María de Castilla. Segovia, 14.XI.1401 – Valencia, 4.IX.1458. Infanta de Castilla, Reina de Aragón, esposa de Alfonso V.
Hija primogénita de Enrique III de Castilla y de Catalina de Lancaster; su nacimiento, que tiene lugar a los ocho años del matrimonio de sus padres, hacía perder la condición de heredero al infante Fernando, hermano del monarca castellano. Fue jurada heredera del reino en las Cortes reunidas en Toledo, en enero de 1402; el nacimiento de su hermano Juan, en marzo de 1405, la desplazaba a su vez de la herencia del trono, pero el testamento de su padre disponía que fuera su sucesora caso de que aquél muriese sin descendencia, y ordenaba, además, su matrimonio con su primo Alfonso, hijo del infante Fernando y de Leonor de Alburquerque. Se trataba de una maniobra destinada a garantizar la fidelidad del poderoso infante tras el fallecimiento del Rey, que se adivinaba inminente, y la prolongada minoría de Juan II.
El infante Fernando respetaría el trono de su sobrino, pero puso en marcha un proyecto, que le convertiría en dueño de Castilla, edificado sobre los matrimonios de sus hijos y el control de las órdenes militares. Fue en Castilla el sólido apoyo que Benedicto XIII precisaba, especialmente desde el fracaso de la denominada via compromissi para la solución del Cisma, en junio de 1408; por eso, logró el apoyo pontificio para aquellos proyectos, las imprescindibles dispensas pontificias para los impedimentos canónicos que suponían, y el necesario soporte para que sus derechos al trono de Aragón, a la muerte de Martín I, fuesen reconocidos por los compromisarios reunidos en Caspe, en junio de 1412. Para entonces, era el gran príncipe cristiano, cuya conquista de Antequera había sido oportunamente magnificada por una propaganda bien orquestada.
En ese esquema encaja el matrimonio de María y Alfonso; en abril de 1408, se firma en Tordesillas el contrato matrimonial y se solicitaba la correspondiente dispensa. En virtud de dicho matrimonio, Alfonso obtenía título ducal y, como esposo de la infanta, una posibilidad verosímil de heredar el trono castellano; a María se le otorgaba como dote el marquesado de Villena, después conmutado por una suma de 200.000 doblas, garantizada con la hipoteca de las villas de Roa, Arévalo, Madrigal, Sepúlveda y Dueñas.
Convertido Fernando en rey de Aragón, y jurado su hijo Alfonso heredero del reino por las Cortes reunidas en Valencia en enero de 1415, era el momento de reclamar el cumplimiento de los compromisos matrimoniales.
María se despidió de la Corte castellana en Valladolid, después de las fiestas de Pascua (ese año fue el 31 de marzo), y emprendió el viaje acompañada de un impresionante séquito presidido por Sancho de Rojas, obispo de Palencia, una de las principales figuras del partido aragonés en Castilla, que sería enseguida promovido a la silla de Toledo.
Fue recibida en Requena, agotada por el viaje, lo que obligó a retrasar la celebración del matrimonio, inicialmente prevista para el domingo día 9 de junio.
Entró en Valencia el 11 de junio; fue solemnemente recibida por la ciudad que había de ser su residencia favorita. La ceremonia tuvo lugar al día siguiente y fue oficiada por el propio Benedicto XIII.
La salud de la que, menos de un año después, sería reina de Aragón, fue siempre muy precaria y afectó severamente a su vida. Pocos días después de la boda, estuvo nuevamente enferma; también lo estaba en el momento de la muerte de Fernando I (abril de 1416) e igual circunstancia se producía en Teruel en mayo de 1418 cuando, junto a su esposo, se dirigía a Zaragoza para recibir al legado apostólico, Alamán Ademar, lo que obligó a Alfonso V a proseguir el viaje en solitario. Los problemas de salud de la Reina constituyen una circunstancia casi permanente, en varias ocasiones con seria amenaza para su vida, lo que no le impidió desarrollar una importante labor de gobierno en circunstancias políticamente muy difíciles, y dejar constancia de su extraordinaria personalidad y cualidades.
Su relación conyugal, por esas u otras razones, es prácticamente inexistente. La prolongada y, después, definitiva ausencia de Alfonso V en Italia, retenido por los asuntos de Nápoles, y la necesidad de la presencia de María en los estados peninsulares, es una buena justificación de la habitual separación del matrimonio; no obstante, ya en 1417, mucho antes de que se plantease la aventura italiana, era noticia ampliamente extendida la distancia entre los esposos. La intensa correspondencia entre ambos era consecuencia de la minuciosidad con que Alfonso V se ocupaba a los asuntos del reino, sobre los que remitía instrucciones; los términos afectuosos que habitualmente contienen estas cartas eran los que exigía la imprescindible corrección, y no deben inducir a engaño respecto a la distancia insuperable que, con respecto a ella, mantuvo su esposo, a pesar de las reiteradas demandas de María para que volviera, o su esperanza siempre defraudada de viajar a Italia. Alfonso V ni siquiera la mencionó en sus disposiciones testamentarias.
Su presencia al frente de los asuntos del reino de Aragón, muy en especial en el difícil gobierno del principado de Cataluña, es de excepcional importancia; lo ejerció con gran eficacia, fiel a las instrucciones recibidas del Rey, atendiendo lo mejor posible las insaciables demandas de dinero que exigía la política italiana: muy especialmente en el momento del primer regreso, tras el desastre de Ponza, enfrentándose una vez más a una laberíntica negociación con las Cortes, a pesar de la gravedad del momento, y en tantas otras ocasiones en que lo exigieron las operaciones militares o las delicadas maniobras políticas de Alfonso V, siempre muy caras. Fue nombrada regente del reino en mayo de 1420, poco antes de que el Rey partiese hacia Italia en la primera expedición, y ostentó el cargo durante el tiempo que duró esta primera ausencia, hasta noviembre de 1423.
Después ejerció el cargo con diversas interrupciones y modificaciones, tales que, en alguna ocasión, llevaron al propio Alfonso V a advertir a su hermano Juan que no convenían a la dignidad y autoridad regia. Tales sustituciones respondían esencialmente a los planes del infante Juan sobre la política castellana y al hecho de que éste se iba definiendo como heredero de un reino que, evidentemente, carecía de heredero directo. Nuevamente lugarteniente del reino en 1432, vio reducido su ámbito de actuación solamente a Cataluña en enero de 1436. Alfonso V acababa de resolver favorablemente la grave crisis consecuencia de la derrota de Ponza, decidió hacer la paz con Castilla para atender con plena libertad los asuntos de Italia, y deseó otorgar a su hermano Juan la máxima autoridad para negociarla, hecho que, efectivamente, logró unos meses después.
En noviembre de 1438, María fue nombrada nuevamente regente de la totalidad del reino; la decisión se debió, sin duda, a las nuevas posibilidades que se ofrecían a los infantes en Castilla, llamados por el propio Álvaro de Luna en un desesperado intento de imponerse a la nobleza: este nuevo intento, que culminó un año después con el triunfo de los infantes y el destierro de Álvaro, aconsejaba dejar libre a Juan de las preocupaciones aragonesas.
Nuevamente en 1446 aparece María como lugarteniente únicamente de Cataluña: fue la derrota de Olmedo (19 de mayo de 1445), que parecía destruir definitivamente los proyectos del “partido aragonés” en Castilla, lo que justificaba este retorno de Juan a los asuntos aragoneses. Desde luego, Alfonso amonestó severamente a su hermano para que ese retorno fuera definitivo y no obligase a nuevos y humillantes relevos de la Reina. María permaneció como lugarteniente de Cataluña hasta octubre de 1453, en que, durante su viaje a Castilla para desarrollar una delicada misión diplomática, fue sustituida por Galcerán de Requesens; a su regreso no recuperó su cargo, que fue ocupado por Juan durante un tiempo: en todo caso, en 1457 María aparece nuevamente como lugarteniente de Cataluña.
Su labor al frente del Gobierno del reino se desarrolló en medio de graves dificultades, debidas en primer lugar a la propia ausencia del Rey, lo que, entre otras cosas, obligaba a la convocatoria de Cortes, cuya celebración requería la presencia de aquél; las demandas de dinero fueron ocasión de graves tensiones que la Reina hubo de afrontar, no siempre con éxito, con un derroche de tacto. Si las dificultades fueron grandes en el conjunto de la Corona, revistieron especial gravedad en el caso de Cataluña, que vivió algunos de los momentos más graves en la evolución de viejas y casi insolubles cuestiones vinculadas entre sí: es el caso del problema remensa, que adquiría un instrumento de lucha al ser autorizada por Alfonso V la constitución de un Sindicato Remensa (1448), o la pugna entre la Busca y la Biga, que alcanzaba uno de sus puntos culminantes en 1453, precisamente durante la lugartenencia de Galcerán de Requeséns, profundamente enfrentado a la Biga. Todas estas circunstancias, agravadas por la ausencia del Monarca, dificultaron extremadamente la gestión de gobierno de María y acabaron conduciendo a la guerra civil.
Otro de los problemas importantes del momento fue la solución final del Cisma de Occidente; como era habitual, la Reina se movía teniendo siempre muy presente la voluntad del Rey, decisivamente impuesta por la política italiana y el enfrentamiento que de ella se derivó con el pontífice Martín V. Al morir Benedicto XIII, en mayo de 1423, María y el concejo de Valencia tomaron la iniciativa de poner cerco a Peñíscola y capturar a los cismáticos que procedían a la elección de Clemente VIII. La actitud de la Reina recibió el reconocimiento del Papa, que recomendaba a Alfonso V seguir aquel ejemplo, pero no del Rey que, en ese momento decidía elevar el tono de su enfrentamiento con el Pontífice.
María hubo de rectificar inmediatamente. La sublevación napolitana, que ponía fin a la primera estancia de Alfonso V en Italia, decidía a éste a un choque frontal con Martín V, resucitando un cisma que parecía agonizar y prohibiendo a sus súbditos aceptar cualquier decisión o nombramiento procedente de Roma. Pese a los intentos de Martín V, que escribió a la Reina y a varios prelados aragoneses, quedó paralizada toda acción hostil contra los de Peñíscola. Las negociaciones finales para la extirpación del Cisma, en íntima relación con la política castellana, fueron ocasión de nuevas y decisivas intervenciones de la Reina.
Probablemente fue su protagonismo en las difíciles relaciones con Castilla una de las máximas contribuciones de la Reina; su intervención contribuyó a lograr treguas o paces en momentos de especial gravedad y permitió a Alfonso V salir airoso de situaciones que podrían haber concluido en severos reveses.
Las primeras acciones se remontan a 1420, cuando el golpe de Estado de Tordesillas abrió en Castilla el largo enfrentamiento entre los infantes de Aragón y Juan II: intervino entonces la Reina ante su hermano para que evitase los enfrentamientos. Después, tras la prisión del infante Enrique (junio de 1422), su esposa Catalina huyó a Aragón, donde fue acogida por su hermana María, hecho que provocó la primera protesta de una embajada castellana en Nápoles. Los acontecimientos castellanos suponían un grave obstáculo para la política italiana porque provocaban una importante disminución de las rentas familiares que la financiaban.
En junio de 1424, una embajada aragonesa intentó establecer contactos en Castilla, dividir al Consejo, separar al infante Juan de Álvaro de Luna, y lograr la liberación de Enrique; la propuesta oficial era la celebración de una entrevista personal de los reyes aragonés y castellano. Cuando fracasó esta iniciativa, los aragoneses propusieron una entrevista de María y su hermano, Juan II; sólo lograron una vaga aceptación que, además, no dio lugar a dicha reunión, porque Alfonso V optó por un alarde bélico que sólo pretendía reforzar la negociación.
La intervención más importante de la Reina tuvo lugar en 1429. Desde abril de ese año, Alfonso V estaba decidido a una acción sobre Castilla que restableciera el flujo de las rentas de su familia hacia Aragón; esperaba lograr un levantamiento de la nobleza castellana, que no se produjo. La decidida intervención de la Reina y del legado pontificio, Pedro de Foix, que se interpusieron entre el ejército castellano y el aragonés (28-30 de junio de 1429), logró detener las hostilidades y permitió la retirada honrosa del ejército aragonés, cuyo fracaso resultaba inevitable. Es indudable que Alfonso V había utilizado a su esposa como seguro en caso de que el curso de las operaciones no fuera favorable, lo mismo que forzó la intervención del legado, quien, a cambio de una difícil maniobra diplomática, obtenía la definitiva extinción del Cisma.
En 1435, a punto de expirar las treguas concertadas con Castilla, tuvo lugar la derrota de Ponza. Nuevamente María, junto con su cuñada Blanca de Navarra, salvaron la difícil situación de Aragón obteniendo de Castilla una imprescindible prórroga de dichas treguas.
Ello permitiría la negociación de una paz, firmada en Toledo en septiembre de 1436, que el infante Juan valoró como el comienzo de una nueva etapa de la presencia del partido aragonés en Castilla.
La muerte de Álvaro de Luna creó nuevas posibilidades para los aragoneses en Castilla, aunque un posible retorno del infante Juan causó inquietud a muchos; el deseo de paz en Aragón forzó al infante a ceder en todas sus exigencias. Por ello, acudió a la reina María para que interpusiese su mediación y lograse unas condiciones de paz ventajosas. Llegó a Valladolid el 11 de noviembre de 1453; un mes después (7 de diciembre de 1453) se firmaba un acuerdo, apenas un alto el fuego, que restablecía el libre comercio y designaba jueces para establecer la mutua reparación de daños. María recibía en tercería las villas en litigio hasta su oportuna restitución.
Muerto Juan II, prosiguieron las negociaciones para la firma del definitivo acuerdo (octubre de 1454) entre Enrique IV y el infante Juan, confirmado por éste unos meses después, en virtud del cual obtenía razonables compensaciones a sus rentas perdidas en Castilla.
Por mediación de la Reina, se logró también una reconciliación del príncipe de Viana con su padre, que supuso la salida de prisión de aquél.
Su estado de salud empeoró desde comienzos de 1457; el 21 de febrero, estando en Zaragoza, otorgó testamento. Abandonó esta ciudad en agosto, severamente enferma, camino de Valencia; tras una obligada detención en Segorbe, llegó a su destino el 19 de octubre en un estado que parecía indicar su próxima muerte. Sin embargo, recuperada en parte, su existencia se prolongó todavía un año.
En esta ciudad recibió la noticia del fallecimiento de su esposo, pocos días después de ocurrir este suceso (27 de junio de 1458). Otorgó un codicilo el 31 de agosto, que ya no pudo firmar. Falleció cuatro días después. Fue sepultada en el monasterio de la Santísima Trinidad, que ella había dotado para las clarisas.
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Vicente Álvarez Palenzuela