//LA POESÍA DE BORGES:
UNA FICCIÓN AUTOBIOGRÁFICA//
------------------------------------------------ANNA MARIA IGLESIA
UNIVERSITAT DE BARCELONA
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PALABRAS CLAVES: Jorge Luis Borges, Poesía autobiográfica, Ficción autobiográfica,
Interpretación retórica, Lectura pragmática.
RESUMEN: La poesía de Jorge Luis Borges ha sido frecuentemente interpretada desde
presupuestos biográficos; sin embargo, el propio autor era consciente de la naturaleza
ficcional de toda literatura. La atención a la retoricidad del lenguaje y a la ficcionalidad de
todo proceso de escritura permite una nueva interpretación de la poesía del autor
argentino.
KEY WORDS: Jorge Luis Borges, Autobiographical poetry, Autobiografical fiction,
Rhetorical interpretation, Pragmatic reading.
ABSTRACT: The poetry of Jorge Luis Borges has been often understood from
biographical premises; although, the author himself was conscious of the fictional nature
of all literature. The attention to the language rhetoricity and to the fictionality of all
writing process makes a new interpretation of Borges poetry possible.
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El poeta es un fingidor.
Finge tan completamente
Que llega a fingir que es dolor
El dolor que de veras siente.
Fernando Pessoa
Borges: el otro, el mismo
Las poesías de Borges son como los epitafios de Hölderlin, como aquellas
palabras inscritas en una piedra, palabras esculpidas desde la ausencia de quien las
escribió; el autor ya no está, ausente, ha dejado tan sólo una traza, ha dejado ese yo que
lo identifica, al mismo tiempo que ya no le pertenece: ese yo es siempre otro. Borges o
Groussac, puede que Hsiang, siempre otros, nunca el autor, nunca Jorge Luis Borges,
aquel que, como indica Robin Lefere, “invita al lector a efectuar una lectura
autobiográfica” (Lefere, 2005: 20) de sus poesías, al mismo tiempo que reconoce que su
“nombre es alguien y cualquiera” (Borges, 2009: 70). Entre el alguien y el cualquiera
Jorge Luis Borges desaparece así como lo hacía Yeats a través de sus antítesis o T.S.
Eliot por medio del catalizador, “que precipita la combinación de los elementos
poéticos, permaneciendo él [el poeta] ajeno al poema” (Langbaum, 1996: 88). Ajeno a su
propia poesía, así se sitúa el autor argentino y así, a partir de este presupuesto, debería
ser interpretada su poesía puesto que “el sujeto de la enunciación no puede ser el mismo
que ayer actuaba: el yo del discurso no puede ser el punto en el que se restituye una
persona previamente almacenada” (Barthes, 2009: 32) ¿Por qué, entonces, hablar de
poesía autobiográfica?
A partir de la subdivisión realizada por Olney, quien considera que los estudios
sobre la autobiografía pueden subdividirse entre las categorías de autos, bios, grafé, este
artículo trata de analizar la poesía de Borges a partir de las propuestas realizadas dentro
de las categorías de autos y grafé, es decir, las propuestas de análisis del yo autobiográfico.
Como indica Pozuelo Yvancos, hay dos corrientes, correspondientes a las categorías de
Olney, que plantean la cuestión del yo: la primera, de la cual participan Jacques Derrida y
Paul de Man, defiende la idea de que “toda narración de un yo es una forma de
ficcionalización, inherente al estatuto retórico de la identidad y en concomitancia con
una interpretación del sujeto como esfera del discurso” (Pozuelo Yvancos, 2006:24); la
segunda corriente, en cambio, sostiene que la autobiografía es “un discurso que afirma
una especificidad de alguna naturaleza” (Pozuelo Yvancos, 2006:24); Lejeune y Bruss,
que sostienen que la auotobiografía es un testimonio verídico, son los máximos
exponentes de este planteamiento. El concepto base, por tanto, que separa las dos
corrientes es el concepto de ficcionalidad: ¿es la autobiografía un género de ficción? Y,
en consecuencia, ¿es el yo una construcción ficcional o tiene una referencialidad
verídica?
Para Lefere son los datos biográficos inherentes a la poesía los que permiten
hablar de una poesía autobiográfica, es el conocimiento de dichos datos aquello que
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permite una identificación del enunciador con el autor. Al leer, el lector puede conceder
al enunciador existencia real, pero la lectura puede también realizarse a partir del
presupuesto de que la escritura es un juego retórico y, por tanto, el enunciador sería una
máscara, la desfiguración de una ausencia. La consideración de la lectura como
reelaboración de sentido, como acto en el que el texto adquiere su significación y el
enunciador conquista su veracidad, no debe arrinconar el momento de la escritura, el
momento de la mediación entre el escribir y el ser escrito. La escritura crea el espacio
autobiográfico que, como indica Nora Catelli, es “el lugar de paso y posibilidad de
superar y transgredir la oposición entre privado y público” (Catelli, 2007:10), es el lugar
donde es posible salir de la soledad de la escritura y poder comunicar Si la escritura
implica una mediación entre lo que se pretende decir y lo que se dice, implica también
una mediación entre el yo que escribe y el yo textual. Asimismo, escribirse significa llevar
a la luz, hacer presente, experiencias pretéritas que han construido el yo, escribirse es el
resultado de la memoria, pero también de los olvidos; ¿merece la autobiografía el
apelativo de “veraz”? Escribir es enfrentarse a la mediación de la lengua, a su retórica, a
la posibilidad de construirse en un yo diferente, a la posibilidad de mirarse al espejo y no
reconocerse; escribir es, así mismo, enfrentarse al lector, a su reescritura y
reconfiguración. ¿Puede ser reducida la referencialidad del enunciador borgesiano al acto
de lectura? O ¿puede ser reducido el enunciador borgesiano a juego retórico, a
desfiguración?
La poesía de Borges es un universo de ficción, su poesía es “ver en el día o en el
sueño un símbolo/ de los días del hombre y de sus años,/ convertir el ultraje de los
años/ en una música, un rumor y un símbolo” (Borges, 2009:150) y, así como el ultraje
de los años se convierte en música, así el Borges autor se convierte en aquel que lamenta
no saber “cuál es la cara que mira/ cuando miro la cara del espejo; / no se qué anciano
acecha en su reflejo/ con silenciosa y ya cansada ira” (Borges, 2009: 421). No importa la
ceguera del autor, importa sólo la ceguera del enunciador que ya no se reconoce en el
espejo, no importa la experiencia que se halla tras esos versos, sólo importa la
experiencia que éstos transmiten, una experiencia que, como decía Wordsworth, siempre
se escribe desde la tranquilidad, es decir, desde la distancia que permite pasar de la
prefiguración a la configuración, ¿por qué, entonces, seguir hablando de autobiografía?
Daniel Nahson considera que Borges “ha integrado a la literatura de ficción el
género de la autobiografía, de manera que todo lo que se dice concerniente al aspecto
autobiográfico de la obra de Borges tiene un asidero literario” (Nahson, 2009: 34),
afirmación la de Nahson que, aún no negando la base ficcional de la obra borgesiana,
perpetua la interpretación autobiográfica de la misma, una interpretación que se basa en
el análisis de Bruss sobre los conceptos de sujet de l’enoncé y sujet de la énonciation.1 En
efecto, el género autobiográfico, para Bruss, se basa en el específico uso literal y
sintáctico del lenguaje, puesto que es precisamente a través del estilo o de la temática que
“las etiquetas genéricas tienen su función” (Bruss, 1331:64), etiquetas que, además, son
confirmadas por el lector, aquel que reconoce en el texto la “tarea de autoimaginarse y la
autoevaluación” (Bruss, 1991: 68) llevada a cabo por el autor. Bruss concede al lector el
papel de protagonista dentro de la configuración de la obra, concesión que tiene como
1 Se entiende por sujeto del enunciado el sujeto interno al enunciado mismo, aquel que concuerda con el
verbo; se entiende por sujeto de la enunciación a aquel a quien es atribuida la acción en enunciar.
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origen el acto elocucionario, acuñado por Searle, que asocia los varios fragmentos del
lenguaje con determinados contextos, condiciones e intenciones: la autobiografía es tal
porque entra en el contexto de la lectura, el lector individua las condiciones por las que
puede ser clasificada como tal, siendo su intención leerla como relato de una vida. La
autobiografía, en la que la identidad autor-personaje-narrador es indudablemente
necesaria, debe ser reconocida para poder ser definida como tal. El lector se convierte en
aquel que configura la autobiografía, aquel que convierte “Le jeune Parque” en la
autobiografía de Valery: “cualquiera que sepa cómo leerme, leerá una autobiografía en la
forma. El contenido importa poco, está constituido por lugares comunes, el
pensamiento verdadero es incompatible con la poesía” (Olney, 1991: 41). Bruss
comparte, en cierta media las palabras de Valery, palabras que suscribe en su totalidad
James Olney, para quien la autobiografía, lugar donde la correspondencia entre autor,
narrador y escritor es indudable, se funda en la reescritura de la propia vida por parte
del autor, que busca autocrearse a partir del tiempo presente De esta manera, el espejo al
que el yo lírico de Borges temía de niño (Borges, 2009: 510) deja de ser un recuerdo del
autor para convertirse, una vez escrito, en un eterno presente, un presente que, en base a
la propuesta teórica de Olney, seguiría presente en cuanto concluye el poema: “yo temo
ahora que el espejo encierre/ el verdadero rostro de mi alma,/ lastimada de sombras y
de culpas,/ el que Dios ve y acaso ven los hombres” (Borges, 2009: 150). Para Olney, no
es solamente el lector quien lee la poesía autobiográficamente, no es solamente el lector
quien interpreta biográficamente el miedo del enunciador ante el espejo, sino es el
propio espejo quien remite a la biografía del autor; Olney borra los límites y la distancia
entre los elementos prefigurativos y los configurativos, para él, la referencialidad es
incuestionable.
En Nota sobre Walt Whitman, Borges afirma que “casi todo lo escrito sobre
Whitman está falseado” por “la sumaria indentificación de Whitman, hombre de letras,
con Whitman, héroe semidivino de Leaves of Grass” (Borges, 2007: 159), falseamiento que
también ha impregnado las páginas escritas sobre Borges, páginas donde se ha
interpretado su poesía posterior al 1960 a partir de la experiencia de la ceguera,
experiencia que, indica Eduardo García de Enterria, hace aparecer “un Borges no
mitificador, no irónico”, un Borges, añade Enterria, “recogido frente a la opacidad del
mundo” (García de Enterria, 1992: 45). El recurso al biografismo resulta particularmente
llamativo en el caso del autor argentino, quien desmintió siempre, a través de su
literatura, la identificación entre el yo textual y su auténtico yo (Borges, 2009: 121): para
Borges, la confusión de yoes no implica la identificación de éstos con el autor, con el
nombre escrito en la portada. Como él mismo indica en el prólogo de Hojas de Hierba, la
confusión entre los dos Whitman es el recurso utilizado por el autor norteamericano
para elaborar “una extraña criatura que no hemos acabado de entender” y a la cual “dio
el nombre de Walt Whitman” (Borges, 1999: 9). La criatura creada por Whitman es la
misma que creó Borges, es aquella que no se corresponde con el nombre en la portada
de cada uno de sus libros, ese nombre que, en cambio, para Lejeune justifica la
identificación del yo con el autor, el nombre que hace posible estipular “el pacto
autobiográfico” entre el lector y el autor. En efecto, el estudio realizado por Philippe
Lejeune puede ser definido de carácter pragmático, puesto que, como afirma Paul de
Man, considera que “la identidad de la autobiografía no es sólo representacional y
cognitiva, sino también contractual, fundada [...] en actos de habla” y,
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consecuentemente, el lector “pasa de ser figura especular del autor a ser su juez” (de
Man, 2001:150) aquél que, al verificar la firma, suscribe el contrato: la característica
principal de la autobiografía es, en efecto, el contrato de lectura, que estipula la
identificación entre el yo textual –sujeto del enunciado y sujeto de la enunciación– y el
yo del autor. Lejeune subraya la posibilidad de identificar el enunciador con el autor por
medio de la tercera persona, posibilidad que le permite “dissocier le problème de la
personne de celui de l’identité” (Lejeune, 1975:19); a este propósito, el teórico francés se
pregunta sobre cómo se manifiesta la identidad del autor y la del narrador, y halla la
respuesta en las reflexiones de Benveniste en Problemas de lingúística general. Según el
lingüísta francés, el yo se define a través de la referencia, es decir, el yo reenvía cada vez
a aquel que habla y que es identificado por el mismo hecho de hablar, y a través del
enunciado, es decir, los pronombres personales de la primera persona indican la
identidad del sujeto del enunciado y del sujeto de la enunciación. Si la tercera persona
implica, en palabras del propio Lejeune, la “différence du sujet de l’énonciation et du
sujet de l’enoncé traité comme destinataire du récit” (Lejeune, 1975: 17), con la primera
persona “au niveau de la référence [...] l’identité est inmédiate [...], au niveau de l’énoncé,
il s’agit d’une simple relation” (Lejeune, 1975: 20), entonces, ¿cómo articular
conjuntamente la persona y el discurso? ¿Cómo justificar la identidad entre autor,
narrador y personaje? Dicha identidad se constituye, como indica Catelli, “mediante una
lógica cifrada en la firma y en el contrato” (Catelli, 2007:282). La idea de la firma y del
contrato deriva del presupuesto que la enunciación es realizada por un persona cuyo
nombre aparece en la portada del libro, es decir, por el autor; éste remite a una persona
real, que se responsabiliza de la enunciación de todo el texto. Sin embargo, no es fácil
hallar un pacto válido en la interpretación del yo borgesiano, así como tampoco en el yo
de Whitman, aunque éste escriba: “soy el poeta del Cuerpo y soy el poeta del Alma [...]
Soy el poeta de la mujer no menos que el poeta del hombre” (Whitman, 1999: 69).
La prosopopeya es, para Paul de Man, “el tropo de la autobiografía, mediante el
cual el nombre de una persona [...] se torna tan inteligible y memorable como su rostro”
(De Man, 1991: 154); la prosopopeya es el tropo de las palabras del epitafio, esas
palabras escritas por una entidad ausente, por una entidad que no está en el mundo
posible del texto, sino que está afuera, en la realidad no textual, en la realidad de la
prefiguración; habiéndose el enunciante ausentado, desaparecido tras las palabras, éste es
ajeno a la poesía escrita desde la distancia, tras la “pantalla de ficción” de Genette,
aquella pantalla que, como el espejo de Borges, es “un imposible espacio de reflejos” que
multiplican “el mundo como el acto generativo, insomnes y fatales” (Borges, 2009: 117).
Y, sin embargo, ante una escritura espectral y, por tanto deformante, ante un enunciador
máscara de un rostro ausente, la lectura autobiográfica continúa, tras el enunciador
borgesiano todavía aparece la imagen del autor argentino, tras el Borges del Aleph
aparece, una vez más, el Borges escritor, así como tras el ciego que fatiga “sin rumbo los
confines/ de esa alta y honda biblioteca ciega” (Borges, 2009: 11) se identifica al autor
del Poema de los dones. Así lee el lector que simplemente acepta la invitación de Borges,
ésta es la lectura pragmática a la que hace referencia Pozuelo Yvancos, quien considera
que la autobiografía no puede considerarse pragmáticamente un género ficcional; para
Pozuelo Yvancos, en efecto, “que el yo autobiográfico sea una construcción discursiva
[...] no empece que la autobiografía sea propuesta y pueda ser leída [...] como un discurso
con atributos de verdad” (Pozuelo Yvancos, 2006: 43), no empece que el lector relacione
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el yo lírico —así como el narrativo– con el autor, aunque entre los dos yoes no haya una
correspondiente identidad; por ello, Hsiang, que “custodia los libros, /que acaso son los
últimos, porque nada sabemos del Imperio/ y del Hijo del Cielo” ( Borges, 2009: 319),
puede ser identificado con el Borges autor, identificación que hace Lefere en relación a
Funes, quien “no deja de evocar a Borges” (Lefere, 2005: 87). La evocación de Funes es
la evocación que percibe el lector no teórico en el momento de la praxis lectora, durante
el acto hermenéutico de la lectura, momento en el que el lector construye una situación
enunciativa, busca un referente para aquel personaje que no consigue interpretar. Lefere
no puede construir dicha situación enunciativa, no puede buscar un referente a Funes,
debe permanecer ajeno a la lectura ingenua, lectura a la que puede hacer referencia –
como es el caso de Pozuelo Yvancos-, pero nunca tomar por válida; la lectura crítica
debe permanecer fiel a la distancia existente entre el yo lírico y su autor, entre el nivel
prefigurativo y el configurativo, puesto que así como el acto de comunicación media
siempre “entre el sentimiento sincero del corazón y el efecto de sinceridad en la página”
(Langbaum, 1996: 92), media también entre la biografía del autor y la ficción que éste
crea.
Consciente de la mediación lingüística, Borges hizo de su poesía el lugar donde el
yo se convirtió en mito, donde el yo plural y anónimo jugó a ser Borges y éste a ser otro;
haciendo de su literatura una biblioteca infinita, hizo de su yo un palimpsesto, que,
alterando sus matices, desde el Fervor de un Buenos Aires de juventud hasta el dolor por
la incumplida promesa de un Cristo en la cruz, no dejó de ser nunca uno, ninguno y cien
mil. Solamente con la misma conciencia literaria de Borges es posible adentrarse en esa
poesía, en esos versos donde el autor escribe: “no sin alguna lógica amargura/ pienso
que las palabras esenciales/ que me expresan están en esas hojas/ que no saben quién
soy, no en las que he escrito” (Borges, 2009: 429).
Las voces ajenas de Borges
Si en el prólogo a Fervor de Buenos Aires, el autor se disculpaba, ante el lector, de
haber usurpado previamente algún verso feliz que a caso el libro consiente, en el prólogo
a Los Conjurados, Borges confiesa que éste es un libro hecho de sueños, que “fueron
dones de la noche o, más precisamente, del alba, no ficciones deliberadas” (Borges,
2009: 593). Pese a la distancia temporal que separa ambos textos, Borges no abandona
su concepto literario, su literatura no deja de ser la escritura de un lector, de alguien que
“se distrajo en falsear y tergiversar [...] ajenas historias” (Borges, 2002: 10); la invitación a
leer Los conjurados autobiográficamente, la negación de la ficcionalidad de aquellas
poesías, es matizada en el mismo prólogo, donde el autor no duda en confesar su deuda
con Defoe: “apenas sí me he atrevido a agregar uno que otro rasgo circunstancial, de los
que exige nuestro tiempo, a partir de Defoe” (Borges, 2009: 593).
La poesía borgesiana, como toda creación literaria, nace a partir de voces ajenas,
de textos ajenos entremezclados en unos mismos versos, la poesía de Borges nace a
partir de la usurpación, de las falsas atribuciones, de la reescritura de una tradición
literaria, reescritura que siempre es invención. La poesía de Borges, así como su obra en
prosa, es un palimpsesto donde los autores que precedieron al poeta argentino se
mezclan con sus contemporáneos que, a su vez, comparten esos mismos versos con
autores que nunca existieron, con autores y obras que tan sólo existen en el mundo
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posible creado por Borges, en ese mundo donde aparece también ese yo, ese Borges, que
es siempre otro. En el mundo posible borgesiano, la tradición literaria se convierte en el
escenario donde todos se han convertido en personaje, puesto que, como señala Garrido
Domínguez, “no es posible la interacción entre personajes ficcionales y actuales”,
interacción irrealizable en los versos al impedirlo “las fronteras que separan [...] ambos
mundos” (Garrido Domínguez, 1997: 16).
¿Qué sentido tiene, entonces, interpretar la obra poética borgesiana a partir de
elementos biográficos? La trayectoria poética de Borges debe ser estudiada a partir de la
progresión creativa de su autor, progresión marcada por la recepción de la tradición
literaria, que cruzaba las orillas del Río de la Plata y que desde la América de Poe y
Whitman cruzaba el océano hacia la península de Góngora y la isla de Shakespeare hasta
alcanzar la Suecia de Swedenborg; así se construyó la literatura borgesiana, “desde las
orillas”, Borges “leyó las literaturas del mundo, y fueron esas orillas el soporte para que
su obra no pagara ningún tributo ni al nacionalismo ni al realismo” (Sarlo, 2007:45). Por
ello, todo anecdotismo biográfico debe ser excluido de la lectura hermenéutica de las
poesías, la ceguera de su autor no puede convertirse en la clave interpretativa de Elogio de
la sombra, esa sombra no es la de Borges, sino la de nadie y la de todos. La sombra del
poemario de 1969 es la sombra escrita a partir de viejos temas como “los espejos,
laberintos y espadas” como también de nuevos, “la vejez y la ética”, que “nunca dejó de
preocupar a cierto amigo muy querido que la literatura me ha dado, a Robert Louis
Stevenson” (Borges, 2009: 295). Borges nunca deja de escribir mirando más allá de las
orillas, por ello poemarios como Elogio de la sombra o Los conjurados no debería ser
concebidos solamente como poemarios escritos desde la oscuridad, desde la amargura
de alguien a quien las palabras ya no le son visibles; no importa la oscuridad en la que
vivió Borges en aquellos años, la oscuridad que le obligó a dictar esos versos, puesto que
cada uno de ellos nace de la tranquila distancia de la experiencia; el poeta, como indicaba
Wordsworth2, no escribe para él, ni tampoco para los poetas, sino que escribe para los
hombres y, así, el ciego Borges crea a “Un ciego” cualquiera, que encuentra consuelo en
Milton3. El ciego cualquiera creado por Borges es el ciego que se dirige, como las poesías
de Wordsworth, a todo posible lector y es, a la vez, el heredero de la figura del sabio
ciego, de ese sabio que para Borges fue Milton4 así como Groussac o Homero; el ciego
creado por Borges es aquel que se mira en Demócrito de Abdera, quien “se arrancó los
ojos para pensar” (Borges, 2009: 336).
La sombra es el símbolo sobre el que reposa Elogio de la sombra, el símbolo
variado, tras el cual se esconde el tema de la ceguera, de la vejez y de una muerte cada
vez más cercana; la ceguera es, a su vez, símbolo de la iluminación, del conocimiento del
sabio así como de la conciencia adquirida con la madurez, con el abandono progresivo
de la juventud. La poesía es como ese Aleph donde se encuentra el multum in parvum,
poesía construida a partir de símbolos que se escriben a través de las páginas de otros,
una poesía donde lo biográfico es tan sólo una impostura retórica, una excusa para la
generalización. Así se escribe “Poema conjetural”, el recuerdo de su antepasado Lapridia,
2 “poets do not write for poets alone, but for men; [...] he must express himself as other men express
themselves”. Wordsworth’s Preface en Wordsworth y Coleridge (1979: 38).
3 “El consuelo es de Milton y es valiente/ pero pienso en las letras y en las rosas” (Borges, 2009: 421).
4 “esa flor silenciosa, la postrera/ rosa que Milton acercó a su cara, sin verla…” (Borges, 2009: 200).
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muerto en combate5, es el punto de partida para volver a leer a Dante, para reescribir el
canto V del Purgatorio; Lapridia deja de ser el pariente de Borges para convertirse en un
nuevo Buonconte de Moltefeltri, en el heredero de aquel que, en su conversación con
Dante, relata su muerte:
Io fui di Montefeltro, io son Buonconte;
[...] a piè del Casentino
traversa un’acqua c’ha nome l’Archiano,
che sovra l’ermo nasce in Apennino.
Là’ve’l vocabol suo diventa vano,
arriva’io forato ne la gola,
fuggendo a piedi e sanguinando il piano.
Quivi perdei la vista, e la parola
nel nome di Maria fini’, e quivi
caddi e rimase la mia carne sola (Dante, 2006: 52-53).
Buonconte, desde el Purgatorio, relata su muerte. La voz de Lapridia, en cambio,
es la voz de alguien a quien la muerte todavía no le ha llegado, de alguien que, herido,
habla de esos últimos minutos: “pisan mis pies la sombra de las lanzas/ que me buscan.
Las befas de mi muerte,/ los jinetes, las crines, los caballos,/ se ciernen sobre mí... Ya el
primer golpe/ ya el duro hierro que me raja el pecho,/ el íntimo cuchillo en la garganta”
(Borges, 2009: 175). Así como aquel ciego se veía reflejado en Demócrito, Lapridia
encuentra su reflejo en Buonconte, un reflejo que, como tal, es siempre distorsionado, es
siempre una nueva escritura, es el clinamen6 que todo autor posterior hace de aquel que le
precedió; Borges escribe a partir de Dante, recupera el personaje dantesco, pero le da la
voz de Browning: “Poema conjetural” es el monólogo dramático de Lapridia. El autor
argentino recupera así el monólogo dramático del poeta inglés, el monólogo que “no
sólo debe tener un hablante distinto al poeta, sino también un oyente, una circunstancia,
y una cierta acción recíproca entre hablante y oyente” (Langbaum, 1996: 152), una
reciprocidad basada en la exigencia, por parte del texto, de la simpatía del oyente o
posible lector, simpatía que busca Browning a través de “My last duchess”, donde el
lector simpatiza con el Duque. Borges relee a Browning, recupera el monólogo
dramático donde, como indica Robert Langbaum, “actúa una conciencia, intelectual o
histórica”, donde la conciencia “es la traza de la proyección del poeta en el poema, y es
también el polo que atrae nuestra proyección, pues descubrimos en él la imagen de
nuestra propia conciencia” (Langbaum, 1996: 178). Sin embargo, la traza a la que se
refiere Lagbaum es una traza7 de alguien ausente, de un poeta que se mantiene ajeno a la
obra; esa traza que, para Langbaum, es la proyección del poeta, nunca es la proyección
Es necesario reconocer el obligado recurso a la biografía del autor para la lectura, aunque no biográfica,
del poema.
6 Término utilizado por Harold Bloom en La angustia de las influencias para referirse al proceso que permite
al poeta fuerte desviarse de sus precursores a través de una inevitable y necesaria mala lectura de su
precursor.
7 El término traza podría ser substituído con el término “huella” que resulta más apropiado a partir de la
lectura de Jacques Derrida, en particular de La diseminación y La escritura y la diferencia.
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de Borges. En “Poema conjetural”, la conciencia es siempre conciencia histórica,
conciencia intelectual de una máscara sin rostro8; Langbaum, analizando el monólogo
dramático de Pound, indica que éste “se proyecta en el papel del poeta antiguo, usándolo
como portavoz para dramatizar una idea de la época y civilización de éste adecuada a su
intención moderna”(Langbaum, 1996:178). Puede que la intención de Pound sea
proyectarse en el poeta antiguo, pero el reflejo siempre invierte la imagen, siempre
devuelve la imagen de otro; puede que Pound desee reflejarse en ese poeta, pero en su
poesía ese reflejo nunca será el propio, siempre será otro.
El espejo diseminado en los versos de Borges, el espejo que, lejos de ser un
temor infantil, es el mitologema revelador de una realidad inexistente, de una realidad
que no existe objetivamente, sino como creación ficticia del individuo; el espejo
borgesiano es el espejo del que habla Lacan, para quien el niño, en el estadio infantil del
espejo, llega a reconocerse en su imagen, aunque, tras el reconocimiento, siempre
subyace lo imaginario desde el momento en que el niño se reconoce como algo virtual,
es decir, como una imagen. Para Lacan, el reconocimiento es siempre imaginario, es
decir, el yo (moi) se cree el yo (je) y, por tanto, la identificación con los representantes,
cada uno de los cuales “es capaz de soportar el mismo proceso con relación del sujeto”,
constituye “lo que yo llamo el Otro” (Lacan, 1972: 212). La escritura es el espejo donde
aparece ese otro, que juega a ser Borges, las poesías son la pantalla espectral donde el
reflejo juega a la impostura, donde el enunciador Borges, así como el enunciador
Browning9, han desaparecido. El mitologema del espejo es, para el autor argentino, no
solamente el desvelamiento de una realidad como simulacro, sino también la tímida
confesión de que la poesía nunca puede ser biográfica, que su autobiografía es un
simulacro más. Así como Funes representaba la imposibilidad de una literatura realista,
el espejo de su poesía revela la imposibilidad de una escritura del yo, la imposibilidad de
escribir yo sin decir tú. El Borges poético es como Ricardo, quien “afirma que en su sola
persona hace el papel de muchos”, así como Yago, que “dice con curiosas palabras «no
soy lo que soy»” (Borges, 2005: 53-54).
En ese ser alguien que en realidad no es –o viceversa– Borges escribe “Mi vida
entera”, poema que ironiza, como ya lo hacía “Funes el memorioso”, con la
imposibilidad de escribir sobre una vida, una vida que mientras se vive siempre es
inacabada, nunca es completa; “Mi vida entera” es el poema del poeta irónico, de aquél
que hace de la literatura un juego ficcional, una impostura continua que, sin embargo,
deja de ser impostura a partir del momento en que se lo considera un mundo posible, un
mundo alternativo al real; los mundos posibles de Doležel nunca son falsos, sino
ficticios, no engañan al experto lector, al crítico, que sabe que leer es adentrarse en otra
realidad, en el nivel configurativo donde todo elemento prefigurativo, es decir,
extratextual, ha sido modificado por la propia escritura. “Mi vida entera” es el mundo
posible creado por Borges, mundo creado, indica Lefere, a partir “de la resonancia de un
Ecce Homo” de tal manera que, continua el crítico, “llega a poner en entredicho el
principio de la autobiografía” (Leyere, 2005: 35), principio que el propio Borges pone en
discusión en los últimos versos: “creo que mis jornadas y mis noches/ se igualan en
Véase el artículo de Paul de Man, “La autobiografía como des-figuración”.
“Yo desaparecí: el libro iba creciendo; las alegaciones recobraron su tamaño propio, y desbordaron en su
pliegue primero”. Browning, Cit. Por Langbaum (1996: 233).
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pobreza y en riqueza a las de Dios y a las de todos/ los hombres” (Borges, 2009: 77).
Como Lefere pone en duda el principio autobiográfico en el caso de “Mi vida entera”,
así también es necesario que dicho principio sea puesto en entredicho en el caso de
“Mateo, XXV, 30”; el poema está construido a partir del procedimiento de la
enumeración, procedimiento que, para Lefere, está aplicado a la vida del autor. Lectura
similar a la de Lefere es aquella que realiza Nahson, quien por un lado afirma que los
varios elementos del poema “apuntan al desasimiento de un hablante apesadumbrado y
ajeno casi al inventario que registra su verso” (Nahson, 2009: 137), mientras, por el otro
lado, identifica al hablante lírico con Borges, quien, sostiene Nahson, “cierra el acordado
caos de su enumeración proclamando su impotencia para plasmarla en un poema”
(Nahson, 2009: 140). Si la identificación del yo lírico con el poeta resulta un sinsentido,
resulta todavía más incomprensible cuando el poeta utiliza la primera persona del plural,
es decir, el “nosotros”, que permite al autor abandonar el poema al mismo tiempo que
convertir en sujeto lírico a todos los lectores: “en vano te hemos prodigado el océano;/
en vano el sol, que vieron los maravillosos ojos de Whitman”; (Borges, 2009: 77). El
poema, además, concluye dirigiéndose a un tú, apelación a una máscara vacía de la que
todo lector puede apropiarse: “has gastado los años y te han gastado/ y todavía no has
escrito el poema” (Borges, 2009: 77). ¿Por qué, entonces, hallar ambigüedad en este
poema? La enumeración realizada por Borges no puede ser analizada como una
evocación de la persona del autor, sino solamente como recurso estilístico, el mismo
recurso que el autor utiliza en “Otro poema de los dones”, poema donde Lefere
reconoce varios motivos y autografemas propios del autor argentino, cuyo
procedimiento de la enumeración, indica Lefere, “ya no se limita a experiencia
personales” (Lefere, 2005: 118), experiencias, las indicadas por Lefere, que vuelven a
buscar un referente biográfico para un recurso estilístico.
La enumeración de Mateo, XXV, 30 es la enumeración de los elementos que
configuran la poesía borgesiana, son los elementos que el autor disemina en los versos,
son los mitologemas recurrentes que permiten identificar en cada poesía el estilo de
Borges, no su persona10. En efecto, el estilo y la concepción literaria del autor argentino
resultan reconocibles a partir del propio título, que hace referencia a la parábola de los
dones, aquellos dones que vuelven a aparecer en “El poema de los dones” y en “Otro
poema de los dones”; tras cada una de las tres poesías está la parábola de San Mateo, tras
estas composiciones está un juego metaliterario de autorreferencialidad textual y de
evocación indirecta de otros textos, referencialidad que, evidentemente, evidencia lo
inadecuado e insuficiente de una lectura meramennte biográfica de las composiciones.
Sin embargo, Borges sigue apareciendo en sus poesías, el lector, al cual Borges
escribió, sigue buscándolo en cada uno de sus versos, ese joven que “ante el libro, se
impone una disciplina precisa” (Borges, 2009: 334) encuentra tras la máscara vacía el
rostro del poeta argentino. La lectura autobiográfica parece inevitable, pero ésta no
puede ser la lectura crítica, ésta puede ser la lectura de aquel que tan sólo busca el deleita
frente a las páginas escritas, pero nunca puede ser la lectura hermenéutica. La historia
literaria debe ser la historia de las lecturas, de cómo se percibieron los libros, la historia
Para Starobinski (1974: 66), en cambio, el estilo añade un valor autorreferencial entre el sujeto y el autor,
al considerar el estilo como la “manera propia en que cada individuo cumple las condiciones generales de
orden ético y relacional, que no requieren más que la narración verídica de una vida”.
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literaria como una noche cíclica donde todo vuelve para ser reescrito, pues “en edades
futuras oprimirá el centauro [...]/ gemirá en la infinita/ noche de su palacio fétido el
minotauro” (Borges, 2009: 171). Así es la literatura borgesiana, una literatura cíclica
puesto que “la mano que esto escribe renacerá del mismo/ vientre. Férreos ejércitos
construirán el abismo” (Borges, 2009: 171) y, en este constante renacer, se inscribe el
lector, como eterno creador de una literatura en constante escritura; así es el lector al que
Borges se dirige, este es el lector que siempre fue Borges11. Puede que, en verdad, el
autor argentino nunca haya invitado a su lector a una lectura autobiográfica, puede que
tal invitación nunca haya existido, que haya sido la invitación de otros, de aquellos que
todavía buscan ingenuamente tras la máscara vacía. Borges se dirigió a su lector, apeló a
él, lo invitó a la escritura conjunta de sus propios versos, lo invitó a convertirse en autor
en una batalla contra el olvido: ni siquiera los versos del poeta menor pueden ser
olvidados. ¿Por qué, entonces, una lectura autobiográfica?
El lector: el otro autor
“Cada época entiende un texto transmitido de una manera peculiar” afirma
Gadamer y añade que “el texto forma parte del conjunto de una tradición por la que
cada época tiene un interés objetivo” (Gadamer, 2007: 366), un interés que Jorge Luis
Borges, autor, encontró en cada una de sus lecturas, en cada uno de los libros que
conformaron esa biblioteca personal a partir de la cual escribió, a partir de la cual
construyó su palimpséstica obra. El lector Jorge Luis Borges, aquel que nunca se definió
como autor, hizo de su yo lírico otro lector, creó, en ese mundo posible del texto, otro
lector, anónimo y múltiple a la vez, un lector que sabe “que hay algo/ inmortal y esencial
que he sepultado/ en esa biblioteca del pasado/ en que leí la historia del hidalgo”
(Borges, 2009: 201). El lector lírico es aquel perdido en la biblioteca de Babel, en aquella
biblioteca infinita donde todos los libros son libros de arena, libros nunca acabados, en
perpetua escritura. La literatura, para el autor argentino, es un eterno retorno de libros
que, en cada nueva lectura, vuelven a ser escritos, pues el lector, en el proceso de
concreción12, rellena los lugares de indeterminación que todo texto conlleva; en el
proceso de concreción, el lector rellena esa máscara vacía concediéndole el rostro
ausente del autor, el enunciador lírico se convierte así, para el lector, en el alter ego de
Jorge Luis Borges.
Pozuelo Yvancos acertadamente subraya “la compatibilidad [...] entre que el
discurso autobiográfico sea ficcional (semánticamente y aún ontológicamente
considerado) y sin embargo, esté situado convencionalmente, en su funcionamiento
pragmático, en la estructura que socialmente ordena los discurso de verdad” (Pozuelo
Yvancos, 2006: 45), pues en la praxis lectora, el lector busca la verdad, busca un rostro
tras la máscara. Sin embargo, la verdad del discurso borgesiano no puede ser buscada
por dicho lector a través de una lectura autobiográfica, buscando el rostro de Borges
tras el yo lírico, puesto que tras cada trazo de Borges está un trazo que él nunca escribió.
Tras los versos del autor argentino se encuentran los versos ajenos, los versos que otros
Es justo reconocer la voluntaria y casi inevitable alusión a ese Jorge Luis Borges escritor del imaginario
colectivo.
12 Término acuñado por Roman Ingarden en relación a los lugares de indeterminación.
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escribieron y que regresan en un incesante eterno retorno. La invitación de Borges, en
verdad, es la invitación a leer ese poema inagotable que “se confunde con la suma de las
criaturas/ y no llegará jamás al último verso/ y varía según los hombres” (Borges, 2009:
252).
Rechazar una lectura autobiográfica de las poesías de Borges es proponer una
nueva lectura de su invitación, es proponer que la invitación que éste hace a sus lectores
sea entendida como una invitación a una eterna e inagotable lectura, a una lectura que se
convierte en escritura; Borges invita a su lector a convertirse en escritor, a escribir esas
líneas que pudo haber escrito y perdido, a escribir el silencioso libro que “en la desierta
sala [...] viaja en el tiempo” (Borges, 2009: 144). El lector de Borges debe aceptar la
invitación, la invitación a llevar a cabo ese proyecto, que no es otro que el “de un poema
incesante” (Borges, 2009:172).
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