“Glosa sobre el Humanismo”
Gianni Carchia
Trad. Gerardo Muñoz
*L’erba voglio, núm. 29/30, octubre de 1977.
Desde el surgimiento de la sociedad burguesa, y a lo largo de todo el curso de su
existencia, el énfasis sobre el hombre ha sido el precio pagado al desarrollo y a la
autonomización del valor de cambio, así como a la reificación progresiva de las
relaciones humanas. Cuanto más crecía la deshumanización capitalista —la
«composición orgánica» de la sociedad y de los individuos— tanto más el referente
de la ideología, no importa de qué signo, se tornaba —contra lo artificial, lo ficticio
y lo despótico de esas relaciones— lo natural, lo genuino, lo humano. Pero si, para
la apologética burguesa, la invariancia de la naturaleza humana era una garantía
evidente del sistema planetario de explotación, fue fatal el equívoco que, sobre este
mismo terreno, llevó al movimiento proletario a exaltar, contra el capital y la
injusticia de las relaciones de producción, el trabajo y el mero despliegue de las
fuerzas productivas, puestos como el equivalente general del sujeto y del hombre
emancipados. Los mismos recordatorios y advertencias de Marx, en la Crítica del
programa de Gotha, no bastaron —en virtud de un enraizamiento tenaz de la teoría
en una opción naturalista y positiva, aunque crítica— para iluminar a los proletarios
en lo que respecta al hecho de que, como se había escrito con todas las letras para
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desenmascarar a la economía política, el capital y el trabajo son los dos polos de una
relación única, que hay que tomar o que hay dejar en bloque y no uno solo de sus
componentes. Donde Hegel había definido, glorificándolo, el despliegue de la
esencia de la sociedad capitalista como un proceso en cuyo interior la sustancia
deviene sujeto, sus adversarios inmediatos, materialistas y existencialistas, se
dirigieron a encontrar el sujeto verdadero y auténtico en el reverso del sujeto
«automático» del capital, que procede de la alienación, el cual era puesto de relieve
por la dialéctica hegeliana; tal sujeto se convirtió una vez más, a veces míticamente,
en la sustancia, la naturaleza humana, sólo que ya no falsificadas y desfiguradas. Lo
humano se configuraba aquí como algo subterráneo, un substratum temporalmente
perdido y recubierto por la exteriorización de toda relación inmediata, vital, pero
destinado, tras el dolor de la alienación, tras la odisea de la historia como
«prehistoria» o como «caída», «exterioridad», a resurgir y triunfar. De aquí viene el
abandono ciego, sea optimista o desesperado, a las fuerzas de la razón objetiva, del
progreso, de la historia. La teoría que reivindicó lo humano, frente a su alienación y
capitalización, sólo pudo hacerlo, sin embargo, ignorando que precisamente tal
corrupción, lejos de estar en conflicto con la esencia humana que se reveló
históricamente, no era ni más ni menos que el resultado de su exaltación, la
prolongación de sus rasgos naturales, exterminadores y portadores de muerte.
Es por eso que, descifrados hasta el final, el comportamiento humanista y el
antihumanista no se revelan alternativos, sino inmediatamente idénticos. Si, por una
amarga ironía, es correcto el reproche de idealismo dirigido por el estalinismo al
Lukács de Historia y conciencia de clase y al comunismo radical, esto es así porque
en aquellos idealistas repletos de peligros termina, no ya la impaciencia del gesto
revolucionario, sino la insistencia en el extrañamiento y en la reconducción con
respecto a lo humano como ejes de la crítica al capitalismo, una insistencia que luego
será común —como crítica del fetichismo y llamado a la «vivencia»— a la
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fenomenología y al existencialismo. Nada resulta más paradójico que el reclamo de
una superación de la alienación por medio del retorno a un sujeto humano, para
volverlo, de ser posible, más propietario de lo que ya lo es, como si el
antihumanismo, la unión final entre el capitalismo y la barbarie, no estuviera inscrito
en el mecanismo de la autoconservación generalizada, en ese ser universalmente
humano que cancela y erradica todo lo que no lo refleja. Hoy en día, por último, se
ha vuelto claro que el referente humanista, incluso en sus variantes más radicales,
no es sino la expresión invertida de la «antropomorfosis del capital», de la «muerte
del hombre». Pero el antihumanismo profesado por el pensamiento dominante y,
ante todo, por el estructuralismo —el cual también, con una ironía tan profunda
como involuntaria, sustituye a la filosofía con las «ciencias humanas»— continúa
siempre, precisamente en cuanto «mímesis de lo muerto», dirigiéndose a los
objetivos de la autoconservación y del sujeto: humanismo travestido. Esto se
evidencia en el hecho de que en él se plantea el problema de un viraje en el
pensamiento —como un problema de «decisión», «elección», «voluntad»— en
términos en sumo grado subjetivos. Pensar realmente de modo no ya humanista no
equivale, entonces, a pensar en términos antihumanistas, todavía y siempre
despóticos, arbitrarios, violentos: en una palabra, humanistas. No se sale de la
dialéctica, del daño de una mala historia, solamente cambiando su signo,
«poniéndola de cabeza»: cada inversión decidida de ella es sólo su enésima
confirmación. Tomar distancia del hombre, de su historia de sujeto posesivo en el
cual se continúa, sin ser reconocida, la naturaleza irreconciliada, no significa
entregarse, identificándose con el agresor, a la deshumanización en curso, a la
objetividad de un camino recto, en última instancia, aunque sea de sujetos
impersonales.
La crítica de la ideología, la confrontación entre la realidad y sus premisas ideales,
el desenmascaramiento de la falsa conciencia y de la falsa reconciliación hoy en día
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se han vuelto —incluso en la forma extrema adoptada por la «Teoría crítica»— vanas
por la absoluta integración en la sociedad tardo-capitalista de los ámbitos propios de
la apariencia y de lo humano, fuera de la dominación y de lo reificado: la cultura, la
crítica, la democracia. Sin embargo, incluso si esta integración ha mostrado que la
referencia al significado, a la plenitud, al valor de uso: en una palabra, al hombre, no
es más que la coartada de la barbarie y que ya no se puede invocar, si no es con mala
conciencia, la consecuencia de todo ello no es el abandono a la verdad de los hechos,
a lo inhumano de la supervivencia. Lo no humano, aquello que ha permanecido fuera
de la dialéctica y de la falsa alternativa entre humanismo y antihumanismo, tal es
quizás la utopía del pensamiento: algo que no está en la afirmación o, viceversa, en
la muerte violenta del hombre y de la apariencia, sino más bien en su suspensión y
desaparición. ¿Cuál sería el perfil de un pensamiento que se nutre de lo no humano,
de la huella de aquello que no existe ya o no todavía, de lo ya no, nunca todavía,
humano, de aquello que en el humano no es impíamente subjetivo y natural? Aun si
su presagio —en cuanto límite, inquietud, promesa— alimenta todo el idealismo, de
la doctrina de lo inteligible en Kant al autorreconocimiento del espíritu absoluto en
Hegel, hasta el reino de la libertad en Marx, eso todavía tiene aquí, sin embargo, una
función de resarcimiento, compensación, reintegración. Constituido sobre el dolor
de la apariencia, del autorreconocimiento, de la historia, lo no humano no parece
poder nunca liberarse verdaderamente, en el idealismo, de sus malas y culpables
raíces: su gratificación tiene todas las características, sólo que de signo invertido, de
su odisea.
No humano, radicalmente diferente, sería en cambio, quizás, un momento que hay
que exhibir en el gesto de despedida dirigido a la dinámica idealista, como adiós a
una exaltación de lo humano llevada hasta su punto de explosión. Sería la renuncia
a sustituir al dios muerto por un humano que, perdiendo el sentido de su identidad,
se expande, según un impulso devorador, hasta vaciar y anexionarse —como
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totalidad— todo límite, toda trascendencia, todo infinito. Sería rechazo al sujeto que
reivindica, exige, hace; disposición a darse a aquello reprimido y prisionero en sí y
fuera de sí, acogiéndolo en sí y quitándole así su mala urgencia inmediata. Sería —
como diferencia— aquella línea donde la mezcla impura de sujeto y objeto, que es
el carácter de la dialéctica realizada, al fin, disolviéndose, se separa. Así, lo no
humano, puesto que no cae en el movimiento de la historia, tampoco es la
inmovilidad del mito: más bien, es la detención de la historia; puesto que no coincide
con la expansión del sujeto, tampoco es su mera anulación: es más bien su agrietarse;
puesto que no es uno solo con la exaltación de la conciencia, tampoco es el silencio
informe del inconsciente: es más bien su voz irreductible. Desintegración de las
identidades, deshacerse de las totalidades: no porque sus fragmentos —las asimetrías
y lo informe forzados a «salir fuera»— se vuelvan otra vez contradicciones,
momentos motrices del destino del mundo, pero tampoco porque se abandonen a su
ciega deriva, blancos fáciles de nuevo del veredicto de la dialéctica: sino más bien
porque persisten en su no-identidad.
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