Fundaciones míticas del rock (aFro)argentino
Norberto Pablo Cirio, Instituto Nacional de Musicología “Carlos Vega”/Buenos Aires, Argentina
No hay resistencia sin expresión musical. En las luchas sociales,
culturales y políticas de América Latina ha resultado fundamental.
La música es una parte de la vida y de las transformaciones
sociales que intentamos realizar.
Adolfo Pérez Esquivel
E
l libro The Black Atlantic: Modernity and Double Consciousness, de Paul Gilroy (1993), da un giro a la teorización sobre la esclavitud sursahariana al conceptuar a sus víctimas ya
no actores pasivos sino agentes capaces de propiciar espacios
de negociación e, incluso, subvertir tal situación en diferentes grados y posibilidades. A diferencia de enfoques previos,
de corte nacionalista o de absolutismo étnico, propone como
unidad de análisis al Atlántico y, al adjetivarlo negro, lo cifra el
espacio relacional que Europa arbitró con África y América, de
cuyos tráfico, económico y de saberes, se favoreció durante tres
siglos y medio. Así, posiciona a la cultura de la diáspora negra
como unidad de sentido supranacional tan antigua como el
surcado de los buques negreros, disparadores de la gestación de
esta contracultura de la modernidad en tanto microsistema o
cronotopo (Bajtín 1987) por ser
analizar esas sociedades desde la mentalidad europea. Gruzinski
rompe tal linealidad porque entiende a la identidad como un
caleidoscópico accionar de direcciones e intereses, fecundando
consecuencias, pues los sistemas no tienen ninguna estabilidad
original, camino único ni destino prefijo. La mezcla implica
desequilibrio, perturbación, imprevisión, mas también canaliza
convivencias y luchas creativas cuya dinámica se asemeja menos
al estar que al ser. Con la nube cual metáfora, toda realidad
entraña en su permanencia una parte irreconocible y una dosis
de incertidumbre y aleatoriedad. En esto concuerda con Simon
Frith (2003), para quien identidad y música son experiencias
móviles y de construcción relacional, descentrando la idea de la
música como reflejo de la identidad:
“parece ser una clave de la identidad porque ofrece, con tamaña
intensidad, tanto una percepción del yo como de los otros, de
lo subjetivo en lo colectivo [...]. La experiencia de la identidad
describe a la vez un proceso social, una forma de interacción y
un proceso estético [...]. Mi tesis no es que un grupo social tiene
creencias luego articuladas en su música, sino que esa música,
una práctica estética, articula en sí misma una comprensión tanto de las relaciones grupales como de la individualidad, sobre la
“elementos móviles que representaban los espacios cambiantes base de la cual se entienden los códigos éticos y las ideologías
entre aquellos lugares fijos que conectaban. Por consiguiente, sociales” (Frith 2003: 185-187).
hay que pensarlos como unidades culturales y políticas, en vez
de como encarnaciones abstractas del comercio triangular. Son En la contracultura de la modernidad explorar la conexión enalgo más: un medio de transmisión del disenso político y, posi- tre el carácter normativo y las aspiraciones de esclavizados y
blemente, un modo específico de producción cultural. El barco descendientes permite atender la emergencia de su conciencia
brinda la oportunidad de explorar las articulaciones entre las diaspórica vía la institución que posicionan central, la música
historias discontinuas de los puertos ingleses, sus interrelacio- (Jones 2014). Para los esclavistas, cuyo afán era hacerse de la
nes con el resto del mundo. Los barcos también nos remiten a mayor cantidad de esclavizados posible, su música les era insigla travesía intermedia, a la micropolítica del comercio de escla- nificante, pero para ellos, y para nosotros, no. El terror por su
vos, recordada sólo a medias, y a su relación tanto con la indus- cambio de vida no fue menor al de sus victimarios. Si las cartas
trialización como con la modernización” (Gilroy 2014: 32).
parecían estar echadas, los esclavizados, al considerar que ética,
estética, cultura y política son inseparables —a diferencia de la
Dados los siglos que duró la trata, esta concatenación fue un modernidad occidental—, cobijaron por utopía un futuro libeMiddle Passage que hizo de los navíos un sistema vivo, micro- rador potenciando su corporalidad a canto y tambor:
cultural y micropolítico. Conectaban, pero fueron más que
meros medios de comunicación, pues en ellos surgieron las “Creados ante las propias narices de los capataces, los deseos
nuevas culturas que arraigarían en América, las cuales, a su vez, utópicos que alimentan la política complementaria de la transpropiciarán un tipo de pensamiento no desagregable a los de figuración deben invocarse por otros medios, más deliberadalos grupos implicados. Serge Gruzinski (2007) lo adjetiva mes- mente opacos. Esta política existe en una frecuencia más baja,
tizo y lo posiciona leitmotiv de los procesos emancipatorios que en la que se interpreta, baila y representa, así como se canta —y
hicieron eclosión con la independencia de Haití, en 1804. Para se canta sobre ella— porque nunca las palabras, ni siquiera las
él, la sociedad latinoamericana posconquista modeló un pen- palabras estiradas por melismas y suplantadas o silenciadas por
samiento sui géneris caracterizado por tener tantas corrientes los gritos —que aún constituyen un índice del poder manifiesto
como grupos tramaban su tejido social, dando lugar a un sis- de lo sublime esclavo— bastarán para comunicar sus pretentema coherente de ideas, valores y prácticas. En tal coordena- siones indecibles de verdad […]. Éste no es un contradiscurso,
da epistemológica el error usual de muchos investigadores fue sino una contracultura que reconstruye con actitud desafiante
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su propia genealogía crítica, intelectual y moral en una esfera
pública propia en parte oculta” (Gilroy 2014: 57-58).
PRIMERA FUNDACIÓN MÍTICA.
SAN ISIDRO Y BUENOS AIRES, 1812
Abogando por una cartografía social que recupere territorios
invisibilizados e insonorizados por la diferencia colonial que
signó a la Historia según las políticas imperiales de conocimiento (Aguer 2014), esbozo un relato plausible sobre el origen autóctono del rock por esclavizados en lo que hoy es la
Argentina. Por ficcional no deseo fatigar el positivismo documental (pues el etiquetar es su opio) ni impugnar la emergencia del género hacia 1955 por pleamar de la moda estadounidense. En la certeza de la pluriversalidad o ecología de saberes
procuro rehabilitar subjetividades racializadas reprimidas o
destruidas por Occidente y que siguen bajo formas no siempre
sutiles (De Sousa Santos 2010, Mignolo 2014), pues atañe a la
idea de progreso lineal y sus aplicaciones en la modernidad comandada por el universalismo europeo, vale decir provinciano
(Wallerstein 2007: 69).
Antonio, Joaquín, Marcelino, Benito y Valerio, esclavizados
de don Francisco de Tellechea en su chacra de Acassuso (hoy
Museo Pueyrredón), el Cabildo de Buenos Aires los imputó
en el juicio a su amo por integrar la conspiración de Martín
de Álzaga, pues, siendo ambos vecinos españoles, querían derrocar al Primer Triunvirato a favor de su rey el 5 de julio de
1812 (AGN 6-7-1). La asonada la abortó Ventura, esclavizado
de Álzaga, quien fue premiado “Por fiel a la patria”, como reza
la medalla que le dieron, además de su libertad, dinero y otros
bienes. El juicio, sumario, terminó con la pena capital para
Álzaga, Tellechea y una treintena de subversivos.
La historia es conocida por ser parte del movimiento independentista que fraguó en Tucumán en 1816. Con todo,
destaco del expediente un detalle del interrogatorio a Antonio
que me incentivó a esta fundación mítica. Confesó que hacía
poco su amo le dijo, “Antonio, ahora han de ser todos libres
para ser soldados, y hacer tum, tum, a los de Buenos Aires”,
pues necesitaba un ejército. Como los otros a los que hizo
igual ofrecimiento, se negó. Al ser bozales (o sea tenían poca
o ninguna competencia en español) el juicio fue dificultoso,
llegándoseles a leer por palabra para que comprendan. De hecho, Marcelino confesó no ser cristiano, por ende, no se sometió al juramento de rigurosa cruz. Con orgullo se reconocieron
del “partido de los criollos” y Valerio dijo una frase sibilina,
”porque el Rey Negro y el Rey Indio eran una misma cosa”,
acaso eco de la independencia haitiana, la primera de América
Latina y protagonizada por “negros”, como definieron a los
habitantes del país en su Constitución.
Al final del expediente, cuando Feliciano Antonio Chiclana,
Francisco Martín de Pueyrredón y Bernardino Rivadavia (los
dos primeros del Triunvirato, el tercero su secretario) se anoticiaron del ahorcamiento de Tellechea por atentar “contra los
hijos del país”, ese sentir criollo latía con fuerza y tal su magnitud entre los esclavizados que la onomatopeya de Tellechea de
alzarse para “hacer tum, tum, a los de Buenos Aires” entiendo
que pervive en un candombe porteño, el cual, además, es el único con la palabra “nacional” en su letra. De estar vinculado al
episodio referido la onomatopeya toda sería una devolución de
gentileza ideológica. Lo documenté a María Elena Lamadrid, de
73 años de edad, descendiente de esclavizados de los Lamadrid
—de ahí su apellido—, en Paso del Rey (Buenos Aires) en 2008,
a casi dos siglos de aquel suceso.
Presentados el marco teórico y la información histórico-etnográfica pertinente, me permito imaginar otro punto de escucha
para ampliar la comprensión del pasado, incluso concibiendo a
la escritura un acto de imaginación moral (Mbembe 2016: 70).
Promediando el siglo XX, dos músicas estadounidenses, el jazz
y el rock, interpelaron a muchos argentinos al punto de que se
reconceptuaron para dar cuenta de tal anclaje, adjetivando al
jazz “nacional” y al rock “argentino” o “nacional”. La operatoria no fue inocente, en perspectiva afrocentrada es signo del
pensamiento intrínseco a la modernidad, pues “no hay manera
de hablar de África en el Nuevo Mundo sin localizarla dentro de la ecuación de la nación” (Segato 2007: 99). Aunque la
participación de afroargentinos del tronco colonial en ambos
géneros fue y es minoritaria, Oscar Alemán se destaca por ser el
único jazzista de calibre internacional. En el rock, son afrodescendientes los compositores y músicos José Alberto “Tanguito”
Iglesias, Alfredo Aldo “Pot Zenda” Céspedes, Carlos Alberto
García López, Fernando Javier Luis “el Bahiano” Hortal, Fidel
Ernesto Osvaldo Nadal y Pablo Molina. De los bailarines cito
a Alfredo Barbieri (hijo de Guillermo Barbieri, guitarrista de
Gardel), Facundo Posadas y Ernesto Peirano, quienes actuaron
en la película Venga a bailar el rock, de 1957. Otros afroargentinos implicados son Romina Silvia Michelucci (bisnieta del
payador Gabino Ezeiza), quien dirigió la revista Del Palo Rock
(2006-2008, 17 números) y los investigadores Fabián Marcelo
Pínnola (Santa Fe) y Silvia Citro (Buenos Aires). Abro, así, la
musicología a la paleta cromática de los actores sociales implicados porque aún no se problematizó el rock desde el eje
cartesiano raza-nación.
Si, como dice Pablo Vila (1989), el rock nacional, a espejo
del estadounidense, puede definirse como una contracultura
juvenil intrínseca a la modernidad que, entre otras cuestiones,
se expresa musicalmente, lo extrapolo a lo político porque lo
ocurrido con los esclavizados en la conspiración de Álzaga ocurrió cuando empezábamos a pensarnos independientes y el sentimiento que inflamaba a aquella población era tanto a la libre
como a la esclavizada, vale decir —siguiendo a Vila—, cuando
se gestaba un nuevo movimiento social porque sus actos son
un fin en sí mismos y la música un medio. Las tres características que da al fenómeno son pertinentes: percepción como una
nueva forma de vida, un espacio propio y ámbito de ejercicio
de la libertad como actitud contestataria, discrepante del statu
quo del adulto, en términos familiares o, en términos jurídicos, de la política, como fue el rock ante la última dictadura
cívico-militar. Siendo aquellos esclavizados protagonistas del
aborto contrarrevolucionario, el sentimiento de rebeldía redi7
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Tun, tun, tun, cómo te va,
tun, tun, tun, cómo te va,
tun, tun, tun, cómo te va,
tun, tun, tun, cómo te va.
Venimos a cantar
un ritmo sin igual,
candombe nacional
que a todos va a gustar
mensionó su deseo de libertad de lo individual a lo territorial.
Lo expresaron en su negativa discursiva y musical de plegarse a
los realistas, de ahí que situaran a ese candombe en coordenadas de lo “nacional”, pues “a todos va a gustar”.
Esta fundación, como dije, es mítica, no afirmo que tal candombe es rock ni que éste nació en 1812 de modo autóctono.
Es un ejercicio de imaginación sensible a la estética discrepante de los afroargentinos en sus performances artísticas porque,
desde su epistemología, la historia es antes cantada que contada
y en el candombe porteño sus letras pueden entenderse como
un manifiesto de su empoderamiento identitario, aunque son
opacas a su interpretación literal, enfoque usual en los estudios
de música popular. Con esta fundación mítica procuro obliterar cualquier resabio de positivismo y la no menos inocente
búsqueda de linealidad con que, desde la lógica occidental,
se escribe la Historia porque la ecología de saberes permite
pensar en orígenes múltiples, como Gilroy propone desde el
Atlántico negro.
Para el rock nacional lo dicho atiende a esa horizontalidad
fecunda en saberes forzados a viajar en cárceles flotantes en dirección este-oeste, o sea de África a América. Siendo plausible
esta fundación, aquella actitud discrepante se mantuvo latente
y halló su intersección en la verticalidad de los saberes difundidos en dirección norte-sur, en este caso de los Estados Unidos
de América a la Argentina. Esto admite una lectura entrelíneas
sobre la importancia de descentrar cierta obsesión académica
por historiar nuestras músicas (excepto de la aborigen), sólo
considerando la variable exterior cual acción proactiva, como
si no pudieran haber surgido de modo autóctono. Ejemplo
de ello es el candombe porteño, por décadas poco y mal estudiado hasta que se entendió que no era una copia, y mala, del
uruguayo (Ratier 1977). Ergo, el problema de la univocidad
de origen es síntoma de la epistemología dominante en el pensamiento científico, de corte occidental. La realidad, en cambio, es más amplia y diversa. Así, las performances afrocentradas incluyen movimientos sociales, lo que es comprobable en
las músicas más importantes de América en diferentes épocas,
lugares y contextos: el jazz, el hip hop, el tango y... el rock. De
hecho, más, que géneros musicales, los cifro géneros sociales
de expresión multidimensional, siendo la sonora una de ellas.
En esta época en que la agenda académica es sensible a investi-
gaciones on demand (Segato 2013), revalorizo el tema del origen
en musicología. Si bien son atendibles las razones de ciertos investigadores que lo relegaron por chauvinista, inviable y esencialista, debe ser atendible la demanda de los afroargentinos en
su política del reconocimiento (Taylor 2009) de revisitar ciertos géneros, dada la abrupta clausura en la narrativa ortodoxa a
admitir cualquier antecedente afro, fraguando fundaciones no
menos míticas, como la teoría de los puertos del tango, fecundidad cuya mera enunciación y repetición acrítica relevó a toda
prueba, requisito básico para validar un saber como científico.
Expuesto el rock nacional en el clivaje raza-nación la pregunta
guía es, ¿cómo cuentan los afroargentinos la historia del rock
nacional? Es más, si tal fundación cobra sustancia, ¿la presencia
de performers, investigadores y difusores afroargentinos invita
a considerar que existe un rock afroargentino? Quizás esta cita
aliente a responder desde la coteorización (Rappaport 2009).
Dado que sabemos cómo el pensamiento occidental monopoliza la Historia, reconforta este ejercicio de imaginación considerar que
“¿Tiene que haber ocurrido realmente una historia para ser verdadera? La mayor parte de las historias importantes no se refieren
a cosas que realmente ocurrieron. Son verdaderas en el presente,
no en el pasado. Lo cierto es que yo cuento historias y a veces
Gregory es un personaje de la historia y a veces no lo es. Con
frecuencia el cuento sobre un caracol o un árbol es también una
historia sobre mí mismo y también una historia sobre ti. La
verdadera destreza está en saber lo que ocurre cuando las historias se colocan la una junto a la otra” (Bateson y Bateson 1994:
45-46).
Segunda fundación mítica. Buenos Aires, 1967
“Con mi balsa yo me iré a naufragar”. Así finaliza La balsa, slow
shake de José Alberto Iglesias y Félix Francisco “Lito” Nebbia,
grabado por Los Gatos (que integraba Nebbia) en Buenos Aires,
1967. Generosa tinta corrió posicionándolo el primer rock nacional, cuando para entonces el género tenía más de una década
de vida local. Con todo, destaco de este posicionamiento mítico
una interpretación hermenéutica conjugando su letra y la ascendencia afro de Tanguito (su madre era de Gualeguaychú, Entre
Ríos), pues el sentido diaspórico marca su singladura desde hace
medio milenio.
Sidney Mintz y Richard Price (1977) dan un golpe de timón
a las visiones esencialistas de la pervivencia de rasgos afro para
validar a una cultura como tal y proponen investigar las reglas,
estructuras, principios y valores (frecuentemente inconscientes)
que estructuran la producción de ciertas manifestaciones, pues
permite “una mejor visión del cambio y la readaptación cultural y resalta la africanidad de manifestaciones que, de acuerdo
con los estudios anteriores que enfatizaban ítems determinados,
no la reflejaban” (Frigerio 1993: 57). Su propuesta es contemporánea a la revisión, en antropología y otras disciplinas, del
concepto de tradición en cuanto a su construcción, vigencia y
legitimidad. Richard Handler y Jochen Linnekin (1984) des-
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naturalizan la tradición dominante en los discursos social y
científico, pues entraña ideas de atávico y esencia en cuanto
a un cuerpo inalterado de costumbres y creencias heredadas,
a favor de entenderlo un proceso inacabable de construcción
del pasado a partir de vivencias en curso. Como sostiene Simon Frith (2003: 208), las formas dominantes de la música
popular en todas las sociedades contemporáneas se originaron en sus márgenes, donde el antiesencialismo fue vital para
la experiencia musical. Por lo expuesto, entiendo que el oxímoron de escapar del incómodo presente en una balsa (nuevamente el navío como cronotopo) para naufragar, espeja el
principio de libertad tan caro a los esclavizados (Helg 2018).
Para la autoría de La balsa Iglesias usó el seudónimo Ramsés VII, dada su admiración por Ramsés II, aunque reemplazó su número por VII, pues le gustaba abundar en acordes
con séptima dominante. Nuevamente balsa y África dialogan
en el valor asignado al agua, dadora de vida, pero también de
muerte. Una de las mejores definiciones de la antropología
de la música es la de Alan Merriam (1964), el estudio de la
música en la cultura que, retomada por John Blacking ([1973]
2010), entiende que los términos de los estilos musicales no
incumben sólo a ellos, son los mismos que los de su sociedad,
de su cultura, o sea de quienes los crean, oyen e interpretan.
Así, tal oxímoron remite a la bíblica África, cuando Dios hizo
interceptar en la Historia a Ramsés II y Moisés. A éste lo salvó
la hermana de aquél de naufragar en el Nilo en una cestilla de
papiro acondicionada, justamente, como balsa, que su madre
arrojó para salvarlo de la muerte ordenada a los niños judíos
por locura de Faraón (Éxodo 1:1-5 a 2:5).
Volviendo al entendimiento diferencial de la libertad por
los afroargentinos del tronco colonial, así lo expresa Gisela
Paola Nieva en su cuento inédito Naíma, una princesa en dos
tierras, de 2014, que transcurre en Buenos Aires entre 1844 y
1861. La protagonista se hace llamar Margarita (pues se niega
a revelar su nombre africano) por el único con quien habla,
un joven blanco de clase alta. Cito un pasaje en que plasma
una idea radicalmente diferente de cómo sus ancestros pudieron experimentar la libertad (el resaltado es mío).
“Los negros jóvenes y fuertes son vendidos para tareas rurales,
los de mediana edad para tareas domésticas, como mayordomos o encargados de fincas, la misma suerte corren las mujeres, quienes realizan tareas domésticas o rurales según su edad
y estado físico, y los niños de mi edad somos destinados como
criados, pero el que tiene mejor suerte como yo se escapa y
vaga por la ciudad con la esperanza de que en el próximo
barco lleguen sus padres o algún familiar”.
La libertad fue el norte que el afroargentino eligió en su brújula para pensarse grupalmente desde y hacia la memoria sonora de la esclavitud y el rock nacional una de sus tempranas
manifestaciones, en caso de que realidad y mito sean la cara
de una misma moneda hermenéutica porque, caiga como caiga, ellos siempre están.
Frente del simple de Pot Zenda, con dos temas suyos, grabado por
Mandioca (MS013), Buenos
Aires, 1970. Al dorso el productor, Edelmiro Molinari,
escribió: “En algún momento
un gesto generoso en colores y
formas nos unificará en una inmensa nube diluida en amor, y
así vos serás él, él… vos, infinito seremos todos y todo será
el infinito. Y sólo nos quedará
la música que nos hermanó de
instante en instante, Pot Zenda, tu música”. Como posdata
el compositor escribió: “Si un
negro tiene que decir algo, que abra la boca y cante”
Carlos Alberto “el Negro” García
López. Nació el 9 de noviembre de
1959 en el barrio porteño de La Paternal, Buenos Aires, y murió el 27
de septiembre de 2014 en un accidente automovilístico en Tornquist
(Buenos Aires). Cantante, guitarrista y compositor. Integró la banda La
Torre a comienzos de los 80 y luego
la banda de Miguel Mateos y de
Charly García. Entre 1992 y 2013
grabó cuatro placas como solista, titulando a la primera Da Cruz, con
su García López Band.
Guillermo Franco (“el Negro Franco”). Nació el 21 de mayo de 1964
en Formosa. Es letrista del grupo de psico-folk-rock Noticiero Negro,
junto con Ndé Ramírez.
Se reconoce afro por su
abuelo materno, Antonio
Pavón, esclavizado brasileño fugado al Paraguay en
la segunda mitad del siglo
XIX y, de ahí, a Formosa.
Su libro Sobras completas
(Resistencia, 2016) lo presentó en la Feria del Libro
de Guadalajara (México)
ese año porque su grupo
estaba invitado. Éste es el
flyer de una presentación
en su provincia en 2017
Primer Concurso de twist en el club Unione e Benevolenza con
la Orquesta Ardolino. Entre otros, las parejas de afroporteños
de César Abel “Teté” Salas con Mercedes Martha Mascaro (la
ganadora), Enrique “Quique” Nadal (quien sería el padre de
Fidel Nadal) con Beatriz Acosta y el Osvado “Tataíto” Gómez
Melling (afrorrosarino) con Graciela. En primer plano, quemada por el flash, la mano de un espectador haciendo cuernitos.
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Bibliografía
Buenos Aires, 25 enero de 1962 (Col. Teté Salas).
En tumbadora, Luis Eduardo “Pachanga” Oturbé, tocando
rock con parientes y amigos en carnaval. Los Oturbé son una
antigua familia afroporteña que supo estar a la moda cultural.
Aunque Luis no trascendió en el rock, la fotografía invita a reflexionar sobre la importancia del cariz popular del género más
allá del naturalizado enfoque académico que privilegia a los
célebres, a usanza eurocentrada porque, precisamente, esa masividad es uno de los pilares de su adjetivación popular. Club
Vicente López y Planes (Buenos Aires), 1964. (Col. Luciana
Carmen “Pampita” Oturbé).
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