo con su sujeto es el corazón de la empresa
biográfica. Todos los teóricos sobre biografía han hecho hincapié en este
vínculo con la intención de prevenir sobre la fascinación que puede suscitar
el biografiado. Más allá de todas las prevenciones, la escritura promueve
ese movimiento hacia el otro, que afecta al yo y lo hace tender a la
identificación. ¿Cuál es la relación que se construye entre Baigorria y
Sánchez? El encuentro entre ambos está fallado de entrada porque Baigorria
cree verlo por primera vez en la foto de un hippie que acompaña un artículo
sobre él, cuando en realidad ese no era Sánchez. Y más tarde, cuando quiere
comenzar a leerlo: “Doy fe: después de Nosotros dos traté de pasar a la
lectura de El amhor… y me volví loco. No entendía nada. Tal vez tendría
que haber ido más despacio”. A pesar de esos primeros desencuentros,
biógrafo y biografiado terminan escribiendo juntos (“en compañía”, dice
Peteers) el libro último que Sánchez no quiso o no pudo escribir. En este
sentido, me parece interesante la referencia al vínculo entre los personajes
del abogado y el escriba en “Bartleby” de Melville, que Gilles Deleuze supo
analizar. El abogado de Melville, como el biógrafo Baigorria, entra en
contacto con un sujeto que renuncia, que ya no quiere escribir más.
Desarmado, desamparado, estupefacto y protestón, Baigorria intenta
comprender a Sánchez. Reconoce que no tiene mucho para decir y se lamenta
de la poca información con la que cuenta, pero aun así continúa con la tarea:
“no tengo más remedio que intentarlo”. En tanto relatos de vida, las
biografías de Sánchez y de Bartleby no pueden hacerse. De Bartleby no hay
nada que contar, excepto la insistencia en el no; y de Sánchez no pueden
reponerse los años como vagabundo. Baigorria se pierde y decide, como el
abogado, solo seguir sus pasos en el abandono de la escritura. En “Bartleby
o la fórmula” Deleuze sostiene que para que haya identificación entre el
abogado y el escriba (entre biógrafo y biografiado) tienen que cumplirse tres
instancias: una forma, una imagen, un retrato o un modelo; un sujeto y un
esfuerzo del sujeto por adquirir la forma, por apropiarse de la imagen. En
esa identificación, que Deleuze propone para explicar la relación entre los
personajes del cuento de Melville, se genera una zona de indistinción, de
ambigüedad entre el sujeto y su modelo. Esa relación no es de similitud, de
filiación natural ni de mímesis, sino de una extrema cercanía, como un
deslizamiento, una contigüidad absoluta.16 De esa relación de cercanía,
biógrafo y biografiado no pueden sino salir transformados. Preso del
impulso por continuar su relato, Baigorria se contagia de las manías de
Sánchez, se deja arrastrar por sus fantasmas, se “identifica” con él, se
desliza por una vida otra que en las “Notas al pie” termina siendo la propia.
A pesar del título que las reúne, las “Notas al pie” no están, como ya
adelanté, al pie del texto, sino que configuran un capítulo final y separado.
Ubicarlas en esa posición resulta una decisión conservadora porque
mantenerlas al pie habría provocado que la vida del biógrafo se
superpusiese a la vida del biografiado y hasta la devorase. Dos vidas en
simultáneo entrelazadas que se habrían complementado, tensionado,
contorsionado para sobrevivir en la literatura, a pesar de la fuga y
traspasando la fiaca.
Una imagen de artista, compartida por Baigorria y Sánchez, se configura
en el gesto de renunciar a escribir, de preferir no hacerlo. Baigorria se cansa
de investigar sobre la vida de Sánchez, a menudo prefiere hacer otra cosa
antes que escribir o buscar más información sobre él. ¿Por qué insiste en
encontrarle el sentido a una vida ajena? ¿Qué sentido tiene seguir
escribiendo si ya no tiene más que contar? “Entonces: habría que premiar a
Néstor Sánchez por su silencio, por recordarnos que escribir es algo a
abandonar cuando uno se queda sin ganas o porque la gana se le da. Por
quedarse sin épica pero no sin ética. Seguro, es solo mi mirada sobre él, no
la posta”. Sánchez contó lo vivido y cuando no tuvo más que contar, dejó de
escribir. Baigorria no puede hacer lo mismo porque cuanta más
incompatibilidad encuentra entre la vida de Sánchez y el proyecto de
biografía total, más se extiende la contigüidad entre biógrafo y biografiado.
La renuncia de Baigorria, en todo caso, se trata de la inteligente dimisión de
obedecer a imperativos genéricos para contar la vida de un escritor como
Sánchez.
El sentido que Baigorria encuentra, en un primer momento, es el de la
identificación inmediata con quien cree que tiene muchas cosas en común: la
vida afuera, Estados Unidos, la vuelta al país de origen; identificación que
inmediatamente se debilita cuando empieza a leer sus textos —“¿Qué carajo
dice?”—. Más tarde, ese contacto toma forma en la reconstrucción del
trayecto fugitivo de Sánchez, de su devenir vagabundo, de su vida a la
intemperie. El relato de Baigorria es entonces la historia de esa pérdida, la
pérdida de la cordura, el abandono voluntario del hogar, la pérdida para la
literatura. Pero Baigorria no cuenta cómo se perdió eso sino más bien cómo
se encontró con eso que ya se había perdido. Esas inclinaciones al “no” son
las que a Baigorria le interesan, sobre las que ya había escrito en
Anarquismo trashumante: el croto, explica, es el que siguió voluntariamente
el rastro que lo llevaría a un lugar de no pertenencia. Su estilo es el de la
renuncia, no el del despido.
Baigorria y Sánchez se hacen compañía y escriben juntos en los
momentos en que los modos de hacer literatura se acercan. “Ley de tres”, de
Sánchez, un relato en clave autobiográfica, podría corresponder a Llévatela,
amigo, por el bien de los tres, de Baigorria: dos mujeres y un hombre que se
enamoran y viven juntos. “Ley de tres” cuenta lo que pudo ser y no fue, el
encuentro entre Vicky, Cecilia y Néstor. Llévatela, amigo —novela a la que
Baigorria hace referencia en la “nota al pie” número nueve— explora los
deseos más íntimos de fuga, los impulsos por desplazarse por nuevas
experiencias y fantasías. Dos relatos en los que confluyen vida y literatura.
Ambos autores también vuelven a escribir juntos los episodios en los que se
renuncia a algo, en los que se dice que no, porque en la biografía, por efecto
contagio, el biógrafo termina viviendo la vida del otro, o la que el otro
hubiese querido vivir. Baigorria padece la locura y la misma inclinación a
renunciar que Sánchez. “Lo que pasa es que mi compromiso con el objeto
Sánchez llegó a ser tan obsesivo que temo haberme expuesto al contagio. No
de una prosa sino de un aura”.17 Mientras escribía la biografía, cuenta
Baigorria en las “Notas al pie”, comenzó a sentirse mal, a tener dolores y
decidió consultar a un médico, decisión que también le costó trabajo: salir
de la isla, hacerse exámenes, esperar, etc. Finalmente, esos análisis dieron
bien, pero le recomendaron un psiquiatra que le recetó antidepresivos:
Sánchez atravesó la locura, la esquizofrenia, el delirio místico, la acidia, la
falta extrema de voluntad.
La transferencia fue total: el abandono persigue también la escritura de
Baigorria. A pesar de preferir no hacerlo, de verse sometido al sinfín de
inconvenientes que le provocó la investigación sobre Sánchez, no pudo
dejarla y continuó hasta terminar (a medias porque, desde su punto de vista,
no pudo escribir esa biografía que hubiese querido ni contar la auténtica
experiencia de Sánchez). “Así voy. Con ligeras fallas de diseño,
enfermedades a la larga, pero todavía en marcha”.18 Si la biografía fue,
como alega Baigorria, un encargo editorial, podría haberse negado a
escribirla, pero el biógrafo no es un desertor, no puede dejarlo todo: se va
pero vuelve, prefiere no escribir pero escribe, dice que no tiene nada que
decir, pero, en definitiva, dice. Baigorria fue desafiado por una afinidad
como Mark Schorer, el biógrafo de Sinclair Lewis: “Al ir aprendiendo
acerca de él —escribe Schorer—, con toda su obstinada deficiencia en su
conocimiento de sí mismo, creo que gané en conocimiento de mí mismo”.19
Baigorria se asume más bien un perezoso, alguien que hace las cosas en
contra de su propia voluntad, porque nunca tiene muchas ganas. Baigorria
experimenta uno de los tantos momentos de la escritura, el de la pereza,
según lo definió Barthes en la entrevista “Fragmentos de un discurso
perezoso”. Instancia que tiene su cura, y que es capaz de atravesar ese “no”
que lucha por imponerse. Baigorria coquetea con el naufragio y sigue
remando:
Me voy de tema, pierdo la pista, me deslizo o desbarranco; parte de los
efectos de acercarme a una figura tan extrema de escritor, o ex escritor
como la que tengo en frente, es el derrape. Quizá no estaba preparado
para encarar la tarea, no tenía el training, la sensibilidad adecuada.
Igual, yo remo.20
Incluido en Un arte vulnerable. La biografía como forma (Nora Avaro, Julia
Musitano, Judith Podlubne comps.), Nube Negra, Rosario, 2018.
1 Osvaldo Baigorria (comp.), “Preferiría no escribirlo”, en Con el sudor de tu frente. Argumentos
para la sociedad del ocio, Interzona, Bs. As., 2014, p. 9.
2 Este libro es la versión ampliada y revisada de En pampa y la vía. Crotos, linyeras y otros
trashumantes editada por Perfil en 1998.
3 Mi interés por estudiar la biografía, un género cercano y vecino a las escrituras autobiográficas, se
desprende del último capítulo de mi tesis doctoral “Autoficción y melancolía en la narrativa de
Fernando Vallejo”. Este capítulo analiza las biografías que Vallejo dedicó a dos poetas coterráneos,
José Asunción Silva y Porfirio Barba Jacob, y a un gramático mexicano, Rufino José Cuervo, los
tres nacidos en el siglo XIX. El análisis se centra en las formas que asume la construcción de
figuras ajenas a partir de la propia y la constitución de un biógrafo impertinente, que no solo se mete
en las vidas de los otros sino que las utiliza para seguir fabulando sobre la suya.
4 Patricio Fontana, Vidas americanas. Usos de la biografía en Domingo Faustino Sarmiento,
Juan Bautista Alberdi y Juan María Gutiérrez, en Repositorio Institucional, Facultad de Filosofía
y Letras, UBA, 2013 (https://repositorio.filo.uba.ar/handle/filodigital/4663, consultado en junio de
2021).
5 O. Baigorria, Sobre Sánchez, Mansalva, Bs. As., 2012, p. 7.
6 Ver Benoît Peteers, Trois ans avec Derrida, Flammarion, París, 2010; y Aldo Mazzucchelli, “La
biografía y su forma. Una lectura de Adorno”, en Actas IV Coloquio Internacional “Literatura y
Vida”, Centro de Estudios de Literatura Argentina, Universidad Nacional de Rosario, 2016
(https://www.celarg.org/trabajos/mazzucchelli.pdf, consultado en junio 2021).
7 Enrique Vila-Matas, Bartleby y compañía, Debolsillo, Bs. As., 2016.
8 Citado por O. Baigorria, Sobre Sánchez, op. cit., p. 15.
9 Ibíd., p. 38.
10 P. Fontana, “La biógrafa cautelosa. Sobre La hermana menor. Un retrato de Silvina Ocampo,
de Mariana Enríquez”, en Nora Avaro, Julia Musitano, Judith Podlubne (comps.), Un arte
vulnerable. La biografía como forma, Nube Negra, Rosario, 2018, p. 193.
11 Utilizo el verbo remar porque resulta una constante en la biografía: para poder escribir, Baigorria
decide aislarse y se muda a una casa en el Tigre, en medio de una isla. Pero ese punto de fuga se le
convierte en un problema más, en un obstáculo para la escritura. Sin buena señal de internet, sin
puntos de conexión con el afuera, y con el agua en los talones, la investigación sobre Sánchez no se
le facilita. Para salir de la isla hay que remar; para saber más sobre la vida de otro, para escribir, no
hay que fugarse, hay que trabajar.
12 O. Baigorria, Sobre Sánchez, op. cit., p. 17.
13 Antonio Marcos Pereira, “La poética del proceso”, en N. Avaro, J. Musitano, J. Podlubne
(comps.)., Un arte vulnerable. La biografía como forma, op. cit., p. 19.
14 Julio Premat, Héroes sin atributos, figuras de escritor en la literatura argentina, Fondo de
Cultura Económica, Bs. As., 2009.
15 O. Baigorria, Sobre Sánchez, op. cit., p. 25.
16 Gilles Deleuze, “Bartleby o la fórmula”, en AA. VV, Preferiría no hacerlo, Pre-textos,
Valencia, 2011.
17 O. Baigorria, Sobre Sánchez, op. cit., p. 152.
18 Ibíd., p. 164.
19 Citado por Leon Edel, Vidas ajenas. Principia biographica [1984], Fondo de Cultura
Económica, Bs. As., 1990, p. 61.
20 O. Baigorria, Sobre Sánchez, op. cit., p. 12.
Juan José Saer. Una temporada en Rosario,
1959-1960
Martín Prieto >>
El pibe
El martes 17 de abril de 2012, a las seis de la tarde, nos encontramos con
Hernán Ruiz en el patio de la facultad. Estaba volviendo a la Argentina y
tenía pensado armar una editorial a la que iba a llamar Clara Beter.
Hablamos del proyecto y de posibles títulos argentinos. Hernán preguntó por
qué no existía una biografía sobre Juan José Saer y si yo querría escribirla.
Le pareció que ahí había un gran título, que era curioso que no hubiera
ninguna. Le dije que para poder armar ese libro había que conseguir un pibe
que recorriera la zona, que recogiera testimonios, que entrevistara, que
investigara. Y que a partir de ese material podría armarse algo. “No entendí
bien —me dice Hernán ahora— si pensabas que ese pibe era yo o si
realmente había que buscar a alguien dispuesto a hacer eso. Lo que sí estaba
claro por la forma en la que ibas pensando ese procedimiento en voz alta era
que ese libro no lo ibas a escribir vos. El libro posible te gustaba, pero para
llegar a ese libro alguien tenía que ir ejecutando una serie de pasos que no te
incluían”.
Ante la propuesta de Ruiz se me presentaba una especie de disociación
entre teoría y acción. Me quedaba claro que en las biografías, por lo menos
en las que me había gustado leer, el pibe era siempre el biógrafo. Fernando
Vallejo y la libreta de gastos de José Asunción Silva en Almas en pena,
chapolas negras o Thomas de Quincey siguiendo los pasos de Wordsworth y
Coleridge en Los poetas de los lagos. El contraejemplo, el mismo De
Quincey en Los últimos días de Emmanuel Kant. Pero lo que hace De
Quincey con las notas de Wasianski, el clérigo que efectivamente asistió y
acompañó a Kant durante los últimos años de su vida y que vendría a ser “el
pibe” de ese ensayo, es tan extraordinario y extravagante en términos
narrativos y de género que de ninguna manera sirve como modelo, sino como
alerta y excepción.
Comprendida la teoría, en la práctica me ganaban las precauciones:
llamar por teléfono, mandar correos, entrevistarme con gente a la que tal vez
no querría ver y que tal vez tampoco querría verme, caminar por Rosario,
Serodino, Santa Fe, Colastiné, Rincón, con la voz del Saer de El río sin
orillas susurrándome al oído que todo aquello sería finalmente mudo,
cerrado y refractario a toda evocación. Juntar cartas, testimonios, recortes de
diarios, reseñas, fotos, entrevistas, con la voz de Luis Fiore, el personaje de
Cicatrices, anoticiándome, antes de saltar al patio de Tribunales: “Los
pedazos no se pueden juntar”.1 Anudar, finalmente, pese a todo, una historia,
mientras la voz de Saer, ahora la del ensayista, después de haber leído My
brother’s keeper, de Stanislaus Joyce sobre su hermano James, destartalaba
todo ánimo hacia el género: “La biografía es una especie de absurdo desde
el punto de vista temporal: en la conciencia del biógrafo el tiempo fluye para
atrás y la vida del autor aparece como modificada por la cristalización de la
obra”.2
Bar Homero
El 15 de enero de 2016 nos encontramos con Paulo Ricci en el bar Homero,
de Mendoza y Mitre, esquina noroeste, a una cuadra de la sede rosarina del
Ministerio de Innovación y Cultura de la provincia de Santa Fe. Tiene
importancia esta referencia institucional. Ricci es el editor del libro Zona de
prólogos y autor, entre otros, de un estudio sobre la “construcción de un
entorno intelectual” para la obra de Saer. Ahora funcionario de alto rango,
quería que hiciéramos juntos, desde el ministerio, algo con Saer. En 2015,
una de las líneas del programa de Literatura Argentina de la carrera de
Letras que armamos con Nora Avaro y Analía Capdevila trataba sobre la
historia del cuento argentino. En ese marco, di clases sobre Palo y hueso y
Unidad de lugar. El hecho de volver a leer y a estudiar esa parte tan
temprana e importante de la obra de Saer me devolvió el entusiasmo por el
autor, si no perdido, seguramente distraído, durante un tiempo, entre otros
objetos de estudio y otros temas. Esas clases, y la sucesiva publicación de
los Borradores inéditos, pese a todas mis precauciones en cuanto a que esos
materiales no habrían de modificar en nada la espléndida obra terminada y
édita de Saer, empezaron a devolverme al “viejo” Saer, el que escribía
Glosa en un departamentito de Rennes, en los años ochenta, amparado solo
en sus convicciones, sus personajes, su forma. Allí estaban, entre los
borradores, los poemas “rosarinos” de Saer, escritos en papeles
membretados del Palace Hotel, a principios de los años sesenta; el relato
sobre el juego; la remembranza de sus años santafesinos, cuando su padre lo
mandaba, como viajante de comercio de la fábrica familiar, a vender ropa de
trabajo a los pueblos del interior y del norte de la provincia… De modo que,
cuando hablamos con Ricci, yo tenía la mayor predisposición y ánimo para
hacer algo con Saer. Pero, ¿algo como qué?
Conexión Saer
Armamos Conexión Saer, que después se llamó Año Saer. Un programa
cultural territorial, santafesino, que no debía perder de vista que su objeto
era un escritor y su obra, pero tampoco las relaciones que a su vez ampliaran
considerablemente esos términos: sociedad, otros escritores, otras
literaturas, otros mundos. Anotamos: hacer una exposición, producir una
película, publicar libros de y sobre Saer, organizar un coloquio
internacional, armar un plan de lectura para los estudiantes secundarios de la
provincia. Marcar el territorio con cruces que dijeran: acá, acá, acá. No
solamente Serodino, Rosario, Santa Fe, Colastiné, Rincón. Sino también,
ojo, Tostado, ojo, Helvecia, ojo, ¡que uno de los que quiere timar a
Escalante en Cicatrices es de Rafaela!
Los pedazos
Ricci, el proyecto, la muestra, mi vuelta a Saer me convertirían, ya no para
escribir una biografía sino, simplemente, para estudiar, para, de alguna
manera, ver mejor, en el pibe que no había querido ser cuatro años antes.
Fuimos a Serodino, a lo que fue la casa natal de Saer, ahora convertida en
un desarmadero y taller de autos. Unos hombres, atentos a un proyecto que
anda dando vueltas para expropiar la casa y hacer un museo, o algo así, nos
miran desafiantes. Mabel, la hermana menor de Saer, la única viva de los
cuatro hermanos, unos días más tarde, en Santa Fe, recuerda con nostalgia el
fondo de la casa, las plantas que plantaba y cuidaba el padre. “El bruto que
la compró tiró unos caballos a pastar en el fondo, y chau jardín”. Hace más
de treinta años, a principios de los años ochenta, fuimos con Saer a
Serodino. En la casa todavía vivía el de los caballos, y en el frente, sobre la
esquina, se leía, desteñida, una leyenda que ya no se lee: “Tienda Saer”.
Mientras Saer daba una vuelta distraída por el pueblo, fui a hablar con el
nuevo propietario, sentado en un silloncito, al frente de la casa: “Compré
convencido de que el pueblo crecería de la avenida para acá, pero sucedió
al revés: creció para allá. Saer, el dueño anterior, me dijo ‘compre tranquilo,
crece para acá’, creció para allá”. Treinta años después, para neutralizar el
desafío de los mecánicos, vuelvo a mirar la casa. No sé bien qué busco que
se me revele o qué es, exactamente, lo que tengo que mirar.
El novelista norteamericano Richard Ford se pregunta, a propósito de la
vida de Bruce Springsteen, cómo es posible que haya llegado, desde un
pueblito como Frehoold, Nueva Jersey, en 1964, tocando una guitarra Kent
de 69 dólares, al estadio Meadowlands con una Telecaster, de pie frente a
una multitud cincuenta años después. Cuál es el secreto que une esos dos
puntos. Ninguno, dice Ford. Y recuerda la historia de un granjero de Maine
que, cuando le piden indicaciones para llegar al próximo pueblo en la
montaña, da a entender que partiendo desde acá nunca se puede llegar hasta
allá. En la vida de nadie, dice Ford, se puede llegar hasta allá si se parte
desde acá. Y también dice, refiriéndose a ese camino entre acá y allá, que
“el arte —dejemos puesta esta palabra aunque me incomode un poco—
puede provenir de una vida llena de fuerzas difíciles de ensamblar, una vida
que encuentra, en el arte, un instrumento providencial para compaginar los
pedazos rotos”.3
Los pedazos, pienso, aun precariamente, que no puede juntar Fiore —y se
mata— son los que tratará de compaginar Saer en su propia obra, los de una
vida, como la de cualquiera, llena de fuerzas difíciles de ensamblar, pero
que pueden, al fin, juntarse, como señala él en esa nota sobre los hermanos
Joyce, en “ese objeto nudoso, con atributos de imán, que contiene en sí,
mejorada, la existencia entera del autor”,4 y que es la literatura.
Seguimos viaje a Santa Fe. Fuimos a la casa de Mabel. Ansiedad
palpitante y por supuesto reprimida, disimulada, cuando Mabel dijo:
“¿Quieren ver las cartas?” Las cartas eran las que, todos los meses, desde
1968 hasta 1978, cuando se puso un teléfono, dejó de escribir y empezó a
llamar todos los domingos, Saer enviaba a su mamá y a su hermana Mabel,
desde París o desde Rennes: “Queridas mamá y Mabel”, una, dos, diez,
decenas de veces. “¿Querés, Mabel, que vengamos a trabajar acá, leemos las
cartas, anotamos lo que nos interesa? Serán unas mañanas, nomás”. Mabel,
imaginándose esa escena, un desconocido en el comedor de su casa, varias
mañanas: “Pero no, querido, llevátelas. ¿Te las llevás todas hoy?” Y yo,
exagerando la represión de la ansiedad: “No, no, me llevo la mitad”. Siendo
que, si por mí hubiera sido, me llevaba la casa entera. Y en cuanto a la casa:
“Y ahí arriba está la habitación, ¿no?”. “Ah, sí, ¿quieren subir?”, pregunta
Mabel. Porque la habitación no es solamente la habitación y la pregunta
acerca de si estarán, todavía, como cuando la dejó Carlos Tomatis, el
escritorio, el sillón, la biblioteca, la carpeta verde en cuya carátula podrá
leerse, “en grandes letras rojas, irregulares, de imprenta, Paranatellon” y,
colgada en la pared, la reproducción de Campo de trigo de los cuervos, de
Van Gogh, sino, también, la escalera que sube a la habitación:
Ahora estoy estando en la punta de la escalera, el aire oscuro, frío, de
las ocho: y ahora estoy estando en el último escalón, estoy estando en
el penúltimo escalón, estoy estando en el antepenúltimo escalón ahora.
En el ante antepenúltimo ahora.5
“Sí, Mabel, por supuesto”.
“Pero mejor vengan otro día, está el perro en el patio y se va a poner a
ladrar”.
Y en efecto, un perro enorme y ladrador nos resguardó de la realidad y de
sus decepciones.
Fuentes
Las cartas que guarda Mabel en Santa Fe. Las cartas que guardan Clara Saer,
la hija de Saer, y Laurence Gueguen en Rennes. Las cartas que guarda
Roberto Maurer en Santa Fe. Las poquísimas que guarda María Teresa
Gramuglio en Buenos Aires. Las cartas que guardamos mi madre Negra
Jarma y yo en Rosario. El archivo al tun tun que armó José Tuma, sobrino de
Saer, en Santa Fe. Entrevistas a Saer. Muchísimas. No solo las que
seleccionamos para el libro Una forma más real que la del mundo.
Conversaciones orales o por mail con Laurence Gueguen, María Teresa
Gramuglio, Marilyn Contardi, Raúl Beceyro, Roberto Maurer, Negra Jarma,
José Carlos Chiaramonte, Eddie Saltzmann, Nora Catelli, Noé Jitrik, Beatriz
Sarlo. Estudios: Nora Avaro, “Pasos de un peregrino. Biografía intelectual
de Adolfo Prieto”;6 Raúl Beceyro, “Avatares de una amistad”;7 Miguel
Dalmaroni, “El largo camino del ‘silencio’ al ‘consenso’. La recepción de
Saer en la Argentina (1964-1987)”;8 Roberto Maurer, “Juani”;9 Judith
Podlubne, “La lectora moderna. Apuntes para una biografía intelectual”.10
Último informe al ministerio
Como Carlos Tomatis, Juan José Saer fue periodista. A fines de 1956, a los
19 años, entró a la redacción del diario El Litoral como generalista, en una
época en la que no se firmaban las notas. Las primeras crónicas que publicó
fueron sobre la guerra del Canal de Suez, librada entre el 29 de octubre y el
5 de noviembre de ese año. En una fotografía conservada en el archivo del
diario se lo ve a Saer, junto con otros periodistas y el director, recibiendo en
la redacción la visita de Alfredo Palacios. Es agosto o septiembre de 1957,
en el marco de la Convención Constituyente celebrada ese año en Santa Fe.
De los doce anfitriones, nueve miran admirativamente al visitante. Uno mira
a cámara. Otro, como en un signo de respetuosa indiferencia, mira al piso. El
joven Saer, en cambio, no mira a ninguna parte. Tiene, podría decirse, la
mirada perdida. Como a Tomatis, a Saer no le interesa ser periodista. No
tiene afinidad con el oficio. Es solo un empleo que le permite desocuparse
de las obligaciones curriculares de la carrera de Derecho, que ha comenzado
el año anterior, y que en simultáneo obtura la temida posibilidad de trabajar
en la fábrica de ropa del padre, Casa Saer. Un tiempo después, a principios
de 1959, motivado por la lectura de Contorno y Poesía Buenos Aires, las
dos grandes revistas de la época, y seguramente estimulado por varios
amigos suyos que estaban relacionados con una u otra o con ambas, arma, en
el mismo diario, con el poeta Hugo Gola y el narrador José Luis Vittori, una
página cultural en la que publican reseñas, poemas y relatos de algunos de
aquellos amigos, como Edgar Bayley, Raúl Gustavo Aguirre, Juan L. Ortiz y,
por supuesto, propios. El experimento —una sección con afanes
vanguardistas inserta en el diario principal de una capital de provincia
extendidamente conservadora— duró poco tiempo. Exactamente hasta abril
de ese mismo 1959, cuando después de la publicación de “Solas”, un relato
que al año siguiente formaría parte de En la zona, el primer libro de Saer,
sectores de la Iglesia reclamaron por el componente homosexual de la trama.
Por ese momento en el que, “como si fuese un pájaro”, la mano de una de las
protagonistas “fue a posarse sobre las tristes, mórbidas colinas” de la otra,
quien de inmediato se estremeció, “como si debajo de su piel se hubieran
desplazado infinitas, diminutas, blandas esferitas blancuzcas”.11 Según el
testimonio del periodista Jorge Reynoso Aldao, la protesta incluyó
manifestaciones de las parroquias católicas a la redacción del diario,
“levantadas por el arzobispo”, pidiendo la finalmente obtenida cabeza de
Saer.12 El director de El Litoral les dijo entonces a sus empleados unas
palabras que, aproximadamente y cambiando el nombre del periódico, Saer
reprodujo en La Grande, su novela póstuma, de la que Nora Catelli destacó
su componente “fuertemente autobiográfico”:13 “Miren, muchachos, esta
ciudad es una ciudad mediocre; La región, es un diario mediocre. Por lo
tanto, la página literaria tiene que ser mediocre”.14
Con esas noticias a cuestas, Saer vino a Rosario. Atraído por el ambiente
bohemio y cosmopolita de la gran ciudad que le prometía beneficios a dos
puntas. El primero, alejarse de Santa Fe, del ruido que había provocado el
episodio de El Litoral. El otro, mezclarse con los intelectuales y artistas de
vanguardia que orbitaban alrededor de la Facultad de Filosofía y Letras,
cuyo plantel de jóvenes profesores (David Viñas, Adolfo Prieto, Ramón
Alcalde, León Rozitchner, provenientes todos del grupo Contorno), alumnos
de inmediata notoriedad en ámbitos universitarios y para-univesitarios,
como María Teresa Gramuglio, Josefina Ludmer y Norma Desinano, y
conferencistas o profesores invitados, ya sea a la facultad o, después del
golpe de 1966, al Centro de Estudios de Filosofía, le dieron a la ciudad, en
ese ámbito específico, una agitación a la que Saer fue inmediatamente
sensible.15 Más que a estudiar (se anotó en la carrera de Filosofía y como lo
demuestra su muy exiguo legajo, rindió solo una materia, Introducción a la
Literatura, el 22 de diciembre de 1960, y sacó “apenas”, señaló la encargada
del expediente, descontando que al futuro gran escritor le cabría, de suyo, la
nota máxima, un Distinguido), vino a estar cerca de ese movimiento que no
solo sucedía en la universidad sino también, como recordó Gramuglio, “en
la zona de bares” de la facultad que frecuentaban esos y otros profesores y
alumnos y algunos más que “ni siquiera estudiaban, o estudiaban y no se
recibían”.16 Entre unos y otros, Nicolás Rosa, Gladys Onega, Noemí Ulla,
Jorge Conti, Daniel Wagner, Rafael Ielpi, Rubén Sevlever, Eddie Saltzmann,
Willy Harvey, Daniel Giribaldi, Aldo Beccari, Hugo Padeletti, Romeo
Medina, Juan Pablo Renzi, las hermanas Adriana y Nilda Finetti, Bibí
Castellaro, Aldo Oliva. Es frente a ese grupo, como conjunto y como
individualidades destacadas, que Saer probará el valor de su proyecto
literario, presente en perspectiva, pero invisible para todos —salvo para él
— desde la gestación y publicación de En la zona.
Saer y Oliva se habían conocido en Santa Fe en 1958, cuando Oliva
trabajaba para el Ministerio de Educación de la provincia, cuyo titular era
Ramón Alcalde, bajo la gobernación del frondicista Carlos Sylvestre
Begnis, y mantuvieron durante años una amistad sobre todo literaria,
refrendada en las dedicatorias cruzadas de sus libros de poemas. El único de
Saer, El arte de narrar, de 1977, está dedicado a Juan L. Ortiz y a Aldo
Oliva. Y el primero de Oliva (y tardío, según los parámetros
convencionales), Cesar en Dyrrachium, de 1986, dedicado a Saer. Cuando
Oliva recibe un ejemplar del recién publicado El arte de narrar le escribe a
Saer, el 2 de febrero de 1978, desde Rosario:
Por una vez no puedo menos que apresurarme a escribirte. He recibido
tu libro. He encontrado más que un libro: toda la fraternal imaginería
del corazón y de la mente volviendo, envolviéndonos, inquebrantable y
flexible, apta para la batalla del tiempo. Habremos de deberte, a partir
de esta tierna y urgente vindicación de Petrus Borel, un trayecto que, si
somos capaces de negarnos a la facilidad y al fraude, ya no querremos
eludir. Me siento demasiado (gozosamente) incurso en este movimiento
en que la poesía se me funde con la afectividad como para devolverte
otra palabra que no sea agradecimiento; pero pienso que, en principio y
sin más, esto es, poéticamente, justo.17
Pero Oliva no solo le agradece a Saer el envío, la dedicatoria y los
poemas sino que aprovecha el impulso epistolar y recuerda los comienzos de
la composición del poema central del que será, unos años más tarde, su
primer libro, cuyo principio, como se verá, fue bosquejado a orillas del
Colastiné, con Saer como escucha privilegiado:
Cuántos años han pasado desde aquella noche en Colastiné Norte —
que confío recuerdes— en que intenté un relato (abundantemente
fantaseado) de las desventuras de César en Dyrrachium, en la costa de
la Iliria taulantina? Ay! Demasiados, hermano; demasiado tiempo. Pero
fijate cómo he resultado ser de querendón (y mancarrón) con mis viejos
engendros que, en el último año, el feto se me precipitó,
convulsivamente, exigiendo vida propia y, presuntamente, saludable.18
El libro de Saer incluye, además, un retrato llamado “Aldo”, cuyo
ambiente (“la mesa del bar, al lado de la vidriera, es, entre todos, el mejor
lugar”) evoca, de pasada, el de las fondas y bares de aquel tiempo y tal vez,
por qué no, al emblemático bar y restaurant Ehret, de calle Santa Fe entre
Entre Ríos y Mitre, a la vuelta de la facultad, sujeto, si esto fuera posible, de
dos poemas de Oliva: “Epigraphica del Ehret” y “La jornada del Ehret”,19
este último dedicado a Jorge Conti quien, a su vez, dedica un libro inédito de
1961-1963, Cantor triste de ciudad, “Al Ehret”. Si sumamos a esta galería
la novela de Noemí Ulla, Los que esperan el alba,20 fechada en Rosario en
1965, dedicada “a los amigos del Ehret” y este testimonio de Juan Pablo
Renzi, ya tendremos una época y el contexto apropiado para el poema de
Saer.
Como vanguardias de pensamiento y, en algunos casos, como
vanguardias formales, yo destacaría al grupo de escritores y
pensadores que actuaban alrededor de la Facultad de Filosofía y
Letras, lo que se llamaba “el grupo del Ehret”, por el restaurant donde
se reunían. Casi todas las noches nos quedábamos allí, comiendo y
bebiendo, y hablando de todo, pero fundamentalmente de literatura.
Aunque yo no podría decir que todos los artistas que estaban ahí —
Ielpi u Oliva, Sevlever o Noemí Ulla— fueran de vanguardia, sus
pensamientos eran de avanzada en aquel momento. Había intelectuales
como María Teresa Gramuglio, China Ludmer, Ramón Alcalde, gente
que de alguna manera era de avanzada, como David Viñas, que estaba
en ese momento en la facultad y que a pesar de que no formaba parte
del grupo, era nuestro amigo. Yo no diría que David Viñas era un
escritor de vanguardia, pero era un personaje contestatario y nuevo en
el panorama cultural, como también lo era Aldo Oliva. El que sí era un
artista de vanguardia, con cuya estética coincidí siempre, es Juan José
Saer.21
Saer, en tanto, propiciaba encuentros entre rosarinos y santafesinos —a
instancias suyas, Renzi y Gramuglio empiezan a viajar a Santa Fe y a
relacionarse con quienes a partir de 1962 serán alumnos de Saer en el
Instituto de Cinematografía de la Universidad del Litoral— y, un poco a la
distraída, bocetaba personajes de ficción inspirados en personajes de la
ciudad.
Valga este ejemplo. En esos años, Saer vendía libros a domicilio. Así lo
recuerda él mismo:
Vendí libros de una editorial española. Eran libros por metro y a
domicilio, y mis principales clientes fueron profesionales. Un dentista
de Santa Fe me llevó un día a su biblioteca, tenía libros de Aguilar,
Plaza y Janés, entre otros, lujosamente encuadernados. Me mostró el
espacio que le faltaba completar, algo así como 12 volúmenes.22
Gramuglio confirma la especie: “Apareció y enseguida se hizo amigo de
todos nosotros, los que andábamos por los bares. Vendía libros. Le compré
los Orígenes de la novela, de Menéndez y Pelayo, los cuatro tomos”.23
Más de treinta años después, en 1993, yo compré, en Rosario, su recién
publicada novela Lo imborrable. Venía empuñando el librito y me crucé,
calle de por medio, con el poeta y librero Jorge Isaías, él también con un
ejemplar del libro bajo el brazo. Se me había anticipado, por lo que yo no
estaba en condiciones de reponer nada del significado de la frase que me
gritó de vereda a vereda, entre risas, como si me develara el enigma del
relato: “¡Alfonso es Fernández y Bizancio es Atenas!”. Crucé la calle para
que Isaías me explicara que Atenas se llamaba la distribuidora de los libros
que vendía Saer, que quedaba en San Lorenzo entre Presidente Roca y
España, y que su dueño se llamaba Néstor Fernández. Como Isaías es un
gran lector pero, a su vez, él también en su juventud había trabajado para
Fernández, poco le costó identificar en el personaje de Alfonso —el dueño
de la distribuidora de libros Bizancio que, apenas empezada Lo imborrable,
intercepta a Carlos Tomatis en la vereda tendiéndole la mano “con una
sonrisa acaramelada”— a Néstor Fernández, de Atenas.24 La identidad —
sobredimensionada graciosamente y a los gritos por Isaías (Alfonso es,
Bizancio es)— de ningún modo atañe a la novela que, por supuesto, puede
prescindir y de hecho prescinde de toda idea de “reconocimiento”, pues si
no solo funcionaría para Isaías y unas pocas otras personas en las cuales
debería, como en él, coincidir el hecho de haber conocido al tal Fernández y
haber, además, leído la novela. Pero importa la anécdota porque es una
manifestación textual, en obra, entre muchas otras, de la potencia a futuro, en
términos imaginativos, de la temporalmente exigua experiencia rosarina de
Saer.
En una carta inédita dirigida a su amigo Rafael Ielpi, firmada en París en
el 8 de abril de 1979, rememorando sus años en Rosario, anota Saer:
Un recuerdo me visita también a menudo: el día que nos conocimos, en
un edificio burgués de Rosario, subíamos, con Rubén Sevlever, el
ascensor hacia el departamento de uno de sus tíos, y nos pusimos a
hablar de “Mosquitos” de Faulkner ¿te acordás? Esa primera
temporada en Rosario, después que me rajaron de El Litoral, es el
mejor período de mi vida. Todo el resto, en comparación, no es más
que un sueño monótono.25
El edificio burgués donde vivían los tíos de Sevlever, me avisa Eddie
Saltzmann, es el de la Compañía de Seguros La Rosario, queda en la esquina
de Entre Ríos y Urquiza, fue proyectado por el arquitecto Alejandro Bustillo,
y es conocido porque en uno de sus departamentos —nadie sabe en cuál—
vivió durante unos cuarenta días, recién nacido, el Che Guevara.
También en Rosario Saer conoció a Bibí Castellaro, compañera de
carrera de Gramuglio, Ludmer y Desinano. El periodista y dramaturgo
Walter Operto, otro de los participantes de la bohemia de esos años, recordó
de este modo el inicio de esa relación:
Aquí conoció a Biby [sic], su primera mujer, una muchacha de la
Facultad de Filosofía, hermosa, inalcanzable para todos los que la
veíamos pasar desde las vidrieras del mítico Laurak Bat, el bar
enclavado en la esquina noroeste de Entre Ríos y Santa Fe, refugio en
los años 60 de activistas del Movimiento de Liberación Nacional (los
“malenas”), estudiantes y docentes de Filosofía, teatreros, poetas y
algunos periodistas que, como yo, empezábamos a formarnos con un
poco de todo eso.
Recuerdo la envidia que todos sufrimos (el dibujante Napo, el
entonces actor Hugo Herrera, el poeta y eterno estudiante de Letras
Aldo Oliva, entre otros) cuando nos enteramos de que la hermosa Biby
se había enamorado del “turco de Serodino”, a quien habíamos
marcado con una chance bajísima en cuestión de mujeres.26
El turco de Serodino y la inalcanzable Bibí se casaron en noviembre de
1962. Según recuerda Gramuglio, el casamiento fue la condición que impuso
José Saer, el padre del escritor, para pagarles el alquiler de una casita en
Colastiné Norte, un pueblo situado a quince kilómetros de Santa Fe, donde
vivieron hasta 1968 cuando, él primero y más tarde ella, se fueron a Francia.
Desde 1961 Saer ya estaba nuevamente en Santa Fe. Al año siguiente,
promovido por Hugo Gola y sin títulos a la vista, entró como profesor de
Crítica y Estética Cinematográfica y de Historia del Cine en el Instituto de
Cinematografía de la Universidad Nacional del Litoral. Otro de los
profesores era el mismo Gola y entre los alumnos de ambos se encontraban
Marilyn Contardi, Patricio Coll, Pucho Courtalon, Nicolás Sarquís y Raúl
Beceyro. Un recuerdo de Beceyro:
Saer empezó entonces a ser nuestro profesor y muy pronto entre el
grupo de estudiantes y los dos profesores se estableció una relación de
amistad. Recuerdo que solíamos ir con Saer, después de las clases del
instituto, que terminaban a las 11 de la noche, a comer unos ravioles
con crema al restaurant El norteño, a pocas cuadras del instituto.27
Pero ni la mudanza a Colastiné Norte, ni el nuevo trabajo en Santa Fe, ni
los alumnos, inmediatamente nuevos amigos, ni el casamiento fueron
obstáculo para que en esos ocho años Saer volviera una y otra vez a
Rosario.
El historiador José Carlos Chiaramonte me recuerda en un correo haberlo
conocido en Rosario, “cuando Juani acababa de firmar un contrato con Jorge
Álvarez”. Responso es el único libro de Saer que publicó dicha editorial, en
diciembre de 1964. Por lo que es posible datar ese primer encuentro entre
ese año y el anterior, y nunca antes de 1962, cuando Chiaramonte asumió
primero como vice director y luego director de la escuela Normal número 3,
en La Paz entre Corrientes y Entre Ríos, donde también vivía.
En la terraza de la casa-habitación de la escuela, cuenta Chiaramonte,
comió asados con Saer, Hugo Gola, Aldo Oliva y algunos otros, con tenidas
a veces duras sobre literatura o temas políticos. También recuerda
Chiaramonte una muy extensa discusión, en esa misma terraza, sobre el
género policial. Es posible que en homenaje a esa refriega Saer le dedicara
su poema “Recuerdos del doctor Watson”. Es significativo que cuando en
2000, invitado por el Festival Internacional de Poesía, Saer estuvo en
Rosario leyó, entre otros pocos poemas, el dedicado a Chiaramonte. Y es
seguro que algo de aquel Chiaramonte de los años sesenta vibra en José
Carlos, el economista y profesor universitario personaje de La grande,
compañero de Gabriela Barco. De hecho, con la descripción del personaje a
mano (“Su pelo renegrido, bien peinado, y su bigotito negro delatan su
origen siciliano, pero es delgado y alto, como si una mezcla de sangre en
alguna rama de su genealogía lo hubiese salvado del estereotipo”)28 se hace
fácil identificar, aun si no lo conociéramos, al fondo de una foto del año
1966 o 1967, de pie, metiendo una mano en el bolsillo del saco, al propio
José Carlos Chiaramonte, asistiendo a una conferencia de Saer en Rosario,
acompañado por, entre otros, Adolfo Prieto, Rubén Sevlever, Roberto
Retamoso, Marietta Gargatagli, Elios Masferrer y Manuel Streiger.
En 1966 la publicación de La vuelta completa, la segunda novela de
Saer, inauguró la colección Prosistas Argentinos de la editorial rosarina
Biblioteca Popular Constancio C. Vigil. La foto de tapa es de Horacio Leiva
y la diagramación de Juan Pablo Renzi. La colaboración es el primer
encuentro profesional conocido entre Saer y Renzi, cuya amistad había
comenzado en esos mismos bares y pensiones rosarinos a principios de los
años sesenta y que, muchos años más tarde, tuvo una nueva manifestación,
menos ocasional y no guiada, como en el primer caso, por una circunstancia
laboral. El texto “A Renzi” —también conocido como “El cónsul”— que
Saer firmó en París en 1982 y que se publicó al año siguiente en el catálogo
de la exposición de Renzi La guerra de los pájaros, junto a dos de los
cuadros expuestos: “Cuernavaca’s Sunset” y “Último combate en
Cuernavaca”. El conjunto puede verse como un creativo sucedáneo de una
larga conversación que mantuvieron Saer, Renzi y Gramuglio en Buenos
Aires sobre “el aura mítica que adquiría la ruinosa figura del cónsul inglés
en el escenario mexicano dominado por la presencia de los volcanes” en la
novela Bajo el volcán, de Malcom Lowry.29 En una carta dirigida a Saer, y
firmada en Buenos Aires el 8 de febrero de 1983, Renzi precisa los tiempos
de composición de las piezas. Primero, sus cuadros. Luego, el texto que Saer
escribe para el catálogo de la exposición. Y finalmente, un libro de artista
que Renzi pinta sobre el texto de Saer. En 1986, Saer le pide a Renzi una
obra para ilustrar la tapa de la primera edición de Glosa. “En escena 3:
champagne” es la seleccionada. En 1991, Renzi es uno de los personajes
argentinos de El río sin orillas: el que, en la casa que comparte en Buenos
Aires, en el barrio de Caballito, con María Teresa Gramuglio, aloja a Saer
en sus regulares visitas a la Argentina, la primavera de cada año. Cuando
Renzi muere, en 1992, a los 52 años, Saer le dedica su libro inmediato, Lo
imborrable, con un verso de Juan L. Ortiz: “Alma, inclínate sobre los
cariños idos”.30 Y a partir de entonces, cada uno de sus nuevos libros, hasta
La grande, se publicará, por pedido expreso de Saer a su editor Alberto
Díaz, con la reproducción de una obra de Renzi en la tapa, impulso que
también abarcará las reediciones de sus libros anteriores, de modo que tener
una colección completa de esos libros de Saer es, también, tener una
impactante galería de reproducciones de algunas de las obras más
importantes de Renzi. Impensado y masivo colofón para esa amistad
extendida en el tiempo, y singular caso, en la literatura argentina, de esa
suerte de écfrasis a la inversa que son a veces, según Roberto Calasso, las
tapas de los libros que encuentran, en una imagen, no la ilustración sino el
análogon de un texto.31
La vuelta completa, el único libro que Saer publicó en Rosario, no es una
gran novela, según la altura de la vara que el resto de la obra de Saer le
impuso al conjunto y a la literatura argentina. Muy tempranamente, con la
novela recién publicada, en 1967, en Rosario, Norma Desinano la evaluó
con los mismos parámetros de exigencia y novedad que los personajes de
Saer (y Saer, en algunas mitológicas discusiones con poetas, profesores y
críticos literarios) le reclaman a la literatura argentina. Y en el cotejo, la
novela es una decepción:
Es posible, evidentemente, resumir los elementos que atentan contra la
validez estética de La vuelta completa en uno solo: la carencia de un
criterio y de una capacidad selectiva aplicada a lograr la valoración
adecuada y la concentración del material narrativo. Esa falla
fundamental marca de manera definitiva toda la obra, restándole
calidad en su conjunto y descalificando los logros parciales.32
No será la primera vez ni la última que la crítica fue severa, estricta o
directamente injusta con la obra de Saer. Desde las reservas morales con que
Edelweis Serra, muy prematuramente, en 1960, leyó En la zona,
reclamándole al novato Saer vencer, en sus obras futuras, “cierta
beligerancia resentida, liquidar ciertos lastres como su obsesión sexual de
tipo moraviano, en su actitud adolescente, sublimar una latente agresividad
de ‘enfant terrible’ en una creación independiente”,33 hasta la inolvidable,
por su torpeza, reseña de Glosa, firmada por Jorge Masciángoli en La
Nación en la que el reseñista, puesto a buscar las razones de la aridez,
rispidez, monotonía, artificiosidad, autismo y solipsismo de la novela,
percibidas solo por su lectura defectuosa e intencionada, las encuentra en “la
muy restringida aptitud [del autor] para la creación literaria que aspire a ser
algo más que el producto seriado de un laboratorio semiótico”.34
Pero es importante la nota de Desinano en particular porque podemos
estimar el efecto que causó en su autor, debido a una serie de factores
convergentes. La ciudad y la época en las que se publicó la reseña. El
medio, la revista Setecientosmonos, en la que Nicolás Rosa tenía una
definitiva ascendencia y en la que el mismo Saer, en el número siguiente,
publicaría una selección de poemas y una traducción de “La playa”, de Alain
Robbe-Grillet. Y el origen de la reseñista, una discípula destacada de
Adolfo Prieto (“la auténtica discípula”,35 según apostrofó Gramuglio), parte
de la vanguardia rosarina que hasta un año antes, hasta el golpe de Estado de
1966, como anota Miguel Dalmaroni en un exhaustivo y animadísimo estudio
sobre la recepción de la obra de Saer, “se nucleaba en torno de las clases de
literatura argentina de Prieto”, a las que a veces asistía el joven Saer.36
Judith Podlubne precisa que, cuando se publicó En la zona, Prieto organizó
en el Instituto de Letras de la facultad una mesa redonda sobre el libro a la
que asistieron, entre otros, Gramuglio, Ulla, Desinano, Oliva, y que habría
sido el impulso inicial —junto con la nota de Edelweis Serra reseñada más
arriba, aunque en las antípodas teóricas— de la larga historia de la crítica
saeriana en la Argentina y a la que cabe enlazar la temprana inclusión, en
1965, de Responso entre las lecturas obligatorias de una seminario dictado,
también en el Instituto de Letras en Rosario, por Gladys Onega.37
Que en ese contexto —una ciudad, una fecha, una revista, una reseñista,
un grupo, una cátedra, una institución— que era, por otra parte, del que Saer
esperaba respaldo y legitimación, se descartara, tan limpiamente, su nueva
novela, tuvo un importante efecto a mediano plazo: el de la búsqueda, en sus
obras inmediatas, del ambicionado acompañamiento que Desinano (y La
vuelta completa) le habían dado de modo demasiado restrictivo: “Faltó el
principio organizador, la mano dura capaz de suprimir lo superfluo sin dañar
el resto; pero existe ese resto y no es desdeñable”.38
El acompañamiento que esperaba Saer, por cierto, no era abstracto y en
general, sino uno muy específico: de ese grupo, de esos escritores, de esos
críticos, de esos amigos y en ese momento. La positiva mención de su
nombre y de su obra en dos libros de Prieto publicados en 1968 (Literatura
y subdesarrollo y Diccionario básico de literatura argentina) y la
fundamental reseña de Gramuglio sobre Cicatrices, publicada en Los libros
al año siguiente, donde califica a la novela como “uno de los textos más
densos y originales que ofrece la narrativa argentina contemporánea”
convirtieron a los dos en los interlocutores críticos privilegiados de Saer.39
Como lo demuestra el hecho —singular en quien, según todos los testimonios
consultados, no sometía sus obras al juicio de nadie antes de ser publicadas
— de haberles dado a ambos a leer el primer manuscrito de “A medio
borrar”. Gramuglio lo recuerda en una entrevista:
Creo que leí solamente los borradores de “A medio borrar”, que
después se publicó con La mayor. Más bien siempre me iba contando,
en cartas que no conservo, las tiré todas porque no soy de conservar
cartas, las cosas que estaba escribiendo, o las cosas en las que estaba
pensando.40
La devolución de Prieto al envío de Saer, en cambio, fue conservada por
Laurence Gueguen. La carta está fechada en Besançon, Francia, el 9 de junio
de 1971. En octubre de 1970 Prieto viajó a tomar el puesto de profesor de
Literatura Latinoamericana en la Faculté de Lettres de la Université de
Besançon que había dejado Noé Jitrik, su compañero de Contorno, quien lo
propuso para su reemplazo. Jitrik y su mujer, Tununa Mercado, habían sido
entusiastas anfitriones de Saer, cuando este llegó a Francia a mediados de
1968 y fue a Besançon un mes para tomar cursos de francés en el Centre de
Linguistique Apliquée, como parte de la beca que había ganado ese año. El
24 de octubre de ese mismo 1968, llegó Bibí Castellaro a París. Dos años
después, pocos meses antes de la llegada de Prieto, el 16 de junio, los Saer
fueron padres de mellizos. A las dos de la tarde nació Jerónimo José y a las
cuatro Esteban Luis. Trece días más tarde el menor murió. Los bebés
nacieron prematuros y, por negligencia médica, no fueron enviados a la
incubadora inmediatamente, sino recién tres días después. El menor de los
hermanos tomó una infección que derivó en una meningitis. En el
extraordinario “A medio borrar”, cuyo primer manuscrito, según se
desprende de la fecha de la carta de Prieto, ya estaba listo por lo menos en
mayo de 1971, aparecen por primera vez en la obra de Saer los mellizos
Pichón y Gato Garay. Uno está en la ciudad, a punto de irse a París (asunto
del argumento “Discusión sobre el término zona”, publicado en La mayor), y
el otro en la costa. Separados por la inundación, aunque se buscan para
despedirse, no logran encontrarse a lo largo de todo el relato. Pichón se va,
sin verlo. Y ya no lo verá. Su melancólico retorno a la ciudad, muchos años
después, narrado en La pesquisa, incluye una vista, de lejos, desde el agua,
de la casa donde desapareció el Gato.
Saer y Prieto se vieron varias veces durante la estadía de Prieto en
Francia, y afianzaron la amistad que habían iniciado en Rosario diez años
antes, según se desprende de la intensa correspondencia durante ese año,
tanto entre Saer y Prieto como entre las esposas de ambos, Bibí Castellaro y
Negra Jarma, muchas veces cruzadas, o escritas a cuatro manos (aunque
Castellaro reclama las de Prieto, aparentemente más reacio a escribir).41 Las
cartas son a veces de orden profesional —Saer insiste en que Prieto se
quede en Francia, propone improbables trabajos en la Universidad de
Rennes, donde daba clases él, en el rango inicial— pero son, sobre todo de
carácter familiar y fraterno. Ese es el contexto de la reseña epistolar que
envía Prieto a Saer, cuya coda tal vez convenga poner aquí como acápite:
“Es probable que este comentario te decepcione. Pero yo hace quince años
que digo a todo el mundo que no soy un crítico literario, y nadie me cree”.
He leído dos veces el cuento y creo que lo mejor será referir por
separado las reacciones sugeridas por las dos lecturas. La primera me
dejó como saldo principal una reflexión sobre el carácter de lector
provisorio, contingente, a que me condena la elaboración de una obra
cuyas piezas voy conociendo por separado, en distintos momentos,
entre las acechanzas de la memoria y del olvido. La magnitud del
proyecto se me hace ahora más evidente, y la imagen de una obra que
conozco a medias me deslumbra por sus alcances globales al tiempo
que me frena o me hace problemática la comprensión de cada una de
las piezas que la integran. Sé que en este relato confluyen hilos que
vienen de otros relatos y sé que de él parten otros, que desconozco y
que pertenecen a un proyecto latente. Sospecho entonces, de pronto,
que la cifra del relato leído, el hueso significante, no se encuentra en el
relato mismo, sino en la palabra, en el gesto, en la situación de un
relato ya escrito o de uno por escribir, o más difusamente, en el juego
de tensiones con que cada uno de los relatos asegurará el
funcionamiento final del universo imaginario propuesto. Esta primera
lectura me ha dejado entonces perplejo, vacilante, sin saber bien cómo
adoptar una perspectiva que haga justicia al relato leído, sin
empobrecerlo de todas las connotaciones, que no están visiblemente en
él, y sin condicionarlo demasiado a lo que conozco, a lo que presumo y
a lo que ignoro del proyecto total.
Para la segunda lectura decidí, por un esfuerzo de abstracción, leer
el relato como una obra autónoma, despreocupado, en la medida en que
esto es posible, del marco referencial en el que el cuento se ubica.
Me ha parecido que “A medio borrar” es, fundamentalmente, la
ilustración de la idea que sugiere una determinada experiencia. La idea,
por lo demás manifestada expresamente en dos o tres momentos del
relato, es la de que la realidad del sujeto está dada por la realidad de
los objetos que lo rodean. La demostración de esta idea pasa a ser
materia narrativa. El protagonista, en vísperas de un viaje, padece un
sentimiento de desposesión progresivo, una suerte de des-realización a
medida en que él mismo empieza a desplazarse, a alejarse de ese
mundo de objetos que le dio consistencia hasta ese momento. El
protagonista se siente, en suma, “a medio borrar”.
Por supuesto, no quiero decir que tus intenciones hayan sido las de
difundir el carácter demostrativo de una idea sugerida por la
experiencia. Digo que a mí me ha impresionado este aspecto como
verdadero punto de partida del relato, y si esta observación vale, me
atrevería a pensar que ese punto de partida te ha facilitado la
realización de los momentos espléndidos del relato, como también te
ha marcado límites innecesarios, exclusiones y omisiones que pueden
proponerse como puntos oscuros de realización.
En cuanto a lo primero, creo que esa capacidad de inventariar la
realidad exterior y de convertirla en superficie de rebote para la
psicología de los personajes y para su concepción del mundo funciona
muy bien —como en todos tus relatos anteriores, no puedo olvidar el
parangón.
En cuanto a lo segundo, pienso que el personaje protagónico,
reducido a vivir en un puro presente, vaciado de todos los contenidos
psicológicos que no convengan a su proceso de des-realización,
concluye por ser un personaje arbitrariamente aplastado en una sola
dimensión. Puede y debe aceptarse su bloqueo emocional, la inversión
jerárquica con que ordena las personas y las cosas que integran su
experiencia inmediata. Pero es más difícil de aceptar que conciba una
experiencia tan estática y recortada de la realidad, que no sienta que la
realidad es un todo continuo, y que cuando se produce un
desplazamiento de un segmento de la realidad se está ingresando en
otro, y que ese otro segmento, aun desprovisto de los mecanismos
fundamentales del hábito, configura ya una situación, un panorama en el
que puede haber solo informaciones inconexas, temores, deseos,
sueños que van llenando de signos, “amueblando” el segmento de la
realidad en el que se empieza a entrar desde el momento en que se
abandona otro.
En otras palabras, reprocho a ese personaje, tan minuciosamente
dado a registrar el espesor y la complejidad del presente, y de
mostrarnos en él una dimensión del pasado, que se niegue a abrirse a
toda dimensión de futuro, siendo que desde ese futuro proviene la
determinación que lo arranca del presente.
Es probable, y aquí vuelvo a las reflexiones de la primera lectura,
que en otro lugar aparezcan los signos de esta dimensión, y que el
personaje recupere muchas de las razones que aquí aparecen
escamoteadas. También, y como consecuencia principal, que el relato
pierda ese carácter de demostración que se me ofrece con evidencia
perturbadora.
¿Debo agregar que “A medio borrar” me parece un cuento de
calidad? Lo es, sin duda, y es en relación a esa calidad que he
intentado razonar los elementos residuales, negativos, que sobreviven
el interés y el placer de su lectura.42
Prieto en el cierre le reclama a Saer, “mandame unas líneas, me gustaría
conocer tu opinión”. Saer, a vuelta de correo:
Querido Adolfo: Hace varios días que quiero contestar a tu inteligente
y generosa carta con la que estoy de acuerdo en un 85%. Hubiese
querido hacerlo minuciosamente pero, te juro, en estos días no tengo ni
la serenidad ni la fuerza suficientes como para escribir. Estoy muy
nervioso, muy conflictuado, y no solamente por el viaje.43 Me hubiese
gustado mucho hablar con vos de algunos problemas que me están
jodiendo en estos días, y hasta soñé que íbamos a comprar carne juntos
para hacer un asado (salía 25 francos, y vos pagabas). Yo me sentía
bien en el sueño, y no solamente porque otro pagaba por mí, sino
porque eras vos el que lo hacía y yo sentía, por esa razón, que no te
debía nada y que ya encontraría, con las achuras o el vino, la forma de
corresponderte.44
No sabemos, sin embargo, si Saer tomó en cuenta algunas de las
observaciones de Prieto ni si hubo modificaciones entre el texto de 1971 —
que tampoco conocemos— y el publicado en 1976 en La mayor. Solo
sabemos —y esa tal vez haya sido la forma de correspondencia entrevista en
el sueño— que el volumen le está dedicado (“A Adolfo Prieto. Pasos de un
peregrino son errantes”) y que, en buena hipótesis, esa dedicatoria no solo
está dirigida al amigo, al crítico de esta reseña, al lector, sino, más
abarcativa y simbólicamente, a una ciudad y una época, en las que, en un
bullicioso, creativo e intransigente contexto de vida literaria, Saer encontró,
entre pares y maestros, algunas certezas en cuanto a sus propias y tempranas
presunciones, que ya no lo abandonarían.
Publicado en Un arte vulnerable. La biografía como forma (Nora Avaro, Julia
Musitano y Judith Podlubne comps.), Nube Negra, Rosario, 2018.
1 Juan José Saer, Cicatrices, Sudamericana, Bs. As., 1969.
2 J. J. Saer, “El guardián de mi hermano”, en El concepto de ficción, Ariel, Bs. As., 1997, p. 246.
3 Richard Ford, “Vivir para cantarla”, en Revista Ñ, Bs. As., 27 de octubre de 2016.
4 J. J. Saer, “El guardián de mi hermano”, op. cit., p. 246.
5 J. J. Saer, “La mayor”, en La mayor, Planeta, Barcelona, 1976, p. 13.
6 Nora Avaro, “Pasos de un peregrino. Biografía intelectual de Adolfo Prieto”, en Adolfo Prieto,
Conocimiento de la Argentina: Estudios literarios reunidos, selección y prólogo de N. Avaro,
Editorial Municipal de Rosario, 2015, pp. 7-107.
7 Raúl Beceyro, 5 Ensayos. Saer/Punto de vista/Alfonsín/Adorno (Memorias), Ediciones UNL,
Santa Fe, 2012, pp. 39-57.
8 Miguel Dalmaroni, “El largo camino del ‘silencio’ al ‘consenso’. La recepción de Saer en la
Argentina (1964-1987)”, en J. J. Saer, Glosa. El entenado (edición crítica), Julio Premat (coord.),
Alción, Córdoba, 2010, pp. 605-663.
9 Roberto Maurer, “Juani” [1992], en El Poeta y su Trabajo n° 20, México, otoño 2005, pp. 18-33.
10 Judith Podlubne, “La lectora moderna. Apuntes para una biografía intelectual”, en María Teresa
Gramuglio, Nacionalismo y cosmopolitismo en la literatura argentina, Editorial Municipal de
Rosario, 2013, pp. 7-62.
11 J. J. Saer, “Solas”, en En la zona, Castellví, Santa Fe, 1960, p. 56.
12 Jorge Reynoso Aldao, en “Juan José Saer. Recuerdos del río”, Biografías, Canal (á)
(https://youtu.be/ICOiWCpJ8qY, consultado en junio 2021).
13 Nora Catelli, “Un clásico invisible”, en El País, Madrid, 17 de junio de 2006.
14 J. J. Saer, La Grande, Seix Barral, Bs. As., 2005.
15 Ver N. Avaro, “Pasos de un peregrino. Biografía intelectual de Adolfo Prieto”, op. cit.; y J.
Podlubne, “La lectora moderna. Apuntes para una biografía intelectual”, op. cit.
16 J. Podlubne y M. Prieto, “Un autorretrato indirecto” (entrevista a M. T. Gramuglio), en J.
Podlubne, y M. Prieto (eds.), María Teresa Gramuglio. La exigencia crítica. Quince ensayos y
una entrevista, Beatriz Viterbo/UNR, Rosario, 2014, p. 243.
17 Archivo Familia Saer.
18 Ibíd.
19 Aldo Oliva, Poesía completa, Editorial Municipal de Rosario, 2016.
20 Noemí Ulla, Los que esperan el alba, Dirección Provincial de Cultura, Santa Fe, 1967.
21 Guillermo Fantoni, Arte, vanguardia y política en los años ’60. Conversaciones con Juan
Pablo Renzi, El cielo por asalto, Bs. As., 1998, p. 77.
22 Alberto Perrone, “Borrar fronteras”, en La Opinión, Bs. As., 23 de mayo de 1976, recopilado
en M. Prieto, Juan José Saer. Una forma más real que la del mundo, Mansalva/ Ediciones
Espacio Santafesino, Bs. As., 2017, p. 12.
23 J. Podlubne y M. Prieto, “Un autorretrato indirecto”, op. cit., p. 243.
24 J. J. Saer, Lo imborrable, Alianza, Bs. As., 1993.
25 Archivo Familia Saer.
26 Walter Operto, “Saer decía que Rosario era como París”, en Rosario 12, Rosario, 17 de junio de
2005.
27 R. Beceyro, “Avatares de una amistad”, op. cit., p. 40.
28 J. J. Saer. La grande, op. cit., p. 385.
29 M. T. Gramuglio, “El cónsul”, en El lugar de Saer. Sobre una poética de la narración (19692014), Editorial Municipal de Rosario / Espacio Santafesino Ediciones, 2017, p. 74.
30 J. J. Saer, Lo imborrable, op. cit.
31 Roberto Calasso, La marca del editor, Anagrama, Barcelona, 2014.
32 Norma Desinano, “Juan José Saer: después de La vuelta completa”, en Setecientosmonos n° 9,
Rosario, junio de 1967, pp. 13/18.
33 Edelweis Serra, “Juan José Saer. En la zona”, en Señales. Revista de Orientación
Bibliográfica n° 126-127, año XII, Bs. As., 1960, p.53.
34 Jorge Masciángoli, “Ficción y experimento”, en La Nación, Bs. As., 15 de febrero de 1987.
35 J. Podlubne y M. Prieto, “Entrevista a María Teresa Gramuglio”, inédita.
36 M. Dalmaroni, “El largo camino del ‘silencio’ al ‘consenso’. La recepción de Saer en la
Argentina (1964-1987)”, op. cit., p. 615.
37 J. Podlubne, “Setecientosmonos y la modernización de la crítica literaria argentina”, en
Cuadernos de literatura n° 39, vol. XX, Bogotá, enero-junio de 2016, pp. 270-295
(https://revistas.javeriana.edu.co/index.php/cualit/article/view/15113/12271, consultado en junio de
2021).
38 N. Desinano, “Juan José Saer: después de La vuelta completa”, op. cit., p. 18.
39 M. T. Gramuglio, “Las aventuras del orden. Juan José Saer. Cicatrices”, en Los libros n° 3, año
I, Bs. As., septiembre de 1969, recopilado en El lugar de Saer. Sobre una poética de la
narración (1969-2014), Editorial Municipal de Rosario / Espacio Santafesino Ediciones, 2017, p.
20.
40 J. Podlubne y M. Prieto, “Un autorretrato indirecto”, op. cit., p. 245.
41 Escribí unas anotaciones personales sobre ese viaje familiar en “Besançon, 1970”, leído en “Bajo
la lluvia ajena. Encuentro sobre exilios, migraciones y destierros”, organizado por el Museo de la
Memoria, Rosario, agosto de 2007.
42 Carta inédita. Archivo Familia Saer.
43 Hace referencia al viaje a la Argentina que harán para esa fecha Castellaro y Saer, el primero
después de la partida en 1968.
44 Carta inédita. El subrayado está en el original. Archivo Negra Jarma.
Alucinar y confesar
Osvaldo Baigorria >>
Desconocía que en la base de toda
introspección hay placer de contemplarse y en
el fondo de toda confesión, deseo de ser
absuelto.
Michel Leiris1
En preparación para este coloquio2 me puse a revisar las notas que fui
tomando durante las primeras etapas de mi investigación sobre Néstor
Sánchez, muchas de las cuales quedaron descartadas, y me sorprendió
encontrar la cita del epígrafe, apuntada tal vez alrededor del 2005-2006,
cuando aún creía que iba a hacer una biografía de este escritor. Cuando
advertí lo improbable de esa empresa, e intenté escribir un ensayo, una
novela y una crónica en base al diario que llevaba durante la investigación,
aquella cita quedó sepultada bajo otros apuntes, pero ahora veo que me
estaba diciendo algo sobre el futuro.
En realidad, no sé cuánto de razón tiene esa frase —en traducción de
Alejandra Pizarnik y Silvia Delpy— pero me sigue pareciendo armónica,
auténtica y al mismo tiempo elegante y despojada de todo artificio. Pese a
que me repugnan las corridas de toros, no puedo sino admirar el arte con que
esa oración, como estocada de torero, quedó clavada en un papel de notas y
es capaz de llegarme años después a modo de golpe en la nuca. Tal vez
gracias a su propia armonía es que hoy también puedo recuperarla como leve
escudo o capa liviana ante ese toro de lidia que fue y sigue siendo Néstor
Sánchez en la arena, campo, pantano o “espacio biográfico” donde campean
y se estudian las diversas formas de contar una vida.3
¿Por qué habría un deseo de ser absuelto? Creo que es porque en este
campo, y sobre todo ante este caso concreto, nunca dejo de sentirme un
extranjero, un migrante ilegal que en cualquier momento puede ser
descubierto y deportado. Quienes lo leyeron saben que Sobre Sánchez es
ante todo el relato de una investigación que fracasa o colapsa. En “About”,
la advertencia inicial del libro publicado por Mansalva, se lo anuncia como
biografía fallida que también tiene esquirlas de ensayo colapsado y astillas
de novela a medio terminar. Quizá en otra reescritura modificaría el
paratexto, porque hoy veo que esta criatura también puede ser leída como
algo monstruoso, un freak producto de la manipulación genética de una
biografía ajena para injertar una autobiografía. A veces siento que podría ser
considerado un texto transgenérico, no transgénero, porque si bien sufrió
operaciones de cambio de género durante el seguimiento del recorrido de
Néstor Sánchez y durante el proceso de escritura, también devino en un
agenciamiento de géneros —agenciamiento en sentido de apropiación y no
solo de cruza—: una biografía que se hizo ensayo y luego crónica y más
tarde se empezó a sentir novela ambientada en el delta del Paraná, ámbito
donde se produjo la escritura que presenta retazos o restos de todos esos
intentos. “Diario, biografía, memorias, testimonios, las fronteras son débiles,
como que en todos los géneros hay fibras de poliamida”.4
¿Y por qué la investigación fracasa y colapsa? Porque pronto descubrí
que el núcleo duro, el corazón o el secreto de la historia de Néstor Sánchez
se hallaba justamente en los años oscuros, enigmáticos en los que dejó de
escribir, renunció a su consagración como escritor y se hizo vagabundo,
metiéndose de cabeza en una búsqueda corpoespiritual que lo llevó a vivir
como linyera en París, Nueva York y Los Ángeles. Dar cuenta de esos años
resultó una empresa inabordable, por distintos factores que trataré de
explicitar.
A mediados de los setenta, Sánchez parecía una de las grandes
revelaciones de la literatura argentina junto a Puig y Cortázar, habiendo
publicado cuatro novelas, dos de ellas traducidas al francés. En el período
en que trabajaba como traductor y lector para la editorial Seix Barral,
primero en Barcelona, después en París, de pronto abandonó su trabajo,
destruyó todo lazo con colegas, editores, agentes literarios, amigos,
familiares y desapareció de la escena. En todos los registros y testimonios,
su búsqueda interior emerge como algo demencial, algo que rayaba o
bordeaba la demencia. Seguir ese rastro, observar las huellas de ese viaje
implicó en mi caso vérmelas con la locura y el miedo a la locura, sea ante la
divina del pensamiento clásico o la más prosaica de la psiquiatría;
ciertamente, tuve que vérmelas con mi propio miedo a la locura.
¿Cómo fue, dónde estuvo, de qué vivió, qué hizo en esos ocho, nueve o
diez años en los que se convirtió para muchos en un fantasma o en un
“desaparecido”? Todavía me hago esas preguntas. Si alguna vez alguien se
pone realmente a escribir una biografía de Néstor Sánchez, tendrá que
vérselas con ese período que contiene la cifra imprecisa de toda una vida.
Así que solo pude hacer lo que algunos dirán que es una biografía
“parcial” o “conjetural”.5 Claro que una figura de escritor tan esquiva como
la de Sánchez abría la puerta a tantas posibilidades de imaginar peripecias,
trayectos, encuentros y escenas que era inevitable sentir la tentación de la
novela. Pero rechacé de entrada la opción de ficcionar ante lo que se me
planteó como “disyuntiva ética”, en términos del propio Sánchez. En un
artículo de 1971, este expuso con precisión sus ideas sobre la escritura y la
vida, proponiendo una decantación que llevaría a “un rechazo paulatino de
aquello que no debe hacerse”. Allí enumera: “no contar una historia”, “no
traicionar la riqueza potencial de un instrumento (el lenguaje) a fin de
volverlo noticia, chisme, ilustración y comentario” y definitivamente “no
ficcionar para ilustrar una tesis o por ficcionar en sí porque ¿en qué
momento un hombre recurre a la ficción, así sentado al sol frente una
máquina de escribir? Tal vez cuando su vida… no puede convertirse ella
misma en materia estética”.6
Crear un personaje que tuviera el nombre de Sánchez, que deambulara
entre otros “personajes consecuentes” realizando acciones “que irán
fatalmente a cumplirse” nunca podría haber captado ni siquiera por
aproximación el temperamento, creencias y visión del mundo que llevó a
Néstor Sánchez a escribir como lo hizo y a dejar de escribir como lo hizo:
“Nunca en mis libros inventé una historia. Todo ha sido en base a mi vida
presente o pasada y esto ahora ya no puede ser: me quedé sin épica”.7
Sabía que en el proceso de toda research sobre una vida es inevitable
formarse una imagen de esa vida pero también que la deliberada
construcción de una ficción es algo que sí puede evitarse. Es decir, la
imaginación puede ser de alguna manera controlada, limitada, contrastada
con los documentos y toda la verificación disponible. Lo difícil de controlar
es la alucinación.
Reinaldo Arenas escribió en la primera página de El mundo alucinante
la siguiente advertencia: “Esta es la vida de Fray Servando Teresa de Mier
tal como fue, tal como pudo haber sido, tal como a mí me hubiese gustado
que hubiera sido”.8 La frase, sumada a la introducción “Fray Servando,
víctima infatigable” en un libro cuyo subtítulo es “una novela de aventuras”,
inicia y enmarca un texto que parece producto de la subjetividad alucinada
de alguien (Arenas) que tomó las crónicas y memorias históricas de otro
(Fray Servando) y alucinó. O sea, no solo imaginó peripecias, huidas y
calamidades del sujeto en cuestión, sino que se sumergió en las visiones y
atravesó los posibles delirios de ese sujeto hasta llegar al punto de
visualizar y prefigurar involuntariamente su propio destino. Néstor
Perlongher denominó “realismo alucinante” a esa operación que él asociaba
a la expresión “lancinante”, una palabra rescatada del portugués que había
aprendido en Brasil, pero que desde luego también existe en castellano
aunque con significado algo distinto:
Lancinar es como hacer una estocada, como desgarrar, tiene que ver
con la experiencia de la alucinación pero no deja de instaurar un plano
que también es de lo real, de lo molecular… El problema es si vos
respetás lo real constituido como tal o lo invadís.9
Ahora bien: lejos de la maravillosa operación barroca que hizo Arenas
sobre la historia de Fray Servando, y sin haberme propuesto participar de
ningún modo en un programa que podría llevar a invadir, intervenir o
desgarrar con fábulas y relatos fantásticos el material documental que logré
reunir sobre la vida de Néstor Sánchez, no obstante algo del orden de la
alucinación terminó colándose o metiendo la cola en el texto. Esa
intromisión me tomó por sorpresa, no fue planeada y tampoco produjo
necesariamente el mejor resultado. Quizá debería haber tenido a mano las
sustancias con las que contaba Perlongher, o acaso el propio Arenas, y una
mínima dosis de esos talentos para pasar al plano del discurso lo que puede
percibirse en el plano de la fuerza alucinatoria.
En un punto crucial de la pesquisa, sentí que para acompañar el viaje de
Néstor Sánchez tenía que excavar de mi memoria aquello que me
relacionaba a ese viaje. Lo cual me llevó a un cuestionamiento de mi propia
identidad, de lo que era o creía que era en el momento en que me puse a
escribir. Podría decirse que este fue un libro “con” Sánchez en vez de
“sobre” Sánchez en el sentido de que intenté acompañar su periplo interior,
fundirme con su búsqueda tal como esta aparecía en el material documental.
Para entenderlo, para comprender ese viaje, tuve que hacer una arqueología
personal en el recuerdo de esos años de experimentación en los que este
autor se consagró como escritor y luego dejó completamente de escribir, una
tarea que incluyó ejercicios de recapitulación, meditaciones y otras formas
de alteración —o expansión, según se lo mire— de la percepción. Pero al
tratar de llevar a la escritura el impacto que produjo en mi propio cuerpo ese
“hacer memoria” en paralelo con el conocimiento de los gestos extremos de
renunciamiento de Sánchez, el proyecto —y todo aquello que se jugaba de
mi autoidentidad dentro de él— se enfrentó a la alternativa de morir o mutar
en forma definitiva.
Para reponer lo que había investigado en algún tipo de semblanza
biográfica, me sometí a la siguiente regla: mantener las riendas sobre la
imaginación, no ficcionar, no inventar nada en relación a la vida de Néstor
Sánchez pero sí soltarme al recordar y poner en paralelo, en la sección del
libro llamada “Notas al pie”, todas mis memorias de viajes y sujetos
inmersos en búsquedas semejantes con los que me encontré en América del
Sur, Centro y Norte en las décadas del setenta y ochenta. Sujetos —
representados en el relato como personajes— que exploraron diversas
formas de renuncia, deserción o abandono de sus lugares y funciones
establecidas. En inglés, drop-outs. Aquellos que, lo supieran o no, habrían
seguido el lema de Breton: “Dejen todo. Partan por los caminos”. Es lo que,
de alguna manera, hizo Néstor Sánchez, quien renunció a escribir y a
publicar al menos dos veces: una cuando se hizo clochard, nómade o
vagabundo a mediados de los años setenta, y otra —ya definitiva— en los
noventa después de haber publicado su último título, La condición efímera.
Las preguntas que guiaron mi investigación fueron las siguientes: 1) cómo
se gestó la renuncia de Sánchez a la escritura (no solo “por qué” ya que esto
él mismo lo explicó de diversas formas en artículos y entrevistas, sino cómo
empezó y se desarrolló esa renuncia, ese abandono de la escritura); 2) qué
fue de Sánchez (qué le ocurrió, cómo vivió) durante los años en los que se
supone que devino en vagabundo. Ambos interrogantes, obviamente
conectados entre sí, apuntarían a desentrañar un misterio que trasciende a
una vida particular y que está relacionado con el interrogante mayor que
puede hacerse un escritor, “para qué escribir”, y desde luego con la pregunta
de fondo que puede hacerse todo ser humano: “para qué vivir”.
En función de no provocar una ruptura drástica del pacto de lectura, me
propuse mantener la “ilusión referencial” o la “superstición realista”10 en la
semblanza propiamente dicha de Sánchez pero solté o dejé caer todo aquello
que podía ser resultado de mi percepción alterada o expandida en las
páginas del relato autobiográfico que aparece en esas “Notas al pie” (una
división no tajante porque el contenido de algunas de estas cruzan a las otras
páginas y viceversa). Quiero decir que cierto plano de la alucinación
intervino en la crónica o diario que acompañó la pesquisa. Y ello no solo
porque “cuando ‘confieso’ mi ‘intimidad’, invento, imagino”11 sino porque
al recurrir a mi memoria para contar anécdotas personales lejanas en el
tiempo, cuyo recuerdo también fue modificándose y reescribiéndose gracias
a la acción permanente del tiempo —ese gran editor que siempre tiene la
última palabra— allí de pronto se sobreimpuso la imagen alucinada de lo
que podía ocurrirle a un escritor que decide investigar y escribir sobre
Néstor Sánchez. Por eso también daría la impresión de que resultaron dos
libros en uno o un libro en el que se cruzan dos vidas, la del biógrafo y la
del biografiado, pero narradas tal como —parafraseando a Arenas— esas
vidas pudieron haber sido o como a mí me hubiera gustado (y temido) que
hubiesen sido.
Ese “mí”, ese “yo” aquí no tiene vueltas; en este lugar, el sujeto que habla
es el autor, con perdón por la palabra: el autor que en la historia de la crítica
fue declarado muerto, reducido a función o ficción y luego resucitado, hoy
puede hablar, por ejemplo, de una de sus obras. Siguiendo la clásica y ya
escolar distinción de Lejeune, la autobiografía se definiría por la identidad
entre autor, narrador y personaje principal. La diferencia con una ficción
autobiográfica no sería significativa, y solo se apoyaría en la afirmación de
esa identidad autor-narrador-personaje: “Todos los procedimientos que
emplea la autobiografía para convencernos de la autenticidad de su
narración, la novela puede imitarlos y lo ha hecho con frecuencia. […] El
pacto autobiográfico es la afirmación en el texto de esa identidad”.12 Al
mismo tiempo, conocemos bien esta paradoja: todo lo que uno es, en cierto
sentido, está compuesto de recuerdos; y sin embargo, esos recuerdos están
siempre sujetos a revisión, a reescritura, a reedición. Yo puedo ser el autor,
yo puedo ser esto o aquello, pero ¿quién realmente soy?
En cuanto a la crónica —que, como se sabe, en cierto modo parecido a
las autobiografías y a las biografías escritas en primera persona, puede
incluir un narrador identificado con el autor—, en Sobre Sánchez es una
textura definitivamente cruzada por la ficción. Porque en la crónica de la
investigación que aparece en esas “Notas al pie” y que luego también se
derrama en distintas páginas del libro, hay un narrador-personaje que de
pronto se separa del autor. Hay un desdoblamiento. Un narrador relata
anécdotas de viaje según las recuerda este autor, anécdotas de mis viajes,
algunas de las cuales podrían ser consideradas “novelescas” por derecho
propio pero que son recuerdos verdaderos, al menos tal como los pude
recordar al momento de escribirlos: anécdotas en las rutas y en los bosques
donde viví varios años, relatadas con algunos cambios mínimos de nombres
y lugares para proteger la intimidad de personas realmente existentes y aún
con vida. Pero además ocurrió que, mientras escribía, a este autor le rozó lo
que Barthes llama “el ala del no escribir”, ese “ala negra de la desdicha”
que también podría convertirse, con suerte, en “ala dulce de la sabiduría”.
En La preparación de la novela, Barthes sugiere que la renuncia a escribir
suele llamar la atención de un escritor cada vez que siente la escritura como
un deseo que fue llevado a la violencia por la manipulación. “Viene entonces
la tentación de suspender toda obra como si fuera […] una empresa, una
ofensiva, una dominación; viene el deseo de ya no hablar, de anular toda
ambición”.13
Todo esto empezó con mi mudanza a una zona de islas del delta de Paraná
en el partido bonaerense de Tigre justo al principio de mi proyecto de
biografía. La coincidencia fue en parte producto de un gran error, ya que una
cosa es fantasear con que uno se encierra en una isla para escribir, o sea “se
aísla”, y otra creer que es posible iniciar una investigación compleja, que
requiere muchas fuentes, mucha documentación, mucho contacto con
personas que habían conocido y/o habían leído a Sánchez, etc., en un lugar
de aislamiento, una tierra inestable desde la que es difícil o fatigoso viajar,
debiendo tomar lancha colectiva, después tren a Buenos Aires, etc., en fin:
un lugar donde tampoco hay buenas comunicaciones, teléfonos que funcionan
más o menos, una internet precaria y que depende de la lluvia o el viento, o
sea que presentaba, como fui descubriendo, condiciones adversas de
producción.
Al darme y dar cuenta de estas condiciones, resultó inevitable que
apareciese en el texto un narrador que lucha por escribir recluido en una isla
mientras el sudeste sopla y el terreno se inunda; ese narrador rema y rema
pero de pronto se quiebra, decide abandonar la escritura y dedicarse a vivir
de la pesca y de la siembra. Bien, pues esto es lo que aluciné que podría
ocurrir realmente si continuaba mi investigación sobre Néstor Sánchez. No
digo “aluciné” en un sentido banal o coloquial: esa es la visión que apareció
con nitidez como opción de futuro cuando sentí desfallecer las fuerzas que
me habían llevado a escribir. El personaje se sintió real, en sentido
macedoniano pero también en un sentido fuerte de absorber al autor recluido
en la isla. Más tarde, Sobre Sánchez podría ser leído como uno de esos
textos de “realidadficción”, siguiendo a Josefina Ludmer, en los cuales “los
sujetos definen su identidad por su pertenencia a ciertos territorios”.14 Pero
más allá, tal vez se necesitaría a la genética para determinar precisamente
cómo fue cambiando este texto mientras seguía “los movimientos de la
creación, de la representación y de las metamorfosis del ‘yo’”.15
En otras palabras, la disyuntiva de dejar de escribir fue algo que sentí con
la fuerza de una vivencia absolutamente real. Lo que me pasó al encontrarme
con el material de vida y obra de Néstor Sánchez (sus novelas, las
entrevistas que concedió, los testimonios de quienes lo conocieron), fue así
de fuerte. Por la dificultad en hallar las claves biográficas de su período más
oscuro y que al mismo tiempo podía arrojar más luz sobre su vida; por la
lectura de una obra tan compleja, basada en la improvisación, en el free jazz,
en la cual la historia casi no importa, o importa menos que el lenguaje; y
también por las ideas de Sánchez sobre la literatura, la sociedad, el
mercado, lo sagrado, lo profano, la vida y la muerte, de pronto ese proyecto
—y con él toda identidad de escritor— se me cayó de las manos. Sentí casi
de inmediato que podía y tal vez debía abandonar toda escritura, incluidos
los trabajos de periodista freelance. Podía ganarme la vida de otras formas.
No era la primera vez, de hecho nunca llegué a tomarme esa autoidentidad de
manera tan sagrada como para pensar que debía sacrificarlo todo para seguir
escribiendo. Pero esta parecía la definitiva. Así es que un día me dije: ¿y si
no escribo más? ¿Para qué escribir? Si por alguna razón moría al poco
tiempo, otros hubieran dicho: “dejó de escribir para siempre”.
Releo entre las notas que fui tomando a medida que empezaba la escritura
de Sobre Sánchez, que en aquel momento se llamaba “La condición de la
experiencia”, lo siguiente:
El llamado de la isla. El llamado a aislarse. A veces lo escucho. A
veces lo sigo. No es como el llamado del camino, esa voz que incita a
fugarse, a ponerse en movimiento, los pies en polvorosa. En esta isla
los pies están en barrosa, chapotean y se hunden. Aquí abajo todo es
barro y agua. Mi casa sobre esta masa de barro y agua a la que llegué
desde la ciudad con mis libros y mi notebook en la mochila, y en la que
me encierro con la intención de escribir. Pero todo me distrae. Los
pájaros que cantan a las cinco de la mañana me distraen. La lluvia me
distrae. El viento me distrae. A veces me despiertan los pájaros, la
lluvia o el viento y a veces me despierta el silencio. Son las cuatro de
la mañana, no se oye absolutamente nada, y me despierto. El silencio
me abruma. Y el silencio me llama. Pero no me llama a escribir. Me
llama a silencio.
Ahora bien: paradójicamente, solo pude encontrar la forma y la fuerza
para escribir después del momento en que decidí dejar de escribir. De
pronto, dos o tres años más tarde, la escritura salió sola y pude procesar
aquella experiencia en un libro. ¿Qué quiero decir con salió “sola”? Que
salió sin “proyecto”, sin “modelo” y sin “autopercepción de escritor” puesta
en juego. Todos los libros que me habían estimulado desde el inicio y que
consideré modélicos en uno u otro sentido —desde Pálido fuego de
Nabokov hasta La orquesta de cristal de Enrique Lihn y Los subterráneos
de Kerouac— habían sido ya fagocitados, digeridos y desechados para
poder avanzar sin imponer un plan sobre el terreno. La escritura tuvo que
apoyarse en la inclinación y altura del suelo, en la capacidad de absorción
de la isla, en los detalles que permiten que las cosas, como el agua de los
ríos, fluyan en una dirección y no en otra.
En otras palabras, parece que tuve que abandonar la escritura para
encontrar la escritura. Por etapas: primero renuncié a escribir una biografía,
luego descarté escribir una novela basada en un personaje inspirado en
Néstor Sánchez, más tarde renuncié a escribir un ensayo sobre la obra de
este autor, más tarde y por último abandoné mi interés y mi compulsión a
escribir por completo, pero no como movimiento estratégico a la espera del
momento propicio para recomenzar, sino como un abandono real, un basta
que implicó decir: ahora estoy en el delta, voy a la ciudad a dar clases un
par de veces por semana, con esto me alcanza, me contento, no tengo por qué
escribir ni un solo libro más a lo largo de mi vida. Así es como más adelante
salió la escritura, sola y abandonada por el “yo” que se pretendía escritor.
O sea que no fue un “tomar al toro por las astas” ni una acción temeraria
como la del que verdaderamente expone su propio cuerpo a la muerte ante
una fiera. Tampoco sé si todas estas operaciones salvajes en torno a la
escritura tienen que ver con aquella cita de Michel Leiris en “De la literatura
considerada como una tauromaquia”. Aun así, espero que me disculpen la
intromisión en esta arena y que siga pensando que hay tanta belleza como
verdad en la sugerencia de que en el fondo de toda introspección hay placer
de contemplarse y en la base de toda confesión, deseo de ser absuelto.
Incluido en Un arte vulnerable. La biografía como forma (Nora Avaro, Julia
Musitano, Judith Podlubne comps.), Nube Negra, Rosario, 2018.
1 Michel Leiris, “De la literatura considerada como una tauromaquia”, en Sur n° 315, Bs. As., 1968,
p. 15.
2 Se trata del Coloquio Internacional “Un arte vulnerable. La biografía como forma”, organizado por
el Centro de Estudios de Literatura Argentina y el Centro de Estudios de Teoría y Crítica Literaria y
llevado a cabo en la Universidad Nacional de Rosario en noviembre de 2016.
3 Ver Leonor Arfuch, El espacio biográfico. Dilemas de la subjetividad contemporánea [2002],
Fondo de Cultura Económica, Bs. As., 2007.
4 María Moreno, “Poética terminal” [1989], en El fin del sexo y otras mentiras, Sudamericana,
Bs. As., 2002, p. 149.
5 Respectivamente: Ricardo Strafacce, contratapa en Osvaldo Baigorria, Sobre Sánchez,
Mansalva, Bs. As., 2012; y Juan José Mendoza, “Primero hay que saber partir”, en Radar,
suplemento del diario Página /12, Bs. As., 27 de enero de 2013.
6 Néstor Sánchez, “Sobre otro monólogo” [1971], en Ojo de rapiña. Monólogos sobre una
experiencia de escritura, investigación de Federico Barea, La Comarca Libros, Bs. As., 2013, p.
70.
7 Lautaro Ortiz, “El sobreviviente de sí mismo”, entrevista a N. Sánchez, en Radar Libros,
suplemento del diario Página /12, Bs. As., 1° de enero de 2001.
8 Reinaldo Arenas, El mundo alucinante. Una novela de aventuras [1969], Tusquets, Barcelona,
2001.
9 Néstor Perlongher, “Neobarroso y realismo alucinante”, entrevista de Pablo Dreizik, publicada en
Tiempo Argentino (Bs. As., 3 de agosto de 1986), en Papeles insumisos, Santiago Arcos, Bs. As.,
2004, p. 295. Debe notarse que la noción de “real” en Perlongher no se confinaba al orden de lo
social, histórico, fáctico y documentable, sino que abarcaba a las literaturas y retóricas que
construían ese orden, sobre todo los realismos en Latinoamérica que él veía “invadidos” en sentido
positivo por la operación de Arenas, con todos sus “juegos, artificios y volutas”. La propuesta de
Perlongher era “invadir el orden de las escrituras realistas, sociales, digamos, los estilos de las
escrituras más organizadas en formaciones discursivas” (ibíd.).
10Alberto Giordano, El giro autobiográfico de la literatura argentina actual, Mansalva, Bs. As.,
2008.
Así como hay lectores a los que la certidumbre de un mundo absolutamente
inventado los exalta —recuerdo a Pizarnik, que en su Diario registra la desazón que
le provoca saber que el mundo prodigioso y genial de la Recherche es en gran parte
documental—, hay otros que se abandonan a los derroteros de la ilusión referencial
porque entonces sienten con más fuerza.
(Ibíd., p. 49).
11 Daniel Link, “Yo”, Fantasmas, imaginación y sociedad, Eterna Cadencia, Bs. As., 2009, p. 51
(la primera versión fue leída como “La imaginación intimista” en el encuentro “En la era de la
intimidad”, Centro de Estudios de Teoría y Crítica Literaria de la UNR y Beatriz Viterbo en el
Centro Cultural Rojas, Bs. As., 2007).
12 Philippe Lejeune, “El pacto autobiográfico”, citado en Jean-Philippe Miraux, La autobiografía.
Las escrituras del yo, Nueva Visión, Bs. As., 2005, pp. 20-21.
13 Roland Barthes, La preparación de la novela [2004], Siglo XXI, Bs. As., 2005, p. 212.
14 Josefina Ludmer, “Literaturas postautónomas”, en Aquí América Latina. Una especulación,
Eterna Cadencia, Bs. As., 2010, p. 149.
15 Catherine Viollet, “Pequeña cosmogonía de escritos autobiográficos (Génesis y escritura de sí
mismo)”, en Archipiélago n° 69, Barcelona, 2005, pp. 23-30.
Vida en obra
Alimentando al fantasma
Ana Inés Larre Borges >>
La relación entre Juan Carlos Onetti e Idea Vilariño es un dato —
imperfectamente conocido— de sus biografías y, al mismo tiempo, un mito
precoz que acompaña sus literaturas. El vínculo amoroso fue al parecer
breve, la correspondencia que intercambiaron desde principios de la década
del 50 cuando se conocieron duró hasta la muerte de Onetti en España en
1994. Mi intención es explorar la cualidad fantasmática de la carta, su
particular forma de discurso de la ausencia y la espera y su presencia en la
poesía de Idea, en diálogo con otros registros de la intimidad y con su
biografía.
¿Cómo leer estas cartas? Una correspondencia amorosa entre escritores
ya es algo infrecuente; lo habitual es el epistolario unilateral del autor
famoso. A la pregunta “¿Dónde están las cartas de Milena?” que ha pasado a
ser una pregunta teórica —y como tal retórica— la respuesta inesperada es:
“aquí, aquí están”; aunque no sea fácil decidir en este caso quién es Kafka y
quién Milena.
Idea Vilariño y Juan Carlos Onetti se conocieron en una noche de verano
de fines de 1950 o principios de 1951, en un bar cerca de la playa, en
Montevideo. Fue un encuentro colectivo de Onetti, radicado entonces en
Buenos Aires, con el ala “lúcida” de la generación del 45.1 A los tres días,
Onetti regresó a Buenos Aires y no volvió hasta un año después. La distancia
y los proyectos literarios propiciaron el inicio de una correspondencia con
Idea Vilariño que se sostuvo de un modo discontinuo pero perseverante hasta
la muerte de él.2
Una descripción somera del corpus del intercambio epistolar entre Idea y
Onetti reconoce dos instancias primordiales: una primera serie
(Montevideo-Buenos Aires, años 50) que corresponde al inicio y plenitud de
su relación, y una segunda (Madrid-Montevideo) que reúne las del exilio de
Onetti y la vejez de ambos.
La clasificación resulta de todos modos insuficiente; hay cartas en fechas
intermedias que quedan fuera de esos ciclos y el ejercicio de la
correspondencia desbordó con frecuencia el formato carta. Por otra parte, es
adecuado considerar como carta a un poema o a un fragmento de diario que
es ensobrado y enviado —recursos frecuentes en Idea—, ya que el ritmo
epistolar del que habla Vincent Kaufmann3 se sostuvo también entre Vilariño
y Onetti a través de otros gestos discursivos asimilados o esgrimidos como
“mensajes”. Lo fueron las dedicatorias de sus libros —de Los adioses
(1954) y de los Poemas de amor (1957)—, que fueron ofrendados,
retirados, reclamados y restituidos con intencionalidad. A las dedicatorias
impresas deben sumarse las manuscritas y el juego que fueron capaces de
tejer entre ambas. En rigor, Poemas de amor no estuvo dedicado a Onetti en
su primera y acotada edición de 1957, ni en su reimpresión de 1958, aunque
los diez poemas que la integran fueron escritos por o para él. La edición
artesanal, que presentó los poemas manuscritos con la caligrafía de la poeta
e impresos en hojas sueltas, reforzaba la idea del epistolario. En 1962, Idea
incluyó la dedicatoria que refrendaba esa ilusión. Más adelante, a principio
de la década del setenta, cuando retiró la dedicatoria (su explicación fue que
había ahora poemas a otros) Onetti le envió una reedición de Los adioses
con una dedicatoria que decía “de un hombre que no cambia”.4 Ya en la
vejez ella agradece el envío de una nueva edición de la nouvelle “por el
fidelísimo Idea, tal vez la única fidelidad que me tuviste, pero que es como
un vínculo y, te parecerá tonto, me hace feliz”. El intercambio de
dedicatorias queda sometido a los rituales de la correspondencia: en los
inicios de su relación, Onetti puede bromear con la amenaza de que “cuando
encuentre un editor para un libro suficientemente malo, se lo dedicaré. En
venganza por su silencio”. Las dedicatorias quedan así insertas en la serie de
los mensajes.
Al recibir en Europa la primera edición de Los adioses en 1954, Idea le
confiesa que besó su firma “no te digo que con loca pasión pero sí con
dedicación y alevosía”. Del mismo modo intercambian sus retratos, ritual
antiguo de enamorados que ellos disimulan con bromas: “preferiría que no
muestre esta fotografía, dado que usted es la única persona que no deducirá
de la pose que el retratado es un idiota”, escribe Onetti desde Buenos Aires,
y sobre la que ella le dio observa que “siempre hay un momento en que
busco direcciones telefónicas en la libretita y su imagen desbocada resbala y
me mira”. Años más tarde, Idea reconoce los falsos pudores acerca del
intercambio de retratos “que nos dimos queriendo que el otro lo tuviera”.
Como señalo más adelante, no hay fotografías de Idea y Onetti juntos, salvo
en la vejez. En cambio, existe una relación fuerte con la imagen del otro
ausente que mira tenazmente o, como quiere Onetti, la foto lo mira a él. En
una carta atípica —en verdad es una grabación en un casete—, Idea, que ha
copiado y guardado también esa “carta hablada”, restituye la escena de su
emisión: “estoy hablando a oscuras, pero sé que cuando encienda volveré a
mirar esa foto. Y volveré a creer en lo que escribiste en una de tus primeras
cartas, cuando todavía no nos tuteábamos”. La mediación de la imagen
alienta la abolición o el olvido del tiempo, sirve al amor, lo aísla y preserva.
Aunque así lo aleje de su posibilidad de convertirse en una historia.
En su caso, creo que también fueron parte del intercambio las
declaraciones en entrevistas públicas que usaron para aludirse o ante las que
reaccionaron, las notas en la prensa y aun la obra que escribieron,
claramente los poemas de ella, tal vez —cifradamente— algún mensaje en
una novela tardía de él. Ambos pertenecieron a una cultura epistolar;
practicaron y padecieron sus códigos, ejercieron sus rituales y, como
avezados seductores, hicieron uso de un formato que ha sido siempre un
privilegiado instrumento de conquista amorosa.
Dos seductores jugando una partida 5
Durante 1951, primer año epistolar, la correspondencia Idea-Onetti está
tomada por lo literario y disuelta en lo colectivo. Onetti también se escribe
entonces con otros jóvenes de Número y envía mensajes que deben ser
retrasmitidos, sosteniendo así la lógica grupal de aquel primer encuentro que
derivó en proyectos editoriales. No deja de enviar, por interpósitos,
mensajes a Idea.6 La primera carta de Idea argumenta el rechazo de un cuento
de Onetti —“Mascarada”— para la antología que iba a sacar la editorial de
Número: “Puedo parecerle impertinente, pero el [cuento] que está en Apex
no me parece muy bueno. Creo que tiraría para abajo a los demás. ¿Qué dice
usted?”.7
Este primer intercambio conserva el "usted" que va a durar un año y
prolonga el diálogo generacional y libresco que inició el encuentro con los
integrantes de Número y que Idea recuerda en una breve introducción tomada
de su diario para que acompañe la edición de las cartas: “De cuantas veces
lo vi, esa fue tal vez la única en que mostró largamente su fina inteligencia.
Fue su única arma de seducción. Y creo que nos sedujo a todos”.8 En su
estilo irónico y distante, Onetti cortejó a los nuevos escritores, alimentó las
publicaciones de los distintos grupos rivales de la generación y no se privó
de hacer bromas sobre sus enemistades. En un momento en que su apuesta a
una consagración porteña fracasaba, el entusiasmo de los jóvenes
intelectuales uruguayos fue un consuelo, y sus publicaciones, un refugio. La
correspondencia lo muestra interesado en la vida cultural y en los chismes
literarios. Está atento. Las cartas entregan información rentable para la
historia literaria, preciosa para la génesis de una obra.9
Desde otra perspectiva, todos esos datos y esa comunicación compartida
pueden leerse como una modulación en la correspondencia amorosa. El
íncipit de la correspondencia Onetti-Idea nace de su evasión del diálogo
grupal en un desvío hacia la intimidad. La maniobra se realiza naturalmente
en formulación bibliográfica. El pedido de un libro, el reclamo de envíos de
la revista o de Marcha, el cuento rechazado, dan pie a un cortejo intelectual:
Querida Idea: Usted tiene que elegir entre la J y la P. Cierre los ojos y
consulte la intuición. ¿Está? Sin trampas. La J. es una novela que llevo
por la mitad, la famosa del prostíbulo, y se llama la J. por su personaje,
Juntacadáveres. Junta, apenas, para nosotros, sus íntimos. La P. es una
policial que sé de memoria […] de la que no escribí una línea y que
creo que tendrá que ser, a la fuerza, aunque yo no quiera lo más serio
escrito por SSS hasta la fecha. La J. fue interrumpida porque me vino el
ataque de escribir un cuentito de amor (sic) y el muy abusador fue
creciendo y, después de podas enérgicas, acusa unas 60 carillas a
máquina. Y ni siquiera sé si es bueno. El problema que usted acaba de
resolver consistía en decidir si dejaba otra vez la J. en la heladera y me
hundía en la P. o viceversa. Espero órdenes de su intuición.
La novelita de amor es Los adioses y “La policial” fue el nombre que por
mucho tiempo tuvo Dejemos hablar al viento.
Es entonces que se da el único diálogo literario que hubo entre Onetti e
Idea y solo cabe lamentar la brevedad del intercambio. Gran parte de la
correspondencia gira en torno a la recepción de La vida breve publicada en
1950 y a las vicisitudes editoriales de Los adioses que, después de muchas
postergaciones, va a editar Sur en 1954. Ya en 1951, Onetti confiesa que no
trabaja en la P. ni en la J. porque:
apareció y se impuso otra novela corta, una mujer loca, un astillero en
ruinas, tres malandrines. Hay que resignarse y aceptar, vivir sonámbulo
un par de meses, acariciar con el cuerpo y el alma los yuyos entre las
tablas, las máquinas oxidadas, las ratas gordas, la cursilería de la loca.
Refiere a El astillero, editada recién en 1961. Asombrosamente todo el
núcleo duro de la literatura de Onetti —Juntacadáveres, El astillero, Los
adioses, Dejemos hablar al viento— ya está pensado en esos años. Son
datos valiosos para críticos y genetistas. Hoy esta correspondencia suscita,
sin embargo, un interés autónomo. El estatuto de las cartas ha cambiado y,
desde el fundacional argumento de Deleuze y Guattari respecto a Kafka,10
pertenecen al orden de la escritura. El día en que esta correspondencia se
publique no será en circuito ni en formato académico, sino como parte del
espectáculo de la intimidad del que ha hablado persuasivamente Paula
Sibilia11 y de su versión letrada, las escrituras del yo. En todo caso fue por
motivos menos teóricos que Idea tomó la iniciativa de torcer esa cantera de
datos para futuros filólogos y escribió en la noche del 18 de agosto de 1951,
día de su cumpleaños número 31, una carta audaz destinada a romper el
trasiego literario:
Hoy me mandaron tantas flores como si me casara o si me hubiera
muerto. No miento si digo que el más franco placer me lo causó su
carta, el simple sobre, ya. Ahora que estoy sola, no sé lo que me pasa
(yo siempre sé lo que me pasa); no me gusta, por primera vez en mucho
tiempo, mi cuarto; tendría que escribirle a Numen, que está en Europa y
sin dinero, y en cambio le escribo a Ud. Y una carta que no es literaria,
aunque no la dejo pasarse mucho. […] Para contarle un secreto, trato
de no escribirle cuando más ganas tengo de hacerlo. Estas me vienen,
como los versos, cuando se me hace más difícil la así llamada “perra
vida”, o más dura “la tristeza de mi negra soledá”. Para contarle otro
secreto, pienso ir […] a Buenos Aires en setiembre pero sin ver
necesariamente a Onetti. Es decir, quisiera verlo, porque me lo olvido
de una manera desesperante. Alcanzaría con pasar apenas por Tacuarí
163 cuando él entra o sale. Pero tal vez ni vaya.
La carta ejerce con escrúpulo todas las estrategias de la seducción. Hace
saber a su destinatario que ha sido elegido por sobre deberes fraternos, le
ofrenda una escena nocturna y exclusiva a la vez que informa de sus éxitos,
toca sus celos y da el paso audaz de asumir su voluntad de no hacer otra
carta “literaria”. Lo tienta con un encuentro en Buenos Aires que formula con
la misma gramática del deseo, dar y negar, ir pero no verlo. La retórica
amorosa no deja de recordar a Delmira Agustini en sus cartas a Ugarte. Es
asimismo premonitorio y relevante el sentido dado a la ausencia; aun en el
instante en que intenta un acercamiento, es la falta, el no verse, el no estar, lo
que se propone como una paradójica mística del amor.
La actitud es advertida por Onetti, que un par de meses después, en una
carta que inicia refiriendo el “absurdo de esta correspondencia, que tal vez
sea su único sentido”, se despide prometiendo una visita, pero cede a la
tentación y se burla de la parodia de la ausencia: “nos veremos y
charlaremos (aunque lo correcto sería limitarme a espiar la entrada de su
oficina hasta ver desde lejos a Idea)”. Idea juega y Onetti va a aceptar ese
desafío de ironías y agudezas que funda el tono que su correspondencia va a
sostener hasta el final, pero que, en los comienzos, tiene además un vitalismo
a contramano de la leyenda de ambos. Solo como muestra fragmentaria este
intercambio de fines de 1951:
Onetti: alguien no merece carta. O usted ésta o yo las suyas. Pero a
veces me quedo pensando en usted y quiero decirle que me avergüenzo
de las tonterías que le escribí a lo largo de este año. Si hubiera modo
de borrar eso de la memoria le pediría que lo hiciera. Ahora que estoy
normal, trabajando, comiendo por ahí, nadando, no me reconozco en lo
encerrada del pasado invierno y no suscribiría una sola de las cartas
que le escribí.
Querida Idea: Acabo de recibir su carta y corro a la máquina para
tranquilizarla. Ya declaré írrita, nula y sin valor para ahora y para
siempre su correspondencia de 1951.12 Bastará, además, una palabra
suya para que empaquete las cartas y se las devuelva con el juramento
de no haber sacado copias fotográficas ni de las otras. Solo que, como
en el tango, el retratito aquél lo dejás. Además si, Dios no permita,
reaparece una Idea invernal, estoy dispuesto a declarar inexistente, no
nacida ni vista a la veraniega, campeona de estilo espalda. Bueno, esto
es todo lo malo que puedo ser con usted cuando usted llega a irritarme.
Querido Onetti: es irritante la endeblez de su cultura. Lo que ella bien
sabe que él no le podrá devolver jamás es “el vacío que dejaste y el
calor de aquellos besos”.
Le está corrigiendo la letra del tango “Te aconsejo que me olvides” de
Francisco Lomuto.13 Las letras de tangos, que Idea estudió y que Onetti
citaba profusamente en cartas y entrevistas, fueron uno de los códigos
compartidos y una estrategia de distanciamiento para dar un tono de sorna a
su correspondencia. Juegan una partida.
Kafka supo advertirnos de la capacidad de engaño que poseen las cartas
por su cualidad fantasmática.14 La correspondencia pretende (y logra) una
autonomía respecto de lo real del mismo modo que simula siempre un
presente eternizado; tiene la capacidad de reactivarse temporalmente, de
modo que —su tinta siempre fresca— toda carta parece haber sido escrita un
minuto antes de ser leída y esa es tal vez su condición discursiva más
perturbadora. Por eso, como advierte Kafka, las cartas son proclives a crear
universos artificiales y paralelos; especialmente las series de cartas lo
consiguen.
Aunque me propongo una lectura textual y no biográfica de esta
correspondencia, quiero señalar algún contexto para mejor precisar su
autonomía, su calidad de universo paralelo. Nada tan real como una fecha: el
26 de julio de 1951 nació Litty Onetti Pekelharing, hija de Onetti, sin que
exista ninguna mención a ese nacimiento en la correspondencia entre él e
Idea, que se inicia unos meses antes. 1954, el año en que parece coronarse
esta correspondencia con la dedicatoria de Los adioses que Idea recibe en
Europa, fue también el año del triunfo electoral de Luis Batlle Berres en
Uruguay, a quien Onetti va a dedicar El astillero. Ese triunfo hizo posible el
regreso de Onetti a Montevideo, ya que se le ofreció trabajo como director
de las bibliotecas municipales. Él volvió, pero como en el poema de Martí,
“volvió casado”, con Dolly. Este epistolario tampoco registra estos avatares
ni otras posibles simetrías de la peripecia sentimental de Idea en esos años.
Días antes de recibir Los adioses, en Estocolmo, Vilariño reflexiona en
su diario sobre la desconfianza que, aun amándolas, experimenta frente a las
cartas:
Cuando escribo varias cartas digo en todas lo mismo, sin
proponérmelo. Cada tanda sale tan pareja que sería ridículo si las
compararan. Aquellas cartas de Baudelaire. En el mismo día blanco
para A y negro para B. Seguro, puede ser un día amarillo para A y B. Y
sin embargo las cartas siempre me han gustado. Después de los
poemas, una carta necesaria y con contenido, me ha resultado una
salida expresiva muy satisfactoria. Pero no se puede andar más que en
superficies. No se puede tocar sin guantes el corazón de las gentes ni
sus testículos, o lo que tengan. Ni apartarles la máscara y decirles –te
conozco, mascarita, y le hablaré a tu vera cara. Y menos que nada
hacerlo con uno mismo. Siempre cuidándose, siempre bromeando,
siempre diciendo lo que el otro espera que uno diga,
correspondiéndose con la imagen falsamente coherente que uno mismo
ayuda a redondear.15
Aunque nombra a Baudelaire, Idea parece pensar con Kafka que la
correspondencia es incapaz de alcanzar al otro, tocar su cuerpo o su corazón,
y comparte con él la certeza de que quien escribe resulta también engañado,
inducido a cumplir con su propia máscara. A continuación, hace extensivas
esas imposibilidades a la escritura del diario, aun cuando “nadie lo vería y
puedo después tirarlo al mar”, confiesa que no puede “escribir sin censura”.
Lo razona atropelladamente, con lucidez y desesperación:
No tengo contemplaciones conmigo misma. Sé bien cómo son las cosas.
Y no pienso antes de escribir; lo hago a vuelapluma. Y, sin embargo, al
escribirlo, sale encajado dentro del cuadro, es más o menos bien, más
o menos serio. Y el cuadro es falso, y no es bien, y no es serio. Es la
pobre cosa de todos. Y yo no me oculto como tantos ni disfrazo para mí
misma la pobre cosa. Y, sin embargo, la censura viste y organiza.16
En la siguiente entrada anota que recibió Los adioses “sans un mot” de
parte de Onetti y que le contestó con una “carta tonta de esas que le
escribo”.17 Esa elegante ligereza que contrasta con lo que acaba de anotar va
a convivir con el empeño de verdad que ambicionó en su obra y en su vida.
La mentada “autenticidad” en la que la crítica ha insistido tiene que ver con
la deliberación que puso en conquistar esa verdad. No es arbitrario que se
detenga a considerar las dificultades que amenazan su escritura precisamente
en el momento en que su poesía da un giro fundacional. Idea no dejó de
escribir cartas y son muchos los ejemplos de cartas en las que marcó su
voluntad de “decir” por fuera de las convenciones alguna verdad incómoda o
cruel. Las renuncias y gestos que se suceden en su vida en estos años —su
autoexclusión de Marcha por la censura de un poema, el rechazo a los
premios estatales— van en el mismo sentido. En los poemas esa pelea se
debate entre una ardua resistencia a la inercia de las palabras y la tentación
del silencio. La insistencia de su poesía en tópicos que son parte de estas
declaradas imposibilidades —la mirada, la máscara, la piel— se iluminan y
justifican en el temor sombrío de no poder alcanzar a tocar el alma o el
cuerpo del otro, amante o lector.
Sin dejarte caer: cartas de la vejez
Las cartas “de dos viejos amantes que intercambian recuerdos” (en fórmula
de Idea) o que ironizan sobre enfermedades —“si no somos, como tal vez
hayamos creído en un tiempo dulces almas gemelas es indudable que somos
dolientes mellizos” (dice Onetti sobre un común padecimiento esofágico)—,
las cartas de la vejez, en cantidad equiparable a las de la juventud, que Idea
y Onetti intercambiaron en las décadas de 1980 y 1990, viven del recuerdo.
Aunque hay algún cruce de noticias, casi todo el diálogo cumple una tarea
mnemotécnica para recuperar el pasado amor. Como casi siempre es Idea
quien nombra, en una carta, ese ejercicio: “tú y yo intercambiando jirones de
un amor que fue, que no fue, que quedó ahí como un animalito muerto vivo
tibio, alentando, calentando un poquito el corazón. ¿Cursi, no? Cursi. Salió
así”.18
Pero el intercambio desdice sus palabras, porque cada carta busca que el
amor no acabe. En el origen de la literatura epistolar, cree Nora Esperanza
Bouvet19 que estuvo el deseo de comunicarse con los muertos, una forma de
antídoto a la pérdida. Ese deseo lo hereda la correspondencia amorosa que
busca mantener vivo el amor, evitar que muera. Toda esta correspondencia
final parece empecinada en ese salvataje y aplicada a rescatar una y otra vez
esos contados episodios que dibujan una historia de amor. A veces con
peligro de saturar a quien las lee sucesivamente, las cartas se justifican en
esa misión y reclaman otras cartas porque mientras las cartas fluyan seguirá
fluyendo el amor ya que “es la propia relación lo que se pone en juego en la
correspondencia”.20 Escribirse aunque no haya qué contar, como reconoce
Idea: “Ya sé que no tenés nada que decirme. Acaso yo lo tengo? Pero yo no
quiero que me digas nada, quiero o deseo un día… ver un sobre tuyo”.
Palabras que hacen eco de unas de Goethe a su amada —“en realidad nada
tengo que decirte: tus manos que tanto quiero recibirán no obstante esta
nota”— y que cita Patrizia Violi para ayudarse a definir las cartas de amor.
Y es que, paradójicamente en esa gratuidad y recurrencia, estas cartas
tardías son más exactamente “cartas de amor” que las que se escribieron
Idea y Onetti en su juventud. Su mutua afición al fetiche de la carta y a su
aptitud para dar la presencia física del amado a través de una caligrafía
inconfundible, “la fea letra de Onetti” que Idea reclama muchas veces, “la
peculiar” caligrafía de ella que menciona él, y el placer pedido al contacto
con el sobre que el otro tocó, la sensualidad recibida por el solo el hecho de
verlo y reconocerlo en el umbral.
Sabemos del ensimismamiento de la escritura epistolar, su ambigua
equidistancia entre la comunicación y el monólogo, su tráfico con fantasmas
que, como dijo Kafka, se beben por el camino los besos escritos impidiendo
que lleguen a destino. Por eso se escribe, para hacerse presente al otro, pero
sobre todo para que el otro se haga presente en nosotros. Para sostener
dentro de sí el amor, para no dejarlo caer. En el primer poema de amor que
Idea escribió para Onetti, “Carta I”, que le envió a Buenos Aires y que
inaugura la serie de los poemas-carta, ella escribió ese verso que Onetti a su
vez retoma en su respuesta: “Montevideo —dice al despedirse— era los
recuerdos, el aire de playa, la ancap, los amigos. Ahora tiene la cara de
Idea. Pensando en ti, mirándote sin dejarte caer. Onetti”.21
Aunque Idea juzga la respuesta decepcionante en términos amorosos, esa
despedida al retomar el verso de su poema, se transforma en promesa. No
dejarse caer deviene un pacto, una obligación al amor. Para cumplirlo, la
correspondencia debe aguzar su ingenio y lo hace. El regreso a escenas del
pasado es su expediente recurrente. A través de los años también los votos
se renuevan:
Como tú y Edith Piaf, Je ne regrette rien. El tiempo pasó y tuvo la
osadía de envejecerme, cosa que respetuosamente evitó hacer contigo.
Te vi igual como cuando examinábamos, sentados en el suelo de tu
apartamento, poemas de Parra del Riego. Nunca recibí el librito
producto de tan importante colaboración. Te abrazo, te beso y te
quiero.22
Idea vuelve con más frecuencia a lo que llama la “noche extrema de
nuestras vidas”, donde él le ofrece casarse o suicidarse juntos, “lo más que
me ofreciste nunca” o “que nadie me ofreció nunca” insiste, pero que tiene
una resolución de comedia —explica que el suicidio no pudo consumarse
porque la manguera del gas no llegaba hasta el dormitorio—. La veracidad
de la anécdota es puesta en duda por Onetti —dice que no recuerda haber
medido nada y que en todo caso en esos asuntos se trata de tener o no la
decisión—, pero opera estilísticamente como disuasor del tremendismo y a
favor de la elegancia lúdica que tienen las cartas en este último tramo.
Otros recursos para sostener el intercambio son, como antes, el envío de
libros, de casetes (ambos los prometen, pero solo Idea cumple), el relato de
sueños eróticos (hay dos), de algunos versitos procaces (contribución de
Onetti). Idea le confía sus tribulaciones ante la reescritura de sus diarios en
1987. Hay nostalgia, pero juegan también con la nostalgia.
En el transcurso de esta correspondencia que abarca en esta etapa una
docena de años, Idea viaja a Madrid en dos oportunidades, en 1987 y 1989.
Se hospeda, apenas un par de días, en casa de Onetti y Dolly. Viaja para
verlo, pero también para fabricar recuerdos que prueben la existencia del
amor y lo nutran.
No existen fotos de Idea y Onetti juntos salvo las de la vejez. Son solo
tres fotos domésticas y aficionadas que debió tomar Dolly y, de algún modo,
un botín de estas incursiones de Idea en busca de tesoros con que alimentar a
los fantasmas.
Hay también un episodio extraño e íntimo que se asimila a la serie y dio
un poema: “Quemame dije / y ordené quemame / y llevo llevaré / esa marca /
su marca / esa metáfora”.23
Fechado en Madrid en 1989, el poema dice de una quemadura en su piel
hecha por Onetti, que remeda y radicaliza la inscripción de la letra en la
carta. Dice Bouvet que la escritura de las cartas de amor hace experimentar
un contacto de epidermis, una voluptuosidad erótica sostenida por la
ancestral analogía entre la piel y el papel.24 En su visita, Idea cumple un rito
de pasión y consigue su cicatriz, otro signo para el recuerdo.
Pero también Onetti escribe su asimétrica versión: “Tu futuro es sencillo /
te quemarán en el mundo / otros cigarrillos”.
“Pienso que nuestros versitos son uno de los mejores ejemplos de la
radical diferencia entre nosotros, aun cuando somos cómplices” comenta en
una carta Vilariño.25
Esa camaradería, ese humor, protege a los corresponsales del ridículo, a
veces explicitándolo, pero esa prevención, al tiempo que sostiene una
complicidad, amortigua el amor. Idea, que es más suplicante, controla el
desborde, lo disuelve con frecuencia con una broma.
Querido ingrato: No creo que estés buscando que te deje caer, que deje
de aburrirte con mis cartas. Sé que no. Pero lo parece. Es tan difícil
monologar, no saber si el otro escucha, si le importa. […] Como decís
vos, ya te vas a arrepentir cuando veas mi necrológica en Brecha.26
And yet… “Todas las cartas de amor son ridículas” dice un poema de
Álvaro de Campos, heterónimo de Fernando Pessoa, e insiste: “si hay amor,
/ tienen que ser ridículas”.27 Las cartas de Idea y Onetti no lo son, y eso que
salva su epistolario, ¿pone en duda el amor?
Un amor epistolar, intelectual, ¿unilateral?
Esta correspondencia amorosa no aburre, no es cursi, sostiene nuestro
interés y nuestra atención. Es algo inusual si comparamos sus cartas con las
de Julio Herrera y Reissig a Julieta, las Cartas de amor de Rulfo a su novia,
las de Pedro Salinas a su alumna o las Cartas a Ofelia del mismo Pessoa,
pero contra esa ventaja, existe una carencia. Entre el juego inicial y la
nostalgia inteligente de los viejos amantes, podemos preguntar dónde quedó
el gran amor de la leyenda. “Dónde el sueño cumplido y dónde el loco amor
/ que todos / o que algunos / siempre / tras la serena máscara / pedimos de
rodillas”,28 para decirlo en versos de Vilariño. La respuesta debida es quizá
fuera de la correspondencia. Y lo es en un doble sentido, fuera de las cartas
y fuera de la reciprocidad.
En un principio, creí que ese loco amor ocupaba un interregno entre las
cartas de la seducción inicial y las de la rememoración. No es así. El poema
“Carta I” de 1952, escrito y enviado al año de conocerse, ya dice en plenitud
su poética amorosa. De ese mismo año son los descarnados “Estoy aquí”,
“Qué lástima”, “Nadie”. El amor imposible y condenado se instaló con todas
sus banderas desplegadas desde el inicio y, si aceptamos los poemas como
síntoma, tuvo una continuidad prolongada, aunque episódica. Un gran amor,
un gran dolor —en la poesía de Idea esos opuestos se confunden—,29
precisa de la antología y es afín al fragmento. La intensidad se disuelve en la
extensión, puede habitar una carta, raramente un largo epistolario. No se
trata quizás de un tema de cronología, sino del lugar donde el amor sucede y
persevera, también de su registro.
Decir que el amor y la leyenda del amor están “fuera de la
correspondencia” debe, sin embargo, ser matizado, porque aquí las
demarcaciones resultan difusas. “Los poemas que asumen la forma de una
carta fueron cartas —dijo Idea en una entrevista— y también otros, que no
asumieron explícitamente esa forma”.30 Se trata de poemas que fueron
usados como cartas pero que además comparten la estrategia discursiva de
las cartas. Casi todos los Poemas de amor de Idea imitan las pautas de
enunciación de la carta, su apelación a un "tú", la tensión entre dos que está
en la matriz de toda epístola, la inflexión temporal y su consecuente eterna
actualidad. Se separan, sin embargo, de otras cartas por su deliberación
formal y, aunque hayan sido ensobrados y enviados, manifiestan una
autonomía propia y revelan una génesis distinta. Son el producto de una
soledad incrementada como la que reclamaba Kafka en otra famosa carta a
Felice: “para escribir, ni la noche tiene suficiente nocturnidad”.31
Simétricamente, la concepción del amor en la obra de Vilariño es
epistolar. Toda carta contiene en su forma e imita en su uso el gesto y las
estrategias del amor. Por eso, en su penetrante ensayo sobre el género,
Patrizia Violi arriesga que la verdadera carta es la amorosa.32 En la
exclusividad con que elige a su destinatario, la carta cultiva el designio
excluyente del amor y a la vez pone distancia, funda el amor en una poderosa
autarquía que en Idea está íntimamente anudada a la necesidad de soledad
que sintió desde su primera juventud y acuñó y consagró en una frase-lema:
“solo soy sola”.33 En sus poemas, la soledad deja de ser una circunstancia
para convertirse en una condición del amor. Es parte del mito romántico: el
amor que se consuma se consume, para persistir debe reinventar una
promesa eternamente.
A diferencia de Kafka, Idea no sacrifica el amor en el altar de la
literatura, pero vive el amor de un modo que se asimila al ejercicio de la
escritura. El modo que encontró para hacer compatibles el amor y la soledad
fue transferir las virtudes de esa soledad al amor. El silencio, los paréntesis,
la distancia, la ansiedad de la espera, atributos de la comunicación epistolar,
son buenos para el amor o para convocarlo ya que, aunque el amor puede
habitar la felicidad, “la felicidad no se cuenta, se vive; sólo el deseo puede
decirse”.34 Llamar al amor es por eso una forma más intensa de amar.
Muchos de los grandes poemas de Idea no son más que un clamor repetido
que insiste en las desesperadas modulaciones de una voz que emplaza al
amor, hasta que su reclamo se funde con un llamado a la muerte, como ocurre
en “Te estoy llamando” de 1957. En el citado “Carta I”, había ensayado ya
esa perspectiva. Idea refiere el primer encuentro amoroso que tuvo con
Onetti y elige decirlo desde el recuerdo de la mujer que está sola en su casa
y, mientras ordena su ropa y cierra las ventanas, invoca a su querido. El
amor se cumple en el deseo enunciado: “digo querido y veo / tus ojos
todavía pegados a mis ojos / como atados de amor / mirándonos mirándonos
/ mientras que nos amábamos…”. Es sabida la incongruencia entre el tiempo
de la escritura de una carta y el de su diferida lectura, que subraya la
insalvable otredad.35 En el mismo movimiento que ensaya el acercamiento al
otro, el remitente tiene la convicción de que el otro no está y a veces la
sospecha de que puede estar ajeno o prescindente de la solicitud que él
ofrenda. O aun traicionándolo. Las cartas tematizan con frecuencia esa
dislocación, imaginan y prevén ese desentendimiento. Idea también
manifiesta esa incertidumbre, pero la desestima. “Querido / y no me importa,
que estés en otra cosa / y que ya no te acuerdes…”. En “Carta II” imagina al
amado en su cuarto, lo piensa “tirado en una cama” y como ante esa mención
surge la idea de otra mujer “alguien / que quisiera borrar”, la aparta a través
de un paréntesis en el poema —“estoy pensando en ti no en quienes buscan /
a tu lado lo mismo que yo quiero”—, un procedimiento que le permite seguir
estando en la ribera del ensimismamiento que ha elegido.
La espera, otro rasgo epistolar, es valorada por Idea, que revierte su
sentido. “Estoy aquí / en el mundo / en un lugar del mundo / esperando
esperando. / Ven / o no vengas / yo me estoy aquí / esperando”, dice en un
poema temprano de los que dedicó a Onetti.36 Esperar se transforma en acto
y no una consecuencia de lo que otros hacen. La disponibilidad para el amor
hace al amor. Casi cuarenta años después, escribe a Onetti a Madrid: “Te
escribiré pronto. Escribas o no escribas. Ven o no vengas yo me estoy aquí
esperando. Ya ves que para algo sirven aquellos versos”.37
“Carta III”, de 1960, está hecho en su totalidad sobre esa construcción en
rebeldía de la espera:
Querido
no te olvides
de que te espero siempre
cada noche te espero
estoy aquí
no duermo
no hago nada sino eso
te espero
te espero.
Da la una.
Cierro entonces la puerta
el amor
la esperanza
y en la sombra
en la noche
con los ojos desiertos
miro sin ver
sin quejas
sin pena
la pared.
Duramente la miro
hasta que viene el sueño.38
Hay un texto en prosa de su diario, contemporáneo al poema, donde el
registro de la espera se despliega en pormenores de anécdota con idéntico
sentido y que tiene una belleza formal equiparable a la del poema:
Esperandoló. No dijo hora. Arreglé el caos de la costura de ayer,
jazmines del país, diario, salus, whisky, baño, jazmín, comida. A las
nueve llamó para avisar que venía –casi dormido, dijo–. Son las once.
30 grados a esta hora. Toda la casa oscura; todas las ventanas abiertas.
Noches en los jardines de España, el quinteto de Bruckner, hermosos,
angustiosos. Desnuda, con un poco de ropa blanca y el salto de cama
blanco colgando, en el espejo, de pronto, un fantasma. Vagando por la
casa, llegando hasta el frente para ver si se hacía la raya de luz debajo
de la puerta. Y se hacía, a veces, pero aquí no llamó nadie. Por ratos,
en la oscuridad, recostada en un marco, miré, fuera del tiempo,
fijamente esa puerta, el lugar de la raya, la raya misma ancha y nítida,
esperando ver la sombra de sus pies rompiéndola. Una de las veces
conté hasta 39 –son 39 escalones– según los golpes de mi pulso lento,
para esperar mejor. Después me recosté en una cama de allá adelante.
Pero desde allí veía el cielo claro de verano, la puerta, no sé, me ponía
una angustia en el pecho, sentí que iba a llorar, y me fui al lado de la
radio. Tomó el taxi con sueño y dio su dirección; se quedó dormido
donde estaba; vino y tocó abajo, como ha pasado, vendrá todavía.
Bueno. Debo agradecerle estas dos horas serias, graves, hermosas,
apasionadas, mi propia increíble belleza de hoy, la música, el silencio,
los vuelcos de mi corazón cada vez que se prendió la luz, los desmayos
cada vez que la vi apagarse, la integridad, la intensidad de estas dos
horas de amor.39
Es un fragmento de su diario, pero Idea dejó constancia al pie de que “fue
enviado como carta”. Las minuciosas instancias de esa noche, desde la
preparación para recibir al visitante, hasta las varias alarmas que anuncian
falsamente su llegada, conforman la estrategia de un texto jugado a acumular
detalles para contradecir mejor una expectativa. Es una forma de enfatizar el
disenso que profesa este arte amatorio respecto a las convenciones en las
relaciones entre los sexos. Un amor que se rebela contra el deber de la
frustración y entrega, en cambio, una inesperada experiencia amorosa íntegra
y plena que fue vivida en soledad. Hay un arte de la espera que admite el
perfeccionamiento —se aspira a “esperar mejor”— y hay un arte de la
palabra, imprescindible para que se cumpla la metamorfosis que mute el
abandono en éxtasis. Pero para cumplirse, ese lenguaje parece necesitar
retirarse del diálogo, replegarse en sí mismo. En el poema, la voz toma para
sí toda la soberanía, que solo doblega el sueño; en el fragmento en prosa, la
ofrenda se cumple borrando al amante que apenas asoma en el pronombre
encriptado “esperandoló” y cede toda la escena a la mujer que está sola en
la noche y espera.
Y a todo esto, ¿dónde está Onetti?
Un leit motiv en el diario de Idea, también presente en la correspondencia,
dice de la dificultad que tuvieron siempre para hablar, de las veces que
permanecieron mudos por horas frente a frente o espalda contra espalda. El
hábito fue inaugurado en su primer encuentro. Lo cuenta Onetti en una de sus
primeras cartas:
Hay dos tipos de ataques nostálgicos; el de esta tarde de lluvia y ayuno
consiste en una soportable desesperación por no haber, realmente,
hablado contigo. Veo la gran sala, los lomos de colores, la ventana, la
inmovilidad. Todo eso fortalecido por nuestro silencio. Y se me ocurre
con desesperación y todo, que volveríamos a callarnos.
Un diálogo imposible ¿hace imposible el amor, o lo fortalece, como dice
Onetti?
En 1957, año en que se publica Poemas de amor, Idea registra, en la
entrada del 4 de agosto, un encuentro en el que sí hablaron realmente:
Me puse hermosa y me encontré con él en el Tupí a las 19.30.
Hablamos casi hasta las diez. Habló él. No sé cómo. Nunca habla. No
quedó nada por decir. No pude hablar casi. Quería llorar. Quería
morirme. Quería acostarme con él. Quería irme en ese momento antes
de que él dijera algo que lo estropeara todo, y no verlo más.40
La confusa reacción de Idea no deja de ser reveladora. Frente al milagro
de un Onetti confesional, enmudece y solo es capaz de considerar acciones
que cancelen el diálogo. En la misma entrada, reconoce a Onetti como su
par, pero esa hermandad en lugar de un motivo de unión es considerada un
impedimento para la relación: “Cómo amarlo si se parece tanto a mí, si
nunca nadie se parecerá tanto a mí en todo lo esencial, si cada palabra, cada
experiencia que mencionó eran las mías. Cómo podría amarlo si era
demasiado parecido a mí, si éramos almas hermanas, si era un pobre
hombre, como yo”. En una carta de 1953, de cuando él estaba en Buenos
Aires, ya había escrito: “Pienso que si vivieras de este lado y nos
hubiéramos estado viendo hasta ahora, ya no me importaría nada de ti.
Pienso que ya no dejarás de importarme […] nunca. ¿Vendrás en el
verano?”. Solo en apariencia hay contradicción en lo declarado. Si el amor
prevaleció gracias a la ausencia y, sin embargo, el amor no cesará jamás, lo
que se establece es una suerte de silogismo que desemboca en una
premonición: el amor seguirá existiendo en ausencia.
Hay en la poesía de Vilariño una figura recurrente que interpreta esa
concepción del amor: el testigo. Se trata de una creación retórica, pero
responde también a una necesidad existencial. El amado no es quien
corresponde al amor sino quien por su solo existir justifica la vida de quien
lo ama. En aquella primera carta inaugural de su relación, la del cumpleaños
de 1951, Idea lo dijo al despedirse: “Querido Onetti: me gusta que usted
exista. Si dios me fuera algo más que un vicio de lenguaje, se lo agradecería
todas las noches”.
La idea de un árbitro existencial transita versos y cartas que la ensayan y
perfeccionan. Acabará por cuajar en un poema, “El testigo”, de 1960: “Yo
no te pido nada / yo no te acepto nada. / Alcanza con que estés / en el mundo
/ con que sepas que estoy / en el mundo / con que seas / me seas / testigo juez
y dios. / Si no / para qué todo.”41
En el manuscrito de este poema, que se encuentra en el Cuaderno 14 del
archivo de la Universidad de Princeton,42 Idea hizo una anotación que revela
que la figura del testigo tiene nombre propio: “Onetti, mi testigo y mi juez”;
fechó su comentario en 1962. Quiero retener esta operación de la escritora
que regresa a un poema para descubrir una identidad que el poema lleva
oculto. Su gesto toca la exacta frontera entre la vida y la obra y estimo que
sugiere algunas claves de la manera peculiar de vivir y aun de intervenir en
la famosa dualidad.
El acceso a los manuscritos ha abierto la posibilidad de relevar huellas
que testimonian la densa interrelación que Idea Vilariño tuvo con sus
materiales. Fue otra forma de la intimidad que sostuvo con su escritura y sus
papeles. El diálogo tácito que existe entre los distintos registros de su
escritura se hace explícito en estas intervenciones que manifiestan, además,
un trasiego intenso entre esos documentos y su vida. Es posible saber, por
ejemplo, cuáles son los poemas de amor que “pertenecen a Onetti” y a otros
amantes porque ella puso sus iniciales junto a las fechas. En general el
registro fue hecho con otra tinta, a veces con lápiz, lo que señala una
instancia diferente. Algo similar al copiado que hizo de su diario personal en
su madurez ocurre con los poemas en el archivo. Esa actividad es la
contracara de la construcción original y consciente que hizo de su poesía a
partir de la publicación de los Nocturnos en 1955 cuando inauguró una
forma de publicación de su obra de acuerdo a zonas temáticas afines en solo
cuatro títulos que fueron creciendo y depurándose en el tiempo y que
completó en su vejez con la edición de su Poesía completa.43
Si Idea organizó sus poemas con prescindencia de la cronología y en
resistencia a las lecturas biográficas, no renunció al uso privado de su
escritura para comunicarse con otros o para ensimismarse en sus recuerdos.
Un ejemplo impar lo da la aquí recurrida “Carta I” que reclamó a Onetti para
poder incluirla en la primera edición de Poemas de amor. “Onetti encontró
mal que se lo pidiera, le pareció profesional —anota ella en su diario—; en
la carta le digo que se lo hice copiar para tocarle el corazón sin que lo
pareciera. Para que se acordara de cómo lo quería”.44
Su archivo guarda otras instancias reveladoras de los porosos límites
entre la obra y las escrituras de la intimidad: así, entre otros inéditos, hay
una serie de poemas largos que comparten ese uso primordialmente privado
de la poesía. Fueron escritos en diferentes épocas —“Se acaba pues”
(1952), “Muero” (1966), “Mi joven madre” (1988), “Lo que amé” (1988),
entre otros—, que al contrario de sus otros poemas son poemas narrativos
que, a través de la evocación del pasado o de una enumeración extensa,
ensayan un balance de vida. Es un ejercicio que se reitera a lo largo de su
vida sin ulterioridades de publicación manifiestas y que seguramente
escribió para pensarse, como hizo en las anotaciones del diario, pero en
verso. Otras piezas inéditas fueron mostradas a destinatarios elegidos.
Cuando Idea recibe de Onetti la primera edición de Juntacadáveres,
retribuye el gesto haciéndole llegar unos poemas que —explica— “te
corresponden aunque son impublicables por malos o porque… Después de
todo, sos su lector natural”.45
Creo que, más allá del interés biográfico, el gran valor de estos cruces
está en la posibilidad de reconocer y apreciar la interrelación estrecha que
comunica estas escrituras. Y aun la incidencia de unas sobre otras y todavía
más, las intervenciones y repercusiones mutuas de la vida en la obra y de la
obra en la vida de la poeta.
Uno de los poemas más dolorosos de Poemas de amor es “Un verano”,
de 1955, que dice del abandono del amante:
[…]
Cómo he de hacer
amor para vivir aún
para sufrir aún
este verano.
Pesa mucho
me pesa como si el mar pesara
con su bloque tremendo
sobre mi espalda
me hunde
en la más negra tierra del dolor
y me deja
ahí deshecha
amor
sola ahí
tu abandono.46
En uno de los manuscritos que se conservan, Idea anotó en francés el
motivo de su escritura: “a cause de son marriage” en alusión al casamiento
de Onetti y Dolly.47 En el archivo de la Biblioteca Nacional de Uruguay, hay
otro manuscrito de “Un verano” presumiblemente anterior, escrito a lápiz en
una hoja suelta y, al dorso, también a lápiz, el borrador de otro poema que
probablemente se originó en el mismo abandono, pero que nunca fue
publicado. Es un poema cansado que guarda la música de siempre y añora
soledad, pero que asume una reacción dispar al desconsuelo y tan opuesta en
su sentido como el lugar que ocupa en el reverso del papel:
Quisiera tener hijos
un amor
o ciudades
o una casa viviente
Tener un mundo mío
un jardín abrumado
de sauces
una playa
que fuera solo mía
un perro
que me amara
como no aman los hombres
tiempo que nadie hollara.48
Y dónde el loco amor
La concepción del amor de la poesía amorosa de Idea Vilariño tiene, como
en otros poetas, raíces en una tradición literaria elegida (en su caso también
filosófica), una constelación de poetas admirados y en experiencias vividas
y pasados amantes. Su configuración no dejó de incorporar dimensiones y
aristas que se construyeron secretamente en el devenir de las palabras y de
los días vividos. Esa densa trama de versos, esperas, encuentros, silencios y
despedidas puede a veces mostrar las huellas de un itinerario. La autarquía
de la mujer sola y soberana de “Carta I” inició un camino de creciente
autonomía amorosa que pudo encontrar una nueva formulación en la prosa de
“Esperandoló” y en la figura del testigo en el poema homónimo. Pero pudo
también extremar esa prescindencia en una carta: “No, no necesito verte. Y
creo que tampoco necesito que me escribas, aunque me conmovería el mero
sobre. Sabemos ahora que estamos ahí. Ça suffit”. Esa conformidad con
“solo saber” resulta la formulación más radical de un amor en soledad.
En 1961, en el emblemático “El amor” —“Un pájaro me canta / y yo le
canto…”— Idea crea sobre la tensión de los versos finales una pausa en la
relación del combate para formular una idea que avanza en su concepción
del amor:
[…]
gime su voz y gimo
río y ríe
y me mira y lo miro
me dice y yo le digo
y me ama y lo amo
—no se trata de amor
damos la vida—
y me pide y le pido
y me vence y lo venzo
y me acaba y lo acabo.49
“No se trata de amor / damos la vida”, esa feliz contundencia sustituyó en
el manuscrito a un verso que más modestamente decía “Y damos más que
amor”. El camino que se inició subvirtiendo las convenciones prestablecidas
aspira ya a trascender las emociones conocidas, busca superar al amor. En
1965, diez años después del duelo ante el abandono de su amante en “Un
verano”, Idea escribe un poema que incrementa la audacia de su desafío. El
título es ya oportunamente provocador, “Qué me importa”:
Qué me importa el amor
lo que pedía
era tu ser entero para mí
en mí
en mi vida
aunque no te tuviera
aunque en días semanas meses años
no tuviera aquel dulce olor a flores
de tu piel suave usada
que me daba
todo el amor del mundo.
Lo demás
el amor
qué importaba
qué importa.50
Ambicioso en su negación, el poema propone renunciar al amor. Y este
amor que para amar más se niega a sí mismo será paradójicamente el gran
amor de la leyenda, un amor imposible con todo el prestigio que esa
denominación conlleva y con todo el sufrimiento que impone.
En una versión anterior de este artículo, me preguntaba si los poemas de
amor de Idea Vilariño hubiesen sido diferentes si su destinatario hubiese
sido otro que Onetti. Es probable que esa pregunta algo olvidada haya
propiciado estas aproximaciones últimas. Responderla implicaría saber
cómo se comunican los esquivos lazos que unen una vida a la obra creada.
Idea Vilariño escribió innúmeros poemas de amor desde su adolescencia y,
antes de conocer a Onetti, hubo otros grandes amores que merecieron sus
poemas y recibieron sus cartas.51 Y otros después. Sin embargo, la decisión
de publicar un libro que tuviese el coraje de llamarse Poemas de amor se
impuso en el origen de la relación con Onetti a quien todos los poemas de
ese libro estaban dedicados. Cuando algunos se dieron a conocer en
Marcha, los acompañó una presentación que señalaba que esos poemas
marcaban “una nueva dirección en la poesía de Idea Vilariño”.52 Acaso el
editor ignorase el corpus previo de poesía amatoria inédita entonces, pero
no se equivocaba al predecir la inminencia de un cambio que acabó por
definir la incanjeable voz que inauguraron Nocturnos en 1955 y Poemas de
amor en 1957 en plena era onettiana de su vida. Si hay una huella de la
relación con Onetti en los grandes poemas de amor que escribió Idea, esa
huella no es meramente anecdótica, su experiencia influyó y modeló la
concepción del amor que esos grandes poemas expresan y propició o
perfeccionó muchas de sus estrategias. Otros amores trajeron modulaciones
nuevas a Poemas de amor, poemas felices y de deseo colmado. En cambio,
como precisó Idea con discreto ingenio, no son de Onetti los poemas
dichosos.53 Con algo de desquite y de ironía, es en esos versos de erótica
felicidad que escribió para otro que encuentro las palabras para nombrar la
trascendencia que tuvo para Idea el encuentro incumplido con Onetti y las
insatisfactorias correspondencias compartidas: valieron, como el más largo
amor, del que tal vez pueda vivirse toda una vida.54
Una primera versión de este texto fue presentada en el III Coloquio Internacional
de Escrituras del yo en la Universidad Nacional de Rosario (UNR), en junio de
2014. Conoció una revisión que se publicó como “El arte de esperar” en “Idea”, un
número monográfico de la Revista de la Biblioteca Nacional, Montevideo, 2014.
El artículo recupera el título original y ha sido corregido y ampliado para esta
publicación.
1 El grupo de la revista Número, fundada y dirigida en 1949 por Emir Rodríguez Monegal, Idea
Vilariño y Manuel Claps y a la que pronto se integraron Sarandy Cabrera y Mario Benedetti.
Rodríguez Monegal dirigía también entonces las páginas literarias del semanario Marcha.
2 Idea guardó copia de sus propias cartas junto a las de Onetti. Tuvo intención de publicar esta
correspondencia en vida, pero no obtuvo el consentimiento de los herederos del escritor. Las cartas
integran la Colección Idea Vilariño del Archivo Literario de la Biblioteca Nacional de Uruguay (en
adelante BNU) y todas las citas remiten a ese fondo, donde ocupan una carpeta dentro de la
correspondencia.
3 Vincent Kaufmann, L’équivoque épistolaire, Éditions de Minuit, París, 1990.
4 Idea retiró su dedicatoria —A Juan Carlos Onetti— en la edición en 1972 para la edición de
Schapire en Buenos Aires y la repuso casi una década después. Onetti mantuvo la de Los adioses,
aunque faltó, seguramente por error, en una traducción al italiano, según testimonia una queja
epistolar de Vilariño.
5 Elijo este subtítulo del prólogo a las Cartas de amor de Delmira Agustini, en el cual Idea Vilariño
juzga su correspondencia con el argentino Manuel Ugarte de esta manera: “Tal vez no fueron más
que dos seductores jugando una partida” (en Delmira Agustini, Cartas de amor y otra
correspondencia, edición, notas y epílogo de Ana Inés Larre Borges, Cal y Canto-Biblioteca
Nacional, Montevideo, 2005, p. 8).
6 Escribe a Benedetti a mediados de 1951: “Si ve a Idea, dígale que me debe dos libros suyos, de
ella, y que es maravillosa. Estoy un poquito borracho desde el principio de la carta; pero sé lo que
digo” (“Juan Carlos Onetti-Mario Benedetti. Correspondencia [1951-1955]”, recopilación, prólogo y
notas de Pablo Rocca, en Insomnia, separata de revista Posdata, Montevideo, 3 de noviembre de
2000). Y a Emir Rodríguez Monegal, en 1950: “Sí, es indudable que I. V. tiene más genio que el que
yo le atribuía; pero tal vez tenga demasiado” (Correspondencia, Colección Idea Vilariño, Archivo
Literario de la BNU. Fragmento copiado por Idea).
7 Un sueño realizado, primer volumen de cuentos de Onetti, se publicó por la editorial de Número
en diciembre de 1951 con prólogo de Mario Benedetti. No incluyó “Mascarada”.
8 De su diario personal (1946-1958) el pasaje adopta la forma de una “memoria”.
9 De hecho, esta correspondencia ya fue utilizada en la edición de Obras completas en tres tomos
bajo la dirección de Hortensia Campanella que editó en 2009 Galaxia Gutenberg.
10 Gilles Deleuze y Félix Guattari, Kafka. Por una literatura menor [1975], Era, México, 1978.
11 Paula Sibilia, La intimidad como espectáculo, Fondo de Cultura Económica, Bs. As., 2008.
12 Nota para extranjeros: Onetti parodia la Declaratoria de la Independencia uruguaya (“Declara,
írritos, nulos, disueltos y sin ningún valor para siempre…”) que los escolares uruguayos saben o
sabían de memoria.
13 Lo curioso es que ambos tienen razón: en la primera estrofa él pide “mi retrato y todas las cartas
mías”, pero en la última ese “algo tuyo ha de quedar” corresponde al vacío y a los besos que Idea
cita bien.
14 Escribe a Milena con implacable lucidez:
La gente apenas si me ha engañado, pero las cartas sí; y en verdad, no sólo las de
otras personas, sino también las mías propias. En mi caso éste es un particular
infortunio del que no diré más, pero al mismo tiempo, también un infortunio general.
La fácil posibilidad de escribir cartas debe de haber traído al mundo —vista nada
más teóricamente— una terrible desintegración de las almas. En verdad es una
relación con fantasmas, y no sólo con el fantasma del destinatario sino también con el
propio fantasma del remitente, que crece entre las líneas de la carta que se escribe, y
más aún en una serie de cartas, donde la una corrobora a la otra y puede referirse a
ella como un testigo. ¡Cómo diablos pudo alguien tener la idea de que la gente se
comunica entre sí mediante cartas!
(Franz Kafka, Cartas a Milena [1952], De la flor, Bs. As., 1974, p. 25).
15 Entrada del 30 de junio de 1954, Diario 1948-1956, Colección Idea Vilariño, Archivo Literario de
la BNU.
16 Ibíd.
17 Entrada del 5 de julio de 1954, ibíd.
18 A pesar de esta prevención contra la cursilería, Idea creó sobre esta imagen un poema poderoso:
“No miraste” de 1967 (I. Vilariño, Poesía completa, La suplicante, Montevideo, 2020, p. 169).
19 Nora Esperanza Bouvet, La escritura epistolar, Eudeba, Bs. As., 2006.
20 Patrizia Violi, “La intimidad de la ausencia: formas de la estructura epistolar”, en Revista de
Occidente n° 68, Madrid, enero 1987, p. 31.
21 Carta del 15 de abril de 1952.
22 Carta de Onetti, 1988.
23 Se publicó como “La metáfora” en Poesía completa, op. cit., p. 205.
24 N. E. Bouvet, La escritura epistolar, op. cit., p. 94.
25 Idea guardó una versión anterior y un poco diferente del poema manuscrita en la portadilla de
una novela policial arrancada del libro donde están también los versos de Onetti con su letra. Todo
indica que, a la ceremonia de la marca en la piel, siguió la escritura de los poemas que ambos
firmaron. Decía Idea: “Esa roja señal / ese pequeño / círculo / esa memoria / firma / que dejaste en
mi piel / que te obligué a dejar / que no se borrará / que ahora es para siempre / que es imborrable /
esa marca / tu marca / esa metáfora”. La versión de Onetti tenía un verso más: “en la pierna están
diciendo que no hay pasión eterna”. (Poemas originales, Carpeta 2-2, Colección Idea Vilariño,
Archivo Literario de la BNU).
26 Carta de Vilariño, 1990.
27 El poema es aún más radical, pero concluye aceptando el paso del amor al humor, que ejerce en
el final: “La verdad es que hoy / son mis recuerdos / de esas cartas de amor / los que son / ridículos
// (Todas las palabras esdrújulas, / como los sentimientos esdrújulos, / son ridículas)” (Fernando
Pessoa. Poesía, traducción de José Antonio Llardent, Alianza, Madrid, 1983).
28 I. Vilariño, Poesía completa, op. cit., p. 151.
29 Uno de sus grandes poemas, “El amor”, de 1955 —“Amor amor / jamás te apresaré...”—,
famoso porque fue censurado en Marcha, es nombrado por Idea “Fue dolor”.
30 Jorge Albistur, “Entre la pasión y el escepticismo” (entrevista realizada en 1994), en A. I. Larre
Borges (ed.), Idea Vilariño: La vida escrita, Cal y Canto, Montevideo, 2007, p. 34. Se volvió a
publicar en I. Vilariño, Poesía completa, op. cit., pp. 329-348.
31 F. Kafka, Cartas a Felice y otra correspondencia de noviazgo [1967], t. II, traducción de
Pablo Sorózabal Serrano, Alianza, Madrid, 1978, p. 245.
32 P. Violi, “La intimidad de la ausencia: formas de la estructura epistolar”, op. cit., p. 33.
33 I. Vilariño, Diario de juventud, Cal y Canto, Montevideo, 2013, p. 292
34 P. Violi, “La intimidad de la ausencia: formas de la estructura epistolar”, op. cit., p. 97.
35 Ana María Barrenechea observa que “la distancia obliga a una comunicación diferida en el
tiempo y el remitente debe elegir entre situarse en el presente de la escritura que será un pasado de
la recepción o viceversa” (“La epístola y su naturaleza genérica”, en Dispositio n° 39, vol. 15,
Michigan, enero de 1990, p. 62).
36 I. Vilariño, Poesía completa, op. cit., p. 159.
37 Copia de carta, octubre de 1989.
38 I. Vilariño, Poesía completa, op. cit., p. 177.
39 Entrada del 13 de enero de 1960, en A. I. Larre Borges, Idea Vilariño: La vida escrita, op.
cit., p. 80.
40 Entrada del 4 de agosto de 1957, Diario 1957-1959, Colección Idea Vilariño, Archivo Literario de
la BNU.
41 I. Vilariño, Poesía completa, op. cit., p. 141.
42 I. Vilariño, “El testigo” [1960], Cuaderno 14 [Cuaderno negro (poemas de 1955-1968)], p. 24,
Colección 1567 Idea Vilariño’s papers, Archivo de la Princeton University Library
(https://findingaids.princeton.edu/catalog/C1567_c9, consultado en septiembre de 2021). El número
de cuaderno corresponde a la numeración original que le dio Idea, seguido de la numeración de
página de la versión digital. Los Cuadernos donde Idea pasó su poesía en orden cronológico fueron
vendidos contra su expresa voluntad testamentaria a la Universidad de Princeton. La colección se
encuentra en línea desde 2019.
43 Los títulos fueron Nocturnos, Poemas de amor y Pobre mundo, a los que en 1980 sumó No.
La primera edición de Poesía completa fue hecha en 2002. Ver “Criterio de edición” en I. Vilariño,
Poesía completa, op. cit., pp. 13-20 y las notas introductorias a cada uno de sus libros.
44 Entrada del 14 de enero de 1955, Diario 1948-1956, Colección Idea Vilariño, Archivo Literario de
la BNU.
45 Entrada del 20 de abril de 1964, Diario 1963-1965, Colección Idea Vilariño, Archivo Literario de
la BNU.
46 I. Vilariño, Poesía completa, op. cit., p. 147.
47 I. Vilariño, Cuaderno 14, op. cit., p. 11.
48 “Quisiera tener hijos” integra la segunda entrega del proyecto Poemas recobrados disponible en
una plataforma digital de acceso libre de la BNU: https://poemasrecobradosidea.bibna.gub.uy/
49 I. Vilariño, Poesía completa, op. cit., p. 185.
50 Ibíd., p. 163.
51 Muchos fueron integrados a su Poesía completa en el apartado “Poemas anteriores”, alguno
pasó a Poemas de amor.
52 “Tres poemas de amor”, en Marcha n° 628, Montevideo, 27 de junio de 1952. Los poemas
publicados fueron: “Estoy aquí”, “Qué lástima” y “Yo quisiera”.
53 En referencia a Poemas de amor: “Hay unos pocos poemas felices; ninguno de ellos tiene que
ver con el dueño de la dedicatoria” (J. Albistur, “Entre la pasión y el escepticismo”, op. cit., p. 32).
54 I. Vilariño, “O fueron nueve” [1968], Poesía completa, op. cit., p. 176.
Un dolor de abandono. El relato del sida en
las cartas de Néstor Perlongher
Javier Gasparri >>
Te roza ambos cachetes,
sutilmente, La Rosa.
Néstor Perlongher 1
La carta como presencia: afirmación afectiva y ansiedad
demandante
Durante mucho tiempo, dos fueron los epistolarios publicados de Néstor
Perlongher. Uno dirigido a su amiga Sarita Torres, que abarca poco más de
once años (desde el 4 de julio de 1981 hasta el 31 de agosto de 1992) y se
corresponde con la partida de Perlongher a Brasil en 1981 hasta su muerte,
incluyendo las cartas enviadas desde París entre 1989 y 1990. La otra serie
publicada es la que le envió a Osvaldo Baigorria entre 1978 y 1986; en total,
doce cartas que dan cuenta del nomadismo de Perlongher pero también del
mismo Baigorria (en las primeras Perlongher está en Buenos Aires y
Baigorria en Canadá, y en las últimas Perlongher en San Pablo y Baigorria
en Buenos Aires).2
En ambas series, una voz escrita en primera persona se pone a hablar,
instalando así un “yo” que firma indistintamente como “Néstor”, “Rosa”,
“Rose”, “N”, “la otra”. Pero más acá de esa proliferación que deja leer en el
estilo cotidiano y privado una huella de lo que para Perlongher es el chiste
de la identidad (en este caso, bajo la forma de un imposible nombre propio
único), importa lo que en esas cartas el escurridizo y reactivo “yo” de
Perlongher3 afirma acerca de una afectividad redefinida por la invasión del
sida y, consecuentemente, la inminencia próxima de la muerte.
Nos detendremos en la serie dirigida a Sara Torres que, por su extensión
cronológica, es la que se explaya en el testimonio del sida.4 En primer lugar,
hay que considerar la carta como presencia que afirma un vínculo: esa
palabra escrita que quiere dialogar con un otro, presentificándolo, y que por
eso exige siempre una respuesta. “Como deseo, la carta de amor espera su
respuesta; obliga implícitamente al otro a responder, a falta de lo cual su
imagen se altera, se vuelve otra”, señala Barthes,5 y quisiera pensar allí en
un vínculo amoroso en sentido amplio, en este caso extensible a una amiga.
La carta, así, pone en juego la relación misma, aunque en una
correspondencia unidireccional como esta (solo leemos las cartas de
Perlongher), revelarán más sobre Perlongher mismo (solo) que sobre su
vínculo con Sara Torres. Esto es: la permanente demanda que registra
Perlongher (“escribime, escribime, escribime”) dice demasiado sobre su
soledad, su aburrimiento o su necesidad afectiva. Aunque, claro está, en esas
huellas también se filtra la eventual ‘ausencia’ de Sarita (no le responde
algunas cartas, no le escribe con frecuencia). La ausencia de escritura de la
amiga es el correlato que afirma (y hace presente) la ausencia física, la
distancia o no proximidad de su cuerpo. La ausencia de su voz escrita
confirma la ausencia de la materialidad sonora de su voz y le recuerda a
Perlongher que ella no está cerca. La demanda afectiva, así, se regula en la
escritura epistolar perlongheriana mediante una ansiedad que filtra en la
superficie el deseo de contacto y diálogo.6
Esa ansiedad que está presente a lo largo de todo el epistolario (y
también en el dirigido a Osvaldo Baigorria) y que, por lo tanto, parecería
una constante de Perlongher, se exacerba, sin embargo, a partir de la
enfermedad, y menos por una acumulación cuantitativa que por una fuerza
intensiva.
El registro clínico-químico: un relato posible
Las cartas de Perlongher suponen un registro testimonial de gran interés para
acceder a ciertos saberes sobre el sida. El poder de estas cartas, en términos
documentales, tiene que ver con que construyen el relato de una vivencia de
la enfermedad allí donde el disciplinamiento biomédico se formula y actúa y
el discurso de las ciencias sociales se detiene. En este sentido, podrían
ensayarse varios modos de leer el sida allí.
Uno se ancla en el contexto de la obra de Perlongher y tal vez sea el más
próximo, por lo que aparenta de evidente, aunque a su vez no se reduzca a lo
meramente constatativo. Se trataría, entonces, de recordar el particular
énfasis con el que Perlongher escribió sobre los primeros embates del sida
como fenómeno, pero leídos ahora desde sus escrituras epistolares, es decir,
privadas. Habría allí una invitación a indagar cuál es el giro —si es que lo
hay— entre el sida como un fenómeno sociocultural y biopolítico y la
enfermedad como vivencia personal: qué se dice de lo primero cuando
ocurre la invasión de lo segundo. En la carta de febrero de 1990, en la que
Perlongher le cuenta a Sara Torres, desde París, que el test le dio positivo,
le manifiesta que “ahora que me veo en la proximidad de la enfermedad, me
cuestiono todo lo que pensaba y escribía y me aferro a la religión del Santo
Daime como única salvación”.7 La pregunta, en suma, sería si hay una
inflexión ideológica sobre el sida en Perlongher a partir de su propia
vivencia de la enfermedad respecto de sus creencias teóricas y críticas
previas. Es decir, si a partir de esa vivencia se abre una distancia de sí-a-sí
que posibilitaría una experiencia al poner a prueba dichas creencias y, por lo
tanto, haría ocurrir algo desconocido que fundamente, más acá de las
pronunciaciones explícitas y de las vivencias concretas relatadas, el
hipotético giro en la percepción de la enfermedad como acontecimiento
biopolítico.
En otra dirección, también podría leerse allí la representación de la
vivencia de la enfermedad en términos biomédicos: en estas cartas que
Perlongher le escribe a su amiga estando ya enfermo, va inscribiendo una
enumeración de afecciones, padecimientos y síntomas que funcionan como
motivos recurrentes en torno al desarrollo de la enfermedad. Estando todavía
en París, se queja de la falta de atención y la incertidumbre: “El problema es
que pocos médicos entienden de SIDA. Es el paraíso de la más cruel
alopatía. Lo cual mi extranjería complica, pues me tratan cual a un fugitivo
otomano. Y mi francés sigue pésimo!”.8
También, su primera resistencia a tomar AZT hasta que, finalmente, “no
hubo otra: había que tomar el AZT!”.9 Y entonces sus efectos: los estados de
insomnio, la diarrea, la depresión, la fatiga. Y la lista de “achaques”10
podría continuar: pulmonía, fiebre, cansancio, sinusitis.11 La doble faz que
configuran el deterioro orgánico y el artefacto médico-farmacológico, en
este momento del sida como enfermedad mortal, constituyen al enfermo no
solo como otredad peligrosa para el imaginario social12 sino también como
un auténtico monstruo científico.13 Carnes de laboratorio en tanto presas de
experimentaciones bioquímicas (en el mejor de los casos; en el peor,
cuerpos desechados o abandonados a su suerte), Perlongher lo percibe con
nitidez: los medicamentos, dice, “me transforman en una verdadera creación
química”.14 Casi en manos del Dr. Frankenstein, poco menos de dos siglos
después de él continúan reactualizándose las ficciones científicas en torno a
la administración de lo viviente,15 aunque al mismo tiempo, pareciera que el
sida clausura la imaginación romántica que fue, en principio, uno de sus
aspectos constitutivos, y luego una intermitencia nunca apagada del todo. En
efecto, a diferencia de otras pandemias de los siglos XIX y XX, el sida
parece tener poco y nada de ‘enfermedad romántica’ y es así como se recorta
en ‘la’ enfermedad finisecular y posmoderna de cara al futuro; como afirma
Daniel Link, “el SIDA es, efectivamente, la Enfermedad del capitalismo
tardío” que convierte “al monstruo clásico en una nueva clase de monstruo:
el ciborg, el mutante del siglo XXI”, el cual ya no supone “un principio de
inteligibilidad […] sino una ética y una estética de la existencia”.16
Solo ante la muerte: la vida sensible
Pero si bien por un lado tenemos este registro clínico, orgánico, este
‘cuadro’ que organiza un relato posible, por el otro tenemos un torbellino
sensible: “Una hipersensibilidad exacerbante. Un dolor de abandono”;17 “el
coco estalla y roe el alma asustada”.18 La conmoción anímica o emocional,
claro está, acompaña al deterioro físico, con lo cual, además de la
enumeración de síntomas concretos en el cuerpo, estamos ante el relato de
los efectos de esos síntomas sobre el cuerpo aún viviente y,
fundamentalmente, de las consecuencias en su con-vivencia cotidiana con la
enfermedad: el ánimo, la percepción de los afectos, la sociabilidad.
Los estados de ánimo están casi siempre recorridos por la “sensación de
derrumbe”19 que lo conduce a la inacción, aun teniendo leves mejorías
físicas: “[…] uno de los problemas que padezco es que no sé exactamente
qué es lo que puedo hacer y qué es lo que no, mi inclinación natural es la
yacencia mustia. Acabo haciendo nada o muy poco […]”.20 O bien:
Heme aquí bastante bien de salud, aunque con el ánimo ocupado por un
profuso tedio. Estuve bastante animado hasta ahora pero de repente, no
sé, me harté, y me cuesta recomenzar la cuesta como una borrica
empacada en paúles, no baúles.21
El tedio, la apatía, la “depre”, el cansancio, la “yacencia”, el desgano,
atraviesan el epistolario de la enfermedad. Esa “reseña de males”22 está
asociada también (simultáneamente como causa y como consecuencia) a la
inminente y soberana soledad. Perlongher le cuenta/demanda a Sarita:
“Preciso un poco de mimo, porque en general me siento solo. Esta
enfermedad provoca un aislamiento progresivo porque uno no consigue
acompañar el ritmo de los otros y va quedando rezagado.”23
En este sentido, allí se vuelve a hacer presente la escritura como la
apertura de un espacio para el diálogo o la escucha, al tiempo que supone
una afirmación afectiva regulada y solventada por la intensidad del vínculo.
La escritura, así, cubre un vacío, y es de esta manera que quiere seguir
siendo una afirmación vital: estas cartas a su amiga que no dejan de
sucederse, más allá de los malestares que registra (la negatividad, el
nihilismo, la tristeza, la melancolía, la saudade). Perlongher le escribe a su
amiga porque está solo y, de hecho, le reclama insistentemente que le
escriba: quiere dialogar, conversar:
Y, no mientas, he visto que tenés un computador, máquinas de escribir,
lapiceras, blocks enteros de hojas maravillosamente blancas, que son
un encanto, no como ésta inequívocamente un enchastre. Y ME VAS A
DECIR QUE NO PODÉS ESCRIBIRME, qué te cuesta.24
Y aunque le pide que vaya a visitarlo a Brasil porque hay “cosas para
hablar de cerca” y porque “tengo deseos y necesidad de que hablemos”,
aunque reconoce o percibe un límite en la comunicación epistolar escrita
(“Es difícil decir lo que me pasa por carta, o implica desgarramientos que la
afectuosidad del tete à tete atenúa”),25 aun a pesar de todo esto, mientras
tanto, no puede dejar de escribirle. Y si escribe menos, es solo porque le
“cuesta arrastrarse hasta los correos de soviéticas colas infinitas” y entonces
“es una novela conseguir a alguien que me lleve las cartas”.26 Lo que allí
posiblemente se esté exhibiendo, con bastante claridad, es la marca del
impacto del sida que redefinió los afectos homosexuales, dando lugar —
como señala Denilson Lopes— a “un deseo de mantener un diálogo, un
lenguaje afectivo”, esto es, una estrategia, “incluso ética, de
sobrevivencia”.27
Paralelamente, la búsqueda de otros modos de intensificar la vida
presente está dada, en Perlongher, por el ‘camino místico’. Es por esta
época, en efecto, que sus preocupaciones intelectuales y poéticas están
atravesadas por la idea de “salir de sí”, desplazando y transfigurando
(incluso podría decirse “de vuelta [de]” en varios sentidos) el tema de la
sexualidad. La consideración de este giro, que nos devolvería al contexto de
su obra, puede verse, con todo, en la cantidad de ensayos y poemas que la
dedica a la cuestión por esos años.28
Pero, antes bien, ateniéndonos a las cartas, lo que allí se pone de relieve,
en relación con estas búsquedas, es el deseo de alguna “salud” que lo
reinvente en y para sí (aunque hable de un “salir de sí”) y le permita o le
abra, siquiera la posibilidad, de poner(se) a prueba (en) los límites
sensibles. Aunque al mismo tiempo siempre esté a un paso (y justamente esto
evidencia el riesgo en juego que un muerto en vida ni siquiera correría) de
replegarse hacia alguna creencia externa de sanación o alivio. Es lo que
ocurre, por ejemplo, con la preocupación por la presunta incompatibilidad
del AZT y los antibióticos con la bebida del Santo Daime: no poder tomarla,
dice, lo deja en ruinas.29 O con la evocación del Padre Mario, un famoso
sacerdote del oeste del Gran Buenos Aires que curaba por imposición de
manos:30 “Si lo vas a ver […], pedile por mí”,31 le dice a Sarita, además de
dedicarle, por esa misma época, el largo poema-ruego “Alabanza y
exaltación del padre Mario”.
Estas cartas, en suma, dan cuenta de un mundo personal en ruinas,
derrumbándose, pero al mismo tiempo permiten vislumbrar o entrever la
reinvención constante de sí, la permanente posibilidad abierta de afirmar un
exceso vital que desplace siempre un poco más allá, una y otra vez, un día
tras otro, “eso” que aunque no se nombre sin duda se sabe, lo cual supone
que está presente: la muerte próxima, inevitable e inminente. Es como si
tuviese la ilusión o la fantasía de poder suspenderla u olvidarla, por lo
menos en el registro verbal explícito. Desde este plano, Perlongher
parecería no entregarse ligera o fácilmente a la idea de una muerte por venir,
que sabe que llegará pronto: aun haciendo una detallada reseña de sus males
(y cómo no hacerlo), a la muerte ni siquiera la menciona, como si no
estuviese en el horizonte de posibilidades.32 Por eso, en términos
testimoniales, el tono del epistolario no deja de ser de a ratos festivo,
incluso casi chistoso y, aun en la percepción de su “derrumbe” —físico,
afectivo, emocional—, no se trata de un incesante lamento agónico como
podría haberse esperado de un acontecimiento como este —el
presentimiento de la muerte— tan proclive a la victimización, el efecto de
lástima o la búsqueda de compasión.33
La muerte inminente, así, funciona como aquello que no puede escribir. A
partir de esa innominación, Perlongher parece escribir como si estuviese
simplemente enfermo, y no como un enfermo terminal que va a morir tal vez
mañana mismo: no lo quiere o no lo puede recordar al escribir. Pero está
claro que esto no significa que no esté presente; casi por el contrario
confirma su presencia como un fantasma que precisamente por el temor que
suscita no puede articularse en el lenguaje. Desde esta perspectiva, se
abriría un espacio de tensión entre esa imposibilidad de nombrar una
presencia (silenciada o negada) que es precisamente la que, en su sinsentido,
le hace sentir la vida34 y el plano eminentemente explícito que articularía, a
su vez, la tensión entre los motivos que parecen inscribir la muerte —
delatándolo como un muerto en vida— y la imagen de sí que quiere ofrecer
como una vida que, pese a todo, aún resiste.
En este sentido, la figura del abandono es sugerente: la escritura de la
angustia y la soledad son el “dolor de abandono” cuya percepción recorre
estas cartas (abandono de los otros, abandono de la poesía, abandono de los
proyectos y tal vez de la idea de futuro a largo plazo). Pero estas
inscripciones, que permitirían hallar en esas cartas a un muerto en vida, a la
vez no logran desestabilizar la poderosa imagen de sí mismo que Perlongher
da: un sujeto que no deja de hacer cosas, porque allí todavía hay algo vivo
que se afirma y que por eso no (se) enuncia “desde” Tánatos sino “en contra
de” (y no en un sentido de oposición sino de resistencia). En la última carta,
tres meses antes de morir, le cuenta a Sarita que quiere mudarse a un
departamento más amplio para poder tener un acompañante con más
comodidad, que quiere ir a Buenos Aires en octubre, que perdió la visión de
un ojo (y aun así, sigue escribiendo).35 De este modo, Perlongher se esfuerza
en demostrar (en actos y en palabras) que, aun con todos sus malestares, no
se ha echado al abandono, es decir, no se ha entregado —no quiere
entregarse— a la quietud, inmovilidad o inacción de quien, agonizando,
espera la muerte.
En tanto indecidibles, estas tensiones se afirman como una ambigüedad
que permea el epistolario y convocan el interés para indagar y conjeturar —
en términos más amplios— la marca de intensidad que dejó el sida como
enfermedad mortal en ciertas escrituras asociadas a varones homosexuales:
ante la vida amenazada, afirman posibilidades de devenir hacia nuevos
modos de relaciones —en el caso de Perlongher, afectivas y sociales—. En
este sentido, estas cartas parecen querer funcionar como una escritura que
hace la vida presente. Un acto de presencia ante la amiga y ante sí.
Escrito en el marco de la investigación de posgrado dedicada a Néstor Perlongher.
Fue publicado en Néstor Perlongher. Por una política sexual (FHUMYAR
Ediciones, Rosario, 2017) y, previamente, había sido expuesto en el II Coloquio
Internacional “Escrituras del yo” (UNR, 2010), con ligeras modificaciones.
1 Néstor Perlongher, “Cartas a Sarita Torres” (mayo de 1992), en Papeles insumisos, Santiago
Arcos, Bs. As., 2004, p. 457.
2 El dirigido a Sara Torres se publicó en el año 2004 en la edición de Papeles insumisos; el
epistolario dirigido a Osvaldo Baigorria, en 2006 como Un barroco de trinchera, cuya edición
realizó el propio Baigorria. Por el tiempo en el que se desarrolló la investigación referida, no fue
posible tomar en consideración el volumen de Correspondencia compilado por Cecilia Palmeiro
(Mansalva, Bs. As., 2016), en el que se reúne un valioso material que incluye muchos otros
destinatarios.
3 Me refiero al modo en que Perlongher mismo tematizó y puso a funcionar en su propia obra el
descentramiento del sujeto y la identidad —y, por extensión, la idea de un “yo”—, influido por la
filosofía deleuzeano-guattariana.
4 Todas las referencias de estas cartas corresponden a N. Perlongher, “Cartas a Sarita Torres”, op.
cit., p. 457. Por eso, al citarlas, solo consignaré el número de página correspondiente y, en algunos
casos, la fecha de su escritura.
5 Roland Barthes, Fragmentos de un discurso amoroso [1977], Siglo XXI, Bs. As., 2006, p. 52.
6 El motivo de la ‘afección’, a su vez, quiere tener diversos matices: valga como ejemplo el modo en
que Perlongher ironiza, con cierto desprecio, sobre “un grupo de apoyo a afectados por el SIDA
(vaya rodeo esforzado para evitar la palabra ‘enfermo’!)” (París, mayo de 1990, el subrayado es
mío; en N. Perlongher, “Cartas a Sarita Torres”, op. cit., p.443).
7 Ibíd., p. 442.
8 Ibíd., p. 444. (14 de mayo de 1990).
9 Ibíd.
10 Ibíd., p. 453.
11 Ibíd., pp. 449 y 453. (Octubre de 1990 y junio de 1991, respectivamente).
12 Marcelo Secron Bessa, Os perigosos. Autobiografias & AIDS, Aeroplano, Rio de Janeiro,
2002.
13 Daniel Link, Clases. Literatura y disidencia, Norma, Bs. As., 2005.
14 N. Perlongher, “Cartas a Sarita Torres”, op. cit., p. 449.
15 Michel Foucault, Historia de la sexualidad 1: La voluntad de saber [1976], Siglo XXI, Bs.
As., 2008. Gabriel Giorgi y Fermín Rodríguez (comps.), Ensayos sobre biopolítica. Excesos de
vida [2007], Paidós, Bs. As., 2009.
16 D. Link, Clases. Literatura y disidencia, op. cit., pp. 164 y 172.
17 N. Perlongher, “Cartas a Sarita Torres”, op. cit., p. 452. (Enero de 1991).
18 Ibíd., p. 449. (Octubre de 1990).
19 Ibíd., p. 446.
20 Ibíd., p. 449. (Octubre de 1990).
21 Ibíd., p. 455. (Septiembre de 1991).
22 Ibíd., p. 459.
23 Ibíd., pp. 458-459. (Agosto de 1992).
24 Ibíd., p. 454. (Junio de 1991).
25 Ibíd., pp. 451-452. (Enero de 1991).
26 Ibíd., p. 454. (Junio de 1991).
27 Denilson Lopes, O homem que amava rapazes e outros ensayos, Aeroplano, Rio de Janeiro,
2002, pp. 156-157. (Traducción mía).
28 Por supuesto, estoy pensando principalmente en sus conocidos ensayos sobre la religión de la
ayahuasca (recopilados en Prosa plebeya en la sección que sus compiladores titulan “Antropología
del éxtasis”) y en sus dos últimos poemarios (Aguas aéreas [1991] y Chorreo de las
iluminaciones [1992]). Si bien sería preciso no subrayar una relación necesariamente causal entre
la búsqueda religiosa-alucinógena y la enfermedad como inminencia de muerte (ya que el interés de
Perlongher por la primera es un poco anterior a la aparición de la segunda), de todas maneras es
innegable el modo en que se contagian mutuamente sobre el final de su vida y su obra. Para una
lectura de su “poética terminal” a partir del “mal de sí” es indispensable el ensayo de Tamara
Kamenszain “El canto del cisne de Néstor Perlongher”, en Historias de amor (y otros ensayos
sobre poesía), Paidós, Bs. As., 2000, pp. 151-154. En cuanto al desplazamiento operado respecto
de la sexualidad en este momento, y al impacto que postula Perlongher, es fundamental su ensayo
“La desaparición de la homosexualidad” (en Prosa plebeya. Ensayos 1980-1992, selección y
prólogo de Christian Ferrer y Osvaldo Baigorria, Colihue, Bs. As., 1997), como así también el “PostScriptum” redactado especialmente para La prostitución masculina —primera edición argentina
de O negócio do michê— (La Urraca, Bs. As., 1993) y, del cuento al canto, su poema “Gemido”,
originalmente publicado en Chorreo de las iluminaciones e incluido en Poemas completos (19801992) [1997], Seix Barral, Bs. As., 2003.
29 En N. Perlongher, “Cartas a Sarita Torres”, op. cit., p.449.
30 Ibíd., pp. 453-454.
31 Ibíd., p. 454.
32 Como señala Vladimir Jankélévitch (en Pensar la muerte [1994], Fondo de Cultura Económica,
Bs. As., 2004, pp. 26-27) la trampa esencial de la muerte es siempre reservarla y aplicarla a los
otros por “una prórroga perpetua y un aplazamiento”:
es como si reserváramos soberbiamente la muerte a la gente que pasa por la calle.
[…] Y eso está justificado por la necesidad de la existencia. Supone perpetuamente
este engaño. […] Lo sé [que voy a morir], pero no estoy íntimamente persuadido. Si
estuviera persuadido, totalmente seguro, no podría vivir. Entonces, lo aplico a los
otros.
33 Y aquí hay que sumar la eficacia retórica de Perlongher, aunque no por eficaz carente de
complejidad: precisamente esta puede ser una de las razones que hacen que el epistolario no se lea
de un tirón pero, al mismo tiempo, sostenga el interés y, por lo tanto, sea imposible desprenderse de
él hasta la última carta. Se trata de un estilo que parece no querer desvincularse del poema y se
plantea casi como su continuidad: los “jueguitos” verbales, los recovecos lingüísticos y, en suma, la
falta de despojo en general de su densidad barroca que desafía la retórica epistolar más o menos
esperable o característica. Las cartas de Perlongher, así, quieren funcionar como una continuidad
literaria en la vida, o mejor, como la continuidad de la literatura en el diálogo privado. Incluso cierto
regodeo en algunos términos médicos parece querer dar cuenta de ¿“una enfermedad-barroca”?
34 V. Jankélévitch, Pensar la muerte, op. cit., p. 37.
35 En N. Perlongher, “Cartas a Sarita Torres”, op. cit., pp. 459-460.
Escenas singulares de una infancia compartida: las
autobiografías de Victoria y Silvina Ocampo
Natalia Biancotto >>
En torno al nombre (im)propio
En una entrevista de 1979, Silvina Ocampo se refiere a Invenciones del recuerdo como
“una historia que denomino prenatal, escrita casi en verso, pero que no es un poema. Se
trata de un libro en el que predomina mi instinto. Era verso y lo destruí. Lo hice en prosa y
también lo destruí”.1 Casi treinta años de sucesivas “destrucciones”, reescrituras y
versiones le deparó a Silvina Ocampo la composición de su autobiografía en verso libre.2
De esa historia de elaboración fragmentaria quedaron en su archivo una cantidad de
versiones descartadas, cuyos títulos delatan la fluctuación que definió su impulso
escriturario en las diferentes etapas. “Exigua autobiografía”, “Poema autobiográfico”, “De
memoria” parecen rubricar una intención autobiográfica que el texto mismo se ocupa de
velar o desviar con giros hacia la ficción, como los que anticipan los otros títulos
desestimados: “Con alma ajena”, “El trompo y el látigo”, “Strobilos” y “Presciencias”. El
relato permaneció inédito en vida de la autora y fue publicado en el año 2006 por la
editorial Sudamericana. El hecho de que el texto haya quedado, a su muerte, sin editar no
implica que ella no hubiera previsto la publicación. De hecho, la anuncia en una entrevista
que mantiene con Noemí Ulla en 1982.
Su hermana Victoria también baraja títulos posibles para su autobiografía, pero en su
caso son ensayos de coquetería retórica, como cuando dice:
Nuestros amores de niños (y por amor entiendo aquí nuestra manera personal de
amar a quienes amamos, padres, hermanos, tíos, maestros, camaradas de juegos, etc.)
¿no son acaso los precursores, los avant coureurs de nuestros amores de adultos? En
lo que me concierne, es así. Yo podría ponerle como título a mis Memorias la divisa
de María Estuardo, usándola al revés: “En mi comienzo está mi fin”.3
Tanto la divisa de María Estuardo al revés, que resume el modo en que entiende la
infancia como una etapa de la vida que prefigura a las que siguen, como “Documento”, otro
título que, dice ella, podría haber usado, cifran su programa de escritura del yo. Lejos de la
ambigua inscripción de Silvina en el género autobiográfico, las memorias de la hermana
mayor declaran, desde el título que efectivamente eligió, sus intenciones narrativas.
Victoria Ocampo escribe su Autobiografía en seis tomos que fueron publicados, por
expresa voluntad de la autora, luego de su muerte. Este gesto viene a completar el objetivo
general de Victoria al emprender su plan de escritura del yo. Tal propósito no es otro que
el de toda autobiografía clásica, entendida en los términos que propone Philippe Lejeune:
un relato “retrospectivo en prosa que una persona real hace de su propia existencia,
poniendo énfasis en su vida individual y, en particular, en la historia de su personalidad”.4
Las mismas características que calzan a la perfección en el texto de Victoria, excluyen al
de Silvina del género autobiográfico: ni retrospectivo, ni en prosa —para empezar—, el
relato de la hermana menor escapa a las prescripciones del género, pero aun así, no se sale
del todo.
Ninguna de las categorías que propone Lejeune —forma del lenguaje, tema tratado,
situación del autor, posición del narrador—5 permite definir a Invenciones del recuerdo
como una autobiografía y, sin embargo, hay algo que la reinscribe como tal. La de Silvina
Ocampo es una autobiografía en fuga. Como su foto tapándose la cara con las manos, un
retrato que la muestra y la oculta en el mismo gesto, que la muestra ocultándose, el
personaje de Invenciones aparece como una nena que juega al escondite. Sin embargo,
hace trampa y no [se] esconde [del] todo:
se tapó la cara con las manos como si llorara,
para que los transeúntes se apiadaran de ella […]
Como si sus manos hubieran sido transparentes
vio la escena.
(El lector sospechará que espiaba entre los dedos, como cuando jugaba a la escondida). 6
Invenciones del recuerdo es una autobiografía que se construye trampeando,
esquivando —escondiéndose, diríamos, si pensamos en que los escondites siempre son
fallidos en Silvina Ocampo— los presupuestos de la autobiografía clásica. Dice Lejeune:
“Para que haya autobiografía (y, en general, literatura íntima) es necesario que coincidan la
identidad del autor, la del narrador y la del personaje”7. En Invenciones ninguno
coincide, y sobre esa no coincidencia Silvina Ocampo construye su escritura del yo. Dos
gestos (del personaje, del narrador) que señalan asimismo dos procedimientos de
escritura, avalan la disociación: la huida y la elipsis. Según Lejeune, la “identidad de
nombre entre autor, narrador y personaje”8 se puede establecer o bien de manera patente,
cuando el nombre que se da al narrador-personaje coincide con el del autor en la portada,
o bien implícitamente. Este último modo, explica Lejeune, es el que compromete al pacto
autobiográfico, que puede tomar dos formas: la primera consiste en el “empleo de títulos
que no dejan lugar a dudas acerca del hecho de que la primera persona nos remite al
nombre del autor (Historia de mi vida, Autobiografía)”; y la segunda corresponde a una
sección inicial del texto en la que el narrador se compromete con el lector a
comportarse como si fuera el autor, de tal manera que el lector no duda de que el yo
remite al nombre que figura en la portada, incluso cuando el nombre no se repita en
el texto.9
En la autobiografía de Silvina Ocampo no aparece el nombre propio (no aparece
siquiera el apellido familiar), y la sección inicial, que con carácter supletorio vendría a
despejar dudas y sellar el pacto, funciona precisamente al revés. El poema autobiográfico
se inaugura con un relato en tercera persona que pone al lector en situación de no saber a
qué atenerse. Cito la primera tirada de versos del poema:
En la oscuridad consecutiva
lejana como Gilgamesh,
en la noche del mar, desnuda
[…] vagando por la casa debajo de las alfombras
como Odradek,
intenta huir, se queda
en todas partes, en ninguna parte.
Huye, ha quedado.
[…] ¡Para qué sirve inventar!10
El texto se abre espacio invocando tres lugares de vacilación, tres puertas hacia lo
inquietante: oscuridad, huida, invención. El pacto, si lo hay, es con la invención que se
inscribe desde el título, con la huida del personaje —de su referencia—, con la oscuridad
de un narrador que no se sabe bien quién es, ni qué relación guarda con ese personaje
misterioso, ni cuál con la nena de la foto de tapa.
La otra nena, la de la tapa de Autobiografía I. El Archipiélago, de Victoria Ocampo,
apoya sus espaldas sobre las de “Tata” Ocampo (su abuelo paterno): se muestra diáfana,
recostada sobre el apellido paterno, pero siempre en primer plano. Sobre el apellido
familiar, enraizado en el suelo argentino desde la colonia —según manifiesta la primera
parte del relato—, el nombre propio torsiona la historia para afirmar su singularidad.
La imaginación autobiográfica de Victoria Ocampo impulsa un movimiento narrativo
que coloca el nombre propio en el centro del relato. En Silvina, los procedimientos de la
invención del recuerdo comprometen una sintaxis onírica que redunda en la extrañeza de la
narración. El recuerdo infantil supone para Victoria la oportunidad de cimentar allí una
primera persona avasallante; para Silvina, la ocasión de descomponer la voz entre un “yo”
y un “ella” indefinibles. Procedimiento típico de la autobiografía clásica, la genealogía del
nombre es definida por Lejeune en términos a los que El Archipiélago responde con una
exactitud casi burlona: “Historia del nombre, establecida a menudo detalladamente, para
aburrimiento del lector, en esos preámbulos en forma de árbol genealógico”.11
Victoria inscribe su nombre en el familiar; pero esa pulsión avasallante no se detiene ni
siquiera ante el gesto de convertir el nombre de la tía tocaya en su versión deformada:
Vitola. Para que no queden dudas de su diferencia, pero tampoco de su linaje, el relato
hace de la tía Vitola la guardiana de un nombre signado para y por la modulación propia de
Victoria.
La pasión del nombre propio tracciona la autobiografía de Victoria Ocampo de
principio a fin, para descubrir y manifestar en él la pasión de una vida: la revista Sur.
Como vio Judith Podlubne,12 el personaje que construye el relato es el de la fundadora de
Sur. Su tema, según prevé Lejeune para toda autobiografía al modo clásico, es la génesis
de esa personalidad.13 Con ese propósito, la piedra fundamental se pone en El
Archipiélago, en “el primer nombre recibido y asumido, el nombre del padre, y, sobre
todo, el nombre de pila que nos distingue”,14 que son, para el teórico, “sin duda los datos
capitales en la historia del yo”. 15 Desde la vereda opuesta, Silvina Ocampo hace de la
elisión del nombre propio y del manto de sombras que en el relato se cierne sobre el
pronombre “yo” los pilares de su apuesta narrativa. El gesto fundante de mostrarse
ocultándose involucra un modo trastornado de contar la historia del yo, que el aparato
teórico de Lejeune no podría leer.16
El poema autobiográfico se ocupa de impedir la identificación entre autor y narrador
mediante la elipsis del nombre propio, y de disociar narrador y personaje mediante la
huida gramatical. A pesar de que podamos reunir a estos dos últimos (narrador y
personaje) recurriendo a la foto de tapa y a la entrevista con Ulla, lo que interesa es el
procedimiento que el texto pone en marcha. Sylvia Molloy17 se refiere al desdoblamiento
pronominal entre “yo” y “ella” en términos de juego voyeurístico, en el que la tercera
persona corresponde no a un yo pasado sino a un extrañamiento del yo. Pienso, en otro
sentido, que la clave de interpretación la da la propia definición de Silvina de su
autobiografía como “historia prenatal”. En lo críptico del concepto se pone de manifiesto
algo obvio: la aspiración a contar la siempre impredicable historia de un yo incierto, un yo
que es anterior a Silvina Ocampo. Lejos de ser el relato que funda y se funda en el nombre
propio, es una narración cuya datación es anterior a la del nombre propio.
En este sentido, acierta Lejeune cuando dice que la historia de la adquisición del
nombre propio es siempre anterior a la memoria y a la autobiografía, las cuales, agrega,
“sólo pueden contar esos bautismos segundos e invertidos que son para el niño las
acusaciones que lo congelan en un papel por medio de un calificativo”.18 En el poema
autobiográfico de Silvina hay extensos momentos en que el relato gira en torno del mote de
“pecadora”, implícitamente atribuido a la protagonista, aunque sea por ella misma. El
pecado y la culpa ofician ese bautismo invertido que señala Lejeune, y que en el relato
aparece curiosamente enredado —o desplazado, como en los sueños— con otro
sacramento, el de la primera comunión. Uno de los episodios más significativos de
Invenciones del recuerdo, deformado hasta confundirse con el culposo despertar sexual de
la protagonista, es ocasión de uno de los más flagrantes signos de lo que llamo huida
gramatical, la del “yo” que se muestra ocultándose en “ella”. En el recuerdo de ese
episodio, el sirviente Chango provoca la huida: “Yo lo recuerdo así, / pero ella lo recuerda
como el fantasma de una pesadilla, / como el símbolo del infierno”.19
Así como la ceremonia de iniciación a la vida católica es travestida en ceremonia
pagana y hereje de iniciación sexual, la hermana Clara es convertida toda ella —su
inocencia de nombre inmaculado y muerte prematura— en un ángel travesti. Gabriel es el
personaje que en el poema de Silvina remite al de la hermana Clarita en el relato —¿más
explícito?, ¿más fidedigno?— de Victoria.
La autobiografía de Victoria permite leerse desde la tesis del nombre propio: con los
procederes clásicos, todo el relato se orienta hacia el propósito de inscribir el suyo en la
historia. La de Silvina Ocampo podría leerse, en cambio, desde la tesis del nombre
impropio, la que afirma que las palabras no alcanzan para decir la experiencia, que no hay
identidad entre nombre y persona. “Molesta de pronto —se queja la narradora— no saber
el nombre de algo, / o saberlo sin descubrir lo que nombra”.20 No solo no aparece el
apellido familiar, sino que de los miembros de la familia solo se menciona a “Gabriel”, y
es un nombre travestido. Los otros no se llaman de ningún modo, o como dice Silvina
Ocampo, “otros nombres quedaron sin personas”.21
Los procedimientos que definí como huida y elipsis se fundan en una idea de
discontinuidad en la que el relato de Silvina Ocampo insiste.
El recuerdo está lleno de desmayos,
de pérdidas de conocimiento,
se llega a un lugar sin haber partido
de otro, sin llegar.
Se ama a una persona que uno no recuerda,
más que a una persona que uno recuerda.
Hay manos sin caras,
cuerpos sin palabras,
palabras sin cuerpos,
vestidos solos, jabones importantes como personas.
La gama de confusiones es infinita.22
Discontinuidad, desplazamientos, condensaciones: una sintaxis onírica devela que, para
Silvina Ocampo, “los recuerdos son como los sueños, uno los arma cuando se despierta”.23
A nivel temático y estructural, Invenciones señala la no continuidad del sujeto, del tiempo,
del recuerdo. “La cronología no existe en el tiempo del recuerdo”, dice la narradora,24 y el
relato sustenta el precepto con sus idas y vueltas temporales, su puesta en imágenes de la
fragmentariedad del recuerdo.
Si en el relato autobiográfico de Silvina puede reconocerse una rebelión de la forma,
en el de Victoria la transgresión es un efecto de la representación. Muestra excesivamente
la imagen de un yo pionero, “la primera mujer que se animó a”. Rebelde, díscola,
desprejuiciada, Victoria procura poner de relieve una imagen de sí que se erige,
paradójicamente, desde una plataforma de lo más tradicional. Su extraordinario esfuerzo
por mostrarse como la mujer más moderna de la época —una que no teme, por ejemplo,
dar un espectáculo “bochornoso” frente a espectadores atónitos, envuelta en la bandera
argentina— motiva un relato que se atiene, sin embargo, a los paradigmas más clásicos y
tradicionales de la literatura autobiográfica. Quiere mostrarse rodeada de figuras
excéntricas, amiga de los más revolucionarios artistas del siglo XX, como si tal
proximidad le confiriera algo de esa rebeldía que en el fondo, mejor dicho, en la forma del
relato, no se permitía. Una cierta reserva clásica le frena el impulso desafiante con el que
pretende envolver su representación del yo. La misma resistencia que le impide leer los
relatos de su hermana menor sin acusarlos de tortícolis. No diremos que Victoria, la que se
animaba a todo, no se animó a experimentar la transgresión de la forma, sino solamente que
esto estaba fuera del horizonte de sus valores literarios.
Su autobiografía involucra una representación del yo que es pura voluntad; confía por
demás en el valor de la imagen literaria.25 La obsesión por mostrar una imagen de sí
excepcional se quedó un poco más acá de los límites que trasgredió, por ejemplo, otro de
los grandes cultores de la autoimagen como fue Lucio V. Mansilla. Mientras que Victoria se
retrató incansablemente de frente y perfil, exagerando un primer plano nítido sobre un
fondo clásico, Mansilla se hizo retratar desde todos los frentes, incluso de espaldas, para
dar forma a un truco óptico que lo mostraba dialogando consigo mismo. Ese yo que gira
incesantemente sobre su centro se representa a través de una operación moderna, de un
modo ex-céntrico. Mansilla se fragmenta, se des-centra para centrarse mejor, y lo hace con
una modernidad inusitada. Victoria, la más moderna, se esfuerza por dejar esa autoimagen
bien clara, en primer plano y sin fisuras, desconociendo aquellos trucos con los que la
rebeldía formal potencia la del yo representado.
En su autobiografía, o incluso más allá de ella, en el gran texto autobiográfico que
configuran sus escritos en conjunción con sus intervenciones públicas, Victoria se muestra
siempre un paso adelante. Como si se asignara a sí misma una y otra vez el título de
Adelantada, en el sentido épico de los antiguos conquistadores: es la que llega primero y
funda. Antes que los tristes rezagados que instituyen la Academia Argentina de Letras,
según declara, desafiante, en su discurso de incorporación a la misma, ella ya había
fundado Sur, una institución más influyente en la cultura argentina que cualquier academia.
El mérito de esa empresa nunca será tan reconocido como lo fue por ella misma, parece
decir, y gran parte de ese mérito radica en su carácter inaugural y extraordinariamente
temprano: “Cuarenta y seis años es mucho para una revista y poco para una academia”.26
Se puede leer la obra en el conjunto de sus seis tomos a partir de la premisa que instala
desde el primero, esto es, que una persona es hija de su empresa:
Desde luego, siempre he pensado que, prescindiendo del medio y de la herencia,
factores en que no interviene nuestra voluntad o nuestra elección (me refiero a
caracteres físicos, aunque los medios económicos pesan en las posibilidades de
desarrollo, de educación, a la vez favorable y desfavorablemente, de manera
imprevisible), los hombres y las mujeres son exclusivamente hijos de sus obras y
por ellas valen y se condenan.27
El personaje que construye su autobiografía no tiene genealogía más adecuada que la de
su propia empresa: Victoria Ocampo es hija de Sur. Esta podría ser la tesis que sustenta el
relato. En este sentido, Podlubne afirma que su voluntad autobiográfica está animada por la
pregunta sobre cómo llegó a fundar Sur. El relato de la fundadora de Sur tiene entonces el
propósito de revelar, a contraluz, una figura de genealogía inversa: el nombre Victoria
Ocampo nace de la empresa Sur, como de las entrañas de un ser mitológico. Su
autobiografía emprende una fundación mitológica del nombre propio.
La referencia que hace Victoria Ocampo a la importancia relativa de los medios
económicos para una iniciativa cultural la coloca de nuevo en el centro del asunto y le
confiere el rol, que nunca perdió, de pleno sujeto creador de su obra. Si bien los medios
que le permitieron llevar adelante el proyecto son producto de una contingencia en la que
no intervino su voluntad, la decisión de ponerlos en función de la empresa cultural, incluso
a riesgo de expoliar esa fortuna, le infunde un protagonismo absoluto, cuando no ciertas
ínfulas de “mártir cultural” (la que da todo por la cultura, sin reparar en gastos).28
Mientras Victoria cimenta su genealogía en su obra personal, Silvina se construye como
huérfana por elección, como los niños de muchos de sus cuentos. Una imagen configurada a
partir de la elipsis de los padres —o de su desfiguración atroz, como la madre de la nena
de “Viaje olvidado” (1937)—, sumada a la huida del lugar que le era asignado por su cuna.
Una nena con máscara de huérfana huye y se esconde en las dependencias de la
servidumbre.
Narradora sonámbula, narradora lúcida
Cuando Victoria Ocampo anuncia el propósito de su autobiografía —para ello dedica una
sección especial, la tercera— declara:
Lo que intento escribir se parece a la confesión, porque pretende ser verídico y
porque proclama una fe, al margen de la fe que me enseñaban cuando, arrodillada en
el reclinatorio de las Catalinas, pedía al cielo, con fervor, un destino muy distinto
del que escondía el enrejado de madera mirado con curiosidad y aprensión por mis
ojos tan nuevos. […] Estas páginas se parecen a la confesión en tanto que intentan
explorar, descifrar el misterioso dibujo que traza una vida con la precisión de un
electrocardiograma.29
Con esta profesión de fe, Victoria manifiesta su confianza absoluta en la posibilidad de
narrar con fidelidad el tiempo de la memoria. El declarado propósito de proclamar esta
creencia le confiere a su autobiografía una prerrogativa dogmática; del mismo modo en que
ella confía en la memoria, en lo fidedigno de las imágenes de la memoria, el lector debe
abrazar esa fe.
Al diccionario positivista, con el que presenta sus memorias para referirse a la
precisión y al diagnóstico como instrumentos para “descifrar” el misterio de una vida, le
suma un ingrediente con el que pretende reinscribir su proyecto en el campo del arte: el
talento, que viene de la mano de la sinceridad. Es evidente la preocupación de Victoria por
el oficio de escribir o, para decirlo como ella, por el arte de la escritura (“para que la cosa
escrita cobre vida ha de ser arte o será nonata”).30 Se reiteran en el texto los momentos de
autorreflexión sobre la escritura y sobre los problemas de la verosimilitud y la veracidad
en el arte. Un escritor debe ser sincero, y para llegar a serlo necesita talento: si logra
conjugar estas dos virtudes, parece decir Victoria, entonces es un artista.
Si la precisión, la fidelidad y la claridad son para la hermana mayor los valores de su
escritura del yo, para Silvina resulta más propicio el atributo de la opacidad. Victoria
entiende la escritura de una autobiografía como el proceso mediante el cual se hace posible
echar luz sobre una vida, volver su historia clara y evidente. El texto es, según su
declaración de principios, el instrumento para ilustrar y descifrar la propia vida. En
Silvina Ocampo prevalece, al contrario, la intención de opacar, o más bien, de poner de
manifiesto la esencial opacidad del recuerdo, la imposibilidad de su esclarecimiento. Este
permanece como cifra, en tanto que no hay verdad oculta que dilucidar allí. Vaga y
confundida, la voz que habla en la autobiografía de Silvina se deja atravesar por la
conmoción que perturba los recuerdos. En las antípodas, el personaje que construye
Victoria para narrar sus memorias se ubica a sí mismo en el extremo de la lucidez, muy
consciente en todo momento de la actividad que está llevando a cabo. Tiene fe en su
memoria y en su conciencia. Percatada, advertida, enterada, la que habla en la
autobiografía de la hermana mayor es —dice ser— una narradora lúcida.
La narradora sonámbula, aquella que con balbuceos de imágenes abstrusas merodea,
perdida, el tiempo del recuerdo, caracteriza bien a la voz que habla en Invenciones.
Confunde los pronombres para develar que no hay sujeto en el recuerdo, como no lo hay en
el sueño. La sonámbula, una imagen recurrente y obsesiva en los relatos de Silvina
Ocampo, transita entre el sueño y la vigilia para contar unos recuerdos que no son
propiamente del “yo” ni del “ella”: indefiniblemente para siempre ajenos y para siempre
suyos. Ese hiato constitutivo se vuelve procedimiento en la escritura del yo que emprende
Silvina.
Ahora siento que no me pertenece —afirma la autora sobre su texto autobiográfico
—, que casi no lo puedo tocar, que casi no lo puedo corregir. Es como un
experimento. Yo he dibujado con los ojos cerrados. Bueno, con Invenciones del
recuerdo siento algo parecido. Como ocurre con los sueños, que perdés detalles, que
son muy intensos, y que suelen no tener explicación.31
Aunque decidida a tomar firmes las riendas del relato de su vida, sin hacer demasiadas
concesiones a las grietas y fisuras del yo que parecen fascinar a la hermana menor, Victoria
advierte la imposibilidad de aprehender el propio sí mismo. Podría decirse que, como la
conoce bien, escribe para conjurar esa certeza y erige su texto sobre el deseo de olvidarla.
También a mí me hubiera aliviado —confiesa— hablar en tercera persona de mí
misma […] porque me siento, por momentos, tan lejos de cierta mí misma como lo
puedo estar del pelo que me han cortado y barren en la peluquería, o de la uña que
me limo y vuela al aire hecha polvo. Yo no soy “aquello”, lo perecedero que formó
parte de mí y ya nada tiene que ver conmigo. Soy lo otro. Pero ¿qué? 32
Hasta aquí, sorprende la actualidad de las ideas de Victoria acerca de lo que, al menos
en este párrafo, parece remitir a una noción contemporánea de la infancia. Incluso en cierto
uso de las analogías sobre el pelo cortado y la uña limada recuerda el modo en que
Giorgio Agamben explica el carácter negativo e inapropiable de la experiencia. A partir de
los relatos de Montaigne y Rousseau —que, según entiende, anuncian el surgimiento y
difusión del concepto de inconsciente en el siglo XIX—, Agamben se refiere a aquellas
experiencias que no le pertenecen al sujeto, del mismo modo que “los dolores que los pies
y las manos sienten mientras dormimos no nos pertenecen”.33
El acierto del pronombre neutro para denominar lo otro de sí misma, indefinible —muy
cerca del “Ello” del psicoanálisis—, pronto queda sepultado bajo el poderoso
voluntarismo de un “yo” que se autoproclama fiscal, intérprete y garante de una pretendida
verdad sobre la infancia. La modernidad de Victoria encuentra su límite en cuanto asegura,
en relación con sus recuerdos de infancia, estar “en condiciones de controlar con algún
rigor su autenticidad”.34
La primera persona, como una prosopopeya del nombre propio, tiene, para el dogma
autobiográfico que profesa en sus “Propósitos”, la facultad de garantizar o dar fe de un yo
unívoco que confiesa su —única— verdad. Victoria expresa una voluntad de reconstruir
aquella verdad de la memoria a la que cree posible acceder por un esfuerzo de la
conciencia:
Como esos sueños que no conseguimos reconstruir, al despertar, sino por fragmentos,
y de los que conservamos, por lo contrario, la atmósfera de angustia o de felicidad,
mis primeros recuerdos emergen en mi memoria consciente como un Archipiélago
caprichoso en un océano de olvido.35
Su propósito, bien lo expresa, es dirigir las palabras hacia el relato iluminador y
sincero de una vida que, confía, es posible descifrar. Victoria liga esa posibilidad a un
concepto de inconsciente que desarrolla con un entusiasmo algo neófito:
¿Por qué tal recuerdo y no otro? Este es el gran enigma que no ha sido resuelto. Esa
elección que se produce, involuntaria como el parpadear cuando se nos entra una
nada de polvo en el ojo, ha de estar ligada a la marea baja o alta del inconsciente (¿o
subconsciente?), a sus flujos y reflujos. Ha de significar, ha de traducir una
naturaleza, una intolerancia para determinadas temperaturas o incitaciones
exteriores. Ha de dibujar el carácter de un ser, pues evidentemente recordamos
siempre lo que nos ha causado mayor impacto o lo que queda asociado a una
circunstancia que lleva una máscara.36
Por un lado, la confianza en la posibilidad de “traducir” los recuerdos le confiere a su
metodología el carácter de una transposición ciertamente simplista, aunque conveniente a
sus propósitos. Por otro, la analogía entre recuerdo y sueño a través del carácter
fragmentario e inconsciente de ambos se acerca a la que hace Silvina cuando afirma que
los recuerdos son como los sueños. Pero los presupuestos sobre los que se erige la
escritura de cada una trazan puntos de partida bien diferentes. La voluntad que expresa
Victoria en su autobiografía de re-construir unos recuerdos en un orden cronológico y con
un valor de verdad que el propio “yo” les atribuye contrasta con la definición de “historia
prenatal” que le otorga Silvina a la suya. La primera narra desde la “memoria consciente”
y la voluntad de reconstrucción; la segunda, desde el recuerdo “prenatal” —presubjetivo—
y la invención.
Con la forma de un diálogo obturado entre personajes extraños a sí mismos, Silvina
Ocampo escribe su poema autobiográfico en la lengua de la invención narrativa. El
procedimiento de la huida pronominal señala la idea de que el sujeto del recuerdo no es
contemporáneo al yo. Esta premisa narrativa reaparece en otros relatos de la autora,
especialmente en aquellos en los que se reeditan episodios y personajes de su
autobiografía. Es el caso de “El pecado mortal”, de Las invitadas (1961), en el que una
voz que le habla a un “tú” impreciso cuenta los juegos perversos entre el sirviente
“Chango” y la nena, en vísperas de su primera comunión. Se trata de una escena que
retorna en Invenciones del recuerdo, con una frase repetida: “‘Muñeca, tenés que mirar
por la cerradura de la puerta. / Te voy a mostrar algo muy bonito’”.37 Un anacronismo
deliberado posibilita que la voz que narra le diga a esa nena: “Aquel día la cara de Chango
estaba más borrosa que de costumbre: en la calle no lo hubiéramos conocido ni tú ni yo,
aunque tantas veces me lo describiste”.38 Con una estrategia de desdoblamiento que la
coloca fuera de la escena del “crimen”, la narradora acusa a su interlocutora / alter ego:
Como dos criminales paralelos, tú y Chango estaban unidos por objetos distintos,
pero solicitados para idénticos fines. Durante noches de insomnio compusiste
mentirosos informes, que servirían para confesar tu culpa. Tu primera comunión
llegó. No hallaste fórmula pudorosa ni clara ni concisa de confesarte.39
La confesión aparece, a destiempo, transformada en materia autobiográfica. Pero no
una “pudorosa”, “clara” y “concisa” como la que se adjudica la hermana mayor, sino que,
siéndole a ella negados dichos atributos, ensaya una confesión en la que se conjuga el goce
con la penitencia. La “confesión” que Victoria Ocampo pretende que se lea en su
autobiografía tiene el tenor de una redención envuelta en el acto de escribir, otorgada a
quien escribe por quien escribe.
La narradora del pecado mortal concluye su relato con una sentencia que pone
magistralmente de manifiesto el carácter asignado al desdoblamiento de los personajes en
el texto: “Te buscaría por el mundo entero a pie como los misioneros para salvarte si
tuvieras la suerte, que no tienes, de ser mi contemporánea”.40 En más de una ocasión en los
relatos de Silvina Ocampo, el recuerdo se narra como un diálogo entre dos personajes no
contemporáneos. En la ficción de una conversación imposible, la infancia reaparece “como
si esa chica que yo recuerdo que era, me hubiera educado, me estuviera educando”.41 En la
entrevista con Luis Mazas, Silvina insiste sobre esta idea:
Siempre recuerdo aquel verso que dice: ¡Oh, infancia! ¡Oh, mi amiga! Y lo que
importa en él es lo que no se dice. Nuestra infancia es ciertamente nuestra amiga,
pero nosotros no fuimos amigos de nuestra infancia porque entonces no existíamos
como somos ahora. Aquel ser desvalido que fuimos a veces nos conmueve porque
nadie pudo comprenderlo del todo, salvo nosotros… que todavía no estábamos a su
lado.42
El verso que aquí recuerda y cuyo autor no menciona probablemente provenga de la
autobiografía de William Wordsworth, que Ernesto Montequin, en la nota preliminar43 a
Invenciones del recuerdo, señala como una de sus posibles influencias, junto con otras
autobiografías en verso de la literatura inglesa, de la que Silvina fue lectora y traductora.
Tal vez las palabras que cita, borroneadas en el recuerdo, sean las del comienzo del poema
de Wordsworth:
OH, there is blessing in this gentle breeze,
That blows from the green fields and from the clouds
And from the sky; it beats against my cheek,
And seems half conscious of the joy it gives.
O welcome messenger! O welcome friend!
[…] Thus far, O friend, did I, not used to make
A present joy the matter of my song,
Pour out that day my soul in measured strains.44
El verso libre, la escritura fragmentaria y diferida de la obra, la cualidad narrativa del
extenso poema, el relato centrado en los años de infancia y su publicación póstuma son los
más significativos rasgos que The Prelude, el poema autobiográfico de Wordsworth, e
Invenciones del recuerdo tienen en común. Un dato más: en ambos, los episodios se narran
sin atender al orden cronológico. La negación de la contemporaneidad y la continuidad
definen, en la narrativa ocampiana, el tiempo del recuerdo: “Lo que falta en los recuerdos
de infancia es la continuidad: / son como tarjetas postales, / sin fecha / que cambiamos
caprichosamente de lugar. / Algo se interrumpe y se corta para siempre”.45
La idea de que el recuerdo corresponde a un tiempo anterior, en lugar de a uno menos
reconocible definido por su no contemporaneidad con el yo, organiza, desde otra retórica
de la enunciación, la autobiografía de Victoria Ocampo. A pesar de que Victoria también
aluda a lo caprichoso de su “archipiélago” de memorias, la diferencia esencial radica en
su fe manifiesta en la posibilidad de reacomodar, ordenar y explicar esa materia que
pertenece a su pasado. Si la autobiografía de Victoria es fiel al tiempo de la memoria, al
relato retrospectivo, la de Silvina compromete el tiempo del recuerdo, signado por la
inestabilidad de lo que aparece siempre a destiempo.
Publicado en Anclajes n° 1, vol. XIX, Universidad Nacional de La Pampa, julio de 2015.
1 Citado en Ernesto Montequin, “Nota al texto”, en Silvina Ocampo, Invenciones del recuerdo, Sudamericana, Bs.
As., 2006, p. 181.
2 Según su editor, E. Montequin, Ocampo habría escrito por fragmentos este extenso relato autobiográfico en verso
entre fines de la década de 1950 y el año 1987. Me remito a los datos de la historia y establecimiento del texto que
ofrece en la “Nota al texto” que acompaña la edición de Invenciones del recuerdo, ibíd., pp. 181-183.
3 Victoria Ocampo, Autobiografía I. El Archipiélago [1979], Sur, Bs. As., 1980, p. 65.
4 Philippe Lejeune, “El pacto autobiográfico” [1975], en La autobiografía y sus problemas teóricos. Estudios e
investigación documental, Anthropos, Barcelona, 1991, p. 48.
5 Ibíd., pp. 48-50.
6 S. Ocampo, Invenciones del recuerdo, op. cit., p. 125.
7 P. Lejeune, “El pacto autobiográfico”, op. cit., p. 48. (Subrayado en el original).
8 Ibíd., p. 53. (Subrayado en el original).
9 Ibíd. (Subrayado en el original).
10 S. Ocampo, Invenciones del recuerdo, op. cit., p. 11.
11 P. Lejeune, “El pacto autobiográfico”, op. cit., p. 56.
12 Judith Podlubne, “Victoria Ocampo: La autobiografía como aventura espiritual”, en Jorge Myers y Sergio Miceli
(eds.), Retratos latinoamericanos, Sesc, São Paulo, 2019.
13 P. Lejeune, “El pacto autobiográfico”, op. cit., p. 48.
14 Ibíd., p. 53.
15 Ibíd. (Subrayado en el original).
16 Sirva de prueba de esta imposibilidad la siguiente afirmación:
En una autobiografía, y dejando de lado el caso del seudónimo, ¿puede tener el personaje un nombre
diferente al del autor? [o no tener nombre, como en Silvina Ocampo]. No parece posible; y si, por
un efecto artístico, un autobiógrafo eligiese esta fórmula, siempre le quedarían dudas al lector: ¿no
está leyendo simplemente una novela? En estos dos casos, si la contradicción interna fue elegida
voluntariamente por el autor, el texto que resulta no es leído ni como autobiografía ni tampoco como
novela, sino que aparece como un juego de ambigüedad pirandeliana. A mi entender, es un juego al
que no se juega con intenciones serias
(P. Lejeune, ibíd., p. 55).
17 Sylvia Molloy, “Sola, en la casa de la memoria”, en La Nación, Bs. As., 30 de junio de 2006
(https://www.lanacion.com.ar/cultura/sola-en-la-casa-de-la-memoria-nid827115/, consultado en junio 2021).
18 Ibíd.
19 S. Ocampo, Invenciones del recuerdo, op. cit., p. 117. (El subrayado es mío).
20 Ibíd., p. 30.
21 Ibíd., p. 85.
22 Ibíd., p. 37.
23 Noemí Ulla, Encuentros con Silvina Ocampo, Leviatán, Bs. As., 1982, p. 65.
24 S. Ocampo, Invenciones del recuerdo, op. cit., p. 28.
25 Incluso en los retratos que pueblan Villa Ocampo, aún en los más raros, como los de Man Ray, Victoria aparece
como una mujer moderna, fuerte, adelantada a su época, pero siempre desde los modos clásicos del busto, el retrato o
la imagen de cuerpo entero, atravesados por un tono en cierto modo épico.
26 V. Ocampo, “Mujeres en la Academia”, en Eduardo Paz Leston (ed.), Testimonios. Series sexta a décima,
Sudamericana, Bs. As., 2000, p. 214. Asimismo, al inaugurarse la Feria del Libro de Buenos Aires, Victoria atiende el
stand de Sur, una editorial que ya tiene para entonces veinte años de antigüedad.
27 V. Ocampo, Autobiografía I. El Archipiélago, op.cit., p. 48. (El subrayado es mío).
28 A supuestas y polémicas deudas con la cultura hace referencia la entrevista que Tomás Eloy Martínez le realiza en
1966 para Primera Plana, titulada “Victoria Ocampo: ¿Cuánto le debe la cultura argentina?”.
29 Ibíd., p. 59.
30 Ibíd.
31 Marcelo Pichon Rivière, “Quién se acuerda de Silvina Ocampo”, en Confirmado, Bs. As., 10 de diciembre de
1975, p. 37.
32 V. Ocampo, Autobiografía I. El Archipiélago, op. cit., p. 61. (Subrayado en el original).
33 Montaigne, citado en Giorgio Agamben, Infancia e historia [1978], traducción de Silvio Mattoni, Editora Nacional,
Madrid, 2002, p. 39.
34 V. Ocampo, Autobiografía I. El Archipiélago, op. cit., p. 66.
35 Ibíd., p. 65.
36 Ibíd. (Subrayado en el original).
37 S. Ocampo, Invenciones del recuerdo, op. cit., p. 121. De manera análoga, en el cuento aparece, en boca del
sirviente Chango: “Mirarás por la cerradura, cuando yo esté en el cuartito de al lado. Voy a mostrarte algo muy lindo”
(S. Ocampo, “El pecado mortal” [1961], en Cuentos completos I, 3era. ed., Emecé, Bs. As., 2010, p. 446).
38 Ibíd.
39 Ibíd., p. 447.
40 Ibíd., p. 448.
41 N. Ulla, “Silvina Ocampo: escribir toda la vida”, Vigencia n° 49, Universidad de Belgrano, Bs. As., junio de 1981,
p. 100.
42 Citado en E. Montequin, “Nota al texto”, op. cit., p. 181. (Subrayado y puntos suspensivos en el original).
43 E. Montequin, “Nota preliminar”, en Silvina Ocampo, Invenciones del recuerdo, op. cit., pp. 7-10.
44 William Wordsworth, The Prelude of 1805, in Thirteen Books [1805], DjVu, Global Language Resources,
Oxford, 2001, pp. 1-2. (El subrayado es mío).
45 S. Ocampo, Invenciones del recuerdo, op. cit., p. 111.
Raúl Escari, escritor, happenista
Irina Garbatzky >>
I
En la portada del libro Happenings, compilado por Oscar Masotta en 1967,
se lee esta frase: “Con hechos y textos de: Marta Minujín, Alicia Páez,
Roberto Jacoby, Eliseo Verón, Eduardo Costa, Madela Ezcurra, Raúl Escari,
Octavio Paz”. La mención de unos hechos en la portada, en la que Escari
aparece como happenista, provoca pensar en el vínculo de sus “no-novelas”
Dos relatos porteños (2006) y Actos en palabras (2007) con aquellos
episodios de la vanguardia del sesenta que formularon preguntas acerca de
la materialidad de la obra, su interferencia con la experiencia y sus límites.
Ya en 1962 Susan Sontag historizaba ese “nuevo género de espectáculo,
todavía esotérico”. El happening era una obra-evento que suponía una
ambientación, una serie de acciones y de materiales. El artículo de Sontag
hace una aclaración atrayente: “Los happenings son, según él [por Allan
Kaprow, uno de los primeros happenistas], aquello en que su pintura se ha
convertido”.1 El paso de la pintura a un acontecimiento semi-teatral se había
dado en una serie de etapas: llevar a las galerías lienzos de gran tamaño,
provocando la inclusión del espectador, sumar objetos y materiales
reciclados al espacio, crear modos de interacción con el público y planificar
una secuencia de acciones. Este género, que pronto fue caracterizado como
“teatro de pintores”, elaboraba una modificación en el imaginario temporal
de la obra ya que su realización era absolutamente puntualizada en presente.
El happening había hecho su aparición como parte de la reapropiación de
la vanguardia clásica que hicieron los artistas estadounidenses de fines de
los años cincuenta. Un retorno centralizado en la presencia de Marcel
Duchamp y los efectos de lectura de su obra, provocadores de un “giro” que
trastocó el modo de producción artística y que dio en llamarse “conceptual”.
Según la crítica,2 dicho giro fue más que una mera tendencia. La idea de la
obra como operación mental, antirretiniana, la valoración del proceso de
trabajo por sobre su finalización y bidimensionalidad, formaron parte de
dicha reescritura duchampiana que Benjamin Buchloh sintetizó como la
“comprensión de una producción que trascendía la definición limitada del
ready-made como mera sustitución de las formas tradicionales por una nueva
estética del acto de habla (‘esto es una obra de arte porque yo lo digo’)”.3
En ese proceso de transición de la obra como objeto a la estética como
proceso, el término que buscó explicar estas producciones fue el de
“desmaterialización”, una categoría proveniente del constructivista ruso El
Lissitzky,4 quien la había utilizado para describir, ya en la década de 1920,
la tendencia que debían adoptar los libros hacia los medios de comunicación
de masas. Los artistas conceptuales de fines de los años sesenta, de manera
descentrada —es decir, no solo en Nueva York sino en diferentes puntos del
Cono Sur—,5 se reapropiaron del término para definir el rumbo que tomaba
el arte después del pop (“después del pop, nosotros desmaterializamos”,
advertía Masotta).6
Si bien la escritura de Dos relatos porteños implicó la producción de
seis o siete textos antes de encontrar un programa, ni bien este fue hallado,
fue colocado conscientemente como direccionalidad de trabajo. En el
“prólogo” y el “epílogo” de este primer libro se especifican los criterios de
verdad e inmediatez que conforman la escritura de un “mosaico
autobiográfico. Un mosaico en construcción”:7
Muchas de estas páginas las compuse unas horas o, a veces, unos
cuantos minutos después de haber vivido lo que cuento, en súbito
descubrimiento de una conexión entre el hecho acontecido en el
presente inmediato y un hecho remoto; el descubrimiento de un vínculo
invisible con la otra situación; desplazamientos y movimientos del
sentido.8
El criterio de verdad al que me atuve en forma escrupulosa fue la
columna vertebral del texto: contar lo que quería contar a condición de
que hubiera ocurrido en la realidad, desde un punto de vista fáctico,
grado cero barthesiano o cable de agencia noticiosa, escueto y
obligatoriamente (insisto) fáctico; sin adjetivar en exceso; todas las
palabras al pie de la letra.9
Al pie del guion conceptual, en Actos en palabras sistematiza dicho
procedimiento manteniendo la inmediatez como “concepto rector”: la
transcripción sin correcciones de una experiencia que provoca una conexión
tanto con el presente como con el pasado autobiográfico.
Actos en palabras es un texto conceptual basado en una técnica que ya
practicaba, pero no en forma sistemática, en mis Dos relatos porteños.
Esta vez la aplico conscientemente y al pie de la letra, sin por ello
verme restringido en la expresión por atenerme a ese concepto rector.
El criterio que rige esta novela no novela es un criterio de
inmediatez. Cada uno de los textos cuenta algo que acababa de
ocurrirme. En principio no pasaban más de quince o veinte minutos
entre lo vivido (el acto) y su escritura (las palabras), porque
generalmente el acto transcurría en un café o caminando por calles
aledañas a mi domicilio. Lo ocurrido podía ser de carácter físico,
verbal o mental (pensamiento silencioso). [...]
Algunas veces la escritura y el pensamiento venían juntos y el acto y
las palabras que lo nombran llegaban simultáneos.
Otras veces la idea traía, agazapada, un recuerdo, una analogía, una
reminiscencia o una conexión que podía llegar de lejos y se actualizaba
con el acto vivido instantes antes de volverse escritura. [...]
Todo lo contado en el momento quedó tal cual: ninguna acción,
pensamiento, descripción o diálogo fue modificado y se atiene, estricto,
a la primera aprehensión de los hechos.10
La “transcripción de unos hechos” es asimismo una de las tareas de
Masotta que se propone realizar en el libro cuya portada citamos al
comienzo. Se narran diferentes happenings, se transcriben sus guiones y se
relata lo ocurrido para analizar los efectos de una estética de la
simultaneidad. Según Masotta, a diferencia de la versión francesa de Jacques
Lebel (vitalista, neo-expresionista, psicodélica; estereotipos que se encarga
de desmontar sosteniendo que la simultaneidad no implica un desorden y que
lo que el hombre contemporáneo teme “no es la irracionalidad del instinto
sino la racionalidad de la estructura”),11 los happenings realizados en Nueva
York por Michael Kirby o por La Monte Young no tenían nada de
improvisación y ponían en acción las pautas de redundancia, discontinuidad
y ambientación propias del pop. El paso a la acción y al concepto se daba a
partir de la composición de estructuras semánticas, operando de modo
redundante y discontinuo. Entre los happenings recopilados, Masotta
comenta aquel que Escari había llevado a cabo en el marco del grupo del Di
Tella, en octubre de 1966, antes de viajar a Francia:
Entre en discontinuidad, el happening-recorrido [...], responde en
parte a la misma idea (la noción de redundancia en el Arte Pop). [...]
En cada esquina, en un texto en segunda persona, Escari describía eso
que los ojos podían ver. Un mismo contenido [...] podía ser apresado
por dos niveles distintos, los ojos quedaban obligados a saltar de uno a
otro, a percibir la diferencia entre el rumor sordo del lenguaje interior
que acompaña la lectura de un texto escrito, y el duro palpitar de las
luces y los ruidos de la calle.12
Por discontinuidad se entendía la ruptura con los soportes artísticos
tradicionales, mediante una redundancia informacional. La reiteración pop
generaba sentido, en lugar de desarrollar un significado o una expresión
subjetiva. Descubría la naturaleza significante del medio, en tanto reiteraba
figuraciones del mundo ya reproducidas.
De manera similar, los protocolos conceptuales de las “no-novelas” de
Escari deparan la observación de redundancias. La primera resulta la de
hacer de sí mismo, mostrar el acto biográfico sin representar un personaje o
una personalidad exaltada. Disponer de la propia vida como material de uso
y como soporte. Un tratamiento pop del yo opuesto a la subjetividad
desgarrada del expresionismo; lo que Masotta denominaba una “subjetividad
descentrada”.13 Autopresentación prevista, por supuesto, en las premisas
donde promete que “todo lo que escribió es cierto”, de acuerdo a la forma
que impone el criterio de verdad.
La segunda redundancia tiene lugar en la transcripción/reproducción de
un acto. De nuevo, como en Entre en discontinuidad, la reiteración no busca
la representación de una vida, sino la creación de otro tiempo-espacio sobre
la experiencia “real” acontecida. Los elementos dispares se conectan y
provocan “desplazamientos y movimientos del sentido”.14 Al final de Dos
relatos porteños Escari verifica cómo la consigna se cumple mediante un
tipo inusual e inédito de la fragmentación del texto, ya que ocurre “dentro de
la narración, y tiene un efecto destructor de lo que se está contando”.15
Lo que se destruye es el relato continuo. Leyendo a Escari se recuerda el
ensayo “Literatura y discontinuidad” de Roland Barthes,16 aquel que
criticaba el desarrollo retórico para pensar una continuidad discontinua de
las escrituras que, mediante estructuras y unidades combinadas, destruían el
Libro, signado por las metáforas de ligazón, desarrollo y fluidez de una
historia. Atentar contra esta regularidad, según decía, amenazaba la literatura
como institución.
Dicha pulverización de la narración es referida dentro de Dos relatos
porteños en la anécdota de la entrevista para el diario El Mundo. “Narrar ya
no tiene sentido”,17 afirmó Escari, hecho que le valió el calificativo de
“insolente” por Ernesto Sábato. Sin embargo, no creemos que Escari trate de
hacer posible en el nuevo siglo aquello que en los sesenta provocaba un
“estallido de furia”. La incorporación de la estructura discontinua y
redundante no solo aporta una direccionalidad de escritura sino también un
modo de lectura que se extiende desde el presente hacia el recuerdo de los
juegos de la infancia. Las invenciones y las representaciones rememoradas
por el autor son reconstruidas con los elementos de dicha estética procesualconceptual; como las obras artísticas de hielo (“ponía en el fondo de la
cubetera la imagen en colores de una rosa, recortada de una revista, y, al
helarse, el agua la dejaba ver en transparencia”)18 o las piezas teatrales
(“que en realidad, sin saberlo, ya eran happenings”),19 en donde se
destacaba la ambientación: “mi personaje componiendo música, inmutable,
ante una pequeña mesa redonda, a la débil luz del quinqué, en un gran
cuaderno rayado”.20 “Me anticipaba así a muchos films de Andy Warhol, que
consisten en un solo plano de un rostro ante la cámara o la imagen fija de un
hombre durmiendo ocho horas”, agrega.21
La infancia resulta en sus recuerdos, a su vez, la posibilidad de la
literalidad, el tiempo donde los significantes lingüísticos son percibidos
únicamente como formas. El vestido celeste de la prima accidentada al
plancharlo, inescindible del refrán “el que quiere celeste, que le cueste”, o
la rosa y el jardinero del cuento de los Quintero, que, según dice, jamás
alcanzaron la dimensión alegórica que poseían.22 En la memoria, los
encuentros con la literalidad no dudan en enfatizar el placer por las palabras
como soporte y el lenguaje como dimensión lúdica. Las tautologías de obras
como Una y tres sillas de Joseph Kosuth, o Cuadrado rojo, letras blancas
de Sol LeWitt, se articularían con esa dimensión lúdica-literal del lenguaje
de la infancia que Escari recuerda.
II
Dos relatos porteños multiplica las anotaciones adosadas al presente de la
escritura. Son momentos deícticos que refieren únicamente al libro que se
está escribiendo. Exhiben su mecanismo y evocan el “aquí y ahora” de un
trabajo en proceso. Se trata de autorreferencias que abren la lectura a una
experiencia táctil, como si la enfatización del tiempo presente enfocara al
Escari happenista haciendo su libro conceptual y abriendo al lector su
ejecución “en vivo”.23
El pacto de lectura progresa así de lo autobiográfico24 a lo inmediato y
secundariza el criterio de verdad por el de inmediatez, por cuanto el lector
confía en que el texto se compuso en conexión con un hecho recién
acontecido.
Lo que opera, según Alberto Giordano, es un “efecto de verdad”,25 que
resulta del ejercicio de contar, no ya de lo verídico, sino de lo auténtico de
la experiencia que se actualiza, y que es propio de lo íntimo, ese afecto que
genera la escritura a partir de ciertas desestabilizaciones. Giordano observa
esta experiencia de lo íntimo en Escari en ciertas “epifanías silenciosas”26
—el amor “terrible” por Copi, o el vínculo con el hermano, de quien
reconoce que solo habla a pie de página— y en el reconocimiento de un
involuntario, e inconsciente, pudor.
Una articulación entre la experiencia táctil y la experiencia literaria
puede pensarse, entonces, a partir de la desaparición.27 Omisión que no solo
refiere a su no-localización (la experiencia de la literatura es
paradójicamente irreductible a un sujeto y a la vez propia e intransferible),
sino que además se inscribe en un régimen artístico de lo ausente, propio del
siglo XX. Al decir de Gèrard Wajcman,28 el objeto del siglo no es ni un
objeto industrial, propio de la modernidad, ni aun de las ruinas de la
modernidad. A partir de los exterminios masivos, y a través de obras-faro,
como la Rueda de bicicleta de Duchamp o el Cuadrado negro de Malévich,
el objeto del siglo no puede leerse sino como un proceso de otorgación de
sentido a fragmentos y restos, es por lo tanto irrecuperable y desaparecido,
opera a partir de efectos y se multiplica bajo la forma del “sin”. Un urinario
sin orina, un “escurridor de botellas” sin botella, define Wajcman pensando
en Duchamp. De igual modo, las “no-novelas” de Escari se construyen a
partir de lo que carecen: no solo por ser novelas sin ficción sino por tratarse
de “relatos-sin-cotidiano”. Es decir, lo que busca primar en ellas es el acto
inmediato pero concluido, ausente por definición.29
Con el cumplimiento de dichas pautas conceptuales estos libros
involucran el acontecimiento de la literatura con otro acto, el que resulta de
sumar un acontecimiento específico a las palabras adecuadas: un momento
“desmaterializado” y en ausencia, pero fundamental para otorgar sentido a su
concepto. Estas dos experiencias ocurren en un lugar indefinible y la vida de
Escari no se afirma, entera y certeramente en ellas, sino que se desmiembra
al presentarse, tornándose material de composición. Uno podría imaginar
que, en el conceptualismo inmaterial buscado por el Escari happenista, un
otro Escari aprendió a ser escritor.
III
Junto al principio de discontinuidad, Dos relatos porteños se ve atravesado
por la ilusión de comunicación entre él y sus amigos, sus “lectores
ideales”.30 Un anhelo de charla que subyace en todas las entradas y que
permite, gracias a la escritura, que sea posible la realización simultánea de
dos voluntades paradójicas, la del aislamiento del escritor y la del “berretín
de figurar”.31 El público también responde al criterio de inmediatez: son
inmediatos en tanto lectores que siguen el proceso de escritura, y en tanto
amigos, familiares. La explicitación de este público y de su escritura
inmediata convoca un espacio escénico, como se señaló más arriba, de
acción “en vivo”.32
El acto de escritura, además, ya supone una performance singular y
destruye la metáfora del sentarse a escribir. Desde apoyarse contra la pared
en el piso, como Copi, a estar de pie como Hemingway, las prácticas de
escritura son evocadas como escenas de una “difícil tarea”.33 Sobre dichas
escenas compondrá la propia: sentado en el bar tomando Coca-Cola o
leyendo a Proust en la bohardilla de Marguerite Duras. La viñeta por la que
se entrevé su figura escribiendo cumple con la cita de Vila-Matas: en el
transcurrir de la performance de escritura, el límite entre la soledad y la
comunidad se esfuma.34
La escritura se involucra entonces con el deseo de la actuación, también
remitido a la infancia.
Mi verdadera vocación era la de actor [...]. Quería ingresar en la
Pandilla Marilín, una escuela dramática para niños, que dirigió
Alfonsina Storni. Yo no debo de haberme mostrado lo suficientemente
firme como para que mi madre terminara por consentir, o bien su
negativa era inquebrantable. No sé.
A cambio, montaba en mi casa obras teatrales (que en realidad, sin
saberlo, ya eran happenings), con mi familia de público.35
Hemos mencionado que en la reconstrucción escrita las piezas teatrales
de la niñez articulan un ambiente, un público y distintos elementos (cuarto
cerrado de servicio + quinqué de kerosene equivalente a luna + personaje
del músico componiendo a la luz de la luna + familia observando, por
ejemplo) que recuerdan la estructuración conceptual del happening. Como
“La princesa que quería vivir”, aquella fórmula que insistía a lo largo de
diferentes momentos de su historia,36 Escari muy pronto entrevió que la
posibilidad que cualquier actuación le brindaba era la de vivir (otra vida);
ser Bach componiendo a la luz de la luna, ser Audrey Hepburn cerrándose
una campera. Como compensación a la carrera de actor frustrada, la vía del
happening y la performance le enseñó no a transformarse en otro, sino a
transformarse en sí mismo.37 Darse un concepto permitía además
modificaciones éticas, vinculadas a la política de género:
Yo no miraba la carne de Sebreli. Lo que me atraía era un hombre que
vivía su homosexualidad mientras yo estaba en conflicto o drama con la
mía. Lo conceptual en mí no es una bandera ni un escudito, tampoco una
escuela literaria como el nouveau roman. Lo que yo seguía en Sebreli
era el concepto de homosexualidad.38
Se trata del outing entendido como performance, no ya en el sentido
artístico, sino como “acto realizativo”,39 performativo del cuerpo. En
Cuerpos que importan,40 Judith Butler desarrolla su tesis acerca de cómo la
denominación externa del sujeto respecto de su género determina en él una
serie de actos y gestualidades, los cuales asume, rechaza o acepta
parcialmente. La “performatividad” es entendida como el acto en el que se
debe citar una norma para ser considerado un sujeto viable, esto es, “no
como un ‘acto’ singular y deliberado, sino, antes bien, como la práctica
reiterativa y referencial mediante la cual el discurso produce los efectos que
nombra”.41 El outing, por un lado, y el otorgamiento de un “nom de guerre”
son los dos actos performativos que Escari menciona como hitos en la vida
de la loca, en tanto implican una denominación que es al mismo tiempo una
transformación sobre sí y sobre quienes lo rodean.42
IV
La apelación al criterio del texto conceptual y a la escenificación construida
dentro del acto de escritura permite pensar que el efecto actual de lectura de
las “no-novelas” de Escari evoca una serie de obras que se sustentan no solo
en el cruce interdisciplinar sino, fundamentalmente, en un protocolo de lo
efímero y, por lo tanto, en una composición que se conjuga con lo ausente.
Cuando las vemos solo rescatamos esquirlas de experiencia.
Al mismo tiempo, a la luz de los episodios del Escari happenista y
antihappenista,43 las “no-novelas” provocan un reflejo retro y prospectivo:
advierten múltiples entradas temporales a lo liminar en las artes y
particularizan tensiones del enlace acción-literatura. Si bien no es el
objetivo de este trabajo establecer una derivación entre un momento
histórico y otro, sí se presenta la necesidad de pensar qué alcances posee la
intromisión de distintas temporalidades “después del fin del arte”.44 En el
caso de Escari, hasta donde hemos visto, los resabios del conceptualismo
modelan su literatura, y esta encuentra en sus operaciones un límite. La
presentación de la propia vida como material de uso y la escritura como
registro de una performance que media entre las palabras diarias y los actos
desvanecidos es aquello que hemos intentado localizar.
Incluido en Los límites de la literatura. Cuadernos del seminario I (Alberto
Giordano comp.), CELA-UNR, Rosario, 2010.
1 Susan Sontag, “El happening. Un arte de yuxtaposición radical” [1966], en Contra la
interpretación y otros ensayos, Alfaguara, Madrid, 2005, p. 341.
2 Benjamin H. D. Buchloh, “El arte conceptual de 1962 a 1969: de la estética de la administración a
la crítica de las instituciones”, en Formalismo e historicidad. Modelos y métodos en el arte del
siglo XX, Akal, Madrid, 2004; Simón Marchan Fiz, Del arte objetual al arte del concepto (19601974), Akal, Madrid, 1986; Lucy Lippard, Seis años. La desmaterialización del objeto artístico
de 1966 a 1972 [1973], Akal, Madrid, 2004; Ana Longoni, “Conceptualismos”, en Territorio
Teatral n° 1, Bs. As., mayo de 2007 (https://territorioteatral.org.ar/html.2/dossier/01.html, consultado
en junio 2021).
3 B. Buchloh, “El arte conceptual de 1962 a 1969: de la estética de la administración a la crítica de
las instituciones”, op. cit., p. 175.
4 El Lissitzky, “El futuro del libro” [1927], en Ramona n° 9-10, Bs. As., diciembre 2000-marzo
2001, pp. 43-45.
5 A. Longoni, “Otros inicios del conceptualismo (argentino y latinoamericano)”, en Arte Nuevo,
mayo
2007
(https://arte-nuevo.blogspot.com/2007/05/otros-inicios-del-conceptualismo.html,
consultado en junio de 2021).
6 Oscar Masotta, Revolución en el arte. Pop-art, happenings y arte de los medios en la
década del sesenta, Edhasa, Bs. As., 2004.
7 Raúl Escari, Dos relatos porteños, Mansalva, Bs. As., 2006, p. 11.
8 Ibíd., p. 12.
9 Ibíd., p. 121.
10 R. Escari, Actos en palabras, Mansalva, Bs. As., 2007, pp. 7-8.
11 O. Masotta, Revolución en el arte. Pop-art, happenings y arte de los medios en la década
del sesenta, op. cit., p. 353.
12 R. Escari, Dos relatos porteños, op. cit., p. 111.
13 O. Masotta, Revolución en el arte. Pop-art, happenings y arte de los medios en la década
del sesenta, op. cit., p. 120.
14 R. Escari, Dos relatos porteños, op. cit., p. 11.
15 Ibíd., p. 121.
16 Roland Barthes, “Literatura y discontinuidad”, en Ensayos Críticos [1964], Seix Barral, Bs. As.,
1996.
17 R. Escari, Dos relatos porteños, op. cit., pp. 112-113.
18 Ibíd., pp. 23-24.
19 Ibíd., p. 28.
20 Ibíd., p. 29.
21 Ibíd.
22 Se trata del apartado “Literalidad”:
De chico tomaba todo al pie de la letra. En su total literalidad [...] el jardinero era un
verdadero jardinero (y no un hombre enamorado de una mujer); la rosa era una rosa
(no la mujer amada) [...]. Hoy sigo prefiriendo, de lejos, mi versión literal a la versión
de adulto [...].
(Ibíd., p. 58).
23 “Tenía un álbum con tarjetas postales de actores y actrices, del que ya hablaré en el texto
siguiente” (Ibíd., p. 33); “una vez terminado este libro, entregué una fotocopia a [...] Francisco
Garamona, quien leyó el manuscrito y al día siguiente me dijo que lo publicaba” (Ibíd., p. 64);
“Cuando terminé el texto sobre los Autitos chocadores y Viagra, fui a comer al restaurante de
debajo de mi casa y llevé conmigo la novela de Witold Gombrowicz” (Ibíd., p. 78). A lo largo del
libro se multiplican las referencias al propio libro que se escribe y a los lectores que lo están
leyendo, por lo cual la lista de ejemplos podría prolongarse: “El reencuentro con León Ferrari
después de treinta años de no vernos tuvo puntos en común con mi reencuentro, también en Buenos
Aires, con Edgardo Cozarinsky, del que hablaré en Hagiografía, último apartado del libro” (Ibíd.,
p. 102); “Ayer, sábado, me desperté un poco cafardeux, desalentado. Quería seguir con las
correcciones de este libro y me faltaba energía” (Ibíd., p. 68), y otros.
24 Estoy recordando por “pacto autobiográfico” el concepto acuñado por Philippe Lejeune, con el
cual describía el acuerdo entre el autobiógrafo y su lector de que todo lo que va a narrarse es
verdadero.
25 Alberto Giordano, El giro autobiográfico en la literatura argentina actual, Mansalva, Bs.
As., 2008, p. 17.
26 Ibíd.
27 En “La desaparición de la literatura” y “La búsqueda del punto cero” Maurice Blanchot (El libro
que vendrá [1969], Monte Ávila, Caracas, 1992) también indaga en esta idea de la literatura
vinculada a la realización de una experiencia, y por lo tanto a una desaparición de la obra. El
acontecimiento de la literatura solo puede afirmarse si desaparece, y cualquier tipo de obra es solo
la búsqueda y el movimiento de sí misma.
28 Gérard Wajcman, El objeto del siglo [1998], Amorrortu, Madrid, 2001.
29 El “pasado” es entendido en términos de Escari como “concluido”:
Enfrenté el pasado en términos de pasado absoluto. Con ello quiero decir que abordé
el pasado como tal, sin tener en cuenta que lo narrado ocurriese durante el Imperio
Romano, en la India milenaria de hoy o en el Buenos Aires de hace quince días o tres
horas... No hay modificación de óptica o de estilo narrativo entre pasado lejano y
pasado próximo, puesto que la escritura, aunque llegue inmediatamente después de lo
vivido es ya pasado tras su práctica.
(R. Escari, Actos en palabras, op. cit., p. 8).
30 R. Escari, Dos relatos porteños, op. cit., p. 64.
31 Ibíd., p. 47.
32 Giordano señala que dicha performance acontece a causa del tono que el autor inventa y con el
cual logra una intensificación de la vida al relatar sus distintos momentos.
Cuando Escari recuerda sus dramatizaciones infantiles [...] además de fijar en las
páginas del álbum de la memoria algunas experiencias, de vivirlas como nunca antes,
bajo la presión de los afectos que lo habitan y lo mueven mientras las escribe [...] se
descompone y se reinventa en la escrituras de los recuerdos porque el tono con el
que rememora presentiza el misterio de la indeterminación original.
(A. Giordano, El giro autobiográfico en la literatura argentina actual, op. cit., p. 18).
33 R. Escari, Dos relatos porteños, op. cit., p. 45.
34 “cuando más sentía que escribiendo estaba penetrando verdaderamente en un estado de
soledad, más era cuando dejaba de estar solo, cuando precisamente comenzaba a sentir mi
vínculo con los demás” (Ibíd., p. 46, subrayado en el original).
35 Ibíd., p. 28.
36 Ibíd., p. 38.
37
En un sentido más específico, el performer es aquel que habla y actúa en nombre
propio (en tanto que artista y que persona) y de este modo se dirige al público, a
diferencia del actor que representa un personaje y simula ignorar que no es más que
un actor de teatro. El performer efectúa una puesta en escena de su propio yo, el
actor desempeña el papel de otro.
(Patrice Pavis, Diccionario del teatro, Paidós, España, 1998, p. 333-334).
38 María Moreno, “La internacional argentina”, en Radar, suplemento de Página/12, Bs. As., 5 de
noviembre de 2006 (https://www.pagina12.com.ar/diario/suplementos/radar/9-3366-2006-11-05.html,
consultado en junio de 2021).
39 John Langshaw Austin, Cómo hacer cosas con palabras [1955], Paidós, Madrid, 2004.
40 Judith Butler, Cuerpos que importan [1993], Paidós, Bs. As., 2002.
41 Ibíd., p. 18.
42 Aunque se trate de un episodio que figura de manera oblicua a la escritura de sus libros, el relato
que Escari realiza al ser entrevistado por María Moreno resulta pertinente para pensar este vínculo
entre experiencia y puesta en escena:
—Cuando estaba casi en coma yo estaba en el hospital con la China —así le
decíamos a la madre— y en un momento me fui a un costado y me hice un joint. Ella
me vio y como es una mujer muy inteligente, a pesar de su angustia, dijo: “¡Ay, Copi,
Raúl se está haciendo un joint! ¿Querés?” Copi ya no se movía. Ella le puso el joint
en la boca. En la oscuridad del cuarto vimos el rojo del cigarrillo. ¡Lo estaba
fumando! Después el médico le dijo al hermano de Copi, Damonte Taborda, “Esta
noche quédense”. Estaban Juan Stoppani, su amigo Jean-Ives. Nos abrieron un
cuarto y nos quedamos ahí alrededor de una mesa, esperando. Tomábamos whisky y
fumábamos porros. De pronto vino una enfermera que parecía una pin-up. Damonte,
que era muy buen mozo, muy de levantarse a todas, empezó a coquetear con ella. La
enfermera pidió: “¿No podría tomar un poquito de whisky?” Con Jean-Ives nos
miramos. Era una pieza de Copi. Mientras él se estaba muriendo, la enfermera se
trataba de levantar al hermano y todos fumábamos marihuana y tomábamos whisky.
Copi le dijo una vez a Facundo Bo: “Yo soy tan vanguardista que me tomó el sida
primero que nadie”.
(M. Moreno, “La internacional argentina”, op. cit. El subrayado es mío).
43 La desmaterialización del objeto artístico y el uso de los medios es lo que conduciría a Escari,
Roberto Jacoby y Eduardo Costa a pensar en el progreso del happening y conducirlo a su opuesto,
el “antihappening”. En el diario El Mundo y varias revistas (Para Ti, Gente, Confirmado) se
anunció y se habló del “Happening para un jabalí difunto” que nunca ocurrió. Solo tuvo lugar en el
ínterin de las entrevistas a los artistas, de los lectores que lo creyeron posible, los comentarios
pedagógicos y moralizantes de los medios (Eliseo Verón, “La obra. Análisis inédito sobre un célebre
caso de arte desmaterializado” [1967], en Ramona n° 9-10, Bs. As., diciembre 2000-marzo 2001).
El anti-happening apuntaba al acontecimiento artístico sostenido por materiales “inmateriales”, como
el rumor, las emisiones radiales o televisivas. Se planteaba como una instancia superadora de la
dicotomía entre arte de acción y arte de concepto para pasar al arte de los medios de comunicación.
44 Arthur Danto, Después del fin del arte [1997], Paidós, Bs. As., 1999.
La idea de novela: dramática del yo escribo
Juan Bautista Ritvo >>
Un signo somos, indescifrado,
sin dolor existimos y casi hemos perdido
el lenguaje en tierra extraña.
Johann Christian Friedrich Hölderlin1
[…] el caos demoníaco de cada voz aislada,
de cada conocimiento, de cada cosa, [...] cada
uno de nosotros se halla rodeado por la
maleza de las voces, cada uno vaga durante
toda su vida por ella, camina y camina, y sin
embargo no puede abandonar el lugar
embrujado en la impenetrabilidad de la selva
de voces […]
Hermann Broch2
I
En un artículo publicado en Critique, a propósito de la Préparation du
roman, Antoine Compagnon dice:
Barthes interpretaba, en la Navidad de 1979, sus dificultades para
escribir una novela, o incluso cualquier cosa que fuera algo nuevo,
como efecto del duelo por su madre, muerta dos años antes, en octubre
de 1977. La escritura de la novela exige generosidad, amor por el
mundo, deseo de abrazarlo.3
¿Amor por el mundo? Bastaría evocar el ejemplo de Céline, su prosa tan
devastadora, intensa, inolvidable, o el de Bernhard y su injuria perpetua,
para refutarlo.
En este resbaloso terreno, todos los argumentos son reversibles: al final
de su artículo Compagnon sostiene, siguiendo el trayecto del propio Barthes,
que este aspiraba más a un poema que a una novela. Quizá… Quizá también
haya sido una declinación producto de la impotencia. Una vez más, digamos
un contingente e inexplicado “Quizá…”.
En cualquier caso, y por razones de principio, les es imposible
determinar, al escritor y al crítico, tanto de antemano como a posteriori, por
qué alguien termina escribiendo una novela (o un poema) y otro no.
(Sugestivo el verbo: terminar, ¿por qué no “empezar”? En cualquier caso,
lo que llamamos “creación” es lo más ajeno a la idea misma de desarrollo o
de crecimiento evolutivo).
La historia de la literatura presenta más casos de los que habitualmente se
piensa de escritores sin escritura o con una escritura pálida, al borde de la
extinción. Escritores que nunca pueden dominar pensamientos, atravesados
ora por la rigidez, ora por la dispersión, e incluso por la pereza, tan cercana
de la angustia, en la cual cae quien no puede superar el acecho de los
fantasmas elementales.4 En todos los casos, el salto entre el pensamiento de
la obra y la obra del pensamiento es abismal. Este hiato recomienza,
indefinidamente, mientras la lucha contra el ruido que lastra el pensamiento
continúa su labor en el interior de la obra que, por momentos, parece que
hubiera sido engendrada por nadie.
(Algunos de los escritores sin obra son sombras del Purgatorio; otras
sombras, más patéticas, pertenecen al Infierno).
¿Quiero decir que el escritor es inesencial?
Todo lo contrario: él es esencial, pero su esencialidad permanece en
tinieblas, ya que una vez que la imprescindible decisión de comenzar ha
tomado un principio de forma en el producto, la actividad que se anticipa al
lector que él encarna, la actividad que alterna el escribir lo que se lee con
leer otra cosa que lo que se escribe, es literalmente arrebatada por la trama
de las voces de la tradición literaria (¿Qué escritor francés deja de dialogar,
lo quiera o no, con Valéry, con Proust, para no mencionar a Aragon o a
Céline? ¿Qué escritor inglés deja de hacerlo con Joyce, con Virginia Woolf?
Entre nosotros, Borges y Arlt, tan extremadamente extraños el uno al otro,
son puntos de referencia incluso para aquellos que los odian) y así, el
comienzo repite vertiginosamente algo que desapropia al escritor, y tanto
más cuanto más autónoma es la obra.
El comienzo sufre de esta manera una doble pérdida; está perdido porque
el origen anterior a toda antecedencia le impone tal pérdida a cualquiera y
en cualquier circunstancia; pero asimismo, el momento posterior al comienzo
también se desvanece en los múltiples planos de la obra.
En primera instancia, el escritor que escribe desaparece en su obra de un
modo análogo al escritor que jamás accedió a la escritura. Con una
diferencia notable: el escritor que escribe ha transferido a la obra misma un
sordo y fluctuante y destellante pedazo de sí, un pedazo tan inaccesible y no
obstante tan pregnante como la perdida Micenas, o tan insistentemente
evanescente como un punto de fuga situado más allá de todos los puntos de
fuga concebibles.
II
He creído durante mucho tiempo que había un Querer-Escribir
[Vouloir-Écrire] en sí. Escribir, verbo intransitivo.5 Ahora estoy menos
seguro. Quizá, querer-escribir = querer escribir algo → Quererescribir + Objeto. Habría fantasmas de escritura: tomemos la
expresión en su fuerza deseante, es decir, puestos en igualdad con los
fantasmas llamados sexuales. Un fantasma sexual = un escenario con un
sujeto (yo) y un objeto típico (una parte del cuerpo, una práctica, una
situación). […] Sobre este fantasma de escritura “dirigida” (Poema,
Novela), observo: Código y Fantasma: problema importante. […] No
es más que luchando con lo real (la práctica poética, novelesca) que el
fantasma se pierde como fantasma y alcanza lo Sutil, lo Increíble =
Proust ha fantasmatizado el Ensayo, la Novela (allí volveremos) pero
ha escrito una Tercera Forma y no ha podido comenzar a escribir su
obra sin abandonar la rigidez del Fantasma. El Fantasma como una
energía, un motor que pone en marcha, pero lo que produce enseguida,
realmente, ya no pertenece al Código.
Entonces, el fantasma de escritura sirve de guía a la Escritura: el
fantasma como guía iniciática (cf. Virgilio y Dante).6
Diez años antes, en 1968, Barthes escribió “La muerte del autor” —y es
indudable que entre 1968 y 1978 hay contradicción—. En ese pequeño texto
de 1968, más bien programático, comienza citando un juicio de Balzac de su
novela Sarrasine, y se pregunta “¿Quién está hablando así?”.
Nunca jamás será posible averiguarlo, por la sencilla razón de que la
escritura es la destrucción de toda voz, de todo origen. La escritura es
ese lugar neutro, compuesto, oblicuo, al que van a parar nuestro sujeto,
el blanco-y-negro en donde acaba por perderse toda identidad,
comenzando por la propia identidad del cuerpo que escribe.7
Empecemos por lo neutro. Es posible entenderlo de muchas maneras.
Más allá del bien y del mal, nos introduce en el pensamiento de Nietzsche y,
por lo mismo, en el denso y riquísimo mundo de lo demoníaco. Pero ni
masculino ni femenino, ¿cómo no advertir que el desconocimiento del
antagonismo irreductible entre los sexos nos conduce a la lógica del eunuco?
Y ni subjetivo ni objetivo podría rescatar al sujeto como instancia tercera o
hacer del objeto la clave del sujeto, mas no es el caso. Aquí funciona para
expulsarlo.
La escritura sin duda posee un carácter destructivo, pero si bien destruye
la voz pacificadora del Amo, es para instalar una voz-objeto portadora del
deseo: esa voz que posee el privilegio de escucharse justamente porque no
se oye: es la voz que anuncia la distancia (su distancia) con el ruido de
fondo de la existencia.
(Barthes está en este texto demasiado tomado por la escolaridad del
primer Derrida).
Y en cuanto al origen, ¿cómo destruirlo si está perdido irremisiblemente
con antelación a cualquier comienzo? (En todo caso, el comienzo de la
escritura marca el hiato irreductible a cualquier origen).
En cualquier caso, destituir al Escritor-propietario no conduce a destituir
al escritor.
Hay que comprender, desde luego, que Barthes emprendía una lucha
contra el psicologismo, el privilegio de la interioridad expresiva, la
confusión entre autor y personaje. No obstante, estas líneas han perdido
actualidad: la batalla contra el psicologismo se ganó, y en este momento es
el peligro inverso el que asoma, inexorable. Una escritura “antiteológica y
revolucionaria” —banalidades propias de las impostaciones de una época
entre fanática y (¿por qué no decirlo?) al borde de la ingenuidad catastrófica
—.
A manera de contraste, vale la pena citar el comienzo de otra sesión del
curso sobre la preparación de la novela, anterior a la citada:
Cada año, en el comienzo de un nuevo curso, creo que debo recordar el
principio de esta enseñanza, enunciada a título programático en la
“Lección inaugural”: “Creo sinceramente que en el origen de una
enseñanza como esta es preciso ubicar siempre un fantasma [envuelto
en un círculo por el lápiz del propio Barthes] que puede variar de año
en año”. Volveré pronto sobre el “fantasma” [fantasme] de este año (y
espero de los años siguientes, porque se anuncia, si no tenaz (¿quién
puede decirlo?), cuanto menos amplio (ambicioso). Este principio es
un principio general: lo que no se soportará es reprimir al sujeto,
cualesquiera que sean los riesgos de la subjetividad. Pertenezco a una
generación que ha sufrido demasiado la censura del sujeto [yo
subrayo]: sea por la vía positivista (objetividad requerida en la
historia literaria, triunfo de la filología), sea por la vía marxista (muy
importante, aun cuando ya no lo parezca, en mi vida). Valen más los
señuelos [leurres] de la subjetividad que las imposturas de la
objetividad. Vale más lo Imaginario del Sujeto que su censura.8
Aquí el clima ha cambiado. Vuelvo al punto capital, el postulado de base
de todo este desvío, sostenido todavía hoy por el psicoanálisis portátil y la
crítica universitaria. En “La muerte del autor”, tras citar de manera
inevitable a Mallarmé,9 Barthes escribe:
para él, igual que para nosotros, es el lenguaje y no el autor, el que
habla; escribir consiste en alcanzar, a través de una previa
impersonalidad, ese punto en el cual solo el lenguaje actúa,
“performa”, y no “yo”.10
(Luego sigue una diatriba contra la psicología del Yo de Valéry, a mi
juicio prescindible —el tono militante no le convenía—).
El lenguaje ni habla ni escribe; el lenguaje por sí nada hace: la
fetichización del lenguaje es uno de los lugares de máxima resistencia, el
sitio por excelencia en el que la contradicción performativa entre enunciado
y enunciación se muestra con la mayor diafanidad.
El griego antiguo y el latín son denominadas lenguas muertas porque no
hay ningún Ego sum cartesiano que las tome por su cuenta y riesgo. Las
lenguas muertas han quedado aprisionadas en la tumba de Akenatón: el
arqueólogo descubre tesoros inmensos, que revelan lo que fue hace tiempo y
es imposible revivir, porque se han perdido las voces, los gestos, los
hallazgos verbales improvisados que, como quería Boileau, florecen en los
días de mercado.
Yo digo que Yo no hablo; Yo digo que habla él, el lenguaje.
En estas afirmaciones se han confundido dos instancias bien diversas: el
que habla, en tanto habla, desaparece en su habla. Pero hay dos formas de
desaparición, una de ellas ilusoria y obsesiva: la desaparición pura y
simple, como si el sujeto que habla o escribe fuera un mero agente, un
mero punto geométrico de emisión, cosa que efectivamente casi ocurre en
la vida espontánea, cotidiana, mecanizada, naturalizada. Pero cuando
alguien vacila y decide tomar la palabra (poder tomar la palabra y
hacerlo son dos cosas distintas, tal y como lo revela el psicoanálisis) el
panorama cambia.
La otra forma de desaparición implica que el hablante efectivamente
desaparece en su habla, tomado por las múltiples voces, diagramas,
trayectos, constelaciones a veces ordenadas, otras caóticas, que constituyen
lo que convenimos en llamar “lenguaje”,11 pero deja su huella tan
momentánea como efectiva en lo que dice: es la huella productiva12 de una
insuficiencia.
(Ese constante brotar y apagarse de miríadas de resplandores,
diseminados por todos los circuitos de la cultura de la lengua, instituye un
movimiento formidable de socialización, condenado primero al desorden y
al olvido, para luego retornar bajo formas estrictamente contingentes, es
decir, inesperadas. Es esta la vida de la lengua que surge, a veces, como una
columna de lava volcánica en y por la obra de un texto).
En otro escrito, fechado en junio de 1971, Barthes encuentra una escritura
para alojar el cuerpo:
El autor que viene de su texto —dice— y llega a nuestra vida no posee
unidad; es un simple plural de “encantos”, el lugar de algunos detalles
tenues, fuente sin embargo de vivos resplandores novelescos, un canto
discontinuo de amabilidades, en las cuales leemos la muerte con mayor
seguridad que en la epopeya de un destino; no es una persona (civil, moral),
es un cuerpo.13 Y luego, en el mismo texto, la mención del vocablo
“biografema”:
Si yo fuera escritor, y muerto, me gustaría que mi vida se redujera, por
los cuidados de una biografía amistosa y desenvuelta, a algunos
detalles, a algunos gustos, a ciertas inflexiones, digamos: a unos
biografemas, cuya distinción y movilidad podrían viajar fuera de todo
destino y venir a tocar, a la manera de átomos epicúreos, a algún
cuerpo futuro, prometido a la misma dispersión; una vida agujereada,
en suma, como Proust ha sabido escribir la suya en su obra…14
Ahora Barthes escribe no meramente escribir, sino querer escribir. El
término “querer” no es un concepto sino el índice de una cierta tensión
dirigida hacia… ¿dónde?
Ingeborg Bachmann decía en Últimos poemas: “¿Debo/ aprisionar un
pensamiento/ llevarlo a la iluminada celda de una frase?”.15
Un pensamiento llevado a la celda de una frase, ya no es un pensamiento
sino una frase estremecida.
Si la vida del lenguaje es discontinua, el pensamiento (y aquí lo tomo
como un falso sinónimo de voluntad) es continuidad sufriente, deshilachada:
su intencionalidad es en verdad una contra-intencionalidad: no es la
conciencia la que solicita al objeto, sino el objeto que hace un guiño
solitario a un lector solitario,16 y que, llevado a la playa de la memoria, se
estrella para que florezca la celda iluminada de una frase —y en este
momento preciso, la conciencia toma el relevo—, lo cual es necesario
porque de lo contrario no habría decisión.
(Paradoja última: sin decisión nada se pone en movimiento; con la
decisión, se inaugura la pérdida del dominio. Mas, en cada corte, retorna la
urgencia de decidir).
Alguna mano —pongamos la firma incierta de “Shakespeare”— escribió
estos versos soñados, entrevistos, murmurados o dichos en voz alta con un
acento y un ritmo perdidos para siempre: “O vivo para hacerte el epitafio/ o
vives tú y se pudrirá mi carne”.17
Ese gusto por la putrefacción monumental es más el gusto de una época,
un estilo, un sufrimiento de la carne cristiana, fundada y aherrojada por el
mismo cristianismo, que el gusto de un hombre. He dicho gusto y el gusto
corresponde a la Voz, a la Sombra y a la Contra-intencionalidad que vuelve
cuando la intencionalidad, al dirigirse a un objeto visible, se ve objetada y
hasta crucificada por otro objeto que llega, de repente, para hipnotizar a la
conciencia. Y al revés, no hay contra-intencionalidad sin intencionalidad: la
primera es el resto inevitable de la segunda.
En el adjetivo “rotten” (corrompido o podrido) yace una palabra clave,
pero la palabra clave que anima a un poema o a una narración no ha sido aún
escrita; es el lector que escribe el que debe pronunciarla.
Entonces, si tiene cierta razón Barthes cuando declara la muerte del autor
en beneficio del lector, no ha hecho otra cosa que desplazar el problema.
“Lector” encubre un pronombre débil que apenas disimula la fricción que
todo texto presenta: la separación entre escritura y lectura, anticipa el
retorno de la lectura sobre la escritura por venir.
La fricción que cada acto de lectura evoca introduce la enunciación en los
intervalos del enunciado. No obstante, no habría que reducirla al entre-dicho
porque su dimensión fundamental consiste en dirigirse a un dicho todavía no
dicho. El entredicho actual dice el silencio que promete la parousía, la cual
roza con su imposibilidad, y por lo tanto le introduce una cuña de
voluptuosidad, a todo enunciado que nos despierte.
Si el denostado término “expresión” todavía nos es útil es porque el
fracaso de la expresión anuncia la enunciación.
En el suspenso que simula el momento inmediatamente anterior a la
Creación yace el enigma de la existencia.
III
¿Escritura intransitiva? Swift y Flaubert postularon escribir acerca de nada.
Imposible: no hay signo sin referencia, diría Perogrullo. Aunque (aquí ya nos
alejamos de Perogrullo) la referencia referida sea incognoscible o
simplemente inaferrable.
Con todo, el término conserva un sentido oblicuo: la intransitividad
implica un retorno de la transición, la escritura va demoliendo su objeto al
mismo tiempo que lo erige. Esta es una empresa de la modernidad y se llama
con propiedad nihilismo (el nihilismo activo que Nietzsche diferencia del
pasivo). Mas el nihilismo vuelve hacia atrás y se apodera del pasado,
descubriendo o reconstruyendo el derrotero destructivo de la escritura a
través de las edades.
La novela experimental de David Markson Esto no es una novela lleva el
siguiente epígrafe de Swift: “Ahora me aboco a un Experimento muy
frecuente entre los Autores Modernos; consiste en escribir acerca de
Nada”.18
La Nada (escribámosla con mayúsculas o minúsculas) es sin tregua un
cuasi-objeto o, si se quiere, un ultra-objeto. El hombre es incapaz de captar
la nada por el lenguaje, que también sin tregua es general (y así se les
escabulle lo singular) y asertivo (en toda negación persiste un resto activo
de positividad, aunque sin negación no hay acto alguno, del tipo que fuera).
La fricción entre enunciado y enunciación, en su constancia, nos lleva todo lo
cerca de la Nada que podemos.
IV
Fantasma sexual y fantasma sutil. Esta oposición es riquísima. No hay
creación sin la fijeza y monotonía del fantasma, ambiguo como todo
pharmakon; pero de ella debe tomar distancia el que escribe, transfigurando
el objeto, pesado y sordo, en un objeto o cuasi-objeto sutil. Es que la
monotonía otorga estabilidad, pero está demasiado cerca de la extinción.
Desde luego: la extrema movilidad puede enloquecer.
Sin embargo, sutil no es el pudor propio de una moralidad represiva; sutil
es la movilidad extrema del objeto, jamás captable en su puntualidad porque
está en desplazamiento incesante que solo se interrumpe, por un momento,
para iluminar y hacer pagar prenda por dicho deslumbramiento, como en el
juego del furet, evocado por Lacan y Serres. El simpático furet (hurón),
rápido e inaprehensible, es feroz con los conejos, y así nos preserva de
fáciles ternezas. Los niños juegan con el anillo-hurón que circula y circula
mientras desorienta las miradas: hay que adivinar dónde puede estar.
¿Dónde localizar el fantasma sutil si basta que lo fijemos, como el objeto
bilocado de la microfísica, para que desaparezca en dos lados a la vez?
V
Una vez más: ¿dónde localizar al sujeto a través de su objeto?19 Idea
del camino recto —dice Barthes— (que quiere ir hacia un objetivo).
Ahora bien, paradójicamente, el camino recto designa los lugares
adonde en realidad el sujeto no quiere ir: fetichiza el objetivo como
lugar y por ello, al descartar los demás lugares, el método se pone al
servicio de una generalidad, de una “moralidad” (ecuación
kierkegaardiana).20
Los editores del texto remiten a la aceptación en silencio del sacrificio de
Isaac, que hace Abraham escapando de la generalidad moral y del lenguaje,
según la lectura de Kierkegaard en Temor y temblor. En este último texto,
Kierkegaard sostiene que Abraham, mientras camina hacia la inmolación de
su hijo, no puede hablar, puesto que si habla expresa lo general, y si no lo
hace, nadie puede comprenderlo.21
Por supuesto, podríamos decir que lo que se entredice escapa a la simple
alternativa o lo general que deja al sujeto fuera o el silencio que no lo hace,
pero que lo deja fuera de la comprensión de los otros. Así, nada
entenderíamos de la cuestión kierkegaardiana. Efectivamente, la entredicción
escapa a la simple alternativa, pero justamente (y aquí el ejemplo bíblico es
sorprendentemente iluminador) porque se entredice a partir de un no dicho
absoluto.
Abraham nada dice; los que no cesan de decir y de entredecir (entre
ellos, desde luego, el propio Kierkegaard) son los exégetas.
Una cierta cualidad irreductible del silencio se impone, y es incluso
condición de que algo pueda finalmente entredecirse:
Aquí pues, en el silencio —dice Max Picard—, vive el hombre en el
punto medio entre su propia aniquilación —ya que el silencio puede
ser el comienzo de la pérdida absoluta de la palabra— y su
resurrección.
Aquí también se halla ubicado el centro de la fe: en el silencio es
como si el hombre estuviera pronto a abandonar la palabra la cual
devino hombre, devolviéndola a Dios de quien la recibió, en la
creencia de que la palabra volverá a serle dada.22
La palabra rompe el silencio y a él retorna. Es por esa razón que Picard
dice que la palabra, antes que comunicar algo a alguien, debe luchar contra
otras palabras que permanecen en el silencio: lo propiamente humano es la
palabra, pero sin el silencio esta se degrada, se marchita, pierde su poder
espiritual.
Entre la destrucción y la resurrección, entre la cesión de la palabra y la
espera del retorno por la vía de la donación, se impone una distancia, una
separación, un desvío, en el cual situamos al sujeto.
Es la raigal destrucción del sujeto, el vértigo que impone, en el momento
del naufragio, el eclipse subjetivo, el que hace que la resurrección, es decir,
el momento en que vuelve a tomar la palabra, sea por definición contingente.
Del mismo modo, cuando elige perder lo que había hecho hasta ese instante,
se instala una espera angustiosa de que retorne lo que los antiguos
denominaban inspiración del dios o de la diosa.
En los intervalos entre decir y decir se instala la silenciosa interrupción
que reanuda, tras una vacilación, sus vínculos con el decir, enriquecidos por
una nueva dimensión: en el silencio se precipita la ruina, e incluso la ruina
de la ruina, que es la ruina de lo construido sobre la ruina, para reaparecer
como voz del relicto, superviviente del desastre.
VI
En una sección de Cómo vivir juntos titulada “Mi fantasma: la idiorritmia”
(literalmente “ritmo propio”), Barthes habla de “una soledad interrumpida
de manera regulada”.23 De una manera que reconoce como imprecisa y
meramente aproximativa, describe el efecto que sobre él produjo el vocablo
“idiorritmo”, que encontró en una obra de Jacques Lacarrière referida, en la
parte que le interesó, a comunidades cenobíticas en las que cada uno de los
monjes vive a su propio ritmo.
Barthes menciona un “socialismo de las distancias” que denomina
“utopía”. Trata su “fantasma” (“o al menos lo que yo llamo así”) con
precaución irónica, al borde de la decepción: ha expulsado de sus imágenes,
con deliberación, tanto la mugre como la fe, extremos que de estar presentes,
ofrecerían un rico contraste entre naturalismo y espiritualismo, susceptible
de invalidar a ambos, proporcionando de esta manera, al recorte escénico
que practica (pues de esto se trata en su caso), esa densidad buscada de
humores, de configuraciones no estables, de pasajes depresivos o exaltados.
(Jean Genet, quien malquería a Barthes, se hubiera burlado, a buen
seguro, de la circunspección y respetabilidad de este fantasma
desexualizado. Desde luego: en su vida Barthes fue un personaje proustiano).
En este punto interpola un Excursus, una digresión que es connatural a su
estilo: encuentra su objeto digresión tras digresión.
Es una referencia a Benveniste, más precisamente al capítulo XXVII “La
noción de ‘ritmo’ en su expresión lingüística” del primer tomo de Problemas
de lingüística general.24 Barthes sigue paso a paso la reflexión de
Benveniste, que a partir del examen morfológico y etimológico, se proyecta,
como es habitual, hacia problemas fundamentales de la cultura.
Habitualmente se piensa, dice Benveniste, que rythmos es el abstracto de
rein, “correr”, aplicable al movimiento regular de las olas. Ahora bien, hay
otros términos que significan el ritmo de las olas. Lo que corre, lo que fluye
(rei) es el agua del río,25 que carece de ritmo. Rythmos, sostiene, es
sinónimo de schema, id est, de forma. Rythmos es siempre la forma
distintiva, el arreglo de las partes en el todo.
En este punto, Benveniste efectúa un giro. Para “forma” hay otros
vocablos griegos, de extensa resonancia en Occidente, por ejemplo, schema,
morphé, eidos. Benveniste separará entonces schema de rythmos y, al
mismo tiempo, volverá a la derivación etimológica objetada no para
restablecerla sino para indicar que una comparación morfológicamente
satisfactoria (entre rythmos y reo, o sea “yo fluyo”) no se presta a ninguna
objeción.
Mediante un análisis tanto de sufijos como de radicales, Benveniste llega
a establecer, notablemente transpuesto, alguno de los sentidos propios de la
conexión entre ritmo y flujo. Y así esquema y ritmo finalmente se separan. Y
por una razón eficaz: el vocablo “esquema” se define como una forma fija,
realizada, “puesta de alguna manera como un objeto”.
Al contrario —sigue diciendo Benveniste— rythmos, de acuerdo con
los contextos en los que es dado, designa la forma en el instante en que
ella es asumida por lo que está en movimiento, móvil, fluido, la forma
de lo que carece de consistencia orgánica: conviene al pattern de un
elemento fluido a una letra arbitrariamente modelada, de un peplo que
se arregla libremente, a la disposición particular del carácter o del
humor. Es la forma improvisada, momentánea, modificable.26
Entonces no es ya sinónimo de flujo, sino manera particular de fluir. Es
la forma que cada vez puede adoptar lo que fluye como fluyen los elementos
o la sustancia en la filosofía jónica. Un modo de articular, siempre renovado,
siempre puesto en cuestión, la continuidad de las cosas mediante cortes
discontinuos, ni fijos ni regulares, ya que la regulación depende de un
movimiento incesante, desequilibrado y friccionante, entre la forma
discontinua y la sustancia continua. En suma, es el orden singular
interviniendo en el caos universal. De esta manera, Barthes, bajo el nombre
de idiorritmo, que él denomina redundante, puesto que todo ritmo es, en la
acepción considerada, no un esquema sino una forma singular, torna a
encontrar el lugar dramático del sujeto.
VII
Bouvard y Pécuchet: “Actúo contra la fijeza del lenguaje”.
En Cómo vivir juntos Barthes plantea el tema del “rasgo”.27 El rasgo es
una unidad discontinua, pero ¿qué pasa cuando se agrupan los rasgos por
tema? ¿Qué pasa cuando ese agrupamiento se practica como él lo hacía en
fichas? ¿Cuál es el valor de la taxonomía?
Es el problema que plantea la enciclopedia china Emporio celestial de
conocimientos benévolos, ladinamente postulada por Borges:28 toda
clasificación, en su principio esencial, es arbitraria, punto en el cual el
imbécil y el sabio se identifican. Aquí tenemos la lección última de Bouvard
y Pécuchet que Barthes invoca cuando se pregunta: ¿por qué esto, por qué lo
otro? Las llamadas ciencias duras, protegidas por su eficacia y su rigor
formal, sobrevuelan el fantasma de la clasificación absoluta, que se
confundiría con la cosa misma y por lo tanto ya no sería clasificación.
Pero toda clasificación tiene un vicio originario que es prenda de libertad
tanto como de angustia. ¿Por qué esto, por qué lo otro? Es necesario
responder y no todas las respuestas se ubican en el mismo rango —las hay
insustituibles, las hay prescindibles—, mas todas vienen a confluir en una
renguera inaugural.
Aquí Barthes invoca al jugador de cartas que dice “corto”. Y agrega:
“actúo contra la fijeza del lenguaje”. La fijeza del producto mortifica y
coagula la actividad productiva, que siempre excede y es excedida.
Se tienen las cartas (los elementos) y la combinación exige aislar,
articular, ordenar, las tres operaciones mencionadas en Sade, Fourier,
Loyola.29 ¿Escribir discontinuo?
“El cuerpo (cultural) resiste, tiene necesidad de transiciones, de
encadenamientos”, agrega. Dicho de otro modo, hay una exigencia perentoria
inscripta en el corazón de la cultura (en su cuerpo, repitamos con Barthes)
que manda argumentar. La argumentación, como tal, tiene una materialidad
inevitablemente tortuosa: sus encadenamientos pueden, por instantes, tener la
apariencia encantadora de una mathesis cuyo movimiento, sin aparente
resistencia, está posibilitado por la ausencia de contenido, que no es
justamente el caso de la argumentación, gravada por su materia.
Sin embargo, sus grietas no pueden dejar de revelar lo que vela
obstinadamente: los mismos fragmentos, precisamente por ser eso, no puro
elemento sino fragmento atravesado por desgarrones, tachaduras,
movimientos contrarios y hasta contradictorios, tienden a romper sus lazos
con el conjunto y a brillar como astros desnudos y solitarios en un cielo
infinitamente frío y distante, tan vasto como la noche estelar, completamente
indiferente a cualquier sentido.
Quizá en este punto puede medirse la distancia, irreductible pese a sus
complicidades y concomitancias, entre el narrador y el ensayista.
No es tan solo la acción dramática —personajes, suspenso, desenlace—
que no suele faltarle al ensayista, y que por lo demás, constituye el placer y
el oficio del historiador. Es que el ensayista, aun a riesgo de confundirse con
Bouvard y con Pécuchet (se necesitan dos imbéciles para que la imbecilidad
sea absoluta), está forzado a encadenar, a preocuparse —muchas veces con
ironía cazurra o con humor exaltado— por las tediosas transiciones, por
hacer retroceder las cadenas de razonamientos hasta los primeros y
fingidamente límpidos principios, en una palabra, a fundamentar
El narrador no necesita fundamentar nada, absolutamente nada, aunque el
crítico, a posteriori, arguya todas las justificaciones perfectamente
contingentes. Su comienzo es absoluto, porque se instala en el vértigo que,
en nuestro presente, encarna el valor de la narración: algo surge
literalmente de un fondo de nada; o mejor, el fondo no es nada sino un
caos perfecto, pero el acto de creación lo libera, lo despeja e introduce un
filo infinitamente impalpable entre ese caos y el momento salvaje en que
algo emerge, que tiene el aspecto de la creación, según Hume según Borges:
un mundo creado por un dios menor que lo abandonó a su suerte, por la
vergüenza que le produjo haberlo engendrado deficiente, vidrioso, febril.
Incluido en Roland Barthes. Los fantasmas del crítico (Alberto Giordano et al.),
Nube Negra, Rosario, 2015.
1 Johann Christian Friedrich Hölderlin, “Mnemosyne (Proyecto)”, en Breno Onetto, Hölderlin.
Revolución y memoria, Be-uve-dráis, Santiago de Chile, 2002, p. 93.
2 Hermann Broch, La muerte de Virgilio [1945], Alianza, Madrid, 2000, p. XX.
3 Antoine Compagnon, “Le roman de Roland Barthes”, en Critique n° 678, Éditions Minuit, París,
2003, pp. 789-802.
4 Cf. Jean-Yves Jouannais, Artistas sin obra, Acantilado, Barcelona, 2014. Jouannais ha inventado
a Félicien Morboeuf, “el más grande de los escritores que nunca escribieron” (p. XX).
5 Los editores han recordado aquí un fragmento de una intervención de 1966 en un coloquio de la
Universidad John Hopkins, recogido ulteriormente en libro:
Sería interesante saber en qué momento se ha comenzado a emplear el verbo
escribir de manera intransitiva, no siendo el escritor aquel que escribe sobre algo
sino aquel que escribe absolutamente: este pasaje es ciertamente el signo de un
cambio importante de mentalidades.
(“Écrire, verbe intransitif”, en Le bruissement de la langue, Seuil, París, 1984, p. XX) (El
subrayado es mío). Cabe acotar que en el mismo texto (del cual hay edición castellana que
oportunamente citaré) Barthes se pregunta si verdaderamente podemos hablar de intransitividad: si
uno escribe un libro, ya escribe sobre algo… Verdad de Perogrullo. Y sin embargo este punto es
central, como se verá en el cuerpo de mi texto.
6 Roland Barthes, “Sesión del 9 de diciembre de 1978”, Notes de Cours au Collège de France,
1978-1979, 13 séances (reproducción facsimilar del original escrito a máquina, edición del sitio
aaaaarg.org.collection). Hay traducción castellana: La preparación de la novela. Notas de
cursos y seminarios en el Collège de France, 1978-1979 y 1979-1980, Siglo XXI, Bs. As.
2005.
7 R. Barthes, El susurro del lenguaje. Más allá de la palabra y la escritura [1984], Paidós,
Barcelona, 1987, p. 65.
8 R. Barthes, “Sesión del 2 de diciembre de 1978”, Notes de Cours au Collège de France, op.
cit.
9 Se puede leerlo de otra manera sin fetichizarlo, pero de esto no quiero ocuparme aquí. A quien
también habría que leer de otra manera es al inagotable Valéry. En ellos cae la biografía; pero en
beneficio (esto es muy advertible en algunos recodos de Valéry que Barthes rechaza) de lo que con
un feliz neologismo Barthes denominó “biografemas”. Véase al respecto el cuerpo central del texto.
10 R. Barthes, El susurro del lenguaje, op. cit., p. 67.
11 Un lenguaje inseparable de su entorno (y así distante de la pureza aislacionista de la ciencia),
en el cual la sincronía queda reducida a diacronía acumulada, sometida a todos los movimientos
dramáticos de anticipación y de retroacción que le impone el malentendido universal. (Pierre
Bourdieu sostenía que la comunicación es un caso particular del malentendido).
12 Producir, como lo quiere Serres, es luchar contra el ruido.
13 R. Barthes, “Preface”, Sade, Fourier, Loyola, Seuil, París, 1971, p. 13.
14 Cf. la sección “Biografemas” en Jean-Louis Calvet, Roland Barthes, 1915-1980, Gedisa,
Barcelona, 1992. En Barthes, el biografema era inseparable de su anotación en la ficha. Esas
frases-recordatorios que poblaban las fichas que Barthes llevaba consigo a todas partes eran las
cartas de un juego enigmático, libre, caprichoso y, no obstante, en algún punto verdadero.
15 Ingeborg Bachmann, “Nada de Delikatessen”, Últimos poemas [1978], traducción y prólogo de
Cecilia Dreymüller y Concha García, Hiperión, Madrid, 1999, p. XX.
16 En otro registro de su obra, es lo que Barthes ha llamado punctum. Mancha en la imagen,
significante mudo, objeto de apariencia insignificante y con todo incalculable (La cámara lúcida.
Nota sobre la fotografía [1980], Paidós, Barcelona, 2009).
17 Tomo esta versión de una notable traducción de Andrés Ehrenhaus, Williams Shakespeare.
Sonetos & Lamento de una amante, Paradiso, Bs. As., 2009.
18 David Markson, Esto no es una novela [2001], La Bestia Equilátera, Bs. As., 2013.
19 Es reveladora esta cita de Alfred Döblin: “Es harto sabido que uno sólo se puede describir a sí
mismo, pero tenga en cuenta que el único género posible de subjetivismo ineludible es la objetividad,
es decir, la idea de que uno se desarrolla en los objetos”.
20 Roland Barthes, Cómo vivir juntos. Simulaciones novelescas de algunos espacios
cotidianos. Notas de cursos y seminarios en el Collège de France, 1976-1977, Siglo XXI, Bs.
As., 2003, p. 45.
21 Sören Kierkegaard, Diapsálmata. Temor y temblor, estudio introductorio de Darío González,
Gredos, Madrid, 2010, pp. 646-647. Efectivamente, en el texto bíblico Abraham no expresa nada
que le concierna en el camino hacia el sacrificio. La posteridad se ha empeñado en romper su
silencio.
22 Max Picard, El mundo del silencio, Monte Ávila, Caracas, 1971, p. 39.
23 R. Barthes, Cómo vivir juntos, op. cit., pp. 48-52.
24 Emile Benveniste, Problèmes de linguistique général I, Gallimard, París, 1966, pp. 327-335.
Este texto y otros tres no figuran en la traducción castellana que tengo a mano y que es de 1974.
25 Agua heracliteana, podríamos agregar, en el sentido del famoso Panta rei (“todo corre o fluye”).
26 E. Benveniste, Problèmes de linguistique général I, op. cit., p. 328.
27 R. Barthes, Cómo vivir juntos, op. cit., pp. 64-65.
28 Recuérdese “El idioma analítico de John Wilkins”:
En sus remotas páginas está escrito que los animales se dividen en (a) pertenecientes
al Emperador, (b) embalsamados, (c) amaestrados, (d) lechones, (e) sirenas, (f)
fabulosos, (g) perros sueltos, (h) incluidos en esta clasificación, (i) que se agitan
como locos, (j) innumerables, (k) dibujados con un pincel finísimo de pelo de camello,
(1) etcétera, (m) que acaban de romper el jarrón, (n) que de lejos parecen moscas. El
Instituto Bibliográfico de Bruselas también ejerce el caos: ha parcelado el universo en
1000 subdivisiones, de las cuales la 262 corresponde al Papa; la 282, a la Iglesia
Católica Romana; la 263, al Día del Señor; la 268, a las escuelas dominicales; la 298,
al mormonismo, y la 294, al brahmanismo, budismo, shintoísmo y taoísmo. No rehúsa
las subdivisiones heterogéneas, verbigracia, la 179: “Crueldad con los animales.
Protección de los animales. El duelo y el suicidio desde el punto de vista de la moral.
Vicios y defectos varios. Virtudes y cualidades varias”.
(Jorge Luis Borges, Otras inquisiciones [1952], en Obras completas 1923-1972, Emecé, Bs.
As., Año, pp. 85-86).
29 Cf. el Préface mencionado más arriba.
Escenas de escritura
Arrebatos
Tununa Mercado >>
Hace unos años estuve en Wellesley College, no en el edificio propiamente
dicho, sino en casa de Mariclaire Acosta, en una de las residencias
aledañas. Ella había sido invitada a dar un curso sobre Derechos Humanos y
ya en México habíamos planeado encontrarnos en los Estados Unidos, donde
yo estaba obligada a ir para lograr unos meses más de visa mexicana. Una
vez cumplido el deseo migratorio, hice pie en Boston antes de tomar el tren
hasta Woodland Station, donde Mariclaire me esperaba. Y recuerdo
vivamente ese nombre, Woodland Station, porque desde que subí al tren,
motivada por un terror arcaico, y tal vez por eso inexplicable, que siempre
me asalta en los viajes, fui repitiéndolo sin parar, al ritmo de la marcha,
temerosa de perderme, de pasar de largo, de ser extranjera, de ser vista, y de
muchas otras circunstancias que hacen a la sintomatología paranoica.
Woodland Station, Woodland Station, me decía y, también, Wellesley,
Wellesley, en Woodland Station.
Todavía una curiosidad más en relación con Wellesley, sitio en el que
estaba previsto que yo diera una charla, que finalmente no se concretó.
Aquella visita a mi amiga Mariclaire Acosta tuvo tres momentos: una velada
con sus colegas; una larga desvelada en la que ella y yo, después que se hubo
ido la gente, nos pusimos al día sobre cuestiones personales, políticas, de
nuestras vidas y nuestros países y, al día siguiente, una insólita experiencia:
una incursión, con objetivos precisos de consumo, a una feria americana,
venta anual de garaje, como quiera llamársela, que habían organizado
exalumnas en beneficio del college y, desde luego también, de compradoras
como nosotras, tan curiosas por los bienes que dejaban las exalumnas ricas,
como necesitadas de ellos. Tales objetivos, pedestres y sencillos, podrían
haber sido vistos sin embargo como una manifestación de moral ecológica:
desecho útil, basura recuperable, recurso renovado y renovable al infinito,
¿no son esos los términos del reciclamiento con que se pretende salvar al
planeta? Y, en el plano social, ¿no son esas las transferencias que personas
razonables deberían plantearse para crear un orden social más justo, desde
arriba hacia abajo, de norte a sur, desde el primero hacia el tercer mundo, de
rico a pobre?
En mi caso particular, el ingreso a la tienda de desechos tenía un carácter
suplementario, pues me daba la posibilidad de reproducir literariamente una
condición de desvalimiento que ya había relatado en mi libro En estado de
memoria, en el texto “Cuerpo de pobre”, y que consiste, más allá de
cualquier principio de realidad, en vestirse con la ropa de otros, por
indigencia, descuido, estado de intemperie psicológica, carencia del órgano
del consumo, síndrome de rechazo a la compra y la venta por neurosis de
nombre y de destino, o simple fatalidad o, por qué no decirlo, tradición
literaria y, paralela o correlativamente, la aparición de un proveedor
providencial e inesperado que surte esos insumos sin reclamar nada, se diría
mágicamente, en una suerte de parábola del milagro evangélico. El cuerpo
de pobre no se provee de vestido sino que es provisto, y es así como,
aquella mañana, a pocos metros del lugar, las arcas de unas exalumnas se
abrieron para nosotras en una oferta prodigiosa: por cinco dólares se podía
meter en una bolsa de supermercado que entregaban a la entrada todo lo que
cupiera en ella. Entre esas prendas, quiso la fortuna que hubiera una falda de
hilo que había sido de Mrs. Reagan, exalumna del college, y a la que en mi
ropero bauticé “la pollera de Nancy”, o increpé con dureza: “la pollera de
Nancy está arrugada”, o fui comprensiva con ella, “tengo que llevar la falda
de Nancy por si hace calor”, o la juzgué a partir de la teoría de los
conjuntos, “esta blusa va bien con la falda de Nancy”, y así siguiendo.
Después, años más tarde, supe que entre otras exalumnas estaba Mrs. Clinton
y no fue descabellado pensar que en la bolsa se hubiera deslizado también un
vestido de Hillary, creando una guerra de partidos en mi ropero y
obligándome a portar, si se pudiera, la desavenencia en el cuerpo, que es lo
mismo que decir vestirse con esquizofrenia.
Eso en lo que concierne a las implicaciones “existenciales y literarias”
que tuvo Wellesley en mi persona, que lamentablemente no pudieron tener un
hito que habría cerrado la historia: ser invitada a hablar en el mero sitio
donde fui vestida y, de manera complementaria, para ser “investida” de
méritos de conferenciante. En cuanto a la investidura, es decir al presunto
“estatuto académico” que se confiere a una escritora cuando se la invita a un
college, nada más lejano de mi propósito que el género conferencia, cuya
demanda es superior a cualquier respuesta que pueda yo dar. En los veinte
años que mediaron entre mi primer libro y el siguiente no tuve muchas
oportunidades de verme situada frente a un público, y si alguna vez, en mi
condición de periodista o escritora me invitaron a un foro, mesa redonda o
exposición pública, siempre argumenté que sufría de una fobia muy
particular cuyos efectos podían ser catastróficos. Nunca me curé, pero fui
creando apoyaturas, una de las cuales ha sido hasta ahora poner por escrito
lo que tengo que decir, calarme los anteojos y, sin mirar hacia ningún otro
lado que la página, deslizarme por el papel sin pensar en los riesgos que
corro más allá del espacio de mi lectura.
Pero hay modelos que se imponen. Sin ir demasiado lejos, hace unas
semanas vi en la televisión mexicana un programa sobre Virginia Woolf,
escritora que persiste en el imaginario femenino escriturario de todo el orbe
como excepción a la regla, y que en cierta medida constituye una escala o
una medida muy pocas veces superable, como si por el hecho de ser mujer y
de escribir pudiera salvar de su destino de silencio e inexistencia a las
demás mujeres. Virginia Woolf, representada por una actriz, se desplazaba
en su cuarto propio como una reina antes del cadalso, se alejaba de sus
papeles y volvía a ellos, reclamando a su inspiración que le susurrara las
ideas principales para unas conferencias que tenía que dictar en lugares de
prestigio y, entre otras cosas, decía, citando a Dostoievsky, nada menos, que
cuando se habla siempre se tiene que decir una verdad. Ese propósito
mayúsculo, decir una verdad, salvando las proporciones entre Woolf y un
emergente cualquiera dentro de la escala por ella establecida, se instaló en
mí como una consigna inhibitoria. Ni una verdad ni nada mayúsculo, terminé
por decirme luego de unas horas de inquietud. Y me lancé a la página
decidida a exponerme a lo que ahora pienso podría llamarse acto de
desencadenamiento y, desde luego, a continuación, acto de encadenamiento,
en el cual no hay una subjetividad que postule verdades, ni una psiquis
singular que las preconice, sino una incitación que gesta sus eslabones a
medida que progresa como acto y que no sería otra cosa que la escritura, es
decir que la que piensa es la escritura y después se verá si dice falso o
verdadero y aun podría aventurarme a sostener que no dirá otra verdad que
la de su concatenación en el espacio, que la del impulso de su caída en la
corriente del texto.
Vuelvo entonces al cuerpo de pobre, que se viste con lo ajeno y se
desviste para recuperar la desnudez propia, en una operación de carga y
descarga de material que metafóricamente podría dar lugar a por lo menos
tres instancias: una escritura, una escritora en relación con su oficio, un
oficio en relación con el mundo. En primer lugar la escritura. Escribir ajeno
sería resolver, por escrito, el acarreo incesante de textos que se han ido
fijando en capas sucesivas, dejando vastos territorios aluvionales que se
agregan y desagregan al escribir y sobre los que no se tiene conciencia. Lo
ajeno es como la memoria que configura, el código que reproduce sus
marcas a medida que se lo provoca con el correr de la letra. Nada más
propio entonces que lo ajeno que se fusiona con el cuerpo de la escritura y
cuya forma se asume, como si en su ajenidad hubiera estado esperando el
lugar donde implantarse, no para parasitarse sino para producir intercambio
e interrelación. No habría por otro lado ropa ajena sino ropa que ha sido
dejada, ropa que ha sufrido una desapropiación antes de ingresar en un
territorio anónimo y de convertirse en bien colectivo, memoria de textos,
depósito de libros, biblioteca. El cuerpo es de pobre para ser de rico, y no
es inútil hacer el intento de la escritura aunque en nuestros oídos resuenen
aquellas palabras de escritor tan aterradoras como estigmatizantes: ya todo
ha sido escrito.
Desencadenar sería, entonces, en este juego de imágenes, el momento en
que ciertas fuerzas se liberan y crean la disposición a escribir; encadenar
sería ese misterioso proceso pulsional, intelectual, cognoscitivo o como
quiera considerárselo, en el que lo que se tiene que decir se escribe. Para ir
de un lado a otro, para saltar del antes al después de la escritura, el puente
no es otra cosa que una posición de escucha, de atención extrema, como la
que se tendría después de una catástrofe que hubiera dejado el mundo en el
comienzo y a partir de la cual hubiera que inaugurar, nombrar, enhebrar la
confusión, exigir porosidad, confiar en los elementos. La primera pobreza
que se asume en este desencadenamiento encadenamiento que es escribir es
la de saberse estéril, torpe, incapaz frente al desafío. La superficie sobre la
que se escribe es rugosa e infecunda, como piedra lunar, con volcanes
apagados y sombríos, un terreno sin esperanza al que hay que arrancarle una
marca, inscribirle un sentido. La pobre de toda pobreza, la paupérrima, se
pone a hollar, a raspar, a arañar en la miseria del vacío y finalmente extrae,
con tanta obstinación como se lo reclama su deseo de escribir, en un acto
salvaje de supervivencia, la línea del comienzo.
Si toda esta dramática sucede al escribir, es porque ha de haber fuerzas
que operan en contrario y disputan posiciones. De hecho, ganar el espacio de
la escritura es un arrebato, palabra cuyo doble sentido, se me ocurre al
escribirla, dice la índole del acto: por un lado arrebato en el sentido de
apropiarse de algo —con un extremo, la rebatiña y aun rapiña— y arrebato
en el sentido de rapto, fascinación, perplejidad, estupefacción —con un
extremo, el delirio—.
Y por este resquicio —la escritura como una posición ganada, la
escritura como una posición enajenada—, con toda lógica y con todo
derecho, voy a entrar en las otras dos instancias que enunciaba al principio,
la de una escritora en relación con su oficio, la de un oficio en relación con
el mundo.
Aquí resulta difícil seguir manteniendo como hasta ahora una descripción
fenomenológica del acto de escribir despojada de connotaciones. La
escritora que arrebata y que se arrebata adquiere una dimensión personal y,
en mi encadenamiento, la imagen que de ella se me aparece es la de un ser
dividido en dos sujetos que se disputan la posición de la escritura. Uno/una
ha desencadenado el texto y progresa en un atisbo de continuidad, está
escribiendo, lo cual no es poco decir; la otra, el otro sujeto (la lengua no
tiene el femenino sujeta), quiere que la primera regrese al punto anterior; la
prefiere torpe y estéril, antes que en la tarea de desencadenar y encadenar, y
la interrumpe, más precisamente la arranca de su sitio, como si en ese
momento fuera una cuestión de fuerza mayor apartarla sin miramientos. Ha
tenido que pasar mucho tiempo para que la original persona indivisa
advirtiera dentro de sí estos dos sujetos antagónicos, el bueno y el disoluto,
cuya interacción conspira contra la escritura, y más tiempo aún para
deslindar cuáles eran las incitaciones que gravitaban para suspender el acto.
En primer lugar, ha clasificado las circunstancias en las que se produjeron
las interrupciones y qué las motivó. Y ya estamos en pleno relato. Mientras
“la superficie pulida”, el monitor de la computadora, segrega su propia luz,
ella se levanta a tomar una taza de té. En la segunda interrupción ha
entrevisto que por encima de las casas se levanta una tormenta y,
previéndola, se dirige a la terraza para levantar la ropa. De paso, la dobla
cuidadosamente, con la ilusión, acaso, de no tener que plancharla después.
Vuelve a la pantalla, pero el hilo se ha perdido y cuesta recuperarlo. Cuando
reinicia la escritura, dos frases después, suena el teléfono y, desde luego, lo
atiende. Regresa y compone unos fragmentos más. La nueva interrupción ya
no es exterior a lo que sucede entre ella y la pantalla, sino ella misma, que
ya siente la parálisis del día, la máxima interruptora, pues ya no se vale de
argumentos, sino que deja en seco, segado, el tren de escribir.
La primera hipótesis que se le ocurre contiene cierta benevolencia: se
hace cargo de lo que una vez un amigo escritor le dijo: “la tuya es una
escritura de abismo, yo, en cambio, preveo todo antes de empezar”. Si es
así, en el acto del arrojo (¿al abismo?) han de generarse ciertas defensas; el
cuerpo y la mente tal vez necesitan aferrarse a unos asideros, clavar algunas
estacas en el borde para postergar la caída. Esta salida racionaliza en favor
de una mente en sus cabales, que ha elegido el abismo, pero sabe que tiene
ciertas reservas como para no precipitarse en él hasta el suicidio, que solo
lo sobrevolará y se sumergirá en él para hacerlo texto, escritura. La segunda
hipótesis descansa sobre un diagnóstico: la fantasía de que su
responsabilidad acerca de la tormenta que se avecina por sobre los techos es
mayor que para cualquier otra persona en las cercanías, que igual magnitud
de responsabilidad le reclaman el riego de las plantas, la provisión de
alimentos, los goznes que rechinan, la humedad en todas sus expresiones, la
protección de los distintos climas que se abaten sobre la casa y obligan a
estrategias de aireación y de recogimiento según las estaciones, y sería
infinita la nómina de todas las bocas de la realidad pedigüeñas e insaciables
que se abren con estridencia apenas ella baja la guardia y acepta la
interrupción.
Pero el diagnóstico ofrece más aristas: existiría la posibilidad de que
todo el andamiaje sobre el que descansa su estrategia cotidiana, que apenas
logra resistir la guillotina del corte y recomponer lo que esta cercena, de que
todo ese andamiaje fuera una estructura constitutiva. La asustan los
determinismos. Se supone que atentan contra el libre albedrío y sirven para
racionalizaciones fatalistas, fundamentalmente de orden biológico. Pero hay
otros, consabidos: pensar, por ejemplo, que la ideología hace sistema, en la
persona, en la sociedad; que condiciona la condición humana y organiza el
pensamiento más allá de la voluntad pero, sobre todo, configura los modos
en que las personas forjan, plasman o inscriben sus deseos. Y esa ideología,
en clave femenina, ha sellado con suturas inamovibles funciones propias,
aprendidas por herencia, asimiladas como tejidos que han entrecruzado
trama y urdimbre aparentemente para toda eternidad, aunque el solo hecho de
haber podido reconocerlos permitiría desbaratarlos, como se desarticula una
enfermedad, como se destruye un sistema de dominación.
El órgano que regula esas funciones y que determina todo el sistema es
insaciable, sus garras de implantación se han afirmado en obsesiones,
controles, perfeccionismo, manías absolutistas, y sus coordenadas son
regulares puesto que tienen que ordenar la administración del tiempo,
acomodar el espacio como si se tratara de la propia casa, que ese es el
principal ámbito condicionante de la determinación genérica, incluyendo en
ella, cierta e ineludible, la cuestión doméstica y reiterando cada vez que se
la menciona su índole política, pues razones sobran para cubrirse con buenas
posiciones teóricas. Entonces, ella se dice, en este relato, el gran enajenante
que viene a interrumpir la escritura es este órgano que ha recibido las
órdenes de establecer funciones, que en su administración cuenta con agentes
fieles para reclutar al mejor ejecutor, el óptimo sujeto reproductor, que eso
es lo que la especie femenina aporta. Ese órgano de la destreza, el que
estimula al sujeto hábil irremplazable en el espacio doméstico, es la condena
de la escritura; contra él no se puede nada, está sumido en la armazón misma
de estos procesos productivos y como huésped ha estado alojado allí tan
tenazmente como para formar sistema, en la doble constitución de este
femenino que llamamos ella. El gran desafío consistiría en torcer su destino.
Si alimenta sentido de la responsabilidad, si insufla excelencia superyoica,
si engorda la obsesión y la manía de orden mientras adelgaza la
incertidumbre y la permeabilidad ante las sorpresas que podría deparar lo
cotidiano, habría que defenderse de él, cambiándole las estrategias. Es la
frase la que tiene que absorber obsesión, es el texto el que tiene que rodear,
maniático, un núcleo de sentido, es la escritura la que tiene que asimilar la
excelencia superyoica. Pero ¿cómo producir ese desvío? Preñada de
ideología, la capacidad se ha tornado handicap y ha hecho de ella, el sujeto
femenino del que venimos hablando, un espécimen contradictorio, se diría en
tránsito: solo si controla la conspiración podrá escribir, solo si transforma el
metabolismo del sistema habrá ganado la partida a la parálisis de escritura.
Mientras no rompa la determinación “ideologizada” permanecerá en la
periferia del mundo.
Y ahora el oficio y el mundo, tópico anunciado al principio, el tercer pie
con que la escritora sale de la contienda entre los “sujetos” arrebatados y
arrebatadores y entra en el cuerpo de la literatura. El espacio no está baldío.
Hay enormes tiendas de autoservicio, empresas de figuración y propaganda,
y ya se va a lanzar como otras tantas veces al denuesto cuando ella advierte
que ese mundo, el de la literatura, ha sido otro de los grandes interruptores
que ha emitido sus gases paralizantes con tanta persistencia como aquel
sujeto, el doble perfeccionista que rezumaba ideología patriarcal. La
literatura interfiere desde el momento mismo en que la línea emite su luz
sobre la pantalla. En primer lugar, ofrece catálogo de géneros y de formas.
No hay revolución literaria que haya podido neutralizar esos cánones: tarde
o temprano se regresa a ellos, y aun cuando se lo hubiera transgredido, hay
un molde que gravita por sobre el deseo y este termina acomodándose en su
forma. La escritora cuyos avatares describo supone haber superado la
imposición de tal o cual género, es decir, narra sin pensar en las categorías
que le impone la novela, el cuento, el aforismo o la greguería; las heridas
que le produjo no pertenecer por violación de género a ningún encuadre
literario se han curado. Ahora su pelea es contra el que la quiere torpe,
estéril, disléxica. Incluso se atreve a sostener que en esta amplia y
promiscua casa de la Literatura hay sitio para todos, y que basta acaso con
buscar interlocutores donde moran los de la misma condición. Pero una
rémora todavía se le impone, y no es una categoría cualquiera, sino un pilar
literario, se diría una pared que no la deja ver su horizonte de escritura y es
la llamada ficción, molde que aislaría lo ficticio de lo real, o que pondría a
salvo lo real preservándolo de la invención, y en cuyo trasfondo estaría la
idea de que la literatura, cuanto más, es reflejo o representación de ese real
que hay que soslayar, vestir, ficcionalizar, desplegar sobre un tablero en
figuras previsibles las cuales, como en los juegos infantiles con muñecos,
actuarán como funciones narrativas establecidas.
¿Y si se llegara a la conclusión de que estas normas literarias no son
necesariamente estructuras de pensamiento? ¿Y si se intuyera que también en
este interruptor presionante se aloja un prejuicio? Como cuando a un niño
con una pesadilla se lo tranquiliza diciéndole “no te asustes, no es más que
un sueño”, así la literatura solapa a las buenas conciencias y las preserva de
los malos sueños: “No se preocupen, esto no es más que ficción”, parece
decirles. Y, en este caso, la pesadilla es la escritura misma, un riesgo que
solo se avizora cuando se han desplomado las paredes, cuando, sin techo, el
cuerpo de pobre sale a buscar con qué cobijarse.
Publicado en Narrar después, Beatriz Viterbo, Rosario, 2003.
El escritor dormido
Sergio Chejfec >>
Yo no quería estar en ese escenario de la
universidad. Pero vino el editor y me dijo:
“¿No te parece que si te presentaras más
seguido en público para exponer tus puntos de
vista La dura oscuridad podría salir un poco
más, Adelina?”. Así que me vi sentada en el
escenario frente a la sala llena.
Juan José Saer1
No sé si esta época es más apremiante frente a los escritores. Me parece que
no, creo que en el pasado, en varios momentos, existió la misma o mayor
presión para que hicieran cosas en público. Quizás lo inquietante de este
momento es que se establecen formatos y estrategias de participación
vinculadas con nuevas (ya relativamente) instituciones literarias en el ámbito
de América Latina, entre las cuales quizá la más notoria e irradiadora sea el
“festival literario”. La novedad no es necesariamente un problema, al
contrario. En tanto nueva institución requiere de los distintos actores (entre
ellos, en primer lugar, los autores) varios ajustes respecto de prácticas ya
acostumbradas y vinculadas: por ejemplo, la lectura tradicional en eventos
feriales o académicos. Los nuevos formatos imponen otros modelos de
presentación y de regulación del tiempo. Y en tanto novedosos, a veces son
percibidos por los autores como modalidades teatrales o propias del
espectáculo. No me propongo decir (actuar) nada sobre las implicaciones
sociológicas de estas condiciones de representación. Tampoco sé si los
autores amplían su público participando en festivales. He preferido
detenerme en un aspecto que solo puede tener rango de hipótesis: esta nueva
sociabilidad literaria interpela la subjetividad del escritor de modo distinto
a como lo hacen los formatos más usuales, porque pone en escena una suerte
de “escritor en acción”, como si se tratara de un reality televisivo. En este
sentido trato de ensayar en lo siguiente algunas hipótesis que ayuden a pasar
este momento.
Dormir
Hay un ensayo del brasileño João Cabral de Melo Neto que, según mi
opinión, tiene uno de los más bellos títulos jamás puesto: “Consideraciones
sobre el poeta durmiendo”. Son palabras que prometen una reflexión sobre
cierta actividad, acaso la más pasiva de las actividades. Cabral discrimina
el soñar del dormir. Dice que soñar es igual a ver una película; el sueño se
puede contar, eso es prueba de que proviene del mundo real. Si algo se
cuenta es porque ha ocurrido, pertenece al mundo. Por lo tanto, el sueño
como actividad se sitúa sobre todo en el campo material de la vigilia,
aunque tenga una relación de necesidad con el dormir. Es la parte de la
vigilia que precisa del dormir.
Pero del dormir en sí no sabemos nada; es, como Cabral dice
aproximadamente, una inmersión en las profundidades. Y es, por extensión,
el roce necesario con lo misterioso, con aquello que no se sabe o conoce. Un
mundo necesario para el poeta, porque el poeta debe convivir con lo oscuro
y lo invisible, con lo inanimado y la muerte diaria representada en el dormir,
para calibrar mejor su experiencia durante la vida despierto, según Cabral.
Quisiera proponer ahora un cambio en la fórmula. Todos conocemos el
valor que tiene el dormir, Cabral también está seguro del sentido de esta
actividad. El dormir viene a ser el campo de la realidad que mantiene
despierto al poeta. No el universo que le da temas, porque los temas
provienen del mundo concreto, así sea del país de los sueños, que como
hemos visto pertenecen al campo de la realidad, sino el costado que le
recuerda que convive con lo oscuro, con lo que no se nombra, con lo
permanente y oculto, etc. El cambio de fórmula que propongo es
“Consideraciones sobre el escritor exponiendo”. Digo exponiendo como si
dijera hablando frente a un público, leyendo en festivales o ante ustedes
como lo estoy haciendo ahora.
Podría frasear a Cabral. Por ejemplo, cuando dice “El dormir es un
estado, un pozo en el que nos sumergimos, en el que estamos ausentes. Esta
ausencia nos enmudece”, yo podría decir: “Exponer es un estado, un pozo en
el que nos sumergimos, en el que estamos ausentes (en este punto habría que
hacer la salvedad de que si exponemos se trata de una presencia). Esa
ausencia nos enmudece –aunque hablemos”. Es cierto que la equivalencia
entre ambas frases no es pareja. En primer lugar, porque al decir que la
ausencia en el dormir nos enmudece, Cabral busca demostrar que el dormir
es una actividad a la que no se asiste. Todo lo contrario del escritor
exponiendo, que en la medida en que lo hace, asiste a la acción de exponer.
Pero mi hipótesis es que al asistir, el escritor se ausenta, duerme, deja aparte
una porción importante de aquello que lo articula.
Califique o no la equivalencia, creo que vale como metáfora de algunos
rasgos vinculados con esta faceta del escritor propalante. El escritor
exponiendo se defiende tras una malla de palabras que tiene como objeto
vestirlo, en primer lugar, y adicionalmente tiene como objeto ocultarlo. La
manifestación escénica sería una mediación creada por el mismo escritor,
hecha con herramientas parecidas a las que usa en general para escribir. En
cierto modo, esa ropa teatral es lo que hace a un escritor ser escritor, porque
lo identifica, pero a la vez, es lo que al escritor enmudece, digamos, lo
duerme en términos de Cabral. El escritor se sumerge en las profundidades
de lo innominado cuando expone en público; y mientras lo hace, o sea,
mientras se agazapa y habla como un sonámbulo, a lo mejor también
gesticula, sueña. Como en la vida real, donde para soñar se precisa dormir,
el escritor necesita exponer para poder soñar. (Sin embargo, yo no estoy
soñando en este momento. Ahora estoy durmiendo. La escritura sería la
construcción de un relato que no proviene del dormir, o sea del exponer, sino
por estímulo). Cabral dice que la poesía no radica en el dormir; el dormir no
es un depósito de temas, lirismo o expresividad. Más bien, el dormir
predispone la poesía; es bastante menos que una inducción. Sumergirse en
las aguas profundas del dormir es necesario para el poeta, repite Cabral.
Evidentemente, Cabral busca excluir a los seguidores del lirismo onírico, o
del lirismo en general.
Pienso que, del mismo modo, exponer, como el dormir para los poetas, es
necesario y predispone al escritor. Exponer es bucear en un sistema de
disposiciones morales bastante atípicas, que pueden ser sobre todo ajenas,
hostiles y amigables al mismo tiempo. Hay escritores que prefieren
manifestarse únicamente a través de lo escrito; o sea, nunca exponen en
público opiniones o pensamientos. Y de nuevo puede verse cómo el símil de
Cabral se adapta, porque la imagen que nos hacemos de esos escritores que
jamás exponen, y que hacen de la resistencia a cualquier indulgencia o
dicterio en público un bastión irreductible, es la de escritores insomnes
mientras velan su propia escritura y cuidan de este modo que nada la
trastorne.
(Tenemos entonces los escritores dormidos —los escénicos— y los
escritores insomnes —los aescénicos—. A la larga, una misma
insensibilidad puede adueñarse de ellos. Verlos como figuras antagónicas no
sería correcto: ambos precisan recurrir a la desaparición, aunque por
distintas vías. El deseo de ausencia, de borrarse, de liquidar por un acto de
la voluntad la propia literatura puede manifestarse de distintas formas. Una
de las más conocidas consiste en el deseo de comenzar de nuevo. La idea del
nuevo comienzo tiene una relación capciosa con la exposición frente al
público. La confrontación con el público es el punto más débil en la cadena
del nuevo comienzo, cuando los escritores quieren dejar atrás las huellas de
la escritura habitual y empezar de cero. Es el punto más débil debido a lo
más obvio: para alguien conocido es difícil comenzar de nuevo sin pagar un
alto precio, como cuando el público se ríe de los actores cómicos aunque
lleven adelante, y muy bien, papeles dramáticos).
Hablando de mí, ya que el título de la mesa menciona la palabra
espectáculo, la verdad es que nunca supe a qué tipo de actuación debía
prestarme, quizás porque desde un principio me vi sometido a mi propia
desconfianza. Si frente al público asumía una faceta graciosa, sabía que
terminaría trastocada en amargura, y que si iba por la opción dramática
acabaría en la impostación. Naturalmente adoptaba el camino irónico, pero
terminó pareciéndome estéril. Y si quería mostrarme distante y
desentendido, tarde o temprano lo que decía se tornaba irrelevante. No sabía
qué papel asumir dado que, en gran medida, y como voy a aclarar, yo mismo
era consecuencia de los mecanismos del espectáculo público al que me
plegaba.
El despertar
Fui consecuencia de esos mecanismos debido a mis comienzos en la
somnolencia, para decirlo en términos de Cabral. Todo comenzó cuando me
invitaron a una mesa de jóvenes escritores en la que todos, menos yo, eran
escritores. Por entonces carecía de nada para mostrar fuera de muy pocas
páginas, por otra parte inconstantes. Incluso entre el público había quienes
reunían mejores condiciones: había varios más jóvenes que yo, y encima con
libros acabados y publicados. Hablé, expresé unas opiniones, diría que en
ese momento comenzaron mis parlamentos. No evadí el primer llamado y me
puse a dormir, o sea a hablar, frente al público. A pesar de mis temores
nadie me desenmascaró.
En general no se presta mucha importancia a lo dicho en las mesas; no
más que la necesaria para seguir escuchando, como cuando nos cuentan un
cuento. En esa ocasión se dijo muy poco, pero algo ocurrió aunque no lo
advirtiera en ese momento. Magia o milagro, sentí que el hecho de participar
me convertía en escritor. Se trataba de la primera inmersión en las
profundidades del espectáculo. Exponer en público implicó bordear el
adormecimiento, y el dormir disociante fue lo que me calificó para ser
escritor. Vestirme con el traje de palabras y ponerme a hablar. Era lo que me
transformaba, más allá de la naturaleza o hasta la existencia de lo escrito.
Porque ante los demás había nacido una sombra, una nube de texto
disponible y supuestamente adosada a la presencia mía, globo de escritura,
como el de las historietas, que no existía sino como virtualidad y sin
embargo para todos era cierto.
A partir de entonces, como consecuencia de aquel comienzo fraudulento,
las mesas redondas siempre me inspiraron temor. Temor a ser descubierto.
No me parece que sea un sentimiento privado, creo que todo escritor malicia
ser descubierto cuando se presenta en público, debido a la evidente
impostura de escribir y encima hablar. Pero en mi caso, y para colmo, sentir
cada intervención pública como una potencial amenaza se ha convertido en
una de las pocas señales de conflicto con el mundo.
Y debido a ese origen bastardo, no confío en la faceta presencial de los
escritores aunque obviamente creo mucho en ella; casi es en lo único que
creo. Los autores “en cuerpo presente” muestran una forma de verdad que
desde hace bastante, por diferentes motivos, me cuesta encontrar en la letra
de los libros. Pero acaso la palabra “verdad” no sea la adecuada. La
presencia física de los escritores tiene un matiz de contundencia, de hecho
tangible, que contrastada con la naturaleza engañosa de cualquier relato me
permite establecer relaciones caprichosas, pero plausibles, entre lo escrito y
lo no escrito.
En general se admite que la escritura es una conversación un poco vana y
solipsista: uno supone que la comunicación con el mundo, digamos, debe
pasar esencialmente por la letra escrita, que se convierte así en una primera
y tortuosa distancia. Eso ha creado un nuevo pacifismo del distanciamiento,
y mi experiencia real a veces no encaja con esas presunciones. Porque buena
parte de lo que escribo últimamente, lo que escribo como “creación”, remite
a mi actividad dramática, digamos espectacular, de escritor frente al
público. Como si me persiguiera un relator verista que ha descubierto en el
episodio cierto, sobre todo teatral, la coartada que disculpa ante el mundo el
hecho de escribir, como si escribir, y después hablar sobre ello, y después
escribir sobre lo ocurrido en el festival o evento fuera el único documento
en el que puedo basarme, la única experiencia legítima para ser
representada.
De un tiempo a esta parte mis textos tratan de eso: la suspensión de la
vigilia, la inmersión en las profundidades del exponer, como podría haber
dicho Cabral, y todo aquello que está alrededor de los eventos: el traslado,
la cobertura institucional, la dimensión gremial de los hechos, porque cada
vez más los encuentros de literatura se asemejan a convenciones
profesionales. Pero también tratan del roce provisorio con lo diferente, la
oblicua recuperación del sentimiento romántico del curiosear, la experiencia
untuosa de la soledad. En más de una ocasión, se trata simplemente de lo que
digo o creo decir ante el público, o sea, un discurso autosuficiente.
Tengo la impresión de que una zona de la identidad literaria se compone
cada vez más de estos modos de exposición pública. Las conferencias,
congresos, festivales y coloquios no son nuevos. Sin embargo, el sentido de
la experiencia pública no es el mismo que en el pasado. En la medida en que
el escritor no solo escribe su obra sino también inscribe su vida dentro de
ella y ambas, obra y vida, son facetas solidarias de una misma creación, la
performance literaria adquiere ribetes de intervención estética y privada al
mismo tiempo. Se trata de la vida que todo escritor debe vivir, para lo cual
debe también escribirla.
A esta forma de existencia pública, a mi entender, se suma un elemento
que pertenece a la sensibilidad literaria de hoy. La relación cada vez más
insidiosa que tiene la novela o la narrativa en general, o hasta la literatura
como un todo, con lo documental. Es como si la ficción pudiera tener cabida
solo en tanto discurso medianamente tributario de la incoherencia o la
desconexión de la narración, por lo tanto en sí misma irrelevante como
ficción, y entonces los lazos con lo documental, los enlaces con la vida
cierta y a primera vista coherente de cierta cara del mundo, fueran el anclaje
necesario para sostener un relato que de otro modo se invalidaría por
pertenecer a la invención.
La banalidad de la vida ha impregnado de banalidad la ficción. Y como
el narrador es desde cierto punto de vista lo más artificioso que la literatura
puede proponer, el mismo autor debe recrear su vida como una manera de
atenuar unos promiscuos lazos con una ficción que la época de ahora tiende a
denostar.
Es como si el escritor dijera que su primera y más atenta ficción es su
propia vida; y por lo tanto cuando habla sobre ella descansa, se toma una
pausa, duerme y escribe.
Publicado en Boletín/15, Centro de Estudios de Teoría y Crítica Literaria,
Universidad Nacional de Rosario, noviembre de 2010.
1 Juan José Saer, “Sombras sobre vidrio esmerilado”, en Unidad de lugar, Galerna, Bs. As., 1967,
p. 14.
Silvina Ocampo
Sylvia Molloy >>
Poco antes de publicar mi primera novela tuve una conversación con Silvina
Ocampo. La llamé en cuanto llegué a Buenos Aires, como de costumbre, y
me invitó a tomar el té a su casa al día siguiente. Cuando toqué el timbre y
me atendió la mucama me miró extrañada. Era claro que no se me esperaba,
Silvina se había olvidado. La mucama me hizo esperar en el vestíbulo y
desapareció en la cocina. Desde allí me llegaron fragmentos de una
conversación agitada, en la que reconocí la voz de Silvina, “vos entrá dentro
de diez minutos y decí que me busca una persona”. Planeaban la estrategia
para deshacerse de mí. Luego cesó la conversación y entró Silvina,
distraída. Al verme le cambió la cara: “¡Ah! Pero eras vos”, me dijo casi
con tono de reproche, como si yo tuviera la culpa de la mistificación que
acababa de tramar. Y luego, en dirección a la cocina: “Está bien, no hay que
hacer nada”.
Durante la hora y pico que permanecí en esa casa de paredes
descascaradas y grandes manchas de humedad, inolvidable, tuvimos una más
de esas conversaciones en apariencia desordenadas, à bâtons rompus, como
hubiera dicho su hermana o acaso ella misma, pero que, recordadas
retrospectivamente adquieren —como todo lo que tocaba Silvina— un
profundo e inesperado orden, una innegable razón de ser. Le conté a Silvina
que estaba por salir mi novela y me preguntó, con esa inconfundible
enunciación suya a la que volveré: “¿Cómo se llama?”. “En breve cárcel”, le
dije. Se quedó pensando, ladeando la cabeza con un gesto muy suyo: “No me
gusta”, fue el dictamen. Molesta, le contesté que a mí sí me gustaba y que
además era demasiado tarde para cambiarlo. Por otra parte, es una cita de
Quevedo, le dije, pretenciosa. “¿Cómo me dijiste que era el título?”, me dijo
al rato. En breve cárcel, le contesté secamente, ya bastante irritada. “¡Ah! —
me dijo— yo había entendido En breve cáncer”.
Recurro a la anécdota porque es una manera de celebrar una amistad que
me marcó memorablemente. Pero sobre todo recurro a ella porque me
recuerda a la Silvina que admiro como escritora, la Silvina que para mí era
ejemplo, como pocos, de saludable desdén por la norma, de impertinencia
creadora, en suma, de libertad intelectual. En aquella visita y subsiguiente
conversación la que salía mal parada era yo. Yo, a quien la susurrada
conversación había hecho notar cuán prescindible era; yo, con mis
afectaciones críticas, que tenía que acudir a autoridades como un pedante
cualquiera para justificar un título: “Es una cita de Quevedo”. Para Silvina
en cambio las cosas eran más simples, inquietantemente simples. Al oír En
breve cáncer había aceptado el título tal cual (recuérdese que se trataba de
quien tituló uno de sus libros de cuentos Y así sucesivamente). No es que En
breve cáncer le pareciera un disparate, simplemente no le gustaba, como
acabó no gustándole su propio Espacios métricos,1 y simplemente me lo
decía. Había logrado desinflar tanto mi ego como mis pretensiones literarias,
no para “ponerme en mi lugar”, como se dice vulgarmente —las maniobras
autoritarias eran del todo ajenas a Silvina— sino para hacerme ver otras
posibilidades, nada más, con esa simplicidad que era una de las formas más
complicadas, acaso la más implacable, de su irreverente inteligencia.
Nunca me atreví a preguntarle a Silvina si el título real de la novela, En
breve cárcel, le gustaba. Tampoco me atreví a preguntarle cómo imaginaba
una novela que se titulara En breve cáncer (¿acaso como anuncio de un
acontecimiento, como se anuncia un espectáculo, por ejemplo: “En breve:
Cáncer”?). Nunca se lo pregunté, repito, porque temblaba ante los
argumentos que se le hubieran ocurrido, disparatados, geniales, llenos de
hallazgos, que quizás me hubieran hecho arrepentirme de haber escrito la
novela que escribí y no otra. Lo cierto es que desde entonces, cuando pienso
en el título de mi novela, se me aparece para siempre contaminado con el
que Silvina creyó oír (o hizo como si oyera); contaminado fecundamente, con
ese rechazo de monumentalidad y falsa seriedad, esa invitación a ver el otro
lado, los posibles otros lados de las cosas, que eran tan típicos de Silvina
Ocampo.
Alguna vez dije que Silvina Ocampo era uno de los escritores que más
influencia habían tenido en mí, y sin embargo lo que escribo se parece poco,
muy poco, a su obra. Y sin embargo me ha marcado, a su manera,
enseñándome a ver y a oír de otro modo, al sesgo de las cosas, como si ese
otro modo fuera lo más natural del mundo. Esa abundancia, que alguna vez
he llamado exageración y hace que su obra escape a la verosimilitud
narrativa, hizo de ella, en vida, una figura al margen. No solo porque otras
figuras centrales —Borges, Bioy, su hermana Victoria— la desplazaban, sino
porque sus textos (y acaso su persona) resultaban incómodos: no se sabía
cómo leerlos. Para resolver el dilema y ubicarla se la calificó de excéntrica:
era una manera de ponerla, por lo menos, en un no-lugar. No se sabía el
favor que se le estaba haciendo: la excentricidad no es una exterioridad
innocua sino un llamado de atención permanente: no hay, mientras ronde el
excéntrico, la posibilidad de un centro tranquilo.
El nombre, la máscara
Evocarla es difícil. Se tienen anécdotas, muchas anécdotas como la que he
contado, todas representativas de lo que llamaré la sabiduría de Silvina
Ocampo, pero esas anécdotas operan como máscaras o íconos: tanto la
revelan que terminan por esconderla. Cuenta Silvina Ocampo cómo una vez
despertó la angustia de Borges cuando se le apareció disfrazada y él no la
reconoció. Cuenta cómo Borges, experto sin embargo en máscaras, se
enfureció y abrazándose a un árbol, empezó a gritar: “¿Y éste también está
disfrazado?”. En las fotografías (las suyas, no las del cuento del mismo
nombre) donde está sola, Silvina aparece a veces tapándose la cara, a
manera, por cierto, de antifaz. La mano le cubre la boca, parte del rostro: no
se deja ver, o no se deja ver del todo. En una fotografía, notablemente,
extiende la mano resueltamente hacia la cámara, menos en gesto de rechazo
que a manera de límite. Decía de sí que era fea pero se comportaba como si
no lo fuera: tenía ademanes, coqueteos, de seductora avezada. Silvina
comparte esa compleja relación con su propia imagen —es decir, con la
imagen como revelación, como testigo de una identidad fija— con otro
escritor a quien también ponían nervioso las fotografías, Felisberto
Hernández. Lo que Felisberto llamaba el “no estar del todo” (y que Silvina
llama “ese no saber en dónde está”)2 se da en sus cuentos junto con la
necesidad, quizá la añoranza, de las señas de identidad, la necesidad de un
nombre reconocible. Leo en “El pasaporte perdido” de Viaje olvidado: “No
tengo que perder este pasaporte. Soy Claude Vildrac y tengo 14 años. No
tengo que olvidarme; si pierdo el pasaporte ya nadie me reconocería, ni yo
misma”.3 A modo de pasaporte operan, en la obra posterior, los nombres de
los personajes de Ocampo. No hay autor argentino que haya cultivado los
nombres con más pasión, ironía y casi cariño que Silvina. Sus personajes no
solo tienen nombre, tienen nombre y apellido y además, a veces,
sobrenombre, como una redundancia apelativa. Eladio Esquivel, Valentín
Brumana, Amelia Cicuta, Camila Ersky, Samuel Ortiga, Edimia Urbino,
Darío Cuerda, la inolvidable Porfiria Bernal. Esa redundancia apelativa es
tanto más notable cuanto que parecería querer apresar, dar solidez o
consistencia, a las partes encontradas que conviven desordenadamente pero
no de modo infeliz dentro de estos personajes. Atentos a reglas que poco
tienen que ver con las de la estrecha realidad que a veces rozan, estos
personajes de nombre y apellido ignoran toda verosimilitud psicológica. El
pasaporte o el nombre y apellido en vano prometen una identidad: la
capacidad de ser reconocido, la capacidad de reconocerse. Pero en verdad,
como Silvina jugando a las mascaritas con Borges, los nombres, los
pasaportes, nos vuelven irreconocibles. “Ah, yo me aparto de la realidad —
contesta Silvina Ocampo en una entrevista—. Aunque para dar realismo
tengo que volver a ella. Pero yo me aparto, ni me fijo en ella. Y después
vuelvo”.4
La niñez, la “pánica soledad”
“Yo pienso que era muy inteligente cuando era chica, mucho más que ahora.
La vida me ha deformado mucho”.5 Esa inteligencia perdida, o deformada,
objeto de nostalgia en Silvina Ocampo, no remite a un idealizado estado
prelapsario. Antes bien, remite a un más acá concreto, el de una niñez
consistentemente descrita en entrevistas como solitaria, dolorosa, precavida,
pero al mismo tiempo lúcida, deslumbrantemente inquisidora, sabia en su
melancolía. Una niñez que sabe ver más allá de los límites del mundo adulto,
subrayando sus hipocresías, comprobando la fragilidad de su ideología:
Cuando uno era chico, era mal visto ser comunicativo. Me parecía que
yo tenía que mentir, pero yo no comprendía por qué uno está obligado a
mentir todo el tiempo. Esas dos cosas tan dispares me hacían sufrir
mucho. Por un lado, “es pecado mentir” y del otro, si decía la verdad,
era horrible.6
La infancia, en Ocampo, es un largo aprendizaje de autoprotección, el que
permite la composición de lugar al margen. “Estoy encerrada en el cuartito
obscuro de mis manos y por la ventana de mis dedos veo”, observa la
protagonista de “La calle Sarandí” en Viaje olvidado.7 “También Lucila se
tapa la cara y cree que no está”, dice Silvina Ocampo de su nieta.8 Desde
ese creer que no se está, esa “pánica soledad”, como la llama la protagonista
de “El pecado mortal”, la infancia imagina, se imagina a sí misma, imagina
un mundo: “La imaginación me carcomía, las cosas me presionaban mucho.
Yo las estudiaba, las memorizaba, les agregaba cosas. Con la muerte, por
ejemplo”.9
El exceso, el detalle
El hacinamiento (ese “agregar cosas” que marca la ficción de Silvina
Ocampo) caracteriza tanto al Cielo como al Infierno, que contienen “en sus
galerías hacinamientos de objetos que no asombrarán a nadie, porque son los
que habitualmente hay en las casas del mundo”.10 He oído decir que cuando
levantaron la casa de la calle Posadas, la de las paredes descascaradas y
grandes manchas de humedad, encontraron baúles llenos de ropa y de
objetos traídos de vuelta de Europa, baúles que nunca habían sido abiertos,
boletos de viajes transatlánticos que no habían sido utilizados. Ese efecto de
exceso, de trop plein, como en los cuadros barrocos, es en Silvina Ocampo
rasgo vital, dinámico (valga la paradoja): el derroche de detalles, lejos de
detener su anécdota, la hace avanzar. Lo mismo ocurre con la abundante
circulación de objetos, menos prestigiosos que curiosos, lo mismo con el
exceso de su sintaxis misma. Acaso el ejemplo que prefiero está en “La
propiedad”: “Bonita como nadie, yo salía esos días y bajaba a la playa, con
el kimono y las sandalias puestos; no llevaba ninguna uña sin barniz, ninguna
pierna sin depilar”.11 Los títulos mismos de los cuentos de Silvina Ocampo
(volvemos a los títulos) son como piezas de un extraño inventario o de un
desván donde se acumulan cosas sin ton ni son: “Las fotografías”, “La
propiedad”, “La boda”, “La piedra”, “Los objetos”, “El asco”, “Los grifos”,
“La muñeca”, “La red”, y así sucesivamente. De continuar la lista,
acabaríamos con una enumeración semejante a la de los libros de idioma,
donde se rozan sin peligro el chaleco y el paraguas, la lapicera y el pizarrón.
Pero los inventarios de Silvina Ocampo son menos innocuos que esos
ejercicios. Entre el cuaderno y las fotografías, entre la propiedad y la piedra,
se insinúan crímenes perfectos, pecados mortales, razas inextinguibles,
epitafios romanos y liebres doradas. Los inventarios de Silvina Ocampo
inquietan porque mezclan sin jerarquizar lo alto y lo bajo, lo catastrófico y
lo trivial, lo prestigioso y lo vulgar, en un plano si se quiere democrático.
Sabe Silvina Ocampo que “por una llave rota o una jaula de mimbre” se
puede ir al Infierno, que “por un papel de diario o una taza de leche” al
Cielo.12 Sabe también que en la literatura no hay cielos ni infiernos, sí un
pecado inevitable, o una inevitable inocencia (da lo mismo), que es la
escritura. Declara en una entrevista: “Los proyectos de mi imaginación me
llevan a veces a lugares que no acepto pero que me fascinan”.13 Esa
fascinación es la materia misma de su literatura.
La voz, esa entonación
Mientras vivieron mis padres yo regresaba a Buenos Aires anualmente y
pasaba con ellos dos o tres semanas. Durante esas visitas veía también a
amigos, y el teléfono sonaba mucho en esa casa, para leve consternación de
mi madre, que pese a sus esfuerzos no lograba retener nombres ni recordar si
conocía o no a la persona que llamaba por mí. Dejó de preguntar quién era;
yo solo le pedía, antes de atender, si era hombre o mujer. Un día me dijo
“hombre” y resultó ser Olga Orozco. Otro día pregunté lo mismo y me dijo
“no sé si hombre o mujer, es una voz rarísima, qué amistades tenés, hija”.
Era Silvina. Desde entonces mi madre, cuando atendía un llamado para mí,
me decía escuetamente —y sin saber que estaba imitando a Silvina— “te
llama una persona”.
Es curioso pensar que tres de los escritores más notables que ha tenido la
Argentina en el siglo XX —pienso en Borges, en Silvina Ocampo, en
Alejandra Pizarnik— hayan tenido, más que una voz rarísima, una rarísima
entonación. Borges ha observado la importancia de la entonación en
literatura, “esa voz que nos está diciendo”, al hablar de Eduardo Wilde y la
generación del Ochenta. Y sin embargo, nada más artificial que la entonación
borgeana, hecha de hiatos y tanteos, o el vacilante casi tartamudeo de
Pizarnik, o la gangosa y trémula voz de Silvina: tres entonaciones
esforzadas, trabajosas y, sobre todo, trabajadas, tres “voces forasteras”,
como las de los “Diálogos del silencio” de Ocampo. No pretendo aquí
emitir hipótesis o sacar conclusiones, solo apuntar una coincidencia fortuita
de tres escritores cuya literariedad es notable. Por cierto Borges y Pizarnik
podrían haber hecho suya la declaración de Silvina: “Escribo para no tener
que hablar”.14
No hay intercambio simple en los textos de Silvina: los mensajes se
pierden, las cartas se olvidan en un cajón, la voz habla sola en el teléfono, la
comunicación se traba. Abundan por cierto los relatos en primera persona,
las aparentes confesiones, las imprecaciones, los anuncios de desgracias, las
promesas de venganza, todas verbalizadas hasta el hartazgo, pero el tú al que
se dirige la primera persona pasa a segundo plano, depende exclusivamente
de ella. En estos actos de habla solo subsiste un yo que habla en el vacío (no
tan distinto del yo de Beckett, del que también podría decirse que es lo
menos natural del mundo, un yo contranatura) y agota sus posibilidades
diciéndose hasta el exceso. En Silvina Ocampo, la verdadera comunicación
reside en el monólogo, ya que “cuando se trata de un verdadero diálogo es
como si fuera un monólogo; la otra persona te sigue lo que estás pensando,
uno necesita de la otra persona para que perfeccione lo que uno ha dicho”.15
La otra persona, el desdibujado lector.
Torcer el sueño
Con demasiada facilidad se habla de perversión en Ocampo, de transgresión,
de pecado, para intentar describir los desvíos que ofrecen sus textos, más
bien, que son sus textos, aquello que podría llamarse su disonancia. La
misma Silvina, con imaginación melodramática, no vacila en recurrir a
crímenes, incestos, penitencias y pecados mortales en sus títulos. Y sin
embargo, si se piensa bien, esta obra es notablemente ajena a toda noción de
lo sagrado, ignora la trascendencia. Es difícil imaginar cómo se manifestaría
ese sagrado en esta obra sostenida por la pasión de la impertinencia. El
cuento que más se acerca a esa trascendencia, “La revelación”, nos depara
no el rostro de la Muerte sino la vaga imagen de Pola Negri. Si hubiera
sagrado en Silvina Ocampo, el sesgo de su mirada no vacilaría en encontrar
la fisura, el detalle disonante que provocaría la duda, la risa, lo echaría todo
a perder. La extrañeza de Silvina no reside tanto en la transgresión o el
escándalo, simplemente en su uso de esa aparente transgresión, de ese
aparente escándalo, como un aspecto más de una cotidianeidad para siempre
aberrante y familiar. Si Tántalo, al devorar a sus hijos, transgrede un orden e
inspira horror, Mercedes, en “Mimoso”, al vengarse de su acusador dándole
de comer un asado con cuero que no es sino su perro embalsamado, traduce
el acto horroroso a un grotesco de entrecasa.
Ese detallado grotesco de entrecasa, anotado cuidadosamente, se diría
con amor, es uno de los mayores logros de la ficción de Silvina Ocampo. Se
habla a menudo de su crueldad. Yo quisiera señalar en cambio la simpatía en
Silvina Ocampo, la complicidad. Pocos como ella han cultivado el detalle
trivial con tanto cuidado, deteniéndose en los hábitos, las pequeñas manías,
los mezquinos males, las cursilerías de un mundo. Ni acercado ni alejado
por la compasión, ni condenado por la indiferencia, este mundo que
frecuenta Silvina Ocampo, hecho de carpetas de macramé, de vírgenes de
Luján, y de esas masas de panadería, es un ámbito donde se entra y del que
se sale con toda naturalidad. No hay desdén ni enjuiciamiento, no hay
patetismo, no hay resentimiento. Hay, sí, deleite narrativo en la enumeración
de un mundo declarado de antemano deleznable, limitado, pequeñísimo: un
mundo donde, gracias a su intervención, todo funciona —a su manera—.
Una versión de este artículo fue leída en el IV Congreso Internacional de Teoría y
Crítica Literaria, organizado por el Centro de Estudios de Teoría y Crítica Literaria
de la Facultad de Humanidades, Universidad Nacional de Rosario, agosto de 2004.
1 Noemí Ulla, Encuentros con Silvina Ocampo, Leviatán, Bs. As., 1982, p. 89.
2 Ibíd., p. 67.
3 Silvina Ocampo, “El pasaporte perdido” [1937], en Cuentos completos I, Emecé, Bs. As., 2010,
p. 28.
4 Mempo Giardinelli, “Entrevista a Silvina Ocampo”, en Así se escribe un cuento [1992], Capital
Intelectual, Bs. As., 2012, p. 148.
5 N. Ulla, Encuentros con Silvina Ocampo, op. cit., p. 21.
6 Ibíd.
7 S. Ocampo, “La calle Sarandí” [1937], en Cuentos completos I, op. cit., p. 57.
8 N. Ulla, Encuentros con Silvina Ocampo, op. cit., p. 145.
9 Ibíd., p. 18.
10 S. Ocampo, “Informe del Cielo y del Infierno” [1959], en Cuentos completos I, op. cit., p. 309.
11 S. Ocampo, “La propiedad” [1959], ibíd., p. 226.
12 S. Ocampo, “Informe del Cielo y el Infierno” [1959], ibíd., p. 310.
13 E. J. M., “Diálogo con Silvina Ocampo”, en La Nación, Bs. As., 26 de noviembre de 1961, p. 8.
14 N. Ulla, Encuentros con Silvina Ocampo, op. cit., p. 43.
15 Ibíd., p. 88.
Datos biográficos
César Aira >>
Coronel Pringles, 1949. Narrador, ensayista y traductor. Es autor de un
centenar de libros. Solo en Beatriz Viterbo publicó los ensayos Copi (1991),
Alejandra Pizarnik (1998), Las tres fechas (2001), Edward Lear (2004), las
ficciones El llanto (1992), El volante (1992), Cómo me hice monja (1993),
La costurera y el viento (1994), La fuente (1995), Los dos payasos (1995),
El mensajero (1996), La serpiente (1997), La trompeta de mimbre (1998),
Un episodio en la vida de un pintor viajero (2000), Fragmento de un
diario en los Alpes (2002), El tilo (2003), Cómo me reí (2005), La cena
(2006), Las conversaciones (2007), La confesión (2009), El náufrago
(2011), y las traducciones de Un crimen delicado (2007), El monstruo
(2011) de Sérgio Sant’Anna y Escribir en colaboración. Historia de dúos
de escritores (2008) de Michel Lafon y Benoît Peeters.
Osvaldo Baigorria >>
Buenos Aires, 1948. Entre 1974 y 1993 residió en Perú, Costa Rica,
México, Estados Unidos, España, Italia y Canadá, donde fue traductor y
asistente en programas de ayuda a refugiados de la Argenta Society of
Friends y miembro fundador de una comunidad rural en los bosques al oeste
de las Montañas Rocosas. Desarrolló proyectos de investigación sobre
narrativas aborígenes, minorías y medios de comunicación, además de
trabajar como docente universitario, titular de cátedra en la carrera de
Comunicación de la Facultad de Ciencias Sociales (UBA). Colaboró en las
revistas Ñ, Crisis, Cerdos & Peces, El Porteño, Ajoblanco, Mutantia, Uno
Mismo, Página/30 y en los diarios Página/12, Perfil, El Independiente y El
Mundo. Publicó, entre otros libros, Llévatela amigo por el bien de los tres
(Grupo Editorial Latinoamericano, 1989; Caja Negra, 2016), En pampa y la
vía (Perfil, 1998), Bataille y el erotismo (Campo de Ideas, 2002), Buda y
las religiones sin Dios (Campo de ideas, 2003), Correrías de un infiel
(Catálogos, 2005; Blatt & Ríos, 2020), Un barroco de trinchera. Cartas a
Baigorria de Néstor Perlongher (Mansalva, 2006), Anarquismo
trashumante (Terramar, 2008), Cerdos & Porteños (Blatt y Ríos, 2014),
Sobre Sánchez (Mansalva, 2012), Poesía estatal (Iván Rosado, 2017),
Indiada (Blatt y Ríos, 2018), Postales de contracultura (Caja Negra, 2018)
y Estrés de pez (Borde perdido, 2019). También editó las antologías Con el
sudor de tu frente. Argumentos para la sociedad del ocio (La Marca, 1995;
Interzona, 2014) y El amor libre. Eros y anarquía (Libros de Anarres,
2006), además de publicar ensayos sobre contraculturas, movimientos
libertarios, vagabundos, microsociedades y tribus urbanas en libros y
revistas culturales.
Nieves Battistoni >>
Firmat, 1985. Licenciada en Letras (UNR), secretaria técnica del Centro de
Estudios de Literatura Argentina (CELA) e integrante del Centro de Estudios
de Teoría y Crítica Literaria (CETyCLI). Cursa actualmente la Maestría en
Literatura Argentina y el Doctorado en Literatura y Estudios Críticos (UNR).
En 2017 obtuvo una beca doctoral del CONICET con el proyecto “Vidas
escritas. El retorno de ‘lo biográfico’ en la literatura argentina
contemporánea”. Ha publicado artículos sobre el tema en revistas
especializadas, nacionales e internacionales, y en libros colectivos.
Leonardo Berneri >>
San Lorenzo, 1991. Profesor de Lengua y Literatura y bibliotecario. Es
magíster en Literatura Argentina (UNR) con una tesis sobre la
ficcionalización de la lectura en las novelas de Manuel Puig. Actualmente
desarrolla una investigación sobre la obra de Elvio E. Gandolfo para el
Doctorado en Literatura y Estudios Críticos de la UNR. Ha publicado
reseñas y artículos en revistas especializadas, nacionales e internacionales,
así como cuentos y poemas en medios digitales. Integra el Centro de
Estudios de Teoría y Crítica Literaria (CETyCLI).
Natalia Biancotto >>
Rosario, 1983. Doctora en Humanidades y Artes (Mención en Literatura),
magíster en Literatura Argentina y profesora en Letras por la UNR. Profesora
titular del Taller de Escritura II de la carrera de Gestión Cultural y jefa de
Trabajos Prácticos en la cátedra Análisis del Texto de la carrera de Letras
de la Facultad de Humanidades y Artes (UNR). Se desempeña además como
secretaria académica de la Maestría en Literatura Argentina (UNR) y
secretaria de extensión del Centro de Estudios de Teoría y Crítica Literaria
(CETyCLI). Integra el Centro de Estudio de Literatura Argentina (CELA).
Fue becaria doctoral y posdoctoral del CONICET, con una investigación
sobre el nonsense en la narrativa de Silvina Ocampo, cuyas proyecciones se
orientaron hacia la relación entre imaginación, sinsentido y posibilidades de
vida en la narrativa argentina y latinoamericana. Ha publicado reseñas y
artículos sobre el tema en revistas especializadas, nacionales e
internacionales, y en libros colectivos.
Sergio Chejfec >>
Buenos Aires, 1956. En 1990 se radicó en Caracas para formar parte de la
redacción de la revista de ciencias sociales Nueva Sociedad. Desde 2005
reside en Nueva York, donde es Distinguished Writer in Residence y ejerce
la docencia en el programa de Escritura Creativa del Departamento de
Español y Portugués de la New York University. Publicó las novelas Lenta
biografía (Puntosur, 1990), Moral (Puntosur, 1990), El aire (Alfaguara,
1992), Cinco (Saint-Nazaire, 1996) —y su reedición aumentada 5 (Entropía,
2020)—, El llamado de la especie (Beatriz Viterbo, 1997), Los planetas
(Alfaguara, 1999), Boca de lobo (Alfaguara, 2000), Los incompletos
(Alfaguara, 2004), Baroni: un viaje (Alfaguara, 2007), Mis dos mundos
(Candaya, 2008) y La experiencia dramática (Alfaguara, 2012), los libros
de relatos Modo linterna (Entropía, 2013) y Apuntes para un panfleto (Gog
& Magog, 2021), el poemario Gallos y huesos (Santiago Arcos, 2003) y los
ensayos El punto vacilante (Norma, 2005), Sobre Giannuzzi (Bajo la luna,
2010), Últimas noticias de la escritura (Entropía, 2015), Teoría del
ascensor (Jekyll & Jill, 2016) y El visitante (Excursiones, 2017).
Irina Garbatzky >>
Rosario, 1980. Profesora en Letras y doctora en Humanidades y Artes
(Mención Literatura) por la UNR. Es investigadora del CONICET, docente
en la cátedra de Literatura Iberoamericana I de la carrera de Letras y en la
Maestría en Literatura Argentina (UNR). Se desempeña como secretaria de
publicaciones del Centro de Estudios de Teoría y Crítica Literaria
(CETyCLI) e integra el Centro de Estudios en Literatura Argentina (CELA).
Participa en el Grupo de Estudios Caribeños del Instituto de Literatura
Hispanoamericana (UBA) y es co-gestora de la revista El jardín de los
poetas. Revista de teoría y crítica de poesía latinoamericana y del sitio
web Caja de resonancia. Es autora de Los ochenta recienvivos. Poesía y
performance en el Río de la Plata (Beatriz Viterbo, 2013). Compiló y
prologó Expansiones. Literatura en el campo del arte (Yo Soy Gilda
Editora, 2013), Mínimo teatral (junto a María Fernanda Pinta, Editorial
Libretto, 2021), Nuestros años ochenta (junto a Javier Gasparri, CETyCLI,
HyA, UNR, 2021), de los libros de poemas Movimientos imposibles
(Eveling, 2003), Huesitos (Tropofonía, 2013), Casa en el agua (Bokeh,
2016), El entrenamiento de la mente (Iván Rosado, 2020) y el diario Medio
metro cuadrado de coexistencia (El ombú bonsai, 2013).
Javier Gasparri >>
Pavón Arriba, 1984. Profesor en Letras, magíster en Literatura Argentina y
doctor en Humanidades y Artes (Mención Literatura) por la UNR. Es
docente en la carrera de Letras y en la de Bellas Artes en la Facultad de
Humanidades y Artes (UNR). En el ámbito de la gestión, se desempeña
como director de la carrera de Letras y de la Especialización en Estudios
Interdisciplinarios en Sexualidades y Género, secretario académico del
Doctorado en Literatura y Estudios Críticos (UNR) y secretario de
publicaciones del Centro de Estudios de Teoría y Crítica Literaria
(CETyCLI). Integra el Centro de Estudios de Literatura Argentina (CELA) y
el Programa Universitario de Diversidad Sexual (UNR). Fue becario
doctoral del CONICET (2010-2015). Es autor de Néstor Perlongher. Por
una política sexual (HyA, UNR, 2017). Compiló y prologó Nuestros años
ochenta (junto a Irina Garbatzky, CETyCLI, HyA, UNR, 2021). Ha
publicado reseñas y artículos en revistas especializadas, nacionales e
internacionales, y en libros colectivos. Actualmente es coeditor de Beatriz
Viterbo Editora.
Alberto Giordano >>
Rufino, 1959. Profesor y licenciado en Letras por la UNR y doctor en Letras
por la Universidad de Buenos Aires. Es profesor titular de Análisis y Crítica
II en la Facultad de Humanidades y Artes (UNR) e investigador del
CONICET. Es autor de Roland Barthes. Literatura y poder (Beatriz
Viterbo, 1995), Razones de la crítica. Sobre literatura, ética y política
(Colihue, 1999), Manuel Puig, la conversación infinita (Beatriz Viterbo,
2001), Modos del ensayo. De Borges a Piglia (Beatriz Viterbo, 2005), Una
posibilidad de vida. Escrituras íntimas (Beatriz Viterbo, 2006), El giro
autobiográfico de la literatura argentina actual (Mansalva, 2009), Vida y
obra. Otra vuelta al giro autobiográfico (Beatriz Viterbo, 2011), Con
Barthes (Marginalia, 2016), El pensamiento de la crítica (Beatriz Viterbo,
2016), El giro autobiográfico (Beatriz Viterbo, 2020), y de los libros
autobiográficos El tiempo de la convalecencia. Fragmentos de un diario en
Facebook (Ivan Rosado, 2017), El tiempo de la improvisación (Ivan
Rosado, 2019), Volver a donde nunca estuve. Algo sobre mi padre (Bulk,
2020) y Tiempo de más (Iván Rosado, 2020). Editó y prologó Las
operaciones de la crítica (en colaboración con María Celia Vázquez,
Beatriz Viterbo, 1998), Los límites de la literatura (Centro de Estudios de
Literatura Argentina, FHyA, UNR, 2010), Una poética de la interrupción.
Ensayos para Juan B. Ritvo (Paradoxa, 2011), Roland Barthes. Los
fantasmas del crítico (Nube Negra, 2015) y El discurso sobre el ensayo en
la cultura argentina desde los años 90 (Mímesis, 2019). En 1990 creó el
Grupo de Teoría Literaria y en 1996 el Centro de Estudios de Teoría y
Crítica Literaria (UNR), que dirigió hasta 2000 y entre 2014 y 2017. Fue
fundador y director de la revista Paradoxa (1986-1996). Entre 1991 y 2017,
dirigió el Boletín del Centro de Estudios de Teoría y Crítica Literaria.
Actualmente dirige la colección Paradoxa de la editorial Nube Negra.
Martín Kohan >>
Buenos Aires, 1967. Narrador y ensayista. Licenciado y doctor en Letras por
la Universidad de Buenos Aires. Actualmente enseña Teoría Literaria en la
Facultad de Filosofía y Letras (UBA). Ha publicado los ensayos Imágenes
de vida, relatos de muerte. Eva Perón: cuerpo y política (en colaboración
con Paola Cortés Rocca, Beatriz Viterbo, 1998), Zona urbana. Ensayo de
lectura sobre Walter Benjamin (Norma, 2004), Narrar a San Martín
(Adriana Hidalgo, 2005), Fuga de materiales (Universidad Diego Portales,
2013), El país de la guerra (Eterna Cadencia, 2014), Ojos brujos. Fábulas
de amor en la cultura de masas (Ediciones Godot, 2015), 1917 (Ediciones
Godot, 2017), La vanguardia permanente (Paidós, 2021). Es autor de las
novelas La pérdida de Laura (Tantalia, 1993), El informe (Sudamericana,
1997), Los cautivos (Sudamericana, 2000), Dos veces junio (Sudamericana,
2002), Segundos afuera (Sudamericana, 2005), Museo de la Revolución
(Mondadori, 2006), Ciencias morales (Anagrama, 2007), Cuentas
pendientes (Anagrama, 2010), Bahía Blanca (Anagrama, 2012), Fuera de
lugar (Anagrama, 2016) y Confesión (Anagrama, 2020) y de los libros de
cuentos Muero contento (Beatriz Viterbo, 1994), Una pena extraordinaria
(Simurg, 1998), Cuerpo a tierra (Eterna Cadencia, 2015) y Desvelos de
verano (Random House, 2021). En 2020 publicó Me acuerdo (Ediciones
Godot), un libro de fragmentos autobiográficos.
Ana Inés Larre Borges >>
Montevideo, Uruguay, 1955. Profesora, crítica y ensayista literaria. Es
investigadora en el Departamento de Investigaciones de la Biblioteca
Nacional de Uruguay (BNU) e integra el Sistema Nacional de Investigadores
de la Agencia Nacional de Investigación e Innovación (SNI-ANII). Entre
1987 y 2012 dirigió las páginas literarias del semanario Brecha de
Montevideo, donde aún colabora. Entre 2010 y 2020 dirigió la Revista de la
Biblioteca Nacional. Publicó artículos en revistas especializadas y dictó
cursos y conferencias sobre literatura uruguaya e hispanoamericana en
Uruguay y en el extranjero, con énfasis en la literatura de viajeros (Hudson,
Burton, Darwin) y las “escrituras del yo” (diarios y literatura epistolar). En
2018 obtuvo la beca Pulgrant de la Universidad de Princeton para estudiar el
archivo de Idea Vilariño, a quien dedicó su última producción: Diario de
juventud (en coedición con Alicia Torres, Cal y Canto, 2013), De la poesía
y los poetas (Clásicos uruguayos, 2018) y Poesía completa (La suplicante,
2020). En 2020 y 2021 dirigió el proyecto Poemas recobrados de Idea
Vilariño en la Biblioteca Nacional de Uruguay.
Silvio Mattoni >>
Córdoba, 1969. Poeta, ensayista y traductor. Investigador del CONICET y
doctor en Letras por la Universidad Nacional de Córdoba, donde da clases
de Estética. Publicó los libros de poesía El bizantino (Alción, 1994), Tres
poemas dramáticos (Alción, 1995), Sagitario (Alción, 1998), Canéforas
(Siesta, 2000), El país de las larvas (Pearson, 2001), Hilos (Alción, 2002),
Poemas sentimentales (Borde perdido, 2005), El descuido (Trópico Sur,
2008), La chica del volcán (Alción, 2010), Avenida de Mayo (Nudista,
2012), La Canción de los héroes (Ediciones UNL, 2012), Peluquería
masculina (Vox, 2013), Caja de fotos (Bruma, 2016), El gigante de tinta
(Zindo y Gafuri, 2016) y Tanatocresis (Borde perdido, 2018). Es autor de
los ensayos Koré (Beatriz Viterbo, 2000), El ensayo. La crítica de la
cultura en Adorno. La irrupción de la subjetividad en el saber (Epoké,
2001), El cuenco de plata (Interzona, 2003), El presente (Alción, 2008),
Bataille. Una introducción (Quadrata, 2011), Para el cielo estrellado.
Temas de poesía argentina (Alción, 2011), Camino de agua (El cuenco de
plata, 2013), Muerte, alma, naturaleza y yo (Libros del Cardo, 2014),
Música rota. Ensayos (Das Kapital, 2015), Aparatos estéticos I. Literatura,
arte y cine contemporáneos (junto con Cecilia Pacella, Ferreyra Editor,
2015), Tekhné (Cuadro de tiza, 2018), Ideas de crítica y arte en el
Romanticismo y en Nietzsche (Centro Editorial Facultad de Ciencias
Humanas y Económicas, Universidad Nacional de Colombia, 2020), ¿Qué
hay en escribir? De Maurice Blanchot a Fernanda Laguna (EME, 2021).
Tradujo obras de Michaux, Bataille, Ponge, Duras, Diderot, Pavese, Luzi,
Quignard, Bonnefoy, Artaud, Clément Rosset, entre otros.
Aldo Mazzucchelli >>
Montevideo, 1961. Escritor, ensayista y músico. Formado en el Instituto de
Profesores Artigas como docente de Literatura, se doctoró en Letras en la
Universidad de Stanford (California) con una tesis sobre el “Tratado de la
imbecilidad del país” de Julio Herrera y Reissig. Fue profesor en la
Universidad de Brown (2007-2013), catedrático de la Facultad de
Comunicación y Diseño de la Universidad ORT Uruguay (2013-2017) y
profesor visitante en los Departamentos de Historia y de Literatura de la
Universidad Iberoamericana de México (junio 2007, diciembre 2007, junio
2008). Actualmente es profesor titular (Grado 5) del Departamento de
Literaturas Uruguaya y Latinoamericana de la Facultad de Humanidades
(Universidad de la República). Fue miembro del Comité editorial de
Interruptor (2012-2017). Desde abril de 2020 dirige la revista eXtramuros.
Transcribió y publicó el Tratado de la imbecilidad del país, por el sistema
de Herbert Spencer (Taurus, 2006), un texto en prosa de Julio Herrera y
Reissig. Su biografía literaria de Julio Herrera y Reissig, La mejor de las
fieras humanas (Taurus, 2010; Punto de Lectura, 2011), obtuvo el premio
Bartolomé Hidalgo de ensayo en 2010. Su trilogía sobre el poeta
novecentista uruguayo se completó con la edición y prólogo de los dos
volúmenes de la Prosa Fundamental, Prosa Desconocida, Correspondencia
(Biblioteca Artigas, Colección de Clásicos Uruguayos, 2012). Además,
publicó el libro de poesía Retahíla (Estuario, 2015) y un ensayo de historia
cultural, Del ferrocarril al tango: El Estilo del Fútbol Uruguayo, 18911930 (Taurus, 2019). En prensa está, para aparecer a fines de 2021, una
colección de ensayos, Imantada. Ensayos sobre la escritura, el individuo y
la plaga (Penguin-Random House). Columnista y colaborador en diferentes
publicaciones de Montevideo desde los años ochenta, fue luego subeditor
general de la revista Posdata (1994-2000), donde publicó casi un centenar
de columnas sobre la cultura del fútbol, especialmente en sus dimensiones
estéticas, bajo el seudónimo de David Martino. También dirigió Insomnia
(1997-2000), suplemento cultural de esa revista. Ha publicado ensayos
teóricos sobre la metáfora y las relaciones entre ocultismo y cultura, entre
otros temas.
Tununa Mercado >>
Córdoba, 1939. Escritora, periodista y traductora. Trabajó como periodista
en el diario La Opinión (1971). En 1974 se exilió en México, donde vivió
hasta 1983. En esos años trabajó como periodista freelance, fue editora en la
revista Fem y colaboró con la Dirección de Artes Plásticas del Instituto
Nacional de Bellas Artes. Es autora de Celebrar a la mujer como a una
pascua (Jorge Álvarez, 1967), Canon de alcoba (Ada Korn, 1988), En
estado de memoria (Ada Korn, 1990), La letra de lo mínimo (Beatriz
Viterbo, 1994), La madriguera (Tusquets, 1996), Narrar después (Beatriz
Viterbo, 2003) y Yo nunca prometí la eternidad (Planeta, 2005).
Sylvia Molloy >>
Buenos Aires, 1938. Doctora en Literatura Comparada por la Universidad de
La Sorbona. Ha enseñado en Princeton, Yale y la Universidad de Nueva
York hasta su retiro en 2010. Fue Albert Schweitzer Professor Emérita de la
Universidad de Nueva York, donde dirigió durante varios años el programa
de escritura creativa en español, y miembro de la Fundación Guggenheim, la
Fundación Nacional para las Humanidades, el Consejo de Investigación en
Ciencias Sociales y la Fundación Civitella Ranieri. Fue presidenta de la
Asociación de Lenguas Modernas de América y del Instituto Internacional de
Literatura Iberoamericana y tiene un título honorario en letras de la
Universidad de Tulane. En narrativa publicó En breve cárcel (Seix Barral,
1981), El común olvido (Norma, 2002), Varia imaginación (Beatriz Viterbo,
2003), Desarticulaciones (Eterna Cadencia, 2010) y Vivir entre lenguas
(Eterna Cadencia, 2016); en crítica literaria, Acto de presencia (Cambridge
University Press, 1991; Fondo de Cultura Económica, 1996), Las letras de
Borges (Sudamericana, 1979; Beatriz Viterbo, 1999), Poses de fin de siglo
(Eterna Cadencia, 2013) y Citas de lectura (Ampersand, 2017). Es
coeditora de los libros Women’s Writing in Latin America (en colaboración
con Sara Castro-Klarén y Beatriz Sarlo, Westview Press, 1991), Hispanism
and Homosexualities (en colaboración con Robert Mckee Irwin, Duke
University Press,1998), Poéticas de la distancia. Adentro y afuera de la
literatura argentina (en colaboración con Mariano Siskind, Norma, 2006).
Julia Musitano >>
Rosario, 1985. Profesora y doctora en Letras por la Facultad de
Humanidades y Artes de la UNR. Es docente de Análisis y Crítica II en la
Escuela de Letras de la UNR e investigadora del CONICET Se desempeña
como secretaria técnica del Centro de Estudios de Teoría y Crítica Literaria
(CETyCLI) e integra el Centro de Estudios de Literatura Argentina (CELA).
Fue miembro fundadora y directora de la revista Badebec del CETyCLI y
actualmente es editora de la Revista Saga de la Escuela de Letras. Es autora
de Ruinas de la memoria. Autoficción y melancolía en la narrativa de
Fernando Vallejo (Beatriz Viterbo, 2017). Compiló Un arte vulnerable. La
biografía como forma (junto a Nora Avaro y Judith Podlubne, Nube Negra,
2018). Ha publicado reseñas y artículos en revistas especializadas,
nacionales e internacionales, y en libros colectivos.
Alan Pauls >>
Buenos Aires, 1959. Escritor, periodista, guionista y crítico de cine.
Licenciado en Letras, fue profesor de Teoría Literaria en la Facultad de
Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires y fundador de la
revista Lecturas Críticas. A finales de la década de 1980 trabajó como
columnista de cine y literatura en programas como “Cable a Tierra”, “Badía
& Cía” y como presentador del ciclo televisivo de cine “Primer plano”. Fue
jefe de redacción de la revista Página/30 y subeditor de Radar, suplemento
dominical de Página/12, con el que sigue colaborando periódicamente.
Publicó los ensayos Manuel Puig. La traición de Rita Hayworth (Hachette,
1988), La infancia de la risa (sobre Lino Palacio, Espasa Calpe, 1994),
Cómo se escribe un diario íntimo (El Ateneo, 1996), El factor Borges
(Fondo de Cultura Económica, 2000), La vida descalzo (Sudamericana,
2006) y Temas lentos (Ediciones Universidad Diego Portales, 2012), las
novelas El pudor del pornógrafo (Sudamericana, 1985), El coloquio
(Emecé, 1989), Wasabi (Anagrama, 1994), Historia del llanto (Anagrama,
2007), Historia del pelo (Anagrama, 2010), Historia del dinero (Anagrama,
2013), Noche en Opwijk (Anagrama, 2013), Trance (Ampersand, 2018) y La
mitad fantasma (Random House, 2021). Su novela El pasado (Anagrama,
2003), ganadora del Premio Herralde en 2003, fue adaptada al cine por el
director Héctor Babenco. Ha sido guionista de películas dirigidas por
Eduardo Calcagno, su hermano Cristian Pauls y Fito Páez: Los enemigos
(1983), Sinfín (1986), El censor (1995), Vidas privadas (2001) e Imposible
(2003); es autor del guion para televisión de La era del ñandú (1987),
dirigido por Carlos Sorín.
Judith Podlubne >>
Rosario, 1968. Profesora y licenciada en Letras por la Universidad Nacional
de Rosario, magíster en Letras Hispánicas por la Universidad Nacional de
Mar del Plata y doctora en Letras por la Universidad de Buenos Aires. Es
profesora titular de Análisis del Texto en la Facultad de Humanidades y
Artes (UNR) e investigadora del CONICET. Es autora de Escritores de Sur.
Los inicios literarios de José Bianco y Silvina Ocampo (Beatriz Viterbo,
2011). Editó y prologó Nacionalismo y cosmopolitismo en la literatura
argentina de María Teresa Gramuglio (Editorial Municipal de Rosario,
2013), María Teresa Gramuglio. La exigencia crítica (en colaboración con
Martín Prieto, Beatriz Viterbo, 2014), Un arte vulnerable. La biografía
como forma (en colaboración con Nora Avaro y Julia Musitano, Nube
Negra, 2018) y Barthes en cuestión (Bulk, 2021). Entre 2013 y 2019 dirigió
la Maestría en Literatura Argentina (UNR); entre 2014 y 2018, fue secretaria
académica del Centro de Estudios de Literatura Argentina (CELA) y desde
2018, es directora del Centro de Estudios de Teoría y Crítica Literaria
(UNR).
Martín Prieto >>
Rosario, 1961. Poeta, narrador y ensayista. Profesor, licenciado en Letras y
doctor en Literatura y Estudios Críticos por la Universidad Nacional de
Rosario, donde se desempeña como profesor titular de Literatura Argentina
II. Entre 1989 y 1993 fue director del Departamento de Letras en la
Universidad Nacional del Comahue. Formó parte del Consejo de Redacción
de Diario de Poesía entre 1986 y 2001 y dirigió la revista Transatlántico
entre 2007 y 2013. Es autor de Breve historia de la literatura argentina
(Taurus, 2006) y de Saer en la literatura argentina (Universidad Nacional
del Litoral, 2021). Editó Rosario ilustrada: guía literaria de la ciudad (en
colaboración con Nora Avaro, Editorial Municipal de Rosario, 2004). Editó
y prologó Irma Peirano. Poesía reunida (Editorial Municipal de Rosario,
2003), María Teresa Gramuglio. La exigencia crítica (en colaboración con
Judith Podlubne, Beatriz Viterbo, 2014), Juan José Saer. Una forma más
real que la del mundo. Conversaciones compiladas (Mansalva/Espacio
Santafesino Ediciones, 2016), A medio borrar (antología) de Juan José Saer
(en colaboración con Paulo Ricci, Seix Barral, 2018), Los ojos nuevos y el
corazón. Antología de la poesía moderna de Santa Fe (Espacio Santafesino
Ediciones, 2018) y el ebook 2020. Veinte episodios de la historia de la
literatura argentina del siglo XX (Editorial Municipal de Rosario, 2020).
Publicó los libros de poemas Verde y blanco (Libros de Tierra Firme,
1988), La música antes (Libros de Tierra Firme, 1995), La fragancia de
una planta de maíz (Libros de Tierra Firme, 1999), Baja presión (Vox,
2004), Los temas de peso (Vox, 2009), Natural (Vox, 2014), Retratos de
ciertas personas de importancia en mi vida (Spiral Jetty, 2016), Lo que no
debió pasar y pasó (Neutrinos, 2021) y la novela Calle de las Escuelas
número 13 (Perfil, 1999). Fue director del Centro Cultural Parque de España
(2007-2014) y desde 2018 dirige el Centro de Estudios de Literatura
Argentina (UNR).
Juan Bautista Ritvo >>
Santa Fe, 1940. Psicoanalista y escritor. Fue profesor titular de Teoría de la
Lectura en la carrera de Filosofía de la Facultad de Humanidades y Artes y
de Desenvolvimiento histórico epistemológico de Psicología II en la
Facultad de Psicología (UNR). En la actualidad, enseña en la Maestría de
Psicoanálisis y del Doctorado de la Facultad de Psicología. Fue miembro
del consejo editor de las revistas Sitio, Paradoxa y Diatribas, y actualmente
de las revistas Conjetural, Redes de la letra y Las ranas. Es autor de El
tiempo lógico y el aserto de certidumbre anticipada (Letra Viva, 1990), La
edad de la lectura (Beatriz Viterbo, 1992), Repetición: azar y nominación
(La perra, 1994), La causa del sujeto: acto y alienación (Homo Sapiens,
1994), Ensayo de las razones: acto y argumentación en psicoanálisis (en
colaboración con Carlos Kuri, Letra Viva, 1998), Formas de la
sensibilidad, restos de la cultura (Fundación Ross, 1999), Del Padre.
Políticas de su genealogía (Letra Viva, 2005), Decadentismo y Melancolía
(Alción, 2006), Figuras del prójimo. El enemigo, el otro cuerpo, el
huésped (Letra Viva, 2006), Figuras de la feminidad (Letra Viva, 2009), El
laberinto de la feminidad y el acto analítico (Homo Sapiens, 2009), Sujeto
masa comunidad. La razón conjetural y la economía del resto (Mar por
medio, 2011), Crítica y fascinación (Alción, 2014), La retórica conjetural
o el nacimiento del sujeto (Nube Negra, 2014), El silencio femenino. Hacia
(desde) la filosofía (Nube Negra, 2015), La edad de la lectura y otros
ensayos (Nube Negra, 2017), Una lectura más allá del principio del placer
(Otro Cauce, 2017), Venezia (Nube Negra, 2018), Enigmas y
transformaciones del fantasma: fantasma y diagnóstico (Ediciones del
Dock, 2020) y Orfeo o el nacimiento de la noche (17grises, 2021). Además,
publicó una numerosa cantidad de ensayos sobre literatura, filosofía y
psicoanálisis en revistas especializadas, nacionales e internacionales.
Matías Serra Bradford >>
Buenos Aires, 1969. Escritor, crítico y traductor. Es editor de la sección
Literatura de la Revista Ñ. Es colaborador frecuente de revistas culturales
argentinas y extranjeras. Publicó las novelas Manos verdes (Norma, 2004),
La biblioteca ideal (La Bestia Equilátera, 2009), El secreto entre los rusos
(Interzona, 2016), La guillotina (Mardulce, 2018), Diario de un invierno en
Tokio (Minúscula, 2020) y el libro de obituarios de escritores y artistas
Cómo falsificar una sombra (Vinilo, 2021). Sus escritos fueron traducidos
al inglés, francés, húngaro y portugués, y otros se incluyeron en las
antologías Pasaje a Oriente (Compilación y prólogo de María Sonia
Cristoff, Fondo de cultura económica, 2009), La Argentina como narración
(Edición, selección y estudio crítico de Jorge Monteleone, Fondo de cultura
económica, 2011) y 10 discos de rock nacional por 10 escritores (Diego
Esteras y Ezequiel Fanego, compiladores, Ediciones Paidós, 2013). Tradujo
y editó Si mi biblioteca ardiera esta noche de Aldous Huxley (Edhasa,
2014), La vida y el arte de Michael Hamburger (Lumen, 2013) y La isla
tuerta. Antología de poetas británicos de los últimos sesenta años (Lumen,
2008). Seleccionó y prologó antologías de Peter Handke, Robert Aickman,
E. H. Gombrich y M. John Harrison.
Julieta Yelin >>
Rosario, 1976. Profesora y Licenciada en Letras por la UNR, magíster en
Literaturas Comparadas en el Ámbito Románico por la Universidad de
Barcelona y doctora en Humanidades y Artes (Mención en Literatura) por la
UNR. Es profesora titular del Taller de Escritura I en la Facultad de
Humanidades y Artes (UNR) e investigadora del CONICET. Desde 2018 se
desempeña como secretaria académica del Centro de Estudios de Teoría y
Crítica Literaria (CETyCLI) y dirige su Boletín anual. Integra el Centro de
Estudios de Literatura Argentina (CELA). Es autora de La letra salvaje.
Ensayos sobre literatura y animalidad (Beatriz Viterbo, 2015) y de
Biopoéticas para las biopolíticas. El pensamiento literario
latinoamericano ante la cuestión animal (Latin American Research
Commons, 2020). Editó y prologó Kafka en las dos orillas. Antología de la
recepción crítica española e hispanoamericana (en colaboración con Elisa
Martínez Salazar, Prensas de la Universidad de Zaragoza, 2013).