Son las obras la piedra de toque del amor. Rosa demostró con ellas su ardiente caridad hacia el prójimo. Ésta debía primero ejercitarla con sus familiares y no faltó un punto en hacerlo. Era su madre de carácter algo violento y muy inclinada a imponer su voluntad. El retraimiento en que vivía su hija, su desprecio de las vanidades del mundo y su afán penitente fueron causa de que muchas veces la maltratase de palabra y aun de obra. Ella misma, en su declaración, confiesa que algunas veces, por no querer ataviarse, la golpeaba en las espaldas con una vara de membrillo. Callaba Rosa y la obedecía en todo, a menos que se atravesara la honra de Dios o el bien de su alma. Representaba otras con modestia las razones que tenía para no hacer lo mandado y si bien algunas veces se la escuchaba otras no tenía más remedio que sujetarse. Todo esto no fue parte para que disminuyese el afecto que le profesaba.

Por la Pobreza de sus padres, por la tierna edad de sus hermanos, Rosa hubo de ayudar a su madre en las faenas domésticas y aun dedicarse a las labores de aguja para el sostén de la casa. Esta delicada doncella que desde sus primeros años comenzó a martirizar su cuerpo y a negarle el descanso necesario, trabajaba de día y velaba de noche para que no faltase el pan a los suyos. Su confesor, Fray Pedro de Loaiza, que desde el año 1614 se hizo cargo de Rosa, dice expresamente que se ocupaba en labores de manos casi de continuo, mientras le duró la salud, porque en sus últimos años no pudo hacerlo por sus enfermedades. Apenas nos podemos dar cuenta del sacrificio que supone una vida semejante, sobre todo en quien no tenía otro esparcimiento que retirarse a su aposento o a un rincón del huerto para hablar con Dios. Y Rosa aceptó esta pesada cruz y la llevó por largo tiempo sin exhalar una queja. Hace al caso este episodio que refiere su hermano Fernando. Estaba enfermo su padre y no había en la casa un real con que socorrer su necesidad. Rosa dejó el hogar y tras breve tiempo volvió llena de contento.

-Gracias a Dios -dijo-, que no ha socorrido en este aprieto.

-cómo así -le preguntaron su madre y hermano y la Santa respondió:

-Fui a la Compañía de Jesús a pedir a Nuestro Señor que remedíase nuestra pobreza y cuando iba saliendo por el cuerpo de la Iglesia me llamó un Padre mozo que no conozco y me dió 50 patacones que traigo aquí.

Así demostró cuánto amaba a sus padres y a los suyos. Ya a punto de dejar este mundo, viendo afligida a su madre procuró consolarla y, sin decirle nada, le pidió muy de veras a Dios la confortase y mitigase la pena que había de producirle su muerte. La oyó el Señor, como luego se vio por los efectos y Rosa, imitando a Cristo, cumplió hasta el fin con sus deberes filiales.

Pero su amor al prójimo no podía circunscribirse al ámbito de su hogar. Cualquier pesar, cualquier dolor la conmovía y la incitaba a acudir con el remedio. Ella supo, en medio de su pobreza, dar a los más necesitados y aun despojarse de lo necesario y conveniente para socorrer a los pobres. La dio su madre unas varas de lienzo que buena falta la hacían, pero Rosa, conociendo que dos jóvenes, sus amigas, tenían mucha necesidad, no vaciló en entregárselas. Supo que en el arrabal de San Lázaro yacía en el lecho una pobre doncella, casi desamparada y falta de asistencia médica, tanto por lo apartado del sitio como por la escasez de sus recursos. Rosa se fue allá, la animó a venirse consigo y la condujo a una pieza deshabitada de su casa que solía darse en arriendo. Allí la acomodó con solícita caridad, la curó con sus propias manos, aun cuando la enfermedad era repugnante y no cesó de asistirla hasta verla convaleciente, pasados tres o cuatro meses. Aquella habitación vino a convertirse con mucha frecuencia en asilo de pobres enfermos. Hasta los más infelices esclavos recibieron allí las atenciones de Rosa. Ningún mal la arredraba ni el miserable estado de los dolientes le hacía menguar en su caritativo afán. Se necesitaba ánimo heroico a veces, sea para soportar el desaseo de los cuerpos trabajados por la enfermedad, el mal olor de las llagas o la rudeza de estos seres desgraciados, pero la Santa veía en ellos a Jesucristo y con el mismo ardiente afecto con que amaba a su Redentor se abrazaba a aquellos sus miembros doloridos.

Era natural que excitasen más su compasión los males del alma. Como su maestra, Catalina de Sena, sentía vivamente las ofensas que se hacían a Dios y, deseaba expiar las culpas de los pecadores. Por ellos gemía, se atormentaba y elevaba sus inocentes manos al cielo. Hubiera querido ejercitar el oficio de predicador para mover a las almas a contrición y salir por las calles y plazas de la ciudad, con un crucifijo en la mano, descalza y cubierta de áspero cilicio, moviendo a todos al arrepentimiento de sus culpas. En cuantas ocasiones se le ofrecieron, sea de apartar a alguno del mal camino, de consolar a un alma desolada o sacarla del cieno de los vicios, acudió pronta y jubilosa, como si la invitaran a la mejor del las fiestas. Tan eficaz fue su celo que aun algunos religiosos la llamaban en casos desesperados y no pocas almas, atribuladas acudían a ella en busca de un alivio que en otra parte no encontraban.

Se compadecía mucho de la suerte de los infelices indios, especialmente de aquellos que aún no habían recibido la fe de Jesucristo o de los que, por falta de sacerdotes o descuido de éstos, vivían en un estado vecino a la idolatría. Y de ahí que exhortara a los religiosos, que se ocupaban en este ministerio, a que no escatimasen trabajos para lograr su conversión y real incorporación al cristianismo. A uno de sus confesores, a quien se pensaba destinar a las misiones, le animó a aceptar este ministerio, desvaneciendo sus temores y comprometiéndose a ayudarle con sus oraciones, todo lo cual sirvió para que se decidiese a ello, fiado, sobre todo, en los auxilios de alma tan santa. A otros recomendaba excusasen todo asomo de vanidad o de ostentación en el púlpito, buscando tan sólo el bien de las almas y no el aplauso de los oyentes, comunicando de este modo el ardor de su espíritu y el celo que le animaba a cuantos trataban con ella. Quiso hacer más todavía. Concibió el proyecto de adoptar a un joven pobre y costearle, mediante limosnas que ella se encargaria de recoger, la carrera sacerdotal, a fin de que, una vez ordenado, se dedicase por entero a la conversión de los gentiles. Así esta bendita Virgen se convirtió en precursora de la Obra de las Vocaciones y, por su celo misional, nos dejó un esbozo de lo que había de realizar siglos más tarde la obra de la Propagación de la Fe.