¿Educación, pluralismo y democracia? Reflexión en fragmentos
BRUNNER José Joaquı́n
Cuestiones de sociologı́a no 8 (2012). ISSN 2346-8904.
https://www.cuestionessociologia.fahce.unlp.edu.ar ¿Educación, pluralismo y democracia? Relexión en fragmentos
¿Educación, pluralismo y democracia? Relexión en fragmentos
Education, Pluralism and Democracy? Relection into fragments
José Joaquín Brunner
Director de la Cátedra UNESCO de Políticas Comparadas de Educación
Superior, Centro de Políticas Comparadas de Educación (CPCE) de la
Universidad Diego Portales (Chile)
[email protected]
Resumen
Este ensayo analiza los conceptos de pluralismo, democracia y educación. Airma
que la relación de los dos primeros con el tercero es divergente, cuando no excluyente.
Se muestra la presencia histórica de esta tensión en el pensamiento occidental, y la
fecundidad de los aportes de Durkheim, Berlin, Berstein, y Bourdieu para relexionar
en torno a ella.
Palabras clave: pluralismo, democracia, educación, universidad.
Abstract
his paper reviews the concepts of pluralism, democracy and education. he relation of the irst two with the third is divergent and could eventually be considered as
exclusive. he historical presence of this tension in Western thinking is shown, as well
as the fruitfulness of the contributions of Durkheim, Berlin, Bernstein and Bourdieu.
Keywords: pluralism, democracy, education, university.
“La educación [...] tiene como objetivo suscitar y desarrollar en el niño cierto
número de estados físicos, intelectuales y morales que requieren en él tanto la sociedad política en su conjunto como el ambiente particular al que está destinado de
manera especíica”.
Émile Durkheim, Educación como socialización.
“Para hablar con seriedad sobre la democracia, la cultura y la educación,
hemos de tener en cuenta las limitaciones y el poder de las realidades
Cuestiones
dedesociología
8, 39-61 (2012), ISSN E 2346-8904
Universidad Nacional de La Plata. Facultad de Humanidades
y Ciencias
la Educación
Despartamento de Sociologı́a
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Cuestiones de sociologı́a no 8 (2012). ISSN 2346-8904.
reguladas por la clase social”.
Basil Bernstein, Pedagogía, control simbólico e identidad.
“Es porque conocemos las leyes de la reproducción por lo que tenemos alguna
oportunidad de minimizar la acción reproductora de la institución escolar”.
Pierre Bourdieu, Capital cultural, escuela y espacio social.
¿Por qué fragmentos? Porque el tema del pluralismo y la democracia en la educación
no admite ser tratado –al menos yo no podría hacerlo–como una obra arquitectónica o
escultórica plena de armonía. No, en cualquier caso, desde el punto de vista sociológico.
En realidad, los dos primeros términos son divergentes, si no opuestos, respecto del
tercero, la educación. Incluso, se podría plantear que pueden llegar a ser excluyentes,
como pronto se verá. En seguida, porque las siguientes páginas son, en su mayoría,
partes conservadas (y revisadas) de otros escritos anteriores1, que es la cuarta acepción
de la palabra “fragmentos” proporcionada por la Real Academia Española. Propiamente, entonces, estos fragmentos conforman un ensayo, pudiendo consultarse al inal, a
quien interese, las referencias a los autores citados.
Un difícil diálogo
La pregunta para comenzar es si acaso la educación tiene alguna relación con el pluralismo y, de ser así, en qué sentido dicha relación existe y cómo se establece o postula.
En el plano más general de la constitución de estos términos, no parece fácil siquiera vislumbrar esta relación. Mientras el pluralismo, como ha escrito Isaiah Berlin,
“entraña la posibilidad de innumerables ideales que atraen la devoción humana” y se
expresa en diferentes modos de vida, la educación, en cambio, posee siempre la compulsión hacia un esquema unitario, singular, de la cultura; es el medio en virtud del
cual la sociedad va renovando continuamente las condiciones de su propia existencia,
según la conocida fórmula de Durkheim. De hecho, la tensión –más que relación–
entre educación y pluralismo puede expresarse como el acto aparentemente fallido
que resulta de comunicar a Isaiah Berlin y Émile Durkheim, al zorro y el erizo. Por lo
pronto, el pluralismo moderno es como un espejo donde se relejan múltiples dioses;
la educación, al contrario, aun si acepta que cada grupo y familia tiene sus dioses
particulares, enseña a venerar sólo a aquellas “divinidades generales, reconocidas por
todos” y a las que ningún niño puede dejar de prestar atención.
El pluralismo habla del lenguaje de las diferencias, la variedad y las opciones;
crea alboroto, es ruidoso, argumentativo y naturalmente libertario. Todo lo contrario
de la escuela y la educación, que buscan ijar en la conciencia de cada niño las ideas
y los sentimientos de la conciencia colectiva. De allí, también, su carácter ritual, casi
En efecto, algunos de estos fragmentos retoman, amplían, corrigen y complementan columnas del autor publicadas en el cuerpo “Artes y Letras” del diario El Mercurio entre 2005 y 2007.
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litúrgico a veces, su énfasis en las disciplinas de la inteligencia y el cuerpo, sus silencios
y timbres, su estricta regulación del espacio y el tiempo. Allí donde el pluralismo
descubre la riqueza en la diversidad, la educación aspira a reducirla y se encarga de
ordenar, estructurar, sistematizar. Aquel aplaude la caída de la torre de Babel; éste
–como Sísifo– la levanta cada día de nuevo exaltando su carácter unitario. La educación
tiene que ver esencialmente con el orden de las ideas y las cosas; el pluralismo, con la
libertad de los individuos.
Puestos los términos de esta antinomia en sus extremos más distantes, el pluralista a la
Berlin piensa que la idea de una sociedad cuyos valores podrían conciliarse armónicamente
es solo una quimera. No hay armonía en los cielos, menos en la tierra. “El mundo con
que nos encontramos en la experiencia cotidiana es uno en que confrontamos opciones
entre ideales últimos equivalentes y demandas igualmente absolutas, donde la elección
de unos inevitablemente envuelve el sacriicio de otros.”, sostiene Berlin.
Por su lado, el sociólogo, a la manera de Durkheim, piensa que la sociedad no
puede vivir si no existe entre sus miembros una homogeneidad suiciente, un cierto
número de ideas, sentimientos y prácticas que la educación tiene que inculcar en los
niños. De allí que cualquier sociedad cuente con un sistema educacional que, al decir
de Durkheim, “se impone a los individuos con una fuerza generalmente irresistible”.
En conclusión, allí donde el sociólogo de la educación ve una necesidad social, el
ilósofo del pluralismo percibe una tensión entre ines, valores y demandas contrapuestos entre los que inevitablemente se debe elegir. Aquel piensa, como Rousseau, que “en
esclavitud nace, vive y muere el hombre civil; cuando nace, lo cosen en una envoltura;
cuando muere, lo clavan dentro de un ataúd; y mientras que tiene igura humana lo
encadenan nuestras instituciones”. El ilósofo pluralista, al contrario, se pregunta: ¿acaso la
libertad no signiica que los niños tienen el derecho a ser expuestos a un rango de modos
posibles de vída? Uno reconoce en la educación el hecho social fundante del orden social;
el otro reclama “libertad de elegir”, no a la manera mercantil y un tanto banal del free to
choose de Milton Friedman, sino como parte de la condición humana, obligada como
está a optar entre valores inconmensurables y, lo que es peor, según dirían mis coetáneos
existencialistas, entre prolongar la vida o anticipar la muerte.
Imágenes de mundo
A lo largo de la historia, los modelos educativos han variado con las formas de
organización social. Existe pues, en perspectiva histórica, una pluralidad de formas
educacionales, que es algo muy distinto, sin embargo, del pluralismo cultural de los
modernos. Desde antiguo, por ejemplo, toda cultura aristocrática hace énfasis en la
formación del carácter y vincula esta noción con los prejuicios de la época. Para Jenofonte, lo decisivo de la paideia (la formación del griego noble y virtuoso) residía en
la educación del carácter, cuya base eran las disciplinas del cuerpo. El prototipo era el
cazador, cuyas obras, decía él, eran gratas a los dioses. La caza hace al hombre vigoroso, aguza su ojo y oído y lo mantiene joven. Es también la preparación del guerrero.
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El cazador porta armas, recorre abruptos caminos, pernocta al aire libre. Sobre todo,
adquiere dominio sobre sí mismo.
En la misma línea, según explica Werner Jaeger, Platón condena toda suerte de
pesca con red y anzuelo y la caza de aves por no conducir al robustecimiento del
carácter. La propia noción de areté –ideal caballeresco, conducta cortesana y valentía
guerrera– encarna este ideal griego, cuya expresión sublimada es el héroe homérico.
En cambio, el hombre ordinario no tiene areté. ¡Qué decir del esclavo o la mujer!
Dondequiera que después reaparece este ideal –como atributo personal u objetivo
educacional– acarrea consigo resonancias aristocratizantes o heroicas. Piénsese en el
gentleman inglés durante el apogeo del imperio: hombre de carácter y buenas maneras
cultivadas en Oxford o Cambridge, habituado a mandar a los nativos en los apartados
dominios coloniales.
Bajo su forma alemana, este mismo ideal exalta el pathos wagneriano del guerrero.
A él apela Heidegger, en su discurso de aceptación del rectorado de la Universidad de
Friburgo, cuando exclama que, en adelante, el estudiantado alemán reconocerá como
parte de su verdadera libertad la vinculación con el honor y el destino de la nación,
exigiéndole la disposición y la disciplina necesarias para entregarse hasta el límite a
través del “servicio de las armas”. Virilidad temprana, honor, carácter que terminarían
repletando de jóvenes los cementerios de Europa.
Esta misma mezcla de ideales y prejuicios aparece a comienzos del siglo XX en
tres famosas universidades de Estados Unidos (Harvard, Yale y Princeton). En efecto,
preocupadas por el creciente número de alumnos judíos que eran admitidos en virtud
de sus méritos (lo que amenazaba disminuir la matrícula de alumnos de la elite protestante), estas universidades deciden redeinir el criterio de mérito para someter a los
jóvenes judíos a un régimen de cuotas de ingreso. ¿Cómo? Apelando a un supuesto
contraste entre el carácter de ambos grupos de alumnos. Según expresó el decano de
admisión de Harvard en la época, los estudiantes judíos eran afeminados, amanerados,
afectados e inestables, por oposición a los alumnos protestantes de clase alta, que eran
viriles y enérgicos.
El carácter aparece pues, desde los griegos hasta hoy, como un atributo masculino
de nobleza, amalgamando el dominio de género con la jerarquía social. En el fondo,
es la posesión de un privilegio, una expresión de poder. De allí que sólo quien tiene
carácter –en el mundo moderno, el hombre con riqueza, capital social y éxito– puede
reconocer en las otras personas (por deinición, mujeres y hombres desprovistos de
dinero y conexiones) una falta de carácter. Tales son también los ideales y los prejuicios
de nuestra época. Los héroes homéricos han devenido grandes comerciantes, banqueros
e industriales de carácter.
En in, la educación no es plural en su oferta de ideales humanos ni en cuanto
a modelos de la buena sociedad. Más bien, por el contrario, ella “imprime carácter”
tomando como prototipo las imágenes dominantes de su época y el entorno cultural:
literato, guerrero, santo, burócrata, empresario, poeta o gimnasta.
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El pluralismo en las culturas
A propósito del pluralismo, Isaiah Berlin escribió lo siguiente: “Me han dicho
que existe una oración hebrea que se reza al ver un monstruo: ‘Bendito sea el Señor
nuestro Dios que introduce la variedad entre sus criaturas’”. Nuestro ilósofo se sentía
cómodo en un mundo plural, donde interactúan múltiples grupos y culturas, estilos
de vida y formas de percibir y valorar. De ahí su admiración por Herder, que negaba
la superioridad de un pueblo sobre otro y apreciaba la diversidad de las culturas nacionales. Al interior de éstas, sin embargo, y para servir a su reproducción, se erigen los
sistemas educacionales. La pluralidad de las naciones hace la diversidad de los sistemas.
Pero no una pluralidad de sistemas formativos dentro de cada cultura nacional. El
pluralismo de la sociedad se detiene a las puertas de la escuela. Puertas adentro reina
el discurso de la integración. Y el principio nacional –nacionalista, en verdad– es la
base de dicha integración.
Ahora que estamos en tren de globalización, me pregunto cómo reaccionaría sir
Isaiah Berlin frente al horizonte donde va amaneciendo el siglo XXI. No lo sé. Pero
estoy seguro de que él reprobaría la idea de un imperio global, de un solo idioma
para la ininita variedad de comunidades humanas, así como los fundamentalismos
religiosos, los nacionalismos agresivos y el cosmopolitismo sin raíces en un lugar. ¿Y
qué nos diría de los escenarios futuros de la educación, que, si hemos de seguir las
pautas de la OECD, se anuncian todos más homogéneamente globales? Es difícil
saberlo. Hasta donde conozco sus escritos, poco escribió sobre educación. Y, cuando
lo hizo, uno percibe en el texto cierta incomodidad. ¿Sería el carácter inevitablemente
compulsivo, centrípeto, de valores impuestos como verdades de la razón lo que lo
mantenía alejado de nuestro tema?
La variedad, solía decir él, es una virtud. La gente podía profesar una profunda devoción hacia distintos ideales y, sin embargo, comunicarse y convivir en paz.
Incluso, consultado sobre el hecho de que los adolescentes de Beijing y Los Ángeles
parecían compartir una misma emoción al participar en un concierto de Madonna,
su respuesta fue: como quiera que sea, el lente a través del cual esos jóvenes ven a
Madonna no es el mismo en todo lugar. ¿Podría sostenerse lo mismo para el caso
del currículo de matemáticas o ciencias? De seguro que no, sobre todo ahora que
tomamos exámenes uniformes a los alumnos de Oslo, Taipei, Brasilia y Túnez. Y en
el caso de las humanidades, las ciencias sociales, la historia y los “temas transversales”
del currículo – incluyendo la educación cívica y sexual–, ¿sería posible imaginar un
programa pluralista, inspirado en Berlin?
Más bien, en la escuela el pluralismo horizontal de las visiones morales de
mundo debe dar lugar a la integración vertical de los principios verdaderos. La diversidad debe ser reducida a un mínimo común denominador. El currículo nacional
se encarga de operar esta compresión. Precisamente, existe para eso: seleccionar,
clasiicar, excluir y jerarquizar. Sólo por la fuerza –“violencia simbólica”, la llamaba
Pierre Bourdieu– puede imponerse la homogeneidad cultural. Al contrario, con el
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pluralismo lorecen la diferenciación, las innovaciones y –de vez en cuando– los
benditos monstruos de Isaiah Berlin.
La escuela, por su lado, es una poderosa máquina de contracción de la variedad.
No da a elegir; constriñe. Tolera la variedad, sí, pero a condición de sujetarla a su
propia lógica, una lógica de reglas, límites, grados, modelos y modales. Quizás a los
espíritus libertarios no les guste aceptar que para educar, o para aprender, se requieren
estructuras, disciplinas, pautas, regularidades, secuencias y, sobre todo, método. La
educación supone apartar al niño –que me perdone Rousseau– no sólo del hogar,
sino también de la naturaleza pluralista de la cultura, e introducirlo en el ambiente
altamente artiicial y orgánico de una institución total (Gofman). ¿O no es la escuela –con sus minuciosos dispositivos de vigilancia y castigo, de control y distribución
del tiempo, de tareas y recreos, de entradas y salidas– una expresión benevolente del
panóptico de Foucault?
Conservadores del temor
A su turno, el pluralismo, para seguir el hilo de la cuestión, es apreciación máxima
de la variedad como forma de libertad. Naturalmente, no piensan así los conservadores.
Ya lo sé. Del pluralismo ven emerger sólo esperpentos, amenazas y riesgos. ¿De dónde
viene este temor? Del hecho de que el pluralismo –al poner en relación a diversos
grupos y tradiciones, creencias e ideales– los relativiza a todos, obligándolos a exponer
sus fundamentos de valor, volviéndolos más autorrelexivos y menos propensos a ser
aceptados como un hecho natural. Al lado de un orden aparecen, entonces, otros
órdenes; de una jerarquía, una diversidad de ellas. Al inal, aun las tradiciones y los
dogmas son sometidos a examen.
Me parece que de ahí viene el gran miedo al pluralismo. Del temor a las mezclas,
al debilitamiento de los límites, a la libertad de elegir en la cultura, al decaimiento de
las censuras. El pluralismo, en efecto, lleva a vivir “vidas examinadas”. Obliga a traer
a Sócrates a colación. Saca a relucir el fundamento de las diversas posiciones y fuerza
a contrastar sus cimientos. Por lo mismo, provoca una inestabilidad de sentidos y signiicados. Y, sobre todo, crea condiciones para cuestionar el “principio de autoridad”.
Lo que más preocupa a los conservadores, a in de cuentas, es la confusión de rangos, el
desajuste de las distribuciones establecidas, la pérdida de nitidez de las clasiicaciones;
en breve, la promiscuidad simbólica que traería consigo el pluralismo.
Uno de los personajes de Shakespeare ha expresado poéticamente esta pesadilla:
“¡Oh! Una empresa padece bastante cuando se quebranta la jerarquía, escala de todos
los grandes designios. ¿Por qué otro medio, si no por la jerarquía, las sociedades, la
autoridad en las escuelas, la asociación de las ciudades, el comercio tranquilo entre las
orillas separadas, los derechos de primogenitura y de nacimiento, las prerrogativas de
la edad, de la corona, del cetro, del laurel, podrían debidamente existir?”.
El pluralismo, pienso que diría Berlin, es el “otro medio”, la mejor respuesta
posible, pues hay una gran variedad de formas de organizar las sociedades, asegurar
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los derechos, ejercer la autoridad, distribuir el poder y garantizar el libre comercio. En
cambio, insistir en la necesidad de un único orden para todos termina por ahogarnos
bajo una penosa indiferenciación. Contra corriente, el temperamento conservador
tiende a evaluar negativamente la diversidad y sus movimientos. Siente que son formas
a través de las cuales se maniiesta un principio de disolución. Particularmente, la
variedad sin centro ni jerarquía que caracteriza las situaciones postmodernas –donde
los lujos circulan en todas las direcciones (peor aún, convertidos en bits)– se le aparece
al conservador como la imagen más propia del caos; en perspectiva histórica, como
una nueva manifestación del decaimiento de la cultura (occidental).
Porque ¿qué ocurre cuando se pierde, o se deteriora irremediablemente, la noción de un bien absoluto y un mal absoluto? “hings fall apart; the centre cannot
hold” (W. B. Yeats). Para la manera de pensar conservadora, en esta circunstancia se
desploma todo un modelo (ideal) de educación, el cual, según ha dicho alguien, sólo
sería sostenible cuando las instituciones de socialización tradicionales –es decir, la
familia, la escuela y la iglesia– están intactas. ¿Por qué? Porque ellas proporcionan el
fundamento moral de la sociedad. Zbigniew Brzezinski, a quien cito aquí, completa
su diagnóstico señalando a continuación que, una vez debilitadas estas instituciones
tradicionales, la pedagogía de las almas queda en manos de la televisión y los medios
de comunicación y entretención. A diferencia de la escuela y sus pilares –la familia y
la iglesia–, estos medios, sin embargo, cultivarían un entorno negativo y disgregativo
donde “la avaricia, el libertinaje, la violencia, la autogratiicación sin límites, la ausencia
de recato moral [...] alimentan, rodeados de encanto, a nuestros niños”.
En suma, enfrentada al pluralismo mediático de estilos y modos de vida representados por la pantalla, los juegos electrónicos y la red –estos nuevos canales de
educación sentimental–, la escuela dejaría de ser una institución total y perdería,
en alguna medida, su poder de control sobre los lujos de información, imágenes y
símbolos que llegan a “nuestros niños”.
Dicho en otras palabras: el pluralismo de los medios de transmisión de la cultura,
al socavar el monopolio moral de la familia, la escuela y la iglesia, e introducir mayor
competencia en el ámbito de la socialización, redeine no sólo los procesos educacionales, sino que además plantea la pregunta sobre el control de los medios. Pues si la
televisión e internet son la continuación de la educación por otros medios, discurre
la mentalidad conservadora, entonces es hora de preocuparse, por un imperativo
pedagógico, de su control. ¿O acaso no se recubre la censura, habitualmente, de una
inalidad educativa y proclama el propósito anti dworkiano de salvarnos, incluso contra
nuestra voluntad, de las imágenes y las palabras que nos podrían dañar o perjudicar?
Platón proponía excluir a los poetas de su República2; ¿por qué no hoy, también, a los
mediadores de la sociedad de la información y la era electrónica?
Nietzsche, en cambio, tenía otra preferencia: “Yo expulsaría de un Estado ideal a los
llamados ‘eruditos’, lo mismo que Platón hizo con los poetas”.
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Formación de las elites en el medioevo
A su turno, si se piensa en democracia, ¿no sería posible concebir una educación
pluralista de las elites de una nación, sin necesidad de expulsar a poetas y eruditos?
¿O bien, por el contrario, toda sociedad necesita reproducir en su vértice superior las
estructuras, el carácter y el pensamiento de sus clases dominantes? ¿Hay que excluir a
los alumnos judíos más talentosos para favorecer a los blancos protestantes más sagaces?
¿Debe formarse a los miembros de la elite en el arte de mandar o en las especialidades
técnicas? ¿Ingenieros de obras o de almas? ¿Tribunos o emprendedores? ¿Para la plaza
pública o el mercado?
De hecho, las universidades surgen en el siglo XII con el propósito de dar una
nueva base intelectual a la formación avanzada o superior; esto es, para hacerse cargo de la preparación de cuadros profesionales y alimentar con hombres de Dios la
conducción de los asuntos eclesiásticos, el gobierno de la monarquía, los tribunales
superiores de justicia, la profesión médica y la cátedra como aquella que en esos días
ocuparon Abelardo, el maestro Godofredo y Fray Luis de León.
Desde el punto de vista del método, esta base debía conjugar razonamiento y
discusión; se debate una cuestión que, a través de la disputatio, debe llevar a una conclusión verdadera. En cuanto a los contenidos curriculares, la universidad medieval
busca recuperar la tradición clásica de las septem artes liberales, que hunde sus raíces
en la ilosofía griega y la cultura de los oradores latinos, desde Cicerón hasta Quintiliano. Sin embargo, los estudios más cuidadosos (Kimball, Cobban, Pedersen) datan
la emergencia del ideal normativo de la educación general o liberal, basada en las
siete artes del trivium (gramática, dialéctica, retórica) y del quadrivium (matemática,
geometría, astronomía y música), hacia la primera parte del siglo V, con Marciano
Capella. De allí será luego adoptado por las primeras universidades en París, Salerno,
Bolonia, Oxford y Cambridge.
¿En qué consistía este ideal? ¿Era uno o plural? ¿Tolerante o comprometido? Ante
todo, buscaba formar una elite compuesta de ciudadanos capaces de conducir, mediante
su saber y expresión, la vida pública de la sociedad. Para ello, la universidad debía
ofrecer no sólo conocimiento e información, sino, también, un código de conducta,
basado en los textos clásicos y su inspiración moral. “Educamos al perfecto orador”,
escribió Quintiliano, “quien debe ser un hombre bueno. Requerimos de él no sólo
un talento excepcional para comunicarse, sino, además, todas las virtudes del alma”.
Naturalmente, las primeras universidades tuvieron que cristianizar este ideal (en esencia,
propio de la cultura pagana grecolatina), tarea iniciada tempranamente por Casiodoro,
Gregorio de Tours e Isidoro, obispo de Sevilla. Existía, pues, un canon que seguir, un
tipo humano que inspiraba la acción pedagógica, una visión de mundo, y no varias,
en la cual debía inspirarse la educación.
¿Qué queda de esta rica tradición universitaria, de un solo carril es cierto, pero
profundamente enraizada en el humanismo de los antiguos? Muy poco, si acaso algo.
La formación general ha sido sustituida por una estrecha preparación profesional. El
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paradigma del buen uso del lenguaje –el del trivium– ha dado paso a las presentaciones powerpoint, las pruebas de respuesta múltiple y los tests de contestación corta.
Los manuales técnicos y las búsquedas en internet han reemplazado a los libros de
inspiración moral. La formación del ciudadano activo en la res publica se convierte
ahora en instrucción para variadas ocupaciones prácticas. El propósito de modelar a
las elites casi ha desaparecido del vocabulario de las universidades, o apenas se nombra
por temor a herir la sensibilidad democrática de las sociedades de masas. ¡Tocqueville
no se equivocaba!
La pregunta entonces es: ¿qué hemos perdido y qué ganamos? Y, más al fondo: ¿es
posible aún, y bajo qué condiciones, una auténtica educación liberal en las sociedades
contemporáneas?
¿Artes liberales para Chile?
En su origen, la idea de una educación liberal se halla indisolublemente unida al
ideal de personas libres y con tiempo para estudiar. En esencia se trata, pues, del ideal
de una educación no utilitaria, donde la libertad humana es el in de la educación
y la educación el medio de esta libertad. Una educación sustentada en los más altos
ideales de una cultura, al mismo tiempo que en sus más valiosas tradiciones, dirigida a
entrenar a una elite gobernante de ciudadanos activos, empeñada en dar una formación
general que un autor ha resumido como de ilósofos y oradores.
Las artes liberales así entendidas habrían sido el paradigma de la educación
ateniense, en estrecha conexión con el código de valores y la visión de mundo de la
aristocracia jónica. Luego, a lo largo de la historia, en diferentes épocas, este ideal
mantiene su impronta: tanto el modelo de una formación virtuosa como su sustento
material en una clase social en situación de ocio gracias al trabajo de las clases serviles.
Ahora que nuestras universidades proclaman este ideal, conviene preguntarse
si existen las condiciones para llevarlo a la práctica. Por lo pronto, no parece realista
imaginar que un sistema masivo de educación superior como el chileno pudiera –en el
conjunto de sus instituciones– asumirlo y acometerlo como tarea. No hay suicientes
alumnos con libertad y tiempo para estudiar ni puede la sociedad reservar este privilegio sólo para los hijos de una clase social. Al contrario, nuestro sistema de educación
superior está diseñado como un canal de movilidad, es un dispositivo de acceso y
certiicación, un medio para el progreso material y humano, una fase preparatoria
para el desempeño de ocupaciones en el mercado laboral. Su impronta y su ideología
son democráticas y no aristocráticas.
¿Qué posibilidad tienen, en tanto, las universidades más selectivas de actuar, así no
sea en la intimidad de sus claustros, como instituciones formadoras de elites y de regirse
por el ideal normativo de la educación liberal fundada en el humanismo de los modernos?
Sin duda, sus alumnos cuentan con el tiempo y los recursos suicientes. Pero las instituciones, ¿reúnen ellas también las condiciones necesarias para abordar esta función? Aquí
conviene recordar el lapidario diagnóstico de Ernest Boyer sobre la educación de pregrado
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en Estados Unidos. Hay pocos académicos, decía él, que maniiesten alguna convicción
respecto de lo que todos los alumnos deberían aprender. El currículo carece de unidad y
coherencia. No hay claridad de objetivos. Tradicionalistas e innovadores compiten por
autoridad e inluencia. Y la propia fragmentación de las facultades y escuelas diiculta
ofrecer un programa de formación general. ¿Acaso no ocurre algo parecido en Chile?
Pero hay más. Las elites de una sociedad democrática deberían formarse en las
virtudes de la esfera pública y no sólo en las disciplinas y normas del mundo privado.
¿Están nuestras universidades formadoras de dirigentes en condiciones de pasar este
test? Lo dudo. Su vocación se ha privatizado; la res publica ha sido penetrada por la
racionalidad del homo economicus. Enseguida, la formación de mujeres y hombres
libres necesitaría hoy, como condición ineludible, acoger en el currículo y en los
claustros el principio del pluralismo de los valores, exigencia que corre a contramano
del paradigma de un único y monolítico código de valores, sea de una clase social, una
ideología política o una creencia religiosa. Más, ¿no es así como se perilan nuestras
universidades de elite? Son prisioneras, todas ellas, del espíritu de la técnica; heideggerianamente dicho, si puede cometerse esta osadía, ellas actúan “en el horizonte de la
utilización”; son, antes que nada, un engranaje del mundo instrumental. Esto y algo
más: su “misión” expresada en el lenguaje de los valores y las virtudes: emprendedora,
confesional, laica, crítica, comprometida, regional, compleja.
Nos topamos, pues, aquí, de nuevo, con la intrínseca tensión entre los exigentes
ideales del pluralismo y las duras realidades de una educación que, especialmente en el
terreno de la formación de las elites, aspira a transmitir un código unitario de valores,
una visión de mundo preferida y excluyente, una sola perspectiva –y no varias– sobre
lo que constituye la buena sociedad. Esta tensión recorre la literatura sobre la forma de
encarar la educación cívica en una sociedad liberal. ¿Debería ella exponer a los jóvenes
al abanico de todas las posibles formas de vida de la polis? ¿O, por el contrario, debería
ella tomar partido y ofrecer nada más que una fundamentación racional del régimen
de vida democrático, según sostienen algunos?
Si se elige este último camino, se procurará formar a las elites en ciertos valores
que hacen posible y protegen la libre elección de formas de vida, como la tolerancia,
el respeto por la diversidad y la universalidad de los derechos humanos. Pero, ¿basta
con esto –tolerar, respetar, universalizar– para formar ciudadanas y ciudadanos apasionadamente comprometidos con un ideal de vida y de conducción para la polis?
Seguramente no. Más si se opta por cultivar la pasión y el compromiso, pronto se
termina en un callejón sin salida en dirección al pluralismo. Isaiah Berlin queda fuera
de juego. Y ya bien entra en escena el espectro del Leviatán –el Estado-tutor, intrusivo
y pedagógico– o bien aparecen las falanges misioneras con sus estandartes encendidos.
Segmentaciones y estratiicaciones
Una manera por completo diferente de concebir el pluralismo educacional tiene
que ver con la propia organización y diferenciación de las sociedades y su relejo en
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los sistemas educacionales. Durkheim dice por ahí que todo sistema educacional se
presenta bajo un doble aspecto: es, al mismo tiempo, uno y múltiple. Uno en su
estructura nacional, su forma burocrática, su pretensión de cobertura universal, su
reconocimiento del derecho a la educación. Múltiple, agrega él, en la misma medida
en que “existen tantos espacios diversos de educación cuantos son los diferentes ambientes sociales en esa sociedad”.
Diferentes ambientes sociales signiica aquí, en realidad, desigual distribución de
los capitales habilitantes –económico, social, cultural– con los que nacen los niños
en su hogar. La lotería de la cuna. Signiica, luego, diferentes procesos de transmisión cultural, comunicación educativa, socialización y aprestamiento para la carrera
escolar. Diferentes en el campo y la ciudad, entre familias burguesas y obreras, en el
seno de hogares católicos y evangélicos, entre patricios y plebeyos, señores y villanos,
brahmanes y sudras.
En sociedades muy simples y primitivas, quienes controlan el poder controlan
también el acceso a los bienes materiales más valorados, el gobierno de los súbditos,
la deinición del buen gusto, los canales de comunicación, las tecnologías del conocimiento y la relación con los dioses. En ellas, los atributos de la excelencia –personal
y social– se encuentran monopolizados por un solo grupo. Sólo sus miembros se
proclaman y reconocen como portadores del mando y la virtud, árbitros de la belleza
y la moral, dispensadores de oportunidades y sanciones. No es raro, por tanto, que
tengan de sí mismos una imagen exaltada. Son, por atribución social, los individuos
inteligentes, exitosos, enérgicos y eicaces. Tanto así, que de ellos solía decirse que
eran los elegidos de los dioses. En las sociedades contemporáneas, por el contrario,
las fuentes del poder, la riqueza, el conocimiento, la moral y la belleza se hallan más
ampliamente distribuidas. Operan como sistemas (más o menos) separados, cada uno
de acuerdo a su propia racionalidad, modos de evaluación y formas de legitimación.
Por oposición a las sociedades monistas de antaño, las nuestras son –o aspiran
a ser– pluralistas. Hay una variedad de jerarquías, las tradiciones son débiles y necesitan ser argumentadas en público, las formas morales virtuosas son múltiples y
no necesariamente excluyentes, los medios de control e inluencia aumentan y se
diferencian, los canales de comunicación se vuelven más porosos y lexibles. Por eso
mismo, nuestras sociedades no toleran fácilmente que el poder político, económico,
cultural y moral se concentre en un solo grupo. Rechazan la idea de que las virtudes
o la inteligencia o el mérito se encuentren asociados al género (masculino), al éxito
(económico), al nacimiento (en una clase social o grupo étnico), a una determinada
ideología o creencia religiosa.
Más bien, los agentes individuales se conciben a sí mismos (al menos en el terreno
moral) como iguales en dignidad y derechos y reclaman para sí un reconocimiento
como tales e iguales oportunidades para demostrar sus talentos y acceder a ocupaciones
y cargos. En esta combinación de principios –pluralismo de las formas de vida, igualdad de oportunidades para acceder a atributos valorados y rechazo de toda pretensión
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Cuestiones de sociologı́a no 8 (2012). ISSN 2346-8904.
adscriptiva– se expresa, justamente, el ethos moderno. Éste repudia insinuaciones como
que existirían personas que –para decirlo con las antipáticas metáforas de la plaza
pública– “no dan el ancho” o “no tienen dedos para el piano”, precisamente por no
pertenecer a una determinada clase o carecer de los atributos de género o no compartir
las creencias que se supone son atributos privativos de los llamados a mandar.
En esto, precisamente, consiste el principio democrático moderno. En distinguir
y separar la autoridad de la jerarquía social, las oportunidades de la herencia, el mérito
de la adscripción, la representación de la propiedad, los negocios de la política, los
intereses privados de los asuntos públicos. Repugna a este principio la insinuación
de que hay personas por naturaleza inferiores y superiores, llamadas a mandar y a
obedecer, dignas e indignas de ocupar un cargo, virtuosas y carentes de valores. Pedir
a una sociedad en tren (rápido) de asumir su carácter pluralista que se deje conducir
por quienes habrían nacido para hacerlo (como ocurría en sociedades muy simples y
primitivas) parece, por lo mismo, un argumento inconsistente.
La pregunta que surge naturalmente es ésta: si acaso estos ideales y pretensiones
permean también a la escuela y los sistemas educacionales. ¿O es que una y otros se
resisten, por el contrario, a asumir la narrativa y las prácticas democráticas? En un
momento habremos de volver sobre esta cuestión. Pero antes debemos ocuparnos de
otra pregunta, cuyo trasfondo ilumina en parte las diicultades que se enfrentan al
abordar el vínculo entre democracia, pluralismo y educación: ¿cómo puede exigirse a
la educación que ella desconozca la causa material, el material, la materia con que ella
trabaja –esto es, la inteligencia–, cuya distribución no es igual entre las personas, sino
que se hallaría determinada al nivel de una genética del alma?
Origen de la inteligencia
Alguien le pregunta: ¿es usted inteligente? Uno titubea, se sonroja (porque estima
que sí lo es) o se atemoriza (porque cree que no lo es o, en cualquier caso, no tanto
como quien le dirige la pregunta). ¿Qué hacer en esta situación? Si en vez de responder
usted cuestiona la pregunta, y pide examinarla antes de responder, entonces, al menos,
estará usted en sintonía con la evidencia contemporánea.
En efecto, no hay una deinición común de este concepto, ni siquiera dentro de
las disciplinas que lo estudian. ¿Puede sorprender, entonces, que hayamos llegado a
aceptar que inteligencia es lo que miden los tests de inteligencia; es decir, un desempeño
superior al promedio en exámenes de respuestas cortas, no relacionadas con ningún
campo particular de actividad? Los estudiosos llaman a esta habilidad inteligencia “g”,
por general, y la miden como un CI (coeiciente intelectual). Algunos “descubrieron”
que diferentes razas, sexos y grupos exhibían distintos niveles de CI, por lo cual supusieron que la inteligencia es hereditaria.
Cuando murió Albert Einstein en 1955, los expertos se preguntaban si este notable
cientíico tendría un cerebro diferente al de otras personas de su época y condición.
Luego, a comienzos de los años ochenta, dos famosos neuroanatomistas –Scheibel
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¿Educación, pluralismo y democracia? Relexión en fragmentos
y Diamond– lo escrutaron minuciosamente. Constataron que había algunas sutiles
diferencias. Pero, ¿qué deducir de ahí? ¿Se nace cientíico por obra del cerebro o el
cientíico se hace a lo largo de una carrera de vida a partir de ciertos componentes
de interés vocacional, motivación y personalidad y bajo determinadas condiciones
familiares, escolares, sociales, académicas y culturales?
Si Einstein hubiese nacido en Alto Hospicio, ¿habría llegado a ser lo que fue? O
si hubiera nacido antes que Newton, ¿habría sido él el Newton de su siglo? ¿Y qué
organización de las neuronas, o velocidad de sus conexiones, explicaría a otros personajes, como Joyce, Lenin, Ford, Picasso, la Mistral o Bill Gates? ¿Y qué cabe esperar
de sus descendientes? ¿Se hereda la inteligencia del novelista, el líder revolucionario,
el empresario, el pintor, la poeta o el innovador?
En este punto entra la otra escuela sobre la inteligencia, denominada “contextualista” o “interaccionista”. Según ésta, la inteligencia es un potencial cognitivo –algo
relacionado con el funcionamiento de ciertos centros neuronales especíicos– que
se desarrolla mediante una compleja trayectoria de interacciones con el entorno
físico, social y cultural. El cerebro no es una máquina heredada, sino un organismo
plástico que selecciona, se adapta, crece, se transforma y aprende. Así, el desempeño
más modesto de los hijos de La Pintana en tests de CI, o en exámenes tipo Simce o
PSU, se explicaría más fácilmente por una combinación de menores oportunidades
de aprendizaje al nacer, interacciones menos favorables, un contexto físico-social y
cultural más estrecho, una codiicación más limitada del lenguaje, escuelas de baja
calidad, menores expectativas por parte de los docentes, etcétera, que por una herencia
deicitaria o el tamaño del cerebro.
Efectivamente, la inteligencia tiene mucho que ver con el capital cultural heredado,
con el conocimiento aprendido y con los contextos en que se exhiben comportamientos
inteligentes. Por ejemplo, provenir de una familia “conocida” y “exitosa” no asegura,
pero sin duda facilita, aparecer y actuar como una persona “inteligente”. O, al menos,
exhibir alguna de las múltiples inteligencias que describe Gardner, particularmente en
los dominios donde más importan el capital social y los comportamientos estilizados.
En suma, cuando se insiste en usar el CI o los exámenes de aptitud para envolver de
una manera estadísticamente tolerable las inaceptables diferencias sociales, la pregunta a
hacer es ésta: ¿es esto propio de la inteligencia o nada más que una muestra de astucia?
¿Admite la escuela la diversidad social?
Antiguamente, el pensamiento conservador era profundamente pesimista respecto
de la naturaleza humana, en particular frente a la inteligencia de los niños provenientes
de los estamentos bajos de la sociedad. En este punto, como en otros, era un pensamiento decididamente antiroussoniano. A diferencia del maestro ginebrino, para quien
todos los hombres nacen iguales y salen perfectos de manos del Autor de la naturaleza,
los conservadores estimaban que se nace para un destino: la tropa, la iglesia o el foro,
según las palabras con que Rousseau criticaba esta posición. A su turno, sostenían
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ellos, dicho destino se halla preconigurado por la desigual distribución de la inteligencia, la cual, sospechosamente, parecía disminuir a medida que se descendía por la
pirámide social. Hoy, este radical pesimismo sólo se mantiene entre quienes creen que
la inteligencia se hereda a través de procesos genéticamente determinados. En tanto,
las posiciones progresistas del autor del Emilio –todavía ayer caliicadas como de un
insoportable romanticismo social– han terminado por imponerse, incluso allí donde
perdura el pesimismo conservador.
En verdad, no todos los conservadores se han vuelto progresistas en asuntos de
inteligencia social. Aún algunos rechazan la idea roussoniana de que los hombres, si
bien nacen libres e iguales, mientras tienen igura humana “los encadenan nuestras
instituciones”. Su optimismo recién adquirido, como suele ocurrir con quienes cambian de fe o su paradigma de pensamiento, tiende ahora a la desmesura. En efecto,
confunden igualdad natural con igualdad de origen socio-familiar. Quien haya visto
la película Machuca y tenga buena memoria, reconocerá de inmediato dónde reside
el error, pues el ingreso de Machuca –el hijo de la población– a su nuevo colegio –de
hijos acomodados– revela, de golpe, el abismo que existe entre las familias, hogares,
viviendas, comunidades, vecindarios y clases sociales a que pertenecen aquél y éstos.
Son ésos dos mundos dramáticamente separados por el lenguaje, el trabajo, los
ingresos, el estatus ocupacional de los padres, el empleo del tiempo libre, las prácticas
de socialización de los niños, las iestas que celebran, los dolores que tienen, los vicios
en que incurren, las culpas que sienten, el trato que dispensan a los extraños, su relación con el colegio, sus costumbres amorosas y su suerte a la hora del golpe militar.
Éstos no son mundos naturales; han sido construidos por el hombre, desgarrados
por la sociedad, enfrentados por la cultura. Los niños que nacen en uno u otro no
nacen en un campo de juego nivelado; desde el primer día unos adquieren ventajas y
los otros acumulan desventajas que se irán acrecentando a lo largo de los años, hasta el
momento de ingresar a la escuela. Sus experiencias de nutrición, cuidado de la salud,
afecto, estímulo cognitivo, ejercicio físico, desarrollo del lenguaje, interacción familiar
y con sus pares, exposición a los medios, desarrollo de su identidad y autoestima, todas
estas experiencias diieren dramáticamente en estos dos mundos y terminan poniendo a
sus hijos en condiciones completamente distintas frente a la escuela y la cultura escolar.
No puede extrañar, por lo mismo, que mientras unos están destinados a ingresar
al colegio de Gonzalo Infante, donde sus padres pagarán cien o doscientos mil pesos
por su educación, los otros –pertenecientes al mundo de Machuca– deberán ir a la
escuela municipal, donde la sociedad gasta modestísimos treinta y cinco mil pesos
por alumno. ¿Cómo podría esta escuela compensar tal cúmulo de desigualdades? A
esa altura en la vida de los niños, la igualdad natural roussoniana hace rato ya que
ha desaparecido, sepultada tras el feo rostro de la desigualdad institucionalizada que
caracteriza a nuestra sociedad.
En estas condiciones, pedir a la escuela o a experimentos aislados de integración
escolar que restituyan el estado natural de la igualdad roussoniana resulta, más que
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¿Educación, pluralismo y democracia? Relexión en fragmentos
un gesto de optimismo, lisa y llanamente, una ingenuidad. Así como a la escuela le
resulta difícil, casi imposible, admitir el pluralismo de la cultura contemporánea, ella
es renuente también a la diversidad social que generan las desigualdades. En uno y otro
caso su idelidad es, primero que todo, con las jerarquías de la sociedad y la cultura.
Resultados desiguales
Las explicaciones simples, aunque sean equivocadas, desplazan las explicaciones
más complejas, aun si éstas se hallan respaldadas por la evidencia empírica. Ésta
parece ser la ley de bronce en sociedades que se alimentan a través de los medios de
comunicación. Donde con mayor claridad se maniiesta esta ley es en nuestros debates
educacionales. Por ejemplo, cada vez que se dan a conocer los resultados del Simce
vuelven a imperar las malas explicaciones. Habitualmente, ellas giran en torno a una
supuesta superioridad de los colegios privados sobre los establecimientos públicos.
Por lo pronto, tal comparación es equívoca. Funde en una sola categoría colegios
privados pagados y subsidiados, cuyos resultados son muy distintos (diieren en alrededor de 40 puntos). Enseguida, es una comparación sesgada. Mientras las escuelas
primarias subsidiadas –municipales y privadas– gastan alrededor de treinta y cinco
mil pesos por alumno al mes, las particulares pagadas incurren, en promedio, en un
gasto cuatro o cinco veces superior. ¿Qué sentido tiene comparar el oro con el hierro?
El sesgo se incrementa todavía más al considerar que los colegios subsidiados atienden
al ciento por ciento de los niños provenientes de los grupos socioeconómicos bajo,
medio-bajo y medio, mientras los colegios privados pagados sólo reciben niños del
estrato medio-alto y alto. ¿Cómo comparar lo exclusivo y excluyente con lo inclusivo
e incluyente?
Pero esto no es todo. Los datos disponibles –para Chile y el mundo– desmienten
la pretendida superioridad privada. ¿Cómo así? Muy simple: una vez que se controla
por el origen sociofamiliar de los alumnos, las escuelas públicas obtienen, en general,
mejores resultados que las privadas. Los resultados de la prueba PISA son concluyentes
a este respecto a escala internacional. En el caso de Chile, en tanto, se observa que los
colegios municipales logran mejores resultados que los privados subvencionados entre
los alumnos provenientes de los grupos bajo y medio-alto y resultados estadísticamente
similares entre los alumnos del estrato medio-bajo. Sólo entre los alumnos del grupo
socioeconómico medio los establecimientos privados subsidiados se desempeñan mejor
que los municipales.
¿Qué pensar sobre las demás explicaciones que se ofrecen para airmar una supuesta
(pero inexistente) superioridad privada? Caen por su propio peso. Los resultados de los
establecimientos privados pagados son básicamente producto del origen social de sus
alumnos y del gasto adicional en que incurren las familias acomodadas. Poco tienen
que ver, en cambio, con la propiedad, autonomía o gestión de estos colegios. Pues, si
así fuera, ¿cómo explicar las signiicativas diferencias de logro que se producen entre
estos colegios pagados y los particulares subvencionados, sujetos ambos, en lo básico,
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a un mismo régimen de libertades?
Del mismo modo, el hecho de que las escuelas municipales muestren, en general,
un mejor desempeño que las privadas subsidiadas revela que elementos como el estatuto
docente, el mayor o menor grado de centralismo o la libertad de contratar y despedir
profesores no tienen el peso que les atribuyen las malas explicaciones.
En suma, no existe una brecha público-privada. Las brechas que sí existen son
de origen social, de gasto y de segmentación del sistema escolar. Tampoco hay superioridad privada. Más bien, hay un neto predominio de las explicaciones equivocadas
sobre las correctas. Todo esto conduce a un debate distorsionado por mitos e ilusiones.
En vez de preocuparnos por lo que realmente importa –esto es, la baja efectividad
de la mayoría de los establecimientos, independientemente de su carácter municipal
o privado subsidiado–, nos dejamos llevar por la ley de bronce que, a la postre, sólo
conduce a ignorar la realidad.
¿La educación privada aporta más o menos pluralismo?
En estos días que corren, el Colegio Mackay –nacido en el cerro Alegre como
Valparaíso Artizan School, inicialmente con cuatro alumnos– celebra 150 años de
existencia. Según escribió el historiador F. A. Encina, Peter Mackay, su fundador,
adoptó el plan de estudios y la concepción ingleses de la enseñanza, orientados hacia
la formación del carácter.
Con todo, la educación privada tiene origen anterior en Chile; de hecho, su
historia se entreteje, conlictivamente a veces, con nuestra historia republicana. El
Reglamento de Maestros de Primeras Letras, de 1813, la reconoce como “un servicio
a la Patria muy recomendable”. Al comenzar la última década del siglo XIX, había
1.207 escuelas iscales de nivel primario y 547 privadas, de las cuales 187 pertenecían
a la Iglesia Católica. Diez años antes, bajo el impulso del obispo metodista William
Taylor, se habían fundado las primeras escuelas misioneras protestantes: el Santiago
College y el Iquique English School.
Como muestra un estudio publicado recientemente por la Universidad Adolfo
Ibáñez –Calidad de la educación: claves para el debate–, la matrícula privada creció fuertemente durante la primera mitad del siglo XX, llegando a contribuir con un tercio de
la matrícula total del sistema (primario, secundario y superior) en 1957. Hoy representa
más de la mitad. Es un mito, por tanto, creer que la educación privada tiene en Chile
una corta historia o que habría surgido al compás de las políticas neoliberales de los
años ochenta del siglo pasado, bajo el régimen militar. Incluso su inanciamiento por
medio de un subsidio iscal comienza a mediados del siglo XIX, mucho antes de que
aparecieran en el horizonte Milton Friedman y los vouchers. De hecho, ya en 1876 se
registran 119 escuelas privadas subvencionadas.
Más adelante, la Ley de Educación Primaria Obligatoria, de 1920, consagra una
subvención por alumno matriculado en colegios sostenidos por instituciones de beneicencia y sociedades de cualquiera clase, siempre que fueran gratuitos y cumplieran
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con las demás disposiciones de la ley.
¿Es Chile una anomalía en cuanto admite la libertad de enseñanza en su
ordenamiento jurídico básico? Para nada. En efecto, la Declaración Universal de los
Derechos Humanos (1848) consagra el derecho preferente de los padres a escoger el
tipo de educación que habrá de darse a sus hijos. Y el Pacto Internacional de Derechos
Económicos, Sociales y Culturales, del año 1966, refrenda que los padres son libres
de escoger para sus hijos escuelas distintas de las creadas por la autoridad pública y
asienta el derecho de los privados para establecer y dirigir instituciones de enseñanza.
Uno de los argumentos en favor de la enseñanza privada es que ella puede aportar
mayor pluralismo educacional a las sociedades democráticas, aunque sea creando un
archipiélago de opciones en medio de la uniformidad estatal. Se aplicaría aquí, con
beneicio, la regla maoísta: “que lorezcan mil lores, que compitan cien escuelas de
pensamiento”. Con todo, ¿es así? ¿O esta aparente pluralidad de ofertas no es otra cosa
que una diferenciación y estratiicación de las oportunidades y canales formativos que
ofrece una sociedad desigual?
Y, más en general, ¿podría la educación concebirse nada más que como un asunto
entre privados, ajena a cualquiera consideración y responsabilidad públicas? ¿No se
corre el riesgo, de optarse por esta alternativa, de confundir pluralidad de instituciones
con reproducción de posiciones adscritas? Y, más al punto de nuestro debate actual,
¿debe el Estado admitir que en su jardín lorezcan todas las lores, incluso tolerar
confundidas entre ellas que crezca la maleza del lucro?
Lucro y educación: ¿vicio y virtud?
La tajante oposición entre lucro, principio del comercio, y educación, formación
de las almas, posee una larga historia. Se expresa por primera vez, dramáticamente,
durante la Edad Media. San Bernardo, a comienzos del siglo XII, condena a los banqueros por vender tiempo, propiedad exclusiva de Dios, y a los maestros de escuela
por vender conocimiento, que sólo a Dios pertenece. Luego, el Concilio de Letrán,
en 1179, proclama la gratuidad de la enseñanza. Tras esta oposición, de carácter moral, se sugiere, además, una necesidad social: la enseñanza de los estudiantes pobres
(la mayoría) sólo es posible en los colegios catedralicios, sostenidos por la renta y las
prebendas eclesiásticas. Sin subsidio no hay educación popular.
Cuando surge el Estado moderno, éste se hace cargo de extender este principio
y de responder a esa necesidad social mediante la provisión masiva de enseñanza pública. De paso, obtiene el control sobre la principal palanca de integración nacional.
Sin Estado docente, se dirá, no puede existir la nación cultural. Pero, ¿qué ocurre con
la expansión de capitalismo después de la revolución industrial? J. S. Mill, en 1869,
plantea en nuevos términos las viejas cuestiones. La educación pública, airma, coexiste ahora con escuelas propietarias (particulares pagadas), con escuelas sostenidas
por fundaciones y, también, con el ímpetu de quienes ofrecen el servicio educacional
a cambio de dinero. Y, en seguida, formula dos preguntas claves: “¿Es la educación
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una de aquellas mercancías cuya provisión, en la cantidad y calidad requeridas, puede
entregarse al interés rival de los vendedores? ¿Es la educación una necesidad pública que
se halla suicientemente satisfecha por el estímulo común del principio del comercio?”.
Sus respuestas muestran que es un liberal bien temperado. Por un lado, aboga por
el derecho de las fundaciones a proporcionar educación en nombre de la diversidad y los
derechos de las minorías. Por el otro, aunque desconfía de la uniformidad característica
de la provisión pública, admite su presencia como una necesidad social. Y, en cuanto al
comercio en la educación, alega que sólo puede contribuir a la sociedad bajo adecuadas
regulaciones, debido a la existencia de lo que hoy llamaríamos fallas de mercado y
asimetrías de información. En efecto, sostiene que “cuando la ignorancia del cliente
es grande, el motivo del comercio (i. e., el lucro) actúa mucho más poderosamente en
la dirección de una competencia en las artes del engaño y la autopromoción que del
mérito”. Ergo, Mill se sitúa en las antípodas del pensamiento neoliberal. El Estado
chileno buscó tempranamente seguir esta directriz milliana. Como ya se señaló, la Ley
de Instrucción Primaria Obligatoria (1920) establecía una subvención por alumno en
favor de escuelas sostenidas por todo tipo de agentes privados. Tal ha sido la tradición
nacional, no siempre bien lograda por el lado de las regulaciones. La LOCE es sólo
un botón de muestra.
En suma, Chile hace rato optó por la colaboración público-privada en su sistema
escolar. Y, apartándose de san Bernardo, ha creído posible compatibilizar el servicio público, la ilantropía y el principio comercial. Mi propia visión, más próxima a la de Mill,
es que conviene mantener esta tradición, mejorándola, sin retroceder a los tiempos en
que las sociedades aún no emprendían los caminos de la secularización y la diversidad.
Si el pluralismo no puede instalarse dentro de la escuela, por lo menos que se
haga parte de su entorno, de la sociedad civil. Esto, claro está, bajo el supuesto de que
el Estado cuide de nivelar el terreno de las oportunidades y evite que la diversidad de
ofertas se convierta meramente en una manera de reproducir las ventajas y desventajas
de diferentes clases y grupos sociales.
Estado y educación
¿Cuál debería ser entonces el rol del Estado en relación a la educación obligatoria
en sociedades que valoran las libertades personales, el pluralismo y la diversidad de
los modos de vida, la equidad en la medida de lo posible y la colaboración públicoprivada en la producción y gestión de los bienes públicos?
Ante todo, debe garantizar que estos valores se expresen en la organización del
sistema y en el desarrollo de los procesos de enseñanza y aprendizaje. Así lo establece,
por lo demás, la Declaración Universal de los Derechos Humanos, el Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales y la Convención sobre los
Derechos del Niño. Signiica alentar una provisión mixta, con establecimientos que
tienen diferentes formas de propiedad, ejercen distintas formas de gestión y deinen
su propio proyecto educativo.
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Enseguida, corresponde al Estado inanciar la enseñanza obligatoria provista por los
establecimientos acreditados. Podrá hacerlo otorgándoles los recursos directamente o
por medio de subsidios que siguen al alumno; asignando estos recursos exclusivamente
en función del costo de los insumos o considerando, además, criterios de desempeño y resultados; coniriendo un trato igual a los diferentes tipos de sostenedores o
diferenciando entre ellos, ya bien por su carácter público o privado o en función del
costo que tiene formar alumnos de diferente origen sociofamiliar y capital cultural.
Adicionalmente, es responsabilidad del Estado deinir las bases del régimen de
escolarización obligatoria (su duración, ciclos, tiempos de instrucción y certiicados),
del régimen curricular (contenidos y estándares nacionales), del régimen laboral docente
(requisitos para impartir enseñanza, estatuto del profesor, organización de la carrera) y
del régimen de aseguramiento de la calidad (formas de evaluar nacionalmente el rendimiento de los establecimientos, el aprendizaje de los alumnos y de acreditar escuelas).
Por último, recae en el Estado el cumplimiento de otras tres funciones esenciales. Primero, deinir bajo qué formas debe organizarse la provisión educacional de
los establecimientos gestionados públicamente (si a nivel local, provincial, regional
o central). Segundo, determinar el grado de autonomía de gestión que deben tener
estos establecimientos (para elegir métodos de enseñanza, examinar y promover a sus
alumnos, contratar y despedir profesores, administrar sus propios recursos, etcétera).
Y, tercero, implementar programas de apoyo para mejorar la equidad y la calidad del
sistema, especialmente en beneicio de los alumnos con mayores necesidades y las
escuelas más postergadas.
Si el Estado cumpliera bien estas funciones, su rol sería democráticamente enérgico y podría alcanzar, al mismo tiempo, una alta eicacia sin imponer un desmedido
lastre burocrático al sistema. El problema es que en Chile el Estado carece de las
capacidades, los instrumentos y la voluntad necesarios para operar con efectividad
dentro de este diseño. No ha deinido un marco de regulaciones que sea legítimo y
suiciente. El inanciamiento de los proveedores públicos y privados no es congruente
con el costo de una enseñanza de calidad y está lejos de cubrir las necesidades de los
alumnos más pobres. Al régimen curricular le faltan estándares que permitan exigir
más a las escuelas. El régimen laboral docente es rígido y traba la autonomía de los
establecimientos municipales, imponiéndoles a sus sostenedores gastos que éstos no
están en condiciones de cubrir. No existe un régimen que permita acreditar a los establecimientos y supervisar su desempeño pedagógico. Y los programas de apoyo para
establecimientos rezagados son débiles y limitados.
La gran transformación
Paradójicamente, sin embargo, varios de los cambios socioculturales que comienzan
a emerger en Chile –como la airmación de valores igualitarios, el reconocimiento de
diferentes formas de vida, las aspiraciones de movilidad y modernidad, el pluralismo de
posturas éticas, el reclamo de derechos individuales y el protagonismo de las mujeres,
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entre otros– tienen su base en la creciente escolarización de la población. Sin duda,
ésta es la mayor contribución de la educación a la sociedad chilena. A ella aportan
sus esfuerzos tanto el sector público como el privado, el gobierno y la sociedad civil.
Obsesionados como estamos con las mediciones del éxito escolar, los rankings de
colegios y las comparaciones internacionales de resultados del aprendizaje, tendemos
a pasar por alto los efectos sociales más profundos de la expansión educacional. Particularmente las elites, acostumbradas a gozar de todos los beneicios de la educación
para sus herederos, parecen no haberse percatado de la revolución que está ocurriendo
a su alrededor. El hecho de que la gran mayoría de los niños y jóvenes acceda ahora a
doce años de escolarización, y que una proporción creciente continúe sus estudios en
el nivel superior, no les llama la atención. ¡Ceguera selectiva! Sin embargo, para los
grupos que recién empiezan a hacerse parte de la cultura escolarizada, el cambio es de
grandes proporciones. Signiica apropiarse de los códigos esenciales de la modernidad
y dejar atrás las servidumbres tradicionales que imponen el monopolio de la información y el conocimiento a favor de los sectores ilustrados. Representa la conquista de
la propia dignidad personal; en términos kantianos, ingresar a la mayoría de edad. Es
una apertura del mundo, el logro de un estatus moral y de derechos que hasta hace
poco les era negado.
Asistimos, pues, al nacimiento de un nuevo contrato social. En efecto, ¿cabe imaginar un cambio más radical y sustantivo del orden social? ¿Qué noción de persona,
de ciudadanía, de libertad o de democracia puede existir en una sociedad que segrega
a una parte de sus miembros del sistema educacional, limitando tempranamente sus
perspectivas existenciales?
En las sociedades contemporáneas, los accesos –al mundo del trabajo, a la cultura, a la
esfera pública, a la prosperidad privada, a los lenguajes del conocimiento y la información,
a Internet y las redes globales– se hallan controlados por la educación. El sistema escolar,
al extender a todos la franquicia educacional, cierra un largo ciclo de exclusiones y crea
en Chile, por primera vez, las condiciones para una sociedad desarrollada.
El desarrollo no es única ni primordialmente una cuestión del PIB o de acumulación de ventajas en un sector ubicado en el vértice de la sociedad. Al contrario, es una
cuestión de derechos, de distribución del poder y el conocimiento, de ejercicio efectivo
de las libertades. En breve, una cuestión de naturaleza esencialmente cultural. Para
nosotros, por tanto, el Simce más vital y decisivo debiera ser un examen de la medida
en que la sociedad supera la exclusión escolar y del grado en que abre las puertas de
la enseñanza superior. En ambos frentes, el progreso es innegable.
A partir de aquí debemos preocuparnos ahora por democratizar también los logros
de aprendizaje de nuestros niños y jóvenes. Para ello es imprescindible cerrar las brechas
que dividen los resultados de la educación según clases y estratos sociales. Superada
la etapa de las exclusiones corresponde, en lo que viene, transformar los privilegios
educacionales en oportunidades iguales para todos. ¿Pero podríamos aspirar, además,
a un mayor pluralismo en el interior de nuestras escuelas?
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¿Educación, pluralismo y democracia? Relexión en fragmentos
Fragmentos inconclusos
La cuestión del pluralismo en la educación –es decir, si acaso pueden reconciliarse
Isaiah Berlin y Émile Durkheim– gira en torno de dos ejes: el carácter jerárquico y la
estructura de controles (orden) de los sistemas escolares y la escuela, por un lado, y,
por el otro, la distribución desigual de los capitales habilitantes mediante los cuales los
distintos grupos sociales (clases, estratos) acceden a los procesos de transmisión cultural.
En general, como hemos podido ver aquí, la sociología de la educación no concibe
fácilmente una relación intrínseca entre su objeto –por ejemplo, la transmisión cultural
mediante dispositivos altamente reglados– y las formas democráticas de regular las
distribuciones del poder. De hecho, el propio tema de este artículo apenas aparece
mencionado en los trabajos de sociología de la educación. Incluso, el tema más comprensivo, de las relaciones entre educación y democracia, suele no ir demasiado lejos
cuando se sujeta a los intereses del análisis sociológico.
Quizás el más serio e interesante esfuerzo en la dirección de establecer y dilucidar,
desde el punto de vista de la sociología, el vínculo entre democracia y educación sea el
desarrollado por Basil Bernstein en su escrito “Democracia y derechos pedagógicos”.
Conforme al argumento central allí planteado, para volverse operativo este vínculo
supone tres derechos fundamentales relacionados entre sí que habrían de hallarse
institucionalizados en el sistema y las escuelas.
Primero, el derecho que Bernstein llama al “refuerzo”: derecho de los alumnos a
ser más en el plano personal, intelectual, social y cultural, a la vez que de adquirir los
medios para la comprensión crítica y el descubrimiento de posibilidades. Constituye el
fundamento y la condición de la conianza en sí mismo y operaría a nivel individual3.
Segundo, el derecho a ser incluido social, intelectual, cultural y personalmente. No
signiica ser absorbido, pues incluye también el derecho a ser independiente, autónomo. Es una condición de comunidad y opera a nivel social. Tercero, el derecho a
participar en el discurso y la práctica mediante las cuales la educación crea, mantiene y
transforma el orden. Es una condición para la práctica cívica y opera, en consecuencia,
al nivel de la política.
Pues bien, para que estos tres derechos funcionen como principios internos de
regulación de la escuela y el sistema escolar, sería necesaria, señala Bernstein, una
distribución igualitaria de accesos a la elaboración de imágenes de sí mismo, de conocimientos, posibilidades, recursos y adquisiciones. Al contrario, como muestra la
sociología de la educación –desde Durkheim hasta Bourdieu y el propio Bernstein–,
la escuela y el sistema escolar producen (y reproducen) una distribución desigual de
todos y cada uno de estos derechos, afectándose con ello la participación, la inclusión
y el reforzamiento para los distintos alumnos, grupos y clases.
“Descubrimiento de posibilidades”. ¿No podría estar aquí el punto de arranque de un nuevo
modo de pensar el pluralismo en la educación? ¿No será que el currículo, aun el más rígido, en su
propia unidad, transmite un mundo de posibilidades diversas a los diferentes alumnos?
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Cuestiones de sociología 8, 39-61 (2012), ISSN E 2346-8904 21
Cuestiones de sociologı́a no 8 (2012). ISSN 2346-8904.
En efecto, el orden externo (de la sociedad) se impone con fuerza irresistible a la
escuela y el sistema, transmitiéndoles, a través de sus alumnos y de la organización y
distribución de los procesos de enseñanza, sus propias estratiicaciones, jerarquías y
desigualdades. No signiica que la educación opera, sin más o groseramente, como
un mero “aparato ideológico” al servicio de la reproducción de la clase dominante.
Sólo dice que “el sistema educacional es un producto y reproductor crucial de recursos discursivos dentro del campo simbólico” (Bernstein). O, dicho con otra fórmula
bernsteiniana, muestra “cómo las relaciones de poder se transforman en discurso y el
discurso en relaciones de poder”.
El complejo proceso mediante el cual opera esta mutación al interior de las familias
y las escuelas –ya sea de manera formal o informal, visible o invisible– es esencialmente
pedagógico, institucional y sistémico; tiene que ver con reglas de selección y distribución, con formas de socialización y comunicación en el hogar y el aula; en breve, con
los dispositivos de transmisión cultural.
De allí que no resulte fácil hablar de una forma sociológicamente coherente y
signiicativa de la relación entre educación y democracia, aunque más allá de este
particular dominio se extiende un amplio campo para la ilosofía, la retórica, las
buenas intenciones políticas y el legítimo interés por procurar el bienestar de la polis
y promover los múltiples y contrarios valores y ines últimos en que ponemos nuestros
sentimientos, nuestras razones y nuestra devoción.
Pero, ¿pluralismo en la educación...?
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RECIBIDO: 8/5/2012; ACEPTADO: 25/6/2012
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