Duelo de relatos sobre la guerra y las violencias en Colombia1
Jefferson Jaramillo Marín
[email protected]
Introducción
Por el carácter prolongado de la guerra y las violencias en Colombia estaríamos
tentados a creer que estamos ante fenómenos sociales e históricos que acontecen
temporal y espacialmente de forma inefable en la vida nacional. Sin embargo, nuestra
perspectiva en este artículo es que tanto el “mito de la permanencia endémica”, como
la “tesis de la discontinuidad histórica” de nuestra guerra y violencias, nutren y
atiborran el amplio campo de duelo de relatos y narrativas en el que está sumergido el
país desde hace ya un buen tiempo. Lo llamativo es que ambas lecturas si bien
generan disputa y litigio, también contribuyen a la construcción de marcos de sentido,
o de inteligibilidad frente a hechos que resultan altamente dramáticos para el país.
Con esta posición podrá notar el lector, que la guerra y las violencias son entonces
asumidas aquí no sólo en sus condicionamientos económicos y políticos, estructurales
u objetivos, como frecuentemente son interpretadas por los cientistas sociales, sino
también en sus manifestaciones y expresiones hermenéuticas.
1. Entre el mito de la continuidad y la tesis de la discontinuidad.
De cara a la guerra y las violencias nacionales, múltiples sectores sociales,
académicos e institucionales, posicionados desde distintos lugares de enunciación,
construyen y posicionan diversos relatos sobre lo sucedido. Es decir, frente a una
guerra inagotada en sus manifestaciones y lógicas, expertos, víctimas, perpetradores,
ciudadanos del común, agentes del gobierno, comisiones, observatorios,
investigadores, tienen algo que contar o narrar sobre ella. Es por eso, que defendemos
la idea que supone que no estamos ante un “déficit de memoria”, como se acostumbra
a decir, sino ante una “efervescencia continua de relatos”. Cada uno, lo hace bien
desde su vivencia temporal, bien desde sus trayectos biográficos, móviles y difusos,
bien desde afectaciones subjetivas. Es decir, cada quién, de acuerdo con su posición y
condición en el mundo social, bajo el referente de su experiencia y trayectoria,
construye su propia narrativa. En este camino narrativo, se tienden a entrelazar y
tensionar las temporalidades nacionales con las biográficas. Además, las macro
temporalidades sociales del desangre histórico marcan las micro temporalidades de
las trayectorias personales y estas a su vez transforman las primeras. Cada quién
busca también los canales para legitimar la situación que ha conocido, vivido o sigue
viviendo, así como las razones por las que ha actuado de determinada manera dentro
de un contexto de violencia, o incluso las razones que aduce para que el país sea de
manera distinta (Franco, Nieto y Rincón, 2010).
Lo particular de este proceso narrativo y enunciativo, que aquí denominamos bajo el
nombre de “duelo de relatos”, frente a otros contextos nacionales donde han
funcionado lógicas de terror y de violencia (pensemos en el caso guatemalteco,
argentino, sudafricano, peruano o irlandés) es que acontece en una escena nacional
donde las capas temporales del conflicto se superponen y se entrelazan
históricamente, generando para cualquier persona, nacional o extranjera, ruido en su
1
Texto inédito, escrito en el marco de la tesis doctoral entre 2008 y 2011.
comprensión. Por ejemplo, los pasados de violencia y sus secuelas están casi siempre
presentes en la memoria nacional y en los relatos individuales y colectivos, de allí que
se prefiera hablar siempre de pasados – recientes. Además, los presentes del conflicto
son más alargados que en cualquier otra parte del mundo, es decir, nos encontramos
ante presentes – omnipresentes, que impiden fácilmente establecer cortes analíticos y
cierres históricos en el desangre, o mejor aún, un antes y un después de la guerra. Por
si fuera poco, los futuros, aquellos marcos de sentido, que tienen como misión situar
en el horizonte “la promesa de cambio”, no logran cristalizarse. En ese sentido, el
“posconflicto” para el país, uno que sea digno y razonable, ha sido hasta ahora y quizá
lo siga siendo por mucho tiempo más, una especie de futuro postergado2.
Visto así el asunto, el proceso de duelo narrativo y enunciativo en el país, acontece en
medio de un pasado que parece dejar huellas indelebles, un presente que está atado a
vivencias permanentemente traumáticas y un futuro conectado a un horizonte de
expectativas de cambio distantes. De todas formas, algo en común a estos procesos
narrativos y temporales es que las violencias y la guerra en Colombia son leídas al
menos de dos formas. Para algunos, representan algo continuo en la historia nacional,
en ese sentido, terminan invadiendo los cuerpos, los relatos, las biografías, las vidas y
las emociones de los colombianos desde siempre. Para otros, solo son fenómenos
discontinuos, que irrumpen por ciclos y temporadas en la vida nacional, pero que no
pueden ser catalogados como fenómenos fatídicos, sino a nivel de procesos en
transformación. Entre las narrativas que abogan por “el mito de la permanencia
endémica”3 y las que defienden “la tesis de la discontinuidad” se ha erigido gran parte
de la literatura sobre el tema en el país, se han estructurado los debates sociales, y
como hemos analizado en varios trabajos, cabalga gran parte del trabajo de las
comisiones de estudio sobre la violencia (Jaramillo, 2011)4. Ahora bien, varias
razones de fondo existen para considerar que unas y otras lecturas han llegado a
colonizar la escena nacional, siendo relevante detenernos en ellas porque las mismas
dan cuenta de las tramas narrativas que sostienen lo que nos ha pasado y nos sigue
pasando como nación.
En el caso de la primera lectura, si seguimos en esto a Daniel Pécaut 5 – aunque más
adelante el mismo autor sea objeto de nuestras críticas - la violencia y la guerra son
2
Y lo es no sólo por la ausencia de transición estándar de la guerra a la paz, sino porque en las actuales
circunstancias el término “posconflicto” es utilizado más que como horizonte de posibilidades, como un “artefacto
retórico” de ciertos gobiernos, actores armados desmovilizados o no, organismos nacionales y de cooperación
internacional para desarticular o incluso “despolitizar” relaciones de causalidad histórica en el país. Relaciones que
revelan que a lo largo de la historia nacional persisten hechos violentos, pese a todo el “discurso transicional”;
hechos que tienen un carácter sistémico y no “coyuntural” o “accidental” como el desplazamiento y la
desaparición forzada. Este tema ha sido analizado de manera interesante, para el caso colombiano, por Jaramillo y
Delgado (2010), Castillejo (2010) y Jiménez (2010); y para el caso sudafricano por Marais (2003).
3La expresión la retomo del trabajo del reconocido historiador colombiano Gonzálo Sánchez (1985), quien la
utiliza para señalar que en el país la guerra es una cuestión que amerita una comprensión en terminos de procesos
históricos de larga duración. Este tema en particular ha generado acaloradas reacciones, especialmente con su
inclusión como tesis en el trabajo Colombia: violencia y Democracia (1987) que coordinó el mismo historiador.
4Somos conscientes aquí que una mirada más en detalle del tema debería acometer una reconstrucción genealógica
de dichas lecturas y, por supuesto, de la enorme montaña de publicaciones en las que aparecen recreadas con sus
diversos matices. Esta es una labor titánica que está aún por hacerse en el país, pese a todos los estudios sobre
violencia.
5 Sociólogo francés, destacado por sus estudios sobre la evolución sociopolítica de la violencia en el país, desde los
años cuarenta hasta los noventa. Son célebres sus trabajos sobre sindicalismo (1973) y orden y violencia en
Colombia (1987). Desde su primera incursión al país a finales de los sesenta, ha sido colaborador asiduo de foros,
congresos, seminarios y discusiones sobre la violencia en el país. Cómo ha reconocido Sánchez (2008), Pécaut
hace parte de toda una generación de franceses, entre los cuales vale destacar a Pierre Gilhodes, Christian Gros,
Jon Landaburu, Ivon Lebot, “que en gran medida vinieron a Colombia para quedarse”. Fue director de Estudios
evocadas en nombre de una trama histórica que es “violenta a lo largo y ancho, no
dudando de ella ni por un segundo”. Esta visión queda claramente expresada, según
el mismo sociólogo en la obra de García Márquez que “da cuenta, mejor que
cualquier obra sociológica, de las estructuras míticas que soportan las concepciones
de la violencia” (Pécaut, 2003a: 27). En esa macro – lectura de país, muchos de los
hechos relatados, se resisten a la inserción en una narración que no sea la de la
experiencia individual, haciendo que una y otra vez persista, en detrimento de una
historia de conjunto, la representación de un país como signado por la violencia. Bajo
ese lente, las violencias y la guerra son interpretadas en tanto fuerzas “anónimas e
incontrolables que se sustraen a las determinaciones sociales, asumiéndose de una
manera aleatoria por las entidades sociales y los individuos más diversos” (Pécaut,
2003a: 19). Además, se incorporan a un relato que nunca termina de cerrarse, porque
está fabricado con fragmentos biográficos e históricos que deben sumarse, reciclarse,
modificarse indefinidamente, mientras no haya cierre definitivo al desangre. En ese
sentido, dado que no se cierra la guerra, el relato de su “fatalidad” se hace
interminable.
Esta lectura defendida por amplios sectores sociales, institucionales, mediáticos y
algunos académicos, encierra también un fuerte contenido mítico, dado que remonta
la explicación del proceso a una especie de “origen” enraizado en lo más hondo del
ser colombiano, que daría cuenta de su “fatum violento”. Esta lectura se encuentra
presente en algunos pasajes del libro La Violencia en Colombia (1962) bajo la
metáfora de las “cadenas atávicas que signan el alma nacional” que conducen al
desangre entre liberales y conservadores. Volverá a reaparecer, con algunas
atenuaciones, bajo el problemático concepto de la “cultura de la violencia” esgrimido
en el trabajo de los expertos, Colombia, Violencia y Democracia (1987). Por ahora
diremos que este “destino” se extiende, para algunos, hasta la guerra civil desatada
por los partidos tradicionales en los años cincuenta, la cual permite a su vez, explicar
gran parte de las violencias contemporáneas. Como si fuera un pasado siempre
reciente en el relato, un pasado que no acaba de pasar en la narración del enunciador,
la violencia de los años ochenta o noventa en Colombia, tendría así por origen para
muchos, la Violencia de los años cincuenta, o cuarenta y éstas a su vez, las violencias
de los años treinta, y así sucesivamente hasta llegar incluso a las guerras civiles del
siglo XIX.
Como dice Pécaut (2003a), a partir de entrevistas realizadas en los años ochenta en
regiones de intensa violencia, cada relato es una enumeración de hechos violentos,
donde siempre se encuentra un trasfondo narrativo en otras violencias pasadas y
presentes. Aspecto que también se relaciona con la idea de la incesante búsqueda de la
causalidad ad infinitum. De todas formas, lo llamativo aquí es que a pesar de
presentar las guerras civiles, la violencia bipartidista y las violencias de los ochenta,
muchas discontinuidades en su naturaleza y alcances como lo han señalado Pécaut y
Malcolm Deas (1987/2007), al ser nombradas, al ser enunciadas por el lenguaje y
posicionadas en un momento histórico, conduce a que el sujeto enunciador, termine
identificándose con algún bando en conflicto de ayer y de hoy o termine siempre
trayendo una y otra vez a cuento los mismos acontecimientos. En ocasiones, no
obstante, el mismo enunciador, añade alguna experiencia nueva a los ya fijados por la
historia, para enriquecer la historia o dotarla de más dramatismo.
de la Escuela de Altos Estudios en Ciencias Sociales de París. Hoy es asesor externo del Centro de Memoria
Histórica.
La lógica que imputa cierto “contenido mítico” a nuestras violencias, y que
conllevaría a que algunos lean nuestran historia en código de una “situación
excepcionalmente trágica”6 en el continente, llega hasta el día de hoy, impresa en
varias de las literaturas del yo, escritas por hombres de batalla, víctimas del secuestro
o víctimas anónimas potenciadas por organizaciones no gubernamentales (Franco,
Nieto y Rincón, 2010)7. En todas esas literaturas, ademas de hacerse evidente desde
los suejtos que narran, una gran disputa por el pasado, por el posicionamiento de
versiones sobre el presente de nuestra guerra y por lo que debería ser o incluir un
futuro nacional, se estructura de manera notoria un relato en el que todos ellos fueron
víctimas de una guerra endémica, que parece estar presente en la historia nacional
desde siempre. Es decir, todos ellos, independiente de su condición estratégica en la
guerra, vulnerabilidad o poder diferencial para reclamar o victimizar, terminan
posicionándose en dichos relatos como víctimas de violencias recicladas desde
siempre. Lo llamativo aquí, es que, a través de estas narrativas, reivindican una
memoria de víctimas con la que buscan “redención” (Rabotnikof, 2007) para ellos
mismos o para la nación8.
En el caso de la segunda lectura, la que defiende la tesis de las discontinuidades, se
parte del hecho de que, aunque es innegable que Colombia se encuentra sumergida en
una guerra prolongada, o al menos ante una que histórica y socialmente además de
seguir su curso, tiene la capacidad para mutar de piel, protagonistas, escenarios e
intenciones justificadoras durante este medio siglo, no son pocas las razones de fondo
para argumentar críticamente contra su sedimentación discursiva. Lo que se cuestiona
es que a través de un mito comprensivo de nuestro pasado- reciente se quiera leer la
totalidad de la cartografía histórica nacional, como si esta fuera siempre de violencia,
como sino hubiera nada diferente en la nación. Contra esa visión, que ondea por
doquier el “gran mito” colombiano, que al igual que en otros países con mitos
fundacionales, parece llevar la reflexión hasta un origen naturalizado en el que el
colombiano está preso de sus cadenas atávicas predatorias, se levantan tres críticas,
esgrimidas por reconocidos académicos e intelectuales. Aunque no son los únicos que
acometen tal labor, si nos parecen que reflejan gran parte de las voces de los
denominados especialistas. Además, a través de ellas, podemos afirmar que alrededor
de esta guerra innombrable, hay una constante “pugna hermenéutica” entre los que
defienden su permanencia y los que la confrontan.
La primera, sugerida por Marco Palacios9 considera que lo más que se puede llegar a
6Tomo
esta expresión del ensayista colombiano William Ospina ¿Dónde está la Franja Amarilla? (1997).
En esa literatura destacan, las memorias de militares, policías o políticos secuestrados por las FARC y
posteriormente liberados o fugados, al igual que la literatura testimonial de paramilitares como Carlos Castaño,
Jorge 40 o Salvatore Mancuso, entre otros. Esta literatura testimonial fue también común en los años cincuenta,
sesenta y setenta en Colombia, con los protagonistas de la denominada Violencia. En ella aparecen el coronel
guerrillero escribiendo su memoria sobre las guerrillas del Llano (Eduardo Franco Isaza), el oficial del ejército
analizando las tácticas guerrilleras (Gustavo Sierra Ochoa), el sargento del ejército penetrando una reconocida
banda y planeando su destrucción (Evelio Buitrago), el jefe guerrillero contando sus andanzas personales (Saúl
Fajardo) o el líder guerrillero campesino relatando el acontecer de la guerra en las zonas de influencia comunista
(Manuel Marulanda Vélez) Cfr Sánchez (2009/1986).
8En los discursos políticos de Alvaro Uribe Vélez se expresa de forma clara la vehiculización de su memoria de
“víctima del terrorismo” para acometer la tarea mesiánica de redimir a la patria de los terroristas.
9Reconocido por sus análisis históricos sobre la formación del Estado-nación en Colombia. Fue dos veces rector de
la Universidad Nacional de Colombia y hoy es profesor del Colegio de México, sus trabajos más importantes giran
alrededor de El Café (1979); el populismo (2001) y recientemente, alrededor de su participación en el VIII
volumen de la Historia general de América Latina (2008).
7
afirmar cuando se trata de descifrar la historia reciente del país, es que nuestras
violencias no son “continuas”. En ese sentido, si el análisis lo hacemos a partir de las
tasas de homicidio (un indicador muy utilizado para examinar la situación de
violencia en los países), lo único que nos permite afirmar esta evidencia empírica, es
que éstas fluctúan en la segunda mitad del siglo XX, por lo tanto, es precario afirmar
la “permanencia” de la violencia10. En esta perspectiva, la “tendencia histórica de
desangre continuo” es problemática.11 Aún así, desde su lógica como historiador,
tampoco se niega a aceptar, por ejemplo, que al menos en el período de la Violencia
“ésta permanezca en el sustrato de la vida y la cultura colombianas” (Palacios, 2002:
192). No obstante, llama a ser precavidos sobre afirmaciones muy utilizadas por el
común denominador de las personas, entre ellos muchos investigadores, alrededor de
que “somos violentos debido a nuestras tasas de homicidio”. Aserción que se torna
aún más sospechosa en su rigor, cuando la intensidad de estas resulta ser el criterio
decisivo para definir nuestra historia, acometer programas o laboratorios de luchas
contra ella, o hacer memoria histórica de lo que somos.
La segunda crítica la esgrime Malcolm Deas,12 para quien “Colombia ha sido, a
veces, un país violento”13. Al respecto es bien conocido el enunciado según el cual:
“un grupo de ornitólogos que viajó a lo largo del país durante la segunda mitad del
siglo XIX, dejó expresa constancia de que sentían seguros y a salvo de la posibilidad
de asalto o aún de robo menor […] quizá contaron con suerte o quizá los
colombianos no tenían el menor interés en asaltar ornitólogos” (Deas, 1999:16). Aún
así, más allá de lo anecdótico de su cita, al igual que Palacios, intenta señalar y
reconocer como historiador, con una tesis que ha tenido gran impacto, que, si bien
Colombia es un país con guerras y violencias, históricamente no es más ni menos
violento que otros en su afán por constituirse como Estado-nación. Y es allí cuando
llama a reflexionar sobre las historias de Italia, México, Irlanda y Perú, que, en sus
múltiples procesos de constitución como naciones, no poca fue la sangre que
derramaron. Su visión, en el fondo, es una provocación a sus propios colegas,
especialmente cuando buscando explicaciones a la guerra y la violencia, solo haya eso
en la construcción del país. A este abuso, de buscar similitudes entre épocas y
violencias, Deas lo nombra como un “sentimentalismo que consiste en buscar lo viejo
en lo nuevo”; sentimiento que, por cierto, puede estar tan presente en un ciudadano de
a pie o en un consumado historiador (Deas, 2009/1986).
La tercera proviene de Daniel Pécaut, autor ya mencionado y quien considera que “el
gran mito colombiano” de una historia continua de violencia, es solo eso, “un mito”
(Pécaut, 2003d: 89). Para él, quienes más lo han fortalecido son aquellos analistas
10
Lo que los datos históricos reflejan, es que entre 1950 y 1965 el país tiene tasas altas, por encima de la media
latinoamericana. Según cálculos de las Naciones Unidas, Colombia ocupa, para finales de los años 60, el primer
lugar en tasas de homicidio con 34.0 personas asesinadas por cada 100.000 habitantes, seguido por México con
31.1 (1958), Nicaragua con 22.1 (1959), Sudáfrica con 21.2 (1959), Birmania con 10.8 (1959), Guatemala con 9.8
(1960), y Turquía con 6.1 (1959). Cfr. Wolfang y Ferracuti (1982) citados en Valencia (1996). De 1965 a 1975
tienden a la baja, quedando al nivel de Brasil, México, Nicaragua o Panamá. En la segunda mitad de la década de
1970 comenzaron en ascenso y en la última década del siglo XX tuvo las más altas del mundo (Palacios, 2002:
629). En la primera década del siglo XXI si bien las tasas siguen siendo altas, otros países de la región las
sobrepasan.
11La tendencia no lineal de la criminalidad en el país será demostrada empíricamente con series de datos por los
economistas Fernando Gaitán Daza y Mauricio Rubio.
12Historiador inglés y reputado “colombianólogo”, especialista en el siglo XIX, aunque también con estudios sobre
historia venezolana, ecuatoriana y argentina. Sobre Colombia, es célebre su trabajo sobre el Poder de la gramática
(1993).
13Se recomienda también la reseña de este libro realizada por Uribe (1999).
preocupados de forma desmedida, por encontrar “continuidades más que
discontinuidades”. Es decir, queriendo encontrar las “causas” de unas violencias en
otras, han tendido a considerar que todo es continuo y que siempre hay causas
permanentes y similares. El problema es que la búsqueda de causalidad se puede
tornar infinita, terminando desvanecida su fuerza explicativa en el asunto de la
“cultura de la violencia”. Así, este analista sugiere reconocer reflexivamente que
aunque nuestras violencias pueden presentar “puntos de encuentro” en el tiempo,
miradas comparativamente, es importante no subvalorar “los puntos de ruptura”
(Pécaut, 2003b: 30-31). Lo interesante de su lectura, es que revela que quizá a nivel
de los relatos haya continuidades, dado que siempre aparece la violencia como una
especie de “potencia anónima en el que narra”, como si ella invadiera todo su relato.
Sin embargo, a nivel de los procesos, existen muchas discontinuidades, “las
violencias actuales tienen su propio dinamismo, producen sus propias normas,
engendran su propio contexto” (Pécaut, 2003e: 96).
Resumiendo, entonces nuestro argumento, tenemos que tanto la interpretación que
defiende la condición endémica, como aquella que le apuesta a la discontinuidad
procesual, nutren el amplio universo de duelo de relatos sobre la violencia en el país.
Una y otra, influyen en la selección, edición y legitimación de ciertos hechos
relevantes para entender ese universo. Ambas articulan y condensan un marco de
inteligibilidad para quien combate, vive, piensa y padece los rigores y avatares del
desangre. Incluso, aunque las dos lecturas recrean de forma distinta la realidad
nacional y pueden ser leídas bajo un estatus epistemológico diferenciado, terminan
conjugándose.
3. ¿Es posible construir una gran trama narrativa en medio de la guerra?
No obstante, aunque seamos del parecer que existen lecturas diversas que contribuyen
a dotar de inteligibilidad lo que resulta difuso e innombrable en medio de la guerra,
queda aún por responder la pregunta de si es posible avanzar en una gran trama
narrativa en medio del desangre. Esto lo preguntamos, dado que en la aproximación
que hacen algunos expertos en violencia en el país, entre ellos Daniel Pécaut, a quien
por lo demás reconocemos una enorme deuda en el análisis de la memoria de la
guerra en Colombia, aparece la tesis de la “imposibilidad de ensamblaje de esa gran
narrativa”. Así, desde su perspectiva, la mayor parte de los relatos sobre la violencia
en el país, son vehiculizados la mayoría de las veces por individuos que son presa
facil en sus relatos de una “memoria prosaica o mítica” que conlleva la limitación de
producción de un relato global y coherente sobre el problema de nuestra violencia.
Estas memorias prosaicas que siempre retornan al origen invadirían los discursos
nacionales, al punto de copar la interpretación del pasado, del presente y del futuro.
Desde la óptica del sociólogo francés, la proliferacion de ellas estaría reflejando una
gran limitación para construir mejores tramas explicativas.
Bajo esa lógica del relato fragmentario sobre la guerra, expuesto y defendido por
muchos en Colombia, no se sabría si cuando se habla de la violencia lo que se dice
remite directamente a un “estado de cosas”, a “un lugar”, a “una temporalidad dada”,
a un “sector de la población”, o a unos “personajes asesinados o muertos” de manera
dramática (Pecaut, 2003f)14. El problema, según él, se torna aún más complejo para el
14Puede
rastrearse también esta visión en Pécaut (1987; 2002).
experto, que al intentar construir un relato histórico de la problemática, se encuentra
de frente a memorias parceladas o sueltas. Y aunque los expertos se preocuparan de
hacerlo, ante tanta narrativa suelta, un relato interpretativo global sería por lo demás
siempre precario. La cuestión central estaría entonces orientada a preguntar, según
esta perspectiva, ¿qué tanto merecen esos relatos un estatuto histórico más o menos
auténtico sobre lo que ha acontecido? ¿qué tanto pueden vertebrar o imposibilitar la
construcción de una gran trama de lo que nos ha pasado como nación? La respuesta
de Pécaut sería llana al respecto: contribuyen poco, incluso imposibilitan un trabajo
histórico más denso. Su escepticismo se extiende incluso sobre aquellos que en su
afán por dotar de sentido nuestra historia nacional, lo que han terminado haciendo es
construir lo que él denomina una “vulgata de la historia de la violencia y de la
guerra”, con partes de un rompecabezas, probablemente muy difundida en las obras
de ensayistas, periodistas y líderes de opinión15.
Ahora bien, somos del parecer que, si aceptamos totalmente el argumento de Pécaut,
aunque reconocemos que compartimos también con él varias vetas de análisis sobre la
violencia en el país, estaríamos avocados a clausurar el debate sobre la posibilidad de
la construcción de sentidos en medio de la guerra. Y esto por varias razones. De una
parte, habría que concluir que la posibilidad de armar una trama analítica de lo que
nos ha pasado, sólo recae en el experto. De otra parte, el ciudadano común sería
incapaz de hacerlo porque es incapaz de tomar distancia frente a la violencia que vive.
Así, mientras el primero, realiza una disección sobre la violencia como objeto aún en
medio de la guerra, la gente común y corriente no se separa de la guerra, no toma
distancia para comprenderla y por tanto, su relato resulta contagiado de emotivismo.
Además, en las narrativas de estos últimos, habría un condicionamiento mayor, dado
que estas narrativas estarían conectadas con las vivencias de varias generaciones
producto de sus experiencias acumuladas y adquiridas. Serían el resultado de un
pasado siempre reciente, el pasado que les tocó a ellos vivir, a sus padres, a sus
abuelos y que les ha tocado repetir con sus hijos y nietos.
Nuestra posición con respecto a este tipo de argumentaciones es que terminan
aceptando que existen visiones que, de manera excluyente, condensan tramas
explicativas de largo alcance y otras que se quedan en visiones comprensivas y
empáticas. Las primeras serían más objetivas y totales, mientras que las segundas
serían parciales y fragmentarias. De mantener esta lógica, y en algunos textos de
Pécaut esto es evidente, se estaría recuperando una vieja imagen que tiende a oponer
relato e historia, el primero como un deposito de subjetividad, el segundo como el
guardián de la verdad objetiva, oposición que también se traslada al terreno de la vieja
dicotomía memoria e historia16 Con esa lógica estaríamos asumiendo que habría que
15Por
ejemplo, las obras de sociólogos como Arturo Alape y Alfredo Molano; o de periodistas como Alonso
Salazar, Pedro Claver Téllez, Patricia Lara y Olga Behar sólo por citar algunos ejemplos. En esas obras, si
seguimos el argumento de Pecaut con el que habría de todas formas que tener algunas reservas, se presenta un
“rompecabezas del país”, especialmente del “país violento”, acudiendo a la “historia vivida” por los actores,
recabada mediante historia oral y testimonio, y a la larga también editada por los autores de las obras. Desde una
visión como la de Pécaut, este sería un ejemplo de obras más en la onda de lo empático- comprensivo que de lo
explicativo.
16
Las relaciones entre historia y memoria han sido abordadas de manera sistemática por una enorme cantidad de
autores. No vamos a entrar por ahora en este debate interminable. Nuestra perspectiva es que oponerlas, bajo la
idea de que la primera corrige a la segunda, o que la memoria es “acrítica” y “mítica”, mientras que la historia es
“objetiva” e “imparcial”, no es muy conveniente y convincente hoy, especialmente tras todo el giro lingüístico.
Aunque memoria e historia son diferentes en sus abordajes epistemológicos y políticos del pasado, ambas se
cruzan y confrontan, se conjugan y se repelen constantemente. Esto ocurre en nuestro país alrededor de temas
como la guerra y la violencia. Nuestra perspectiva es que la memoria tiene historia y la historia se pluraliza con la
escoger entre dos alternativas excluyentes entre sí: relato o ciencia, memoria o
historia. Es más, en el fondo esas dos alternativas estarían reproduciendo el superado
dualismo ontológico que opone espíritu y naturaleza o el dualismo epistemológico
que opone comprensión y explicación (Ricoeur, 1997; 2003).
A contrapelo de los que como Pécaut, “parecen oponer” estas alternativas en la
mirada sobre los relatos de la violencia en Colombia, apelamos aquí a un enfoque más
dialéctico del asunto. Y lo hacemos precisamente porque el conflicto aparente entre
explicación y comprensión es “sólo aparente” y puede ser superado, en tanto estas dos
actitudes están imbricadas y se refuerzan mutuamente (Ricoeur, 2003: 13). Pero para
poder aceptar esto hay que deslindarse de una visión que lee el relato, la memoria o la
comprensión, como sucesión deshilvanada de acontecimientos, recreación episódica
de eventos, narración prosaica o situación empática, y a la ciencia, la historia y a la
explicación como visión objetiva de la realidad, lectura estructurada del pasado o
enfoque causal. Una lectura dialéctica exige relievar el “carácter configurado” y
“configurador”, que constituye la base de inteligibilidad de lo narrado en el tiempo,
sea un relato de ficción o el relato historiográfico, sea la lectura prosaica de la
violencia o la visión explicativa del experto. Ambos por igual son parte fundante de la
trama histórica de la violencia en el país. Ambos pueden contribuir a la configuración
de la gran trama que Pecaut considera imposible aún. De hecho, ninguno está más
arriba ni más abajo en el orden epistemológico u ontológico. Son simplemente
acercamientos narrativos distintos que a su vez se cruzan y repelen, conjugan y
tensionan permanentemente. Ambos son parte de eso que aquí denominamos “duelo
de relatos”.
En este sentido, si seguimos a Ricoeur, relato e historia, no son excluyentes, más bien
se complementan y se funden hermenéuticamente. Es más, la explicación histórica se
inserta en una comprensión narrativa de la realidad y ésta última se hace inteligible
aún más cuando logra historizarse en el tiempo. De esa forma, resulta que cuando el
experto explica también narra, y cuando el profano narra está explicando. Así, al
narrar mejor se explica más y al explicar más se narra mejor. Es quizá ese el sentido
que encierra la tan citada frase, divisa misma de la hermenéutica de Ricoeur, “explicar
para comprender mejor” (Ricoeur, 1997:53). De todas formas, es necesario aclarar
que en un mundo de relativismo y pluralidad de relatos, sino se mantiene una
vigilancia epistemológica constante sobre este horizonte dialéctico, se correría el
riesgo de subordinar cierta dosis de “verdad factual” del pasado o del presente,
necesaria para las luchas y reivindicaciones de ciertos sectores, a una ideología de su
representación imaginaria. Y ese es un riesgo al que fácilmente puede cederse en el
caso colombiano, ante el mercado tan grande de relatos sobre la guerra y las
violencias. Habría entonces que asumir una buena dosis de epistemología combativa
al estilo de lo que plantea Pierre Bourdieu, frente a esta relativización. En ello podría
dársele la razón a Pécaut y a otros analistas de que cualquier relato podría colarse
como igualmente válido, no importando nada. Esto, además de encubrir modos de
dominación existentes, devaluaría ciertas historias en favor de otras (Gómez-Muller,
2007). Habría que analizar más finamente en nuestro país, que tanto logra colarse o
memoria. Para ampliar el debate se sugiere Halbwachs (2004; 2005); Middleton y Derek (1990); Huyssen (2002);
Jelin (2002); Nora (2001); LaCapra (2005); Ricoeur (2003); Rousso (2001); Todorov (2000); Reyes Mate (2006);
Rodríguez (2008); Sánchez (2003); Dosse (2009).
frenarse esta tendencia absolutista de la relativización17, qué tanto logra urdirse de
manera sana esa dialéctica entre lo comprensivo y lo explicativo, el relato experto y el
relato profano-prosaico y qué tanto logran construirse grandes tramas narrativas y
temporales sobre la guerra y las violencias.
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17Este
debate amerita más reflexión, sin embargo, no es nuestro principal objetivo. Por ahora sólo añadiremos que
la “historia objetivada” comienza a ser permeada por la contingencia de la “narración histórica” y, la discusión
sobre el estatus epistemológico de la verdad histórica, será alimentada por un debate entre las visiones más
radicales, las “retoricistas” o “narrativistas”, sostenidas por Hayden White (1992), y las más moderadas, que aún
compartiendo la crisis del “dogma histórico” serán críticas de la reducción de la historia a una mera ilusión
narrativa. Creemos que aquí se ubican Paul Ricoeur (2010), Carlo Ginzburg (1991) y Saúl Friedlander (1992). En
este escenario muchos historiadores cuestionarán el estatuto epistemológico de la “verdad histórica”, pero serán
cautos con el desprendimiento de la retórica de la historia de la positividad de los hechos. Especialmente porque se
puede terminar abusando de la relatividad histórica en la recuperación del pasado.
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