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Gianni Carchia. "Glosa sobre la posmodernidad" (1982)

Translation of Gianni Carchia's essay "Glossa sulla post-modernità" (1982).

“Glosa sobre la posmodernidad” (1982) Gianni Carchia Traducción por Gerardo Muñoz Del concepto de “posmodernidad” es posible identi car fundamentalmente dos signi cados, según tenga un valor inmanente o externo al ámbito estético. Sólo en el primer caso, en lo que podría de nirse como el signi cado "débil" del término, el concepto parece hacer justicia a su de nición. Por tanto, es necesario, en primer lugar, medir el espacio que separa su de nición en términos de racionalidad estética de la relativa a la racionalidad sociológica. A partir del programa estético protoromántico que fue el primero en registrar el impacto sin precedentes producido por la Revolución Francesa en el cuerpo del arte, es posible observar una brecha esencial entre el proyecto de modernidad estética y la intención de práctica social modelada por un modo de producción capitalista con estructura técnico-industrial. Podemos arriesgarnos a a rmar paradójicamente que fue el arte, y no la técnica, el que se presentó como la verdadera y plena conciencia de lo nuevo y de la modernidad al aceptar plenamente el desafío lanzado por la técnica, el arte accedió a presentarse como su realización integral. Esto conecta con la estructura metafísica íntima de lo “nuevo”: es la construcción anticipada de la muerte, liberada de su signi cado orgánico y natural, o la construcción de lo transitorio y efímero. La modernidad signi có precisamente esta diferencia con respecto a la racionalidad del hombre clásico “postarcaico”: ya no es sólo una "mimesis de los muertos", como en la primera estructuración de la razón civil fuera del caos de la naturaleza inmediata, sino más bien una fabricación consciente de los muertos, su incesante acumulación, cuyo sello es el destino "atómico" del hombre. La construcción de los muertos en la tecnología, sin embargo, es intrínsecamente ambigua, dada su conexión inextricable con las formas propietarias del capitalismo; la ambigüedad reside en el hecho de que la revelación radical de la fugacidad provocada por la tecnología apunta al mismo tiempo a los propósitos de la razón instrumental. En de nitiva, la técnica quiere ser una colonización incluso del territorio de la muerte, su naturaleza es apropiativa y es imposible separarla de las estructuras de dominación social que la conforman en el fondo. Sin embargo, en la anticipación de la muerte intentada por la técnica también hay un núcleo, más profundo, que quiere expropiar al hombre precisamente de este intento extremo de apoderarse incluso de la muerte. Éste es el punto en el que se a anzó la revuelta del arte moderno, que en cierto sentido quiso presentarse como la realización emancipada de la propia técnica. Esto es lo que Nietzsche tenía en mente cuando hablaba de la “voluntad de poder como arte” o de un “superhombre” que no es en absoluto la encarnación del delirio del potencia de la técnica, sino más bien la curación gracias al arte “clásico” de su delirio antropocéntrico. El carácter originalmente desapropiador de la técnica sólo se encarnó realmente, y gracias a sus limitaciones sociales, en el arte. Sólo éste, a partir del siglo pasado, en sus expresiones modernas ha podido unir la construcción arti cial de la fugacidad, no a la a rmación del hombre y su nihilismo destructivo, sino a la revelación de su raíz natural, es decir, de su mortalidad mundana. Si la técnica es traspropiante, el arte moderno expropia, tal como Marx quería que lo hicieran los proletarios. El debate actual sobre la “posmodernidad” se mueve en la misma ambigüedad que rodea al concepto de moderno cuando se le pide que designe igualmente campos opuestos y no dispares de racionalidad estética y técnico-social. Pero, antes que nada, surge la pregunta sobre el signi cado del “post” y del “después” atribuido a la situación actual. Es entonces difícil evitar la impresión de que buena parte de las de niciones sociológicas recientes de la “posmodernidad” están socavadas por un hegelianismo irremediable, una herencia subterráneo y soterrada de las losofías de la historia del siglo diecinueve; esto es, un legado que es todavía más tenaz cuanto más insisten en su carácter posdialéctico. ¿Por qué la modernidad no siempre nos ha anunciado su suicidio? ¿Y no se debe esto precisamente a que, como construcción apropiativa de la muerte, ésta siempre se ve obligada a anunciar falsamente su propia decadencia? Después de todo, ¿no hemos tenido ya la muerte del arte de Hegel, el n de la prehistoria de Marx, hasta los años cincuenta, cuando Gehlen habló de post-histoire? El caso es que lo nuevo es en esencia un mal in nito, es una hipérbole a la que no se puede llegar sino en esa misma ausencia de fronteras y de horizontes limitantes que es la dimensión de la muerte. ¿Qué pasará entonces cuando lo nuevo decrete su n? Nada más que una con rmación de la lógica a la que este anuncio es intrínseco y constitutivo. Al n y al cabo, toda moda es siempre la última moda. Aprés moi, le déluge, es el signo con el que cada nuevo hombre sale a la luz con fuerza: sólo con él la muerte será verdaderamente de nitiva. Si ésta es la condición intrínseca de lo nuevo, es decir, el hecho de tener inscritos en su propio seno el correo y la muerte, no hay duda de que sólo el arte puede soportar sin miedo su in nidad mala. Sólo el arte puede tener el valor de llamarse posmoderno, sin temer el riesgo de caer de nuevo en la antimodernidad. El arte posmoderno, de hecho, es sólo una forma diferente del antes, del avant de ayer: en el continuum de la modernidad, estas referencias temporales deberían entenderse más propiamente como metáforas espaciales. Indican el lugar descentralizado del arte respecto del miedo a lo nuevo y la imposibilidad de abandonarse a ello, que son intrínsecos a la estructura apropiativa de la técnica. Esta angustia de que el arte no reprime parece demostrarse más bien en los discursos que remiten la noción de posmodernidad a la estructura misma de la racionalidad extraestética actual. Por supuesto, no basta con decir que este concepto es sólo la enésima profecía del declive intrínseco a la modernidad, a su ascenso como decadencia. Los hechos que revela son reales. Se trata de la decadencia del mundo industrial, del n de la producción, del paso de la era mecánica a la cibernética, en de nitiva, de todo lo que la sociología de ne desde hace mucho tiempo como la transición hacia un capitalismo postindustrial o, dicho de otro modo, en términos marxistas, como una transición a su dominio real, el del capital cticio. Ante esta situación, que no es más que el índice de una brecha entre tecnología y producción o de la imposibilidad de la tecnología de realizar ese in nito malo que es lo nuevo, hablar de “posmodernidad” como “nueva” (si es nueva, ¿no es moderna?) atributo de la racionalidad social, es una empresa ambigua. Si es legítimo en el campo del arte, donde no en vano tiene su lugar de origen (en la postmodern fiction estadounidense) y donde su débil valor designa un acto más de la dialéctica de la vanguardia “post-aurática”, el concepto sociopolítico de “posmodernidad” aparece más bien como la misti cación renovada a la que recurre la razón técnica para negar la promesa de lo nuevo que ella misma ha anunciado. Para seguir sobreviviendo, también se está dispuesto a difundir el falso anuncio de su muerte.