Julio Verne - Aventuras de Un Niño Irlandes
Julio Verne - Aventuras de Un Niño Irlandes
Julio Verne - Aventuras de Un Niño Irlandes
AVENTURAS DE UN NIÑO IRLANDÉS
EN EL FONDO DE CONNAUGHT
Irlanda, cuya superficie comprende veinte millones de acres, o sea unos diez millones de
hectáreas, está gobernada por un virrey, asistido de un Consejo privado, en virtud de una
delegación del soberano de Gran Bretaña. Está dividida en cuatro provincias: Leinster al
este, Munster al sur, Connaught al oeste y Ulster al norte
El Reino Unido no formaba antes más que una sola isla, según los historiadores.
Ahora son dos y más separadas por la diferencia de costumbres que por las barreras físicas.
Los irlandeses amigos de Francia son enemigos de Inglaterra como el primer día.
Irlanda es un hermoso país para los turistas, pero un triste país para sus habitantes. Como
éstos no pueden fecundarla, ella no les puede alimentar, sobre todo en la parte del norte.
No es, sin embargo, una tierra estéril, puesto que cuenta por millones sus hijos, y si no tiene
alimento para ellos, sus hijos la aman con pasión. Prodíganle los más cariñosos nombres.
Erin Verde, y verde es, en efecto. Bella Esmeralda, una esmeralda engarzada en granito en
vez de en oro... Isla de los Bosques... pero es más bien de las rocas. Tierra de la Canción,
pero esta canción sólo se escapa de bocas enfermas. Primera flor de la Tierra, Primera flor
de los Mares, pero estas flores se secan pronto al soplo de los vendavales... ¡Pobre Irlanda!
Debería llamarse más bien Isla de la Miseria, nombre que
debería llevar desde muchos siglos atrás: tres millones de indigentes en una población de
ocho millones de habitantes.
En esta Irlanda, cuya altura media es de sesenta y cinco toesas, dos altas regiones separan
las llanuras, lagos y hornagueras, entre la bahía de Dublín y la de Galway. La isla forma una
especie de cubeta, donde jamás falta el agua, puesto que la unión de los lagos de Erin
Verde comprende unos dos mil trescientos kilómetros cuadrados.
Westport, pequeña ciudad de la provincia de Connaught, está situada en el fondo de la
bahía de Clew, sembrada de trescientas sesenta y cinco islas o islotes como el Morbihan de
las costas de Gran Bretaña.
Esta bahía es una de las más encantadoras del litoral, con sus promontorios, sus cabos y sus
puentes dispuestos como dientes de tiburones que muerden las olas.
En este punto vamos a encontrar a Hormiguita, al principio de su historia. Se verá cómo y
cuándo terminó.
Los naturales de este pueblo, unos cincuenta mil habitantes, es en gran parte católica.
Aquel día, un domingo precisamente, 17 de junio de 1876, la mayoría de los habitantes
estaba en la iglesia para los oficios de la mañana. El Connaught, tierra de origen de los Mac‐
Mahon, produce esos tipos célticos por excelencia que se conservan en las familias
primitivas atacadas por la persecución. Pero aquel miserable país no justifica lo que se dice
comúnmente de él Ir a Connaught, es ir al infierno.
En los pueblos de la alta Irlanda hay mucha pobreza, y sin embargo hay trapos que lucen en
las fiestas. Los hombres llevan la capa remendada; las mujeres visten faldas sobrepuestas, y
se cubren con sombreros con flores artificiales de las que no queda más que el armazón de
alambre. Todos llegan con los pies desnudos al umbral de la iglesia a fin de no estropear su
calzado: botines de suela rota y botas destrozadas, sin las que ninguno querría franquear el
pórtico del templo.
En aquel momento, no había nadie en las calles de Westport, excepto un individuo que iba
en una carreta arrastrada por un perrazo delgado y
sin lana, negro y feo, con las patas destrozadas por los guijarros, y el pelo deslucido por la
cuerda.
‐¡Muñecos reales! ¡Muñecos! ‐gritaba aquel hombre.
Viene de Castlebar. Dirigiéndose hacia el oeste ha atravesado esas alturas que hacen frente
a la mar como la mayor parte de las montañas de Irlanda: al norte, la cadena del Nephin,
con su cima de dos mil quinientos pies, y al sur el Croagh‐Patrick, donde el gran santo
irlandés, el introductor del cristianismo en el siglo iv, pasaba los cuarenta días de la
cuaresma; después ha descendido por los peligrosos desfiladeros de Connemara, las
salvajes regiones de los lagos Mask y Corril que desembocan en Clew‐Bay. No ha tomado el
ferrocarril de Midland Great‐Western que pone a Westport en comunicación con Dublín,
sino que ha bajado por el camino franco gritando por todas partes y pregonando su
espectáculo de muñecos, y pegando latigazos al perro, que ya no puede más. Un feroz
ladrido de dolor responde al latigazo lanzado por una mano vigorosa, y alguna vez una
especie de gemido sale del interior de la carreta.
Y después de que el hombre haya dicho al animal:
‐¡Andarás, hijo de perra! ‐parece que se dirige a otro oculto en el fondo de la carreta
cuando grita:
‐¡Callarás tú, hijo de perro!
El gemido cesa. Y la carreta se pone de nuevo lentamente en marcha. Este hombre se llama
Thornpipe: ¿De qué país es? Poco importa. Baste saber que es uno de esos anglosajones
que las islas Británicas producen en las clases bajas. No tiene más sensibilidad que una
bestia, ni más corazón que una roca. Desde que llegó a las primeras viviendas de Westport
siguió la calle principal, rodeada de casas bastante confortables con tiendas de pomposos
letreros, pero donde poco se encontraba que comprar. En esta calle desembocan
callejuelas sórdidas como arroyos fangosos que se arrojan en un limpio río. Sobre los
agudos guijarros de que está empedrada la calle, la carreta de Thornpipe marchaba con
ruido de herraje, con detrimento sin duda de los muñecos, que llevaba para solaz de los
habitantes de las poblaciones de Connaught.
Faltaba el público. Thornpipe continuó descendiendo, y llegó a una calle arbolada, ante la
que se extendía un parque cuya alameda conducía al puerto abierto sobre la bahía de Clew.
No es preciso decir que ciudad, puerto, parque, calles, puentes, iglesias, casas, todo
pertenecía a uno de esos opulentos landlords que poseen casi todo el suelo de Irlanda, al
marqués de Sligo, de pura y antigua nobleza, el que no era un mal dueño a los ojos de sus
colonos.
A los veinte pasos, Thornpipe detuvo su carreta, miró en torno y, con una voz que parecía
un chirrido de una máquina mal engrasada, gritó: ‐¡Muñecos reales, muñecos!
Nadie salía de las tiendas, ni se asomaba a las ventanas. Aquí y allá aparecían algunos
harapos y de entre ellos, caras hambrientas, ojos enrojecidos, hundidos, como esas
aberturas a través de las que se ve el vacío. Después niños casi desnudos; cinco o seis de
éstos se acercaron al fin a la carreta de Thornpipe cuando éste hizo alto en la gran alameda.
Todos gritaron:
‐¡Copper! ¡Copper!
Es ésta una moneda de cobre de ínfimo valor. ¿A quién se dirigían estos niños? A un
hombre que tiene más deseo de recibir limosna que de darla. Así, acogió a los muchachos
con gestos amenazadores. Los chicos procuraron mantenerse lejos de su látigo, y más aún
de los dientes del perro, una verdadera bestia feroz, rabiosa por los malos tratos. Por otra
parte, Thornpipe está furioso. Grita en el desierto. Paddy (es irlandés como John Bull es
inglés) no muestra ninguna curiosidad por sus muñecos reales. No es cierta enemistad por
la augusta familia de la Reina. No. Lo que no le gusta, lo que odia con un furor amasado
durante muchos siglos de opresión, es al landlord que le considera como un ser inferior a
los antiguos siervos de Rusia. Y si él ha aclamado a O'Connell, es porque este gran patriota
ha sostenido los derechos de Irlanda, establecidos por el acto de la unión de los tres reinos
en 1806; es porque más tarde la energía, la tenacidad, la audacia política de aquel hombre
de Estado han obtenido el bill de emancipación de 1829; es porque gracias a su actitud
incorruptible, Irlanda, esa Polonia de Inglaterra, la Irlanda católica, sobre todo, iba a entrar
en un período de casi libertad. Creemos que Thornpipe hubiera procedido más sabiamente
enseñando a O'Connell; pero no era esta suficiente razón para desdeñar la efigie de su
graciosa majestad. Verdad es que Paddy hubiera preferido, y mucho, el retrato de su
soberana en monedas, libras, coronas, medio coronas; y precisamente este retrato es lo
que falta generalmente en los bolsillos del irlandés.
Ningún espectador serio se rendía a las invitaciones de Thornpipe: la carreta se puso en
marcha de nuevo, tirada penosamente por el perro. Thornpipe continuó su paseo por la
calle arbolada y a la sombra de los magníficos olmos. Se encontraba solo... Los chicos
acabaron por abandonarle. De esta suerte llegó al parque circundado de avenidas que el
marqués de Sligo dejaba a la circulación pública, a fin de dar acceso al puerto, distante una
milla larga de la ciudad.
‐¡Muñecos reales!... ¡Muñecos!...
Nadie respondía. Los pájaros arrojaban agudos trinos volando de un árbol a otro. El parque
estaba no menos abandonado que la calle. ¿Por qué ir en domingo a invitar a los católicos a
aquella exhibición, cabalmente a la hora de los oficios? Preciso era que Thornpipe no fuera
del país. ¿Tal vez después de la comida, entre la misa y las vísperas, su tentativa sería más
afortunada? En todo caso, él no tenía inconveniente en llegar hasta el puerto, lo que hizo
jurando, ya que no por San Patricio, por todos los diablos de Irlanda.
Este puerto está poco frecuentado, por más que sea el más vasto y abrigado de esta costa.
Si llegan algunos navíos, es porque es necesario que Gran Bretaña, es decir, Inglaterra y
Escocia, envíen a esta árida región de Connaught lo que ella no puede sacar de su propio
suelo. Irlanda es un niño amamantado por dos nodrizas, pero éstas se hacen pagar cara la
crianza. Varios marineros se paseaban fumando por el muelle; como era día de fiesta, la
descarga de los navíos estaba suspendida.
Se sabe cuán severa es la observancia de la fiesta del domingo entre la raza anglosajona.
Los protestantes aportan allí toda la intransigencia de
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su puritanismo, y en Irlanda los católicos rivalizan con ellos en la práctica del culto. Son, por
tanto, dos millones y medio contra ciento cincuenta mil adictos a los diversos ritos de la
religión anglicana.
En Westport no se veía ningún navío perteneciente a otros países. Bricks‐goletas,
schooners, algunos barcos de pesca, de los que trabajaban a la entrada de la bahía, no
faenaban, por estar baja la marea. Aquellos navíos, venidos de la costa occidental de
Escocia con cargamentos de cereales, lo que más faltaba en Connaught, se volvían a hacer
al mar en lastre, después de haber descargado. Para encontrar buques de altura, era
preciso ir a Dublín, a Londonderry, a Belfast, a Cork, donde hacen escala los paquebotes
transatlánticos de las líneas de Liverpool y de Londres.
Evidentemente, no sería de estos marinos desocupados de los que Thornpipe podría sacar
algunos chelines, y su grito debía quedar sin eco hasta en el muelle del puerto. Detuvo,
pues, su carreta. El perro, hambriento y destrozado por la fatiga, se tendió sobre la arena.
Thornpipe sacó de su zurrón un pedazo de pan, algunas patatas y un arenque salado, y se
puso a comer con el apetito del que hace la primera comida después de una larga jornada.
El perro le miraba haciendo chocar sus mandíbulas, de las que pendía una larga lengua;
pero sin duda la hora de su comida no había llegado, pues acabó por colocar su cabeza
entre las patas, cerrando los ojos.
Un ligero movimiento que se produjo en el interior de la caja sacó a Thornpipe de su apatía.
Se levantó; observó si alguno le veía; y alzando el tapiz que cubría la caja de sus muñecos,
introdujo por él un pedazo de pan diciendo en tono feroz:
‐¡Si no callas!...
Un ruido de masticación le respondió, como si un animal moribundo de hambre estuviera
acurrucado en el interior. Thornpipe continuó comiendo. Pronto acabó con el arenque y las
patatas cocidas, que con aquél resultaban más sabrosas. Llevó a sus labios una tosca
calabaza, llena de ese suero agrio que es bebida muy común en aquel país.
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Aventuras de un niño irlandés
Entretanto la campana de la iglesia de Westport fue echada a vuelo, anunciando el fin de
los oficios. Eran las once y media. Thornpipe hizo levantar al perro de un latigazo, y se
dirigió hacia la calle arbolada, con la esperanza de encontrar espectadores a la salida de la
iglesia. Durante la media hora que precedía a la comida, tal vez encontraría ocasión de
ganar algún dinero. Volvería a comenzar después de las vísperas, y no se pondría en camino
hasta el día siguiente, a fin de exponer sus muñecos en algún otro pueblo del condado.
La idea no era mala. A falta de chelines, él sabría contentarse con coppers y por lo menos
sus muñecos no trabajarían para aquel famoso rey de Prusia, cuya avaricia fue tal, que
nadie vio jamás el color de su dinero. Volvió a gritar:
‐¡Muñecos reales!... ¡Muñecos!...
En dos o tres minutos unas veinte personas rodearon la carreta. Decir que fueron lo más
granado de la población sería exagerar. En su mayor parte eran niños, unas diez mujeres y
algunos hombres, casi todos con sus zapatos en la mano, no solamente por el afán de no
usarlos, sino porque así estaban más a gusto por su costumbre de andar descalzos.
Hagamos, sin embargo, una excepción con ciertos notables de Westport pertenecientes a
este público de los domingos. Por ejemplo, el panadero, que se ha detenido con su mujer y
sus dos hijos.
Verdad que su tweed data de algunos años, y los años son dobles o triples para este objeto
en el lluvioso clima de Irlanda, pero el digno patrón está presentable. Su tienda luce esta
pomposa muestra: «Panadería pública central»; y en efecto, en ella se centralizan los
productos de su fabricación, pues no hay otra en todo Westport. Allí está también el
droguero, el que reclama el título de farmacéutico, aunque en su tienda falten las drogas
más usuales. La titula Medical Hall, muestra trazada con letras magníficas, que debían curar
nada más que mirándolas.
También un sacerdote ha hecho alto ante la carreta de Thornpipe. Viste un traje adecuado
a su profesión: cuello de seda, largo chaleco cuyos botones se abrochan como los de una
sotana y larga levita. Es el rector de la parroquia, en la que ejerce múltiples funciones; pues
no solamente bautiza, confiesa, casa y administra la extremaunción a sus fieles, sino que les
aconseja en todos sus negocios, y les asiste en sus enfermedades: y esto con completa
libertad, pues no depende del Estado. Los diezmos en especie y los estipendios de las
ceremonias religiosas ‐lo que en otros países se conoce con el nombre de pie de altar‐ le
aseguran una vida honrada y cómoda. Es el administrador natural de las escuelas y de las
casas de caridad, lo que no le impide presidir los concursos de deportes náuticos o hípicos.
Está íntimamente mezclado en la vida familiar de sus feligreses: es respetado y no desdeña
aceptar un vaso de cerveza sobre el mostrador de alguna tienda. La pureza de sus
costumbres no ha sufrido jamás ningún ataque. Y por otra parte, ¡cómo su influencia no ha
de ser decisiva en aquellas comarcas tan penetradas del catolicismo, en las que, como ha
dicho mademoiselle Anne de Bovet en su precioso libro de viaje Tres meses en Irlanda, «La
amenaza de ser excluido de la Santa Mesa, haría pasar al campesino por el ojo de una
aguja»!
Thornpipe lanzó por última vez su grito de atracción: ‐¡Muñecos reales!... ¡Muñecos!...
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MUÑECOS REALES
La carreta de Thornpipe estaba construida de un modo rudimentario. Unas varas a las que
el feroz perro está enganchado. Una caja cuadrangular colocada sobre dos ruedas ‐lo que
hacía más fácil el paso por los caminos de traqueteo del condado. Por encima de la caja, un
toldo de tela colocado sobre cuatro varillas de hierro y que defiende, si no del sol, poco
fuerte de ordinario, al menos de las interminables lluvias de la alta Irlanda. Se asemeja a
esos aparatos que llevan los organillos de Barbaria, cuyos estridentes silbidos se mezclan al
toque de las cornetas; pero no es un órgano lo que Thornpipe lleva de pueblo en pueblo, o
al menos en este aparato más complicado el órgano es un sencillo organillo, como se podrá
juzgar pronto.
La caja está cerrada por una cubierta que se levanta, y he aquí lo que los espectadores ven,
hecha la operación.
A fin de evitar repeticiones, escucharemos a Thornpipe. A no dudar, el forastero, con su
interminable facundia, hubiera podido competir con el célebre Brioché, el creador del
primer teatro de muñecos en los campos de feria de Francia.
‐¡Señoras y señores!...
Éste es el invariable comienzo destinado a provocar las simpatías de los espectadores, hasta
cuando el público se compone de míseros harapientos.
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‐Señoras y señores: esto representa el salón de fiestas en el castillo real de Osborne, isla de
Wight.
En efecto, la decoración representa un salón en miniatura, colocado entre cuatro planchas,
y sobre las que están pintadas puertas y ventanas; hay muebles de cartón sobre una
alfombra de color, mesas, sillones, sillas colocadas de manera que no impidan la circulación
de los personajes, príncipes, princesas, duques, marqueses, condes, barones, que se
pavonean con sus nobles esposas en medio de aquella recepción oficial.
‐En el fondo ‐continúa Thornpipe‐ verán el trono de la reina Victoria, cubierto de un
pabellón de terciopelo carmesí, con franjas de oro, modelo exacto del sitial en que Su
Graciosa Majestad toma asiento en las ceremonias de la corte.
El trono en cuestión, de tres o cuatro pulgadas de altura, y aunque el terciopelo sea de
papel, y las franjas faltas de una coma de color amarillo, no deja de producir ilusión a
aquellas gentes que jamás han visto ese mueble esencialmente monárquico.
‐Sobre el trono ‐‐continuó Thornpipe‐, contemplad a la Reina, parecido garantizado, vestida
de gala; el manto real sobre los hombros, la corona en la cabeza y el cetro en la mano.
Nosotros, que no hemos tenido nunca el honor de ver a la soberana del Reino Unido,
emperatriz de las Indias, en sus salones de fiesta, no sabemos decir si la figura representa a
Su Majestad con fidelidad escrupulosa.
Sin embargo, admitiendo que ciña la corona en las grandes solemnidades, es dudoso que su
mano empuñe un cetro semejante al tridente de Neptuno. Lo más sencillo es creer a
Thornpipe, y esto fue lo que sabiamente hicieron los espectadores.
‐A la derecha de la Reina ‐siguió Thornpipe‐, llamo la atención del público sobre sus Altezas
Reales, el príncipe y la princesa de Gales, tales como les han podido ver en su último viaje a
Irlanda.
No se engaña. He ahí al príncipe de Gales con uniforme de mariscal de campo del ejército
británico, y la hija del rey de Dinamarca con un magnífico vestido de encajes figurado por
un pedazo de papel de plata.
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Aventuras de un niño irlandés
Al otro lado están el duque de Edimburgo, el de Connaught, el de Fife, el príncipe de
Battenberg, sus esposas, en fin, toda la familia real, describiendo un semicírculo ante el
trono. Cierto que estos muñecos ‐parecido garantizado‐, todos con sus trajes de ceremonia,
sus caras iluminadas y sus actitudes, dan una idea muy exacta de la corte de Inglaterra.
He aquí los grandes magnates de la corona, entre otros el gran almirante sir George
Hamilton. Thornpipe tiene cuidado de señalarlos con el borde de su varita a la admiración
del público, añadiendo que cada uno de ellos ocupa el lugar debido a su rango, siguiendo la
etiqueta ceremonial.
Respetuosamente inmóvil ante el trono está un caballero de alta estatura, de distinción
anglosajona, que no puede ser más que uno de los ministros de la Reina.
Es, en efecto, el jefe del gabinete de Saint‐james, ligeramente encorvado por el peso de sus
negocios.
Thornpipe añade:
‐Y cerca del primer ministro, a la derecha, el venerable señor Gladstone.
Y a fe que hubiera sido difícil no reconocer al ilustre Odmad ese buen viejo, siempre
derecho, y siempre pronto a defender las ideas liberales contra las ideas autoritarias. Tal
vez hay motivo para asombrarse de que mire al primer ministro con aire de simpatía; pero
entre muñecos ‐hasta entre muñecos políticos‐ pasan bien estas cosas, y lo que repugnaría
a seres de carne y hueso, no es vergonzoso tratándose de muñecos de cartón o de madera.
He aquí ahora otro anacronismo inesperado. Thornpipe dice, ahuecando la voz:
‐Señoras y señores: les presento a su célebre patriota O'Connell, cuyo nombre encontrará
siempre eco en el corazón de los irlandeses.
¡Sí! O'Connell está allí, en la corte de Inglaterra en 1874, aunque estuviera muerto desde
hacía veintiséis años. Y si se le hubiera hecho esta observación a Thornpipe, hubiera
respondido que para un hijo de Irlanda, el
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gran revolucionario siempre está vivo. De este modo hubiera podido exhibir a mister
Parnell, aunque este político no fuera conocido en aquella época. Después, y diseminados,
vense otros cortesanos cuyos nombres se nos escapan, todos condecorados y llenos de
cordones, celebridades políticas y militares, entre otros Su Gracia el duque de Cambridge,
cerca de lord Wellington, y lord Palmerston junto a mister Pitt: en fin, miembros de la
Cámara Alta, confraternizando con miembros de la Cámara Baja; tras ellos, una hilera de
guardias, con uniforme de gala, a caballo en medio del salón, lo que indica que se trata de
una fiesta como es raro ver en el castillo de Osborne. Todo comprende unos cincuenta
hombrecillos, rabiosamente pintarrajeados, que representan con aplomo todo lo más
aristocrático, lo más oficial en el mundo militar y político del Reino Unido.
Vese también que la flota inglesa no ha sido olvidada, y si el yate real Victoria and Albert no
está allí, al menos tiene buques pintados en los vidrios de las ventanas desde donde se
puede ver la rada de Spithtead. Con buena vista, sin duda se podría distinguir el yate
Enchanteress llevando a bordo dos señores, los lores del Almirantazgo, cada uno con el
anteojo en una mano y la bocina en la otra.
Preciso es convenir en que Thornpipe no ha engañado al público diciéndole que esta
exhibición es única en el mundo. Positivamente, ella permite ahorrarse un viaje a la isla de
Wight. Así pues, quedan maravillados no sólo los chiquillos, sino igualmente los
espectadores mayores de edad que no han salido nunca del condado de Connaught ni de
los alrededores de Wesport. Tal vez el cura de la parroquia se sonríe in petto: en cuanto al
farmacéutico droguero, dice que estos personajes son de una semejanza maravillosa,
aunque no los ha visto en su vida. Respecto al panadero, confesaba que todo aquello
excedía de los límites de la imaginación y que parecía imposible que una recepción en la
corte de Inglaterra se celebrase con tanto lujo, brillo y distinción.
‐Pues bien, señoras y señores; esto no es nada aún ‐dijo Thornpipe‐. Suponen sin duda que
estas personas reales y las otras no pueden hacer movimientos ni gestos. ¡Error! Están
vivos, vivos, como ustedes y
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Aventuras de un niño irlandés
como yo... y lo van a ver. Pero antes me tomaré la libertad de dar una vuelta,
recomendándome a su generosidad.
Éste es el momento crítico para los que muestran curiosidades, cuando el platillo empieza a
circular entre los espectadores. Por regla general, el público de estos espectáculos se divide
en dos clases: los que se van, para no soltar dinero, y los que se quedan con la intención de
divertirse gratuitamente; estos últimos son más numerosos. Existe otra tercera categoría: la
de los que pagan; pero es tan reducida, que vale más no hablar de ella. Esto se evidenció
cuando Thornpipe echó su guante con una sonrisa que procuraba ser amable y que
resultaba feroz. ¿Cómo calificar si no aquel rostro de perro, con ojos brillantes y boca más
pronta a morder a las gentes que a besarlas?
Se supone que entre aquel público apenas se encontraban dos coppers que recoger. Los
espectadores que deseaban ver sin pagar, volvían la cabeza. Cinco o seis solamente echaron
algunas monedillas, lo que produjo una colecta de poco más de un chelín. Acogiola
Thornpipe con despectiva sonrisa. Preciso era contentarse, y esperar la representación de
la tarde, que tal vez produciría más ganancias, y ejecutar el programa antes que devolver el
dinero.
Y entonces, a la admiración muda, sucedió la admiración que se demostraba con gritos,
palmadas, ¡oh!... ¡oh!... que debían de oírse desde el puerto.
Thornpipe acaba de dar un golpe con la varilla en la caja; el golpe ha provocado un gemido
del que nadie ha hecho caso. De repente la escena se anima de un modo milagroso, puede
decirse.
Los muñecos, movidos por un mecanismo interior, parecen estar dotados de vida real. Su
Majestad la Reina Victoria no ha dejado el trono, cosa contraria a la etiqueta, no se ha
levantado, pero mueve la cabeza, se agita su corona, y baja el cetro a manera de una batuta
que mide un compás. En cuanto a los miembros de la familia real, se vuelven, saludan,
mientras duques, marqueses, barones desfilan con grandes demostraciones de respeto. Por
su parte, el primer ministro se inclina ante mister
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Gladstone, que contesta a su vez. Cerca de ellos O'Connell avanza gravemente por su
ranura invisible seguido del duque de Cambridge. Los otros personajes muévense también,
y los caballos de la guardia, como si no estuvieran en un salón y en la corte del castillo de
Osborne, piafan sacudiendo la cola.
Y todo esto se efectúa amenizado por una musiquilla chillona, merced a un organillo falto
de notas. ¡Pero cómo Paddy, tan sensible al arte musical que Enrique VIII ha puesto un arpa
en las armas de la verde Erin, no había de quedar encantado, aunque prefiriese al God sane
the Queen, y al Rule Britannia, himnos melancólicos que son los dignos cantos nacionales
del triste Reino Unido, o algún cántico de su querida Irlanda!
Para quien jamás había visto el aparato de los grandes teatros de Europa, aquel espectáculo
era hermoso y digno de provocar la más grande admiración. A la vista de aquellos muñecos
movibles, el entusiasmo llegó al delirio.
Y he aquí que de pronto la Reina baja tan vivamente su cetro que toca la redonda espalda
del primer ministro. Entonces los hurras del público aumentan.
‐¡Están vivos! ‐dice uno de los espectadores. ‐Sólo les falta hablar ‐responde otro. ‐Quisiera
saber qué es lo que les hace moverse ‐dice el panadero. ‐Es el diablo ‐exclamó un marinero.
‐Sí, ¡el diablo! ‐murmuran algunas mujeres santiguándose y volviendo la cabeza hacia el
cura que contemplaba el espectáculo con aire pensativo.
‐¿Cómo queréis que el diablo pueda estar en el interior de esa caja? ‐hace observar un
joven tendero, célebre por su simplicidad‐. El diablo es muy alto.
‐Si no está dentro está fuera ‐dice una vieja‐. Él es el que nos muestra el espectáculo.
‐No ‐respondió gravemente el droguero‐; sabéis bien que el diablo no habla irlandés.
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Aventuras de un niño irlandés
Es ésta una de las verdades que Paddy considera como incontestables, y quedó sentado
que Thornpipe no podía ser el diablo, puesto que hablaba en la lengua del país.
Decididamente, si el sortilegio no entraba para nada en aquello, preciso era admitir que un
mecanismo interior ponía en movimiento aquellos muñecos. Sin embargo, nadie había visto
a Thornpipe tocar el resorte, y además ‐particularidad que no se había escapado al cura‐
desde que la circulación de los personajes comenzaba a disminuir, un latigazo dado bajo la
caja que ocultaba la alfombra bastaba para reanimar el juego.
¿A quién se dirigía aquel latigazo, siempre seguido de un gemido? Quiso el cura saberlo y
preguntó a Thornpipe:
‐¿Tiene un perro en la caja?
El otro le miró frunciendo el entrecejo y pareció que la pregunta le molestaba.
‐¡Hay lo que hay! ‐respondió‐. Es mi secreto. No tengo obligación de descubrirlo.
‐No tenéis esa obligación ‐respondió el cura‐, pero nosotros tenemos el derecho de suponer
que es un perro el que pone en acción el mecanismo.
‐Sí, ¡un perro! ‐respondió Thornpipe malhumorado‐; un perro en una caja giratoria. Mucho
tiempo y mucha paciencia me ha costado adiestrarlo. ¿Y qué he recibido en pago de mi
trabajo? ¡Ni la mitad de lo que se da al cura de la parroquia por una misa!
En el instante en que Thornpipe acababa esta frase, el mecanismo se detuvo, con gran
descontento del público, cuya curiosidad no estaba aún satisfecha. Y como Thornpipe se
dispusiera a echar la tapa de la caja, anunciando que la representación estaba terminada,
preguntole el farmacéutico.
‐¿No consentiría en dar una segunda?
‐No ‐respondió bruscamente Thornpipe, que se veía asediado por miradas de sospecha.
‐¿Ni aunque se le asegurase una ganancia de dos chelines?
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‐¡Ni por dos, ni por tres! ‐exclamó Thornpipe.
Sólo deseaba partir; pero el público no parecía dispuesto a permitírselo. Sin embargo, a una
señal de su amo, el perro tiraba ya de la carreta cuando una larga queja, entrecortada por
sollozos, escapose de la caja. Furioso, Thornpipe gritó como antes:
‐¡Callarás, hijo de perro!
‐¡No es un perro lo que hay ahí! ‐dijo el cura deteniendo la carreta. ‐¡Sí! ‐respondió
Thornpipe.
‐¡No; es un niño!
‐¡Un niño! ¡Un niño! ‐repitieron los espectadores.
En los sentimientos de éstos acababa de operarse un cambio.
A la curiosidad sustituía la compasión que se manifestaba en actitud poco agradable para
Thornpipe. ¡Un niño encerrado en el fondo de aquel cajón, donde apenas podría respirar, y
golpeado con un látigo cuando se detenía por falta de fuerzas para mover la caja!
‐¡El niño!... ¡El niño!... ‐gritaron enérgicamente. Thornpipe quiso resistir y empujar la
carreta por detrás.
Fue en vano. El panadero la cogió de un lado, el droguero por otro y la sacudieron. Jamás la
corte real se encontró en fiesta parecida; los príncipes tropezando con las princesas; los
duques con los marqueses; el pri mer ministro cayendo y arrastrando en su caída al
ministerio; semejante caos jamás se produciría en el palacio de Osborne, aunque la isla de
Wight fuera agitada por un temblor de tierra.
Sujeto Thornpipe, aunque se defendía furiosamente, inspeccionose la carreta y el droguero
sacó a un niño de la caja.
¡Sí! Un niño de unos tres años, pálido, delgaducho, con las piernas cruzadas por los
latigazos, respirando apenas.
Nadie en Westport conocía a ese niño. De esta suerte entró en escena Hormiguita, el héroe
de esta historia. ¿Cómo cayó en manos de aquel bestia, que no era su padre? Había sido
recogido nueve meses antes por Thornpipe en la calle de una aldea de Donegal, y ya se ha
visto a lo que el verdugo le dedicó.
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Aventuras de un niño irlandés
Una mujer acababa de tomarle en brazos y procuraba reanimarle. Se formó un corro en
torno. Tenía una cara interesante, hasta inteligente aquella pobre ardilla, reducida a hacer
moverse la caja para ganarse la vida. ¡Ganarse la vida... a esa edad!
Al fin abrió los ojos, y se echó atrás al ver a Thornpipe que avanzaba para cogerle gritando:
‐¡Dádmelo!
‐¿Es usted su padre, pues? ‐preguntó el cura. ‐Sí ‐respondió Thornpipe.
‐No, no es mi papá ‐gritó el niño pegándose a los brazos de la mujer. ‐¡No es suyo! ‐exclamó
el droguero.
‐¡Es un niño robado! ‐añadió el panadero. ‐¡Y no se lo devolveremos! ‐dijo el cura.
Thornpipe quiso resistir. Con la faz congestionada, los ojos inflamados de cólera, parecía
fuera de sí y dispuesto a esgrimir su cuchillo cuando dos hombres vigorosos se lanzaron a él
y le sujetaron.
‐¡Echadle! ¡Echadle! ‐repetían las mujeres. ‐¡Vete de aquí! ‐dijo el droguero.
‐¡Y no vuelvas por el condado! ‐exclamó el cura con un gesto amenazador.
Thornpipe dio un fuerte latigazo al perro, y la carreta echó a andar subiendo la calle
principal de Westport.
‐¡Miserable! ‐dijo el farmacéutico‐. No pasan tres meses antes de que haya danzado el
minuet de Kilmainham.
Bailar este minuet es, siguiendo la locución del país, ser ahorcado. Después, cuando se
preguntó al niño cómo se llamaba, respondió con voz bastante firme:
‐Hormiguita.
Y de hecho, no tenía otro nombre.
21
RAGGED‐SCHOOL
‐¿Y el número 13, qué tiene? ‐Fiebre.
‐¿Y el número 9? ‐Tos ferina. ‐¿Y el 17?
‐Tos ferina también. ‐¿Y el 23?
‐Creo que será escarlatina.
A medida que le daban estas respuestas, mister O'Bodkins las escribía en un registro
admirablemente llevado en los folios correspondientes a los números 23, 17, 9 y 13. En tal
registro había una columna destinada al nombre de la enfermedad, a la hora de la visita del
médico, a la clase de medicamentos empleados y a las condiciones en que éstos debían ser
administrados cuando los enfermos hubieran sido transportados al hospital. Los nombres
estaban escritos en letra gótica, los números en cifras arábigas, los medicamentos en letra
redonda, las prescripciones en letra cursiva, todo mezclado con corchetes finamente
trazados con tinta azul, y dobles rayas en tinta roja. Un modelo de caligrafía y una obra
maestra de contabilidad.
‐Algunos de esos niños están gravemente enfermos ‐añadió el médico‐. Recomiende que no
cojan frío en el camino.
22
Aventuras de un niño irlandés
‐¡Sí, sí, se recomendará! ‐respondió negligentemente mister O'Bodkins‐. Cuando no estén
aquí, esto ya no me atañe, y con tal que mis libros estén corrientes...
‐Además, si la enfermedad se los lleva ‐dijo el doctor tomando su bastón y su sombrero‐
creo que la pérdida no será muy grande. ‐Conformes ‐respondió O'Bodkins‐. Les inscribiré
en la columna de los fallecidos, y su cuenta quedará saldada. Me parece que cuando una
cuenta está saldada, nadie tiene derecho a quejarse.
El médico salió después de haber estrechado la mano de su interlocutor.
O'Bodkins era el director de la Ragged‐School de Galway, pequeña ciudad situada en la
bahía y en el condado del mismo nombre, al suroeste de la provincia de Connaught. Ésta es
la única en que los católicos pueden poseer tierras, y en ella, como en el Munsater, el
gobierno inglés toma a mal rechazar la Irlanda católica.
Se conoce el tipo original que recuerda este mister O'Bodkins, y no merece ser clasificado
entre los bienhechores de la raza humana.
Un hombre pequeño y grueso, de esos solteros que no han sido jóvenes nunca, y que
tampoco serán viejos, que han sido siempre lo mismo, con cabellos que ni se caen ni
emblanquecen, y que parecen haber nacido con anteojos de oro; que tienen el corazón
necesario para vivir, y a los que jamás ha conmovido un sentimiento de amor, de simpatía
ni de compasión. Uno de esos seres ni buenos ni malos, que pasan por la tierra sin hacer
bien, pero tampoco sin hacer mal, que no son jamás desgraciados y menos con la
desventura del prójimo.
Tal era O'Bodkins, y hay que convenir en que había nacido precisamente para ser director
de una Ragged‐School.
Ragged‐School es la escuela de los andrajosos, y se ha visto qué admirable exactitud, qué
cuenta más precisa del debe y haber atestiguan los libros de mister O'Bodkins. Tenía éste
por auxiliares una vieja, la tía Kriss, aficionada al tabaco, y un antiguo pensionista de
dieciséis años, llamado Grip. Era éste un pobre diablo de buenos ojos, fisonomía jovial, nariz
23
Julio Uerne
arremangada, signo característico de la raza irlandesa, y valía infinitamente más que las tres
cuartas partes de los miserables recogidos en aquella especie de lazareto escolar.
Son los tales, niños huérfanos o abandonados por sus padres, que la mayor parte no han
conocido. Nacidos en el arroyo y recogidos de las calles, a las que volverán cuando tengan
edad para trabajar.
¡Qué degradación moral! ¡Qué aglomeración de larvas humanas destinadas a convertirse en
monstruos!, porque de aquellos granos arrojados al azar entre las piedras, ¿qué podrá salir?
En la escuela de Galway había unos treinta, de entre tres y doce años, cubiertos de harapos,
siempre hambrientos, puesto que sólo de los restos de la caridad pública se alimentaban.
Algunos estaban enfermos, y como acabamos de ver, estos niños daban un gran
contingente a la mortalidad, lo que no era una gran pérdida a juicio del médico.
Razón tenía éste, si ningún cuidado, si ninguna moralización había de impedirles ser unos
malhechores. Pero, bajo aquella triste envoltura hay un alma, y con mejor dirección se
podría encaminarles a la senda del bien. En todo caso, necesarios sería para educarles otros
preceptores, y no uno de esos maniquíes de los que mister O'Bodkins nos ofrece el
deplorable tipo, y que no es raro encontrar hasta en lugares que no son los condados de
Irlanda.
Hormiguita era uno de los niños de menor edad en esta Ragged‐School. Sólo contaba
cuatro años y medio, todos de desventuras. Haber sido tratado como se sabe, por
Thornpipe, haberse visto reducido al estado de manivela; después arrancado a aquel
verdugo por la compasión de algunas buenas almas de Westport y ser ahora huésped de la
Ragged‐School de Galway. ¿Y cuando saliera de allí, no iba a encontrarse aún peor?
Ciertamente, un noble sentimiento era el que había llevado al cura a arrancar al
desventurado ser de las garras de Thornpipe.
Después de haber hecho algunas pesquisas para averiguar su origen, había renunciado a
ellas. Hormiguita sólo recordaba que había vivido en casa de una perversa mujer, junto a
una niña que le besaba, y también otra niña
24
Aventuras de un niño irlandés
que había muerto. ¿En qué lugar? No lo sabía. Nadie podía decir si era un niño abandonado
o robado a su familia. Desde que fue recogido en Westfort, se le había cuidado, había
andando de casa en casa. Las mujeres se apiadaban de su suerte. Se le conservó el nombre
de Hormiguita. Algunas familias le tuvieron ocho, quince días. Así pasaron tres meses; pero
la parroquia no era rica, y bastantes desgraciados vivían a su costa. De poseer una casa de
caridad, en ella hubiera habido sitio para el niño; pero no teniéndola, fue enviado a la
Ragged‐School de Galway, y hacía nueve meses que Hormiguita vegetaba en medio de
aquellos vicios. Cuando saliera ¿qué llegaría a ser? Uno de esos desheredados para los que,
desde sus más tiernos años, la existencia, con sus cotidianas exigencias, es una pregunta de
vida o muerte, ¡pregunta que muy a menudo queda sin respuesta!
De forma que desde hacía nueve meses el niño estaba confiado a los cuidados de la vieja
Kriss, medio embrutecida, de aquel pobre Grip, resignado con su suerte, y de mister
O'Bodkins, aquella máquina para hacer balances de entradas y salidas. Sin embargo, su
buena constitución le había permitido resistir a tantas causas de destrucción, y no figuraba
aún en el gran libro del director, en la columna de los atacados del sarampión, escarlatina y
otras enfermedades de la infancia, sin que su cuenta hubiera estado saldada en el fondo de
la fosa común de Galway.
Pero si en lo que toca a la salud el niño soportaba impunemente tales pruebas, ¿qué se
podía temer desde el punto de vista de su desarrollo intelectual? ¿Cómo resistiría al
contacto de aquellos viciosos de cuerpo y espíritu, los unos nacidos no se sabía dónde ni de
quién, los otros, la mayor parte, hijos de presidiarios, cuando no de ahorcados?
Había uno cuya madre estaba cumpliendo su condena en la isla de Norfolk, en el centro de
los mares australianos, y cuyo padre, condenado a muerte por asesinato, acababa de morir
a manos del famoso Berry en la prisión de Newgate. Este muchacho se llamaba Carker, y a
los doce años parecía ya predestinado a seguir las huellas de sus padres. En la
RaggedSchool gozaba de cierta consideración; estando pervertido, pervertía, tenía
cómplices y discípulos, y era jefe de los más miserables, siempre prestos a
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Julio Verne
un mal golpe, en espera de delitos, cuando la escuela los hubiera arrojado a la calle como
una escoria.
Apresurémonos a decir que Hormiguita sólo sentía aversión por este Carker, bien que no
cesase de mirarle con ojos llenos de asombro... juzgad... ¡El hijo de un ahorcado!
En general, estas escuelas en nada se parecen a los modernos establecimientos de
educación, en los que el cubo de aire está distribuido de un modo matemático. El
continente es apropiado al contenido. Siendo las almohadas y mantas paja, el lecho se hace
pronto. ¿Refectorios? ¿Para qué? Cuando sólo hay por comida algunas cortezas y patatas,
cualquier sitio basta. En cuanto a la instrucción, mister O'Bodkins es el encargado de ella,
sabe enseñar a leer, a escribir, a contar, pero él a nadie obliga, y después de dos o tres años
pasados bajo su férula, no se hubieran encontrado diez de aquellos niños en estado de
descifrar un bando.
Aunque Hormiguita era el más joven de todos, contrastaba con sus camaradas mostrando
cierto deseo de instruirse que le valía mil sarcasmos. ¡Qué miseria y qué responsabilidad
social, cuando una inteligencia pide cultivo y queda sin él!
¿Se sabe lo que pierde el porvenir con dejar esterilizar un cerebro en el que la naturaleza ha
depositado tal vez los buenos gérmenes que no fructificarán?
Si el personal de la escuela trabajaba poco con la inteligencia, no quiere esto decir que
trabajase honradamente con las manos. Reunir un poco de combustible para el invierno,
mendigar los harapos entre las personas caritativas, recoger el estiércol de los caballos y
demás animales para ir a venderlo a los cortijos por algunos coppers, a lo que mister
O'Bodkins abría una cuenta especial; escudriñar en los montones de inmundicias,
acumulados en los rincones de las calles, siempre que los perros dejaban, y si era menester,
después de luchar con ellos; tales eran las ocupaciones cotidianas de los niños. De juegos,
ninguno, a menos que sea una diversión arañarse, pellizcarse, morderse, golpearse con pies
y manos, sin hablar de las malas pasadas que le jugaban a Grip. Verdad que éste no
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Aventuras de un niño irlandés
Las mujeres se apiadaban de su suerte. 27
Julio Verne
se inquietaba por tal cosa, lo que llevaba a Carker y a los otros a encarnizarse en él
cruelmente.
La única habitación algo decente de la Ragged‐School era la del director; y claro está que en
ella jamás se dejaba entrar a nadie. Los libros hubieran sido hechos pedazos, sus hojas
dispersas a todos los vientos. Así es que no le disgustaba que sus educandos se marchasen
fuera, a errar a la aventura, y siempre le parecía temprano cuando, movidos por la
necesidad de comer o de dormir, volvían a la escuela.
Por su espíritu serio y sus buenos instintos, Hormiguita se veía expuesto de ordinario no
solamente a las burlas de Carker y de otros que no valían más, sino también a sus
brutalidades.
Evitaba quejarse. ¡Ah, porque no tenía fuerzas!
Si no fuera así, se haría respetar, volviendo bofetada por bofetada, puntapié por puntapié...
¡qué cólera sentía al ver que era débil para defenderse! Era el que menos salía de la
escuela, muy dichoso de disfrutar de un poco de calma cuando los otros vagaban por los
alrededores.
Sin duda esto era un perjuicio para su bienestar, pues hubiera podido encontrar un
desperdicio que roer, o comprar una torta pasada con dos o tres coppers que le dieran de
limosna. Pero sentía repugnancia de tender la mano, de correr con la esperanza de atrapar
una pobre moneda, y sobre todo de robar alguna bagatela... ¡No! Prefería quedarse con
Grip. ‐¿No sales? ‐le decía éste. ‐No, Grip.
‐Carker te pegará si no traes nada esta tarde. ‐Lo prefiero.
Grip sentía por Hormiguita un afecto del que el otro participaba. No falto de inteligencia,
sabiendo leer y escribir, procuraba enseñar al niño algo de lo que había aprendido. Así es
que desde que se encontraba en Galway comenzaba Hormiguita a hacer algunos progresos
en la lectura, prometiendo honrar a su maestro.
Conviene añadir que Grip conocía una multitud de historias divertidas y que las contaba
alegremente.
28
Aventuras de un niño irlandés
Con sus risotadas en aquel sombrío lugar parecíale a Hormiguita que aquel mozo era un
rayo de luz en la tenebrosa escuela.
Lo que irritaba particularmente a nuestro héroe era que los demás hicieron a Grip objeto de
su malquerencia. Éste, lo repetimos, lo soportaba con filosófica resignación.
‐Grip ‐le decía alguna vez Hormiguita. ‐¿Qué quieres?
‐¡Carker es un miserable! ‐Cierto...
‐¿Por qué no le das un golpe? ‐¿Golpearle?
‐Y también a los otros. Grip se encogía de hombros. ‐¿Es que no eres fuerte, Grip? ‐No sé...
‐¿No tienes buenos brazos y buenas piernas? Sí: era alto y delgado como un pararrayos, ‐
Pues bien, Grip, ¿por qué no das de golpes a esos bestias? ‐Bah. No vale la pena.
‐¡Ah! ¡Si yo tuviera tus piernas y tus brazos!... ‐Mejor sería servirse de ellos para trabajar. ‐
¿Crees tú...?
‐Estoy seguro.
‐Pues bien: trabajaremos juntos... Probaremos... ¿quieres? Grip quería.
Algunas veces salían juntos. Hormiguita estaba miserablemente vestido, con un traje
deshilachado, gorra sin fondo, pies con borceguíes de cuero cuya suela estaba hecha
pedazos. Grip, poco más o menos lo mismo. Y menos mal cuando hacía buen tiempo, tan
raro en los condados de Irlanda como una buena comida en la cabaña de Paddy. Y
entonces, bajo la lluvia, bajo la nieve, medio desnudos, con la cara amoratada por el frío,
los ojos irritados por el cierzo, los pies enterrados en la nieve,
29
Julio Verne
aquellos dos miserables daban compasión, el mayor llevando al pequeño de la mano y
corriendo para calentarse.
Erraban así por las calles de Galway, que tiene el aspecto de un pueblo español, solos, entre
una multitud indiferente. Hormiguita hubiera deseado saber lo que había en el interior de
las casas. A través de sus es trechas ventanas, cerradas con persianas, era imposible
distinguir nada. Pensaba él que allí abría fuertes arcas llenas de sacos de plata. ¡Y qué
placer cruzar las hermosas habitaciones de los hoteles a los que los huéspedes llegaban en
carruaje, el Royal Hotel sobre todo! Pero los criados les hubiesen echado como a los perros,
o lo que es peor, como a los mendigos, pues en rigor los perros pueden recibir alguna
caricia...
Cuando se detenían ante las tiendas, no muy bien provistas en los pueblos de la alta
Irlanda, las cosas les parecían un conjunto de riquezas incalculables. ¡Qué miradas lanzaban
sobre un escaparate de ropas, ellos que estaban vestidos de andrajos, y a una tienda de
calzado, ellos que andaban con los pies descalzos! ¿Conocerían alguna vez el placer de
tener un traje nuevo y un par de buenos zapatos hechos a medida? No... ¡Sin duda, como
otros miserables, estaban condenados a vestir ropa usada!
Había también carnicerías con grandes cuartos de vaca colgados, suficientes para alimentar
durante un mes toda la Ragged‐School. Cuando Grip y Hormiguita los contemplaban, abrían
la boca desmesuradamente y sentían que su estómago se contraía con dolorosos espasmos.
‐¡Bah! ‐decía Grip jovialmente‐. Mueve tus mandíbulas y te parecerá que comes.
Ante los grandes panes de cálido olor, ante todo lo que excitaba el apetito de los que
pasaban, quedaban extáticos, con los dientes largos, la lengua húmeda, los labios
convulsos, la cara famélica, y Hormiguita murmuraba:
‐¡Qué bueno debe de ser eso! ‐Ya lo creo ‐respondió Grip. ‐¿Lo has comido tú?
‐Una vez.
30
Aventuras de un niño irlandés
‐¡Ah! ‐suspiraba el niño.
Él no lo había probado nunca, ni en casa de Thornpipe, ni en la Ragged‐School.
Un día, una señora, compadecida de su rostro pálido, le preguntó si quería torta.
‐Preferiría un pan, señora ‐respondiole. ‐¿Y por qué, niño?
‐Porque es más grande.
Una vez, sin embargo, habiendo recibido Grip algún dinerillo por un encargo, compró una
torta, que bien tendría ya ocho días.
‐¿Te gusta? ‐le preguntó a Hormiguita. ‐¡Oh! Diríase que está azucarada.
‐Ya lo creo ‐respondió Grip‐, y con verdadero azúcar.
Algunas veces Grip y su compañero llegaban en sus paseos al arrabal de Salthill. Veían
desde allí la unión de la bahía, una de las más pintorescas de Irlanda, las tres islas de Aran,
dispuestas como los tres conos de la bahía de Vigo, y atrás las salvajes montañas de Burren
y de Clare, y los abruptos derrumbaderos de Moher. Volvían después hacia el puente, al
muelle, a lo largo de los docks comenzados cuando se pensó hacer de Galway el punto de
partida de una línea transatlántica que hubiese sido la más corta entre Europa y los Estados
Unidos de América.
Cuando distinguían algunos buques en la bahía o atracados en la bocana del puerto,
sentíanse como irresistiblemente atraídos, sospechando sin duda que la mar debe de ser
menos cruel que la tierra para los pobres, y que les promete una existencia más segura; que
la vida es mejor al aire libre de los mares, lejos de los cuchitriles de las ciudades; y que el
oficio de marinero es por excelencia el que garantiza la salud del niño y el alimento del
hombre.
‐¡Muy bueno debe de ser, Grip, ir en esos barcos de grandes velas! ‐decía Hormiguita.
‐Si supieses lo que me atrae ‐respondía Grip. ‐¿Por qué no eres marino, entonces? ‐Tienes
razón, ¿por qué no lo soy?
31
Julio Verne
‐Irías lejos... lejos...
‐¡Tal vez llegará!... ‐respondió Grip. Pero, en fin; no lo era.
El puerto de Galway está formado por la desembocadura de un río que nace en Lough
Corrib y se arroja al fondo de la bahía. En la otra orilla se alza la curiosa ciudad de Claddagh,
con sus cuatro mil habitantes, todos pescadores que gozan desde largo tiempo de una
autonomía comunal y cuyo alcalde es calificado de rey. Grip y el niño iban alguna vez a
Claddagh. ¿Qué no hubiera dado Hormiguita por ser uno de aquellos mozos robustos,
curtidos por la brisa, un hijo de una de aquellas madres vigorosas, algo salvajes en su
aspecto? Sí. Él envidiaba a aquellos muchachos de buen porte, y más dichosos que los de
otros puntos de Irlanda. ¡Mozos que gritaban y se divertían! ¡Hubiera querido ser de ellos!
Sentía deseos de estrecharles la mano. Pero no se atrevía; tan andrajoso estaba, que al
verle acercarse hubieran podido creer que iba a pedirles una limosna. Deteníase entonces,
una gruesa lágrima brotaba en sus ojos y se contentaba con pasearse por el mercado
admirando los arenques, únicos peces que buscan los pescadores de Claddagh. En cuanto a
los cabrachos y langostas que abundan entre las rocas de la bahía, no podía creer que
fueran comestibles, aunque Grip afirmara que era crema de pastel lo que tales bichos
tenían bajo el cascarón. Tal vez no sería imposible que algún día pudieran experimentarlo
prácticamente.
Terminado su paseo regresaban al barrio de la Ragged‐School por calles estrechas y sucias.
Pasaban por las ruinas que hacen de Galway un pueblo medio destruido por un terremoto.
Y aun las ruinas que el tiempo ha hecho tienen algún encanto; pero aquí, las casas sin
concluir por falta de dinero, los edificios bosquejados apenas y cuyos muros estaban llenos
de grietas; en fin, todo lo que era obra del abandono y no de los siglos, no producía más
que una impresión de tristeza. Pero más triste que los barrios pobres de Galway era la
abominable y nauseabunda morada, el abrigo insuficiente y repugnante donde la miseria
arrojaba a los compañeros de Hormiguita; y ni él ni Grip se apresuraban cuando llegaba la
hora de regresar a la Ragged‐School.
32
IV
EL ENTIERRO DE UNA GAVIOTA
¿En el curso de su penosa existencia en la degradante atmósfera de los andrajosos, no
volvía Hormiguita alguna vez la vista al pasado? Que un niño feliz con los cuidados que le
rodean y las caricias que se le prodigan se entregue a la alegría de vivir, sin pensar en lo que
ha sido ni en lo que será, abandonándose al esparcimiento de su edad, cosa es que se
concibe, esto es lo que debe ser. Pero no sucede lo mismo cuando el pasado sólo ha sido de
sufrimientos, y el porvenir aparece con sombrío aspecto. Se mira adelante después de
haber mirado atrás.
¿Y qué veía Hormiguita al volver la vista uno o dos años atrás? Aquel Thornpipe brutal y
despiadado, al que temía encontrar a la vuelta de alguna calle extendiendo sus manos para
cogerle de nuevo. También le asaltaba un recuerdo vago y terrible; el de la cruel mujer que
le maltrataba, y el de aquella jovencilla que le mecía en sus rodillas.
‐Creo recordar que se llamaba Sissy ‐dijo un día a su compañero. ‐¡Qué nombre más bonito!
‐respondió Grip.
En realidad Grip estaba persuadido de que aquella Sissy no debía de existir más que en la
imaginación del niño; pero cuando dudaba de su existencia Hormiguita se incomodaba. ¡Sí!
¡Él la veía en su pensamiento! ¿No la encontraría alguna vez? ¿Qué sería de ella? ¿Viviría
aún con aquella furia lejos de él? ¿Millas y millas les separarían? Ella le quería y él también
a ella. Era el primer afecto que había sentido antes de encontrar
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Julio Uerne
a Grip. Ella era buena, dulce, le acariciaba, enjugaba sus lágrimas y partía con él sus patatas.
‐Yo hubiera querido defenderla cuando la infame mujer le pegaba ‐decía.
‐¡También yo creo que hubiera golpeado a esa arpía! ‐respondía Grip por dar gusto al niño.
Porque si este bravo mozo no se defendía cuando se le atacaba, sabía defender a los otros,
habiendo ya probado que era fuerte para meter en cintura a aquellos malos bichos
encarnizados contra su protegido.
Una vez, durante los primeros meses de su estancia en la RaggedSchool, atraído por las
campanas del domingo, Hormiguita había entrado en la catedral de Galway. Hay que
confesar que sólo la casualidad le había llevado allí, pues a los mismos turistas les cuesta
trabajo descubrirla, por estar perdida en un laberinto de calles fangosas y estrechas.
El niño estaba vergonzoso y temeroso. Ciertamente, de verle el terrible pertiguero, medio
desnudo y lleno de harapos, no le hubiera permitido permanecer en la iglesia. Hormiguita
quedó encantado de lo que oía: los cán ticos de la misa, el acompañamiento del órgano, y
de lo que veía: el sacerdote con sus ornamentos de oro, y los cirios encendidos en pleno
día.
El niño no había olvidado que el cura de Westport le habló algunas veces de Dios; de Dios,
padre de todos. Recordaba también que cuando Thornpipe pronunciaba este nombre era
para mezclarlo con horribles juramentos, recuerdo que le turbaba en medio de las
ceremonias religiosas. Bajo la bóveda de la catedral, oculto tras un pilar, sentía una especie
de curiosidad, mirando a los sacerdotes como hubiese mirado a los soldados. Después, y
mientras todos se inclinaban al levantar la Sagrada Forma entre el sonar de las campanillas,
alejose antes de ser visto, arrastrándose sobre los escalones sin más ruido que un ratón que
vuelve a su agujero.
Cuando regresó de la iglesia a nadie le dijo que había estado en ella, ni aun a Grip, que por
otra parte no tenía más que una idea vaga de lo que significaban aquellas pompas de la
misa y de las vísperas. Después de
34
Aventuras de un niño irlandés
una segunda visita, encontrándose a solas con Kriss apresurose a preguntarle quién era
Dios.
‐¿Dios? ‐respondió la vieja revolviendo sus terribles ojos entre las bocanadas nauseabundas
que se escapaban de su pipa negra.
‐Sí; Dios.
‐Es el hermano del diablo, a quien envía a los niños malos para quemarlos en el fuego del
infierno.
Hormiguita palideció al oír tal respuesta, y aunque hubiera deseado saber dónde estaba
aquel infierno lleno de llamas y de niños, no osó preguntárselo a Kriss.
Pero no cesó de pensar en aquel Dios cuya única ocupación parecía ser la de castigar niños
¡y de qué horrible manera!, a creer a Kriss.
Sin embargo, un día quiso hablar de esto con su amigo Grip. ‐Grip ‐le preguntó‐, ¿has oído
alguna vez hablar del infierno? ‐Algunas veces.
‐¿Dónde está? ‐No lo sé. ‐Dime: si se quema allí a los niños malos, ¿se quemará a Carker? ‐
Ya lo creo.
‐Yo, Grip ¿no soy malo, verdad? ‐Tú, no... ¡Creo que no! ‐¿Entonces no seré quemado? ‐No.
‐Ni tú Grip.
‐Ni yo; estoy seguro.
Y Grip creyó conveniente añadir que siendo tan delgado no valía la pena quemarle.
He ahí todo lo que Hormiguita sabía de Dios; todo el catecismo que había aprendido. En su
sencillez, en la inocencia de su edad, sentía confusamente lo que era el bien y el mal. Pero
si no debía ser quemado, siguiendo los consejos de la mujer de la Ragged‐School,
arriesgaba serlo siguiendo los de mister O'Bodkins.
35
Julio Verne
En efecto, misten O'Bodkins no estaba contento. Hormiguita figuraba en su libro en la
columna de los gastos; pero no en la de los ingresos. Un galopín que costaba dinero y que
nada producía. Al menos los otros, mendigando y robando, subvenían en parte a los gastos
de alojamiento y comida, pero el niño no llevaba nada.
Un día mister O'Bodkins le dirigió vivos reproches lanzándole una mirada severa a través de
sus anteojos. El niño tuvo fuerzas para no llorar al recibir esta amonestación que mister
O'Bodkins le dirigía con el doble título de administrador y director.
‐¿No quieres hacer nada? ‐le dijo.
‐Sí ‐respondió el niño‐. ¿Qué quiere usted que haga? ‐Algo que compense lo que cuestas.
‐Bien querría, pero no sé.
‐Se sigue a las gentes en la calle, se piden encargos. ‐Soy muy pequeño.
‐Busca en los montones de basura. Siempre hay algo. ‐Los perros me muerden y soy débil.
No puedo echarles. ‐¿Tienes manos?
‐Sí.
‐¿Tienes piernas? ‐Sí.
‐Pues bien, corre por las calles tras los carruajes y atrapa algunos coppers, ya que no
puedes hacer otra cosa.
‐¡Pedir coppers!
Y Hormiguita enrojeció. Su orgullo se rebelaba a tender la mano. ‐No podré hacerlo mister
O'Bodk¡ns ‐dijo.
‐Ah, ¿no podrás? ‐No.
‐¿Y podrás vivir sin comer? No. Te prevengo de que un día u otro te sujetaré a este régimen
si no imaginas un medio de ganarte la vida. Y ahora vete. ¡Ganar su vida a los cuatro años y
algunos meses! Verdad es que con Thornpipe la ganaba; ¡y de qué modo! El niño se alejó
angustiado. El que
36
Aventuras de un niño irlandés
le hubiera visto en un rincón con los brazos cruzados y la cabeza baja hubiera sentido
lástima. ¡Qué carga era la vida para el pobre ser!
Nadie sabe lo que sufren estos pequeños afligidos por la miseria en su más tierna edad;
jamás nadie se apiadará bastante de su suerte. Después de las amonestaciones de misten
O'Bodkins, venían las excitaciones de los pillos de la escuela.
Les irritaba ver al niño más honrado que ellos; y se complacían en impulsarle al mal, no
escatimando ni los pérfidos consejos ni los golpes. Sobre todos, Carker mostraba un
encarnecimiento que se explica por su perversidad.
‐¿Tú no quieres pedir limosna? ‐le dijo un día. ‐No ‐respondió Hormiguita con voz firme. ‐
Pues bien; bestia, no pidas... ¡toma! ‐¡Tomar!
‐Sí, cuando se ve un señor bien puesto con un pañuelo que sale de su bolsillo, se aproxima
uno, se tira del pañuelo y él viene solo.
‐Déjame, Carker.
‐Y alguna vez con el pañuelo viene un portamonedas. ‐Eso es robar
‐Y no son coppers lo que se encuentran en los portamonedas de los ricos, sino chelines,
coronas, y hasta piezas de oro, que se reparten con los amigos.
‐Sí ‐dijo otro‐, y se burla al policía.
‐Y si se va a la cárcel ‐añadió Carker‐ ¿qué importa? En ella se está tan bien o mejor que
aquí; se tiene pan, sopa, patatas y se come a gusto.
‐¡No quiero! ¡No quiero! ‐repetía una y otra vez el niño defendiéndose contra aquellos
bribones que le enviaban de uno a otro como a una pelota.
Grip entró en la sala y se apresuró a arrancarlo de sus manos. ‐¡Vais a dejarle en paz! ‐
exclamó apretando los puños. Esta vez estaba verdaderamente colérico.
37
Julio Uerne
‐Sabes ‐dijo a Carker‐ que no pego a menudo, ¿no es verdad? Pero si pego...
Cuando aquellos miserables abandonaron a su víctima, les arrojaron a los dos una mirada
que significaba que prometían volver a empezar cuando Grip no estuviese.
‐Seguramente tú serás quemado, Carker ‐dijo Hormiguita, no sin cierta conmiseración.
‐¿Quemado?
‐Sí, en el infierno, si continúas siendo malo.
Respuesta que excitó la risa de aquella banda. El que Carker fuese quemado era una idea
fija en el cerebro del niño.
Era de temer que la intervención de Grip en su favor no produjera buenos resultados.
Carker y los otros hallábanse decididos a vengarse del protector y del protegido. En los
rincones, los peores de la Ragged‐School celebraban conciliábulos que nada bueno
presagiaban. Así es que Grip no cesaba de vigilarles, abandonando al niño lo menos posible.
Por la noche hacíale subir hasta el desván que él ocupaba junto al tejado. Allí estaba
Hormiguita al menos al abrigo de los pérfidos consejos y de los malos tratos.
Un día, Grip y él habían ido a pasear por la arena de Salthill, donde algunas veces se
bañaban. Grip, que sabía nadar, daba lecciones al niño. Sentíase éste muy dichoso al
extenderse en aquel agua limpia sobre la que navegaban hermosos barcos cuyas blancas
velas veía perderse en el horizonte. Ambos se agitaban en medio de las olas que llegaban a
la arena. Grip, sujetando al niño por los hombros, le indicaba los primeros movimientos.
De repente, verdaderos gritos de chacal se oyeron en las rocas y vieron aparecer a los
andrajosos de la Ragged‐School. Eran una docena, los más viciosos y feroces, con Carker a
la cabeza.
Si gritaban tanto era porque acababan de ver a una gaviota herida en el ala que trataba de
huir; cosa que tal vez hubiera conseguido a no lanzarle Carker una piedra que la tocó.
Hormiguita lanzó un grito como si él hubiera recibido el golpe.
‐¡Pobre gaviota! ¡Pobre gaviota! ‐repetía.
38
Aventuras de un niño irlandés
Una gran rabia se apoderó de Grip, y probablemente se disponía a ir a castigar a Carker
cuando vio al niño lanzarse sobre la arena, en medio de la banda, pidiendo perdón para el
pájaro.
‐Carker, yo te lo suplico ‐repetía‐, pégame a mí, pero no a la gaviota, ¡no a la gaviota!
¡Qué burlas le dirigieron cuando se le vio arrastrarse sobre la arena, desnudo, con sus
miembros delgaduchos, y los huesos marcándosele a través de la piel! Él seguía gritando.
‐Perdón, Carker, ¡perdón para la gaviota!
Nadie le escuchaba. Se reían de sus súplicas. La banda perseguía al ave que en vano
intentaba volar, saltando de un lado a otro, y procurando esconderse entre las rocas.
¡Esfuerzos inútiles!
‐¡Dejadla, dejadla! ‐gritaba uno.
Carker había cogido a la gaviota por un ala y la lanzó al aire. Otro la recogió arrojándola
sobre los guijarros.
‐¡Grip, Grip! ‐repetía Hormiguita‐. ¡Defiéndela, defiéndela!
Grip se precipitó sobre los pilluelos para arrancarles el ave. Era tarde. Carker acababa de
aplastar con su talón la cabeza de la gaviota. Todos rieron y lanzaron hurras. Hormiguita
estaba transformado. Poseído de una cólera ciega, cogió un guijarro y lo arrojó con toda su
fuerza sobre Carker; el golpe le dio a éste en mitad del pecho.
‐¡Ah, me las vas a pagar! ‐exclamó Carker.
Y antes de que Grip pudiera impedirlo, se precipitó sobre el niño y le arrastró al borde de la
arena, golpeándole. Después, y mientras los demás detenían a Grip por los brazos y por las
piernas, hundió la cabeza de Hormiguita en las olas, a riesgo de asfixiarle.
Logrando desembarazarse a golpazos de aquellos miserables, la mayor parte de los cuales
rodaron por la arena, Grip corrió hacia Carker, que huyó con toda la banda.
Al retirarse las olas hubiesen arrastrado a Hormiguita si Grip no le hubiera cogido y
apartado medio desvanecido. Después de frotarle vigoro
39
Julio Verne
samente, Grip no tardó en ponerle en pie, y vistiéndole le cogió por la mano y le dijo:
‐Ven, ven.
Hormiguita subió por las rocas, y viendo al ave aplastada, se arrodilló, sus ojos se llenaron
de lágrimas y haciendo un agujero en la arena enterró a la gaviota. Él mismo, ¿qué era más
que un pájaro abandonado, una pobre gaviota humana?
40
V
AÚN LA RAGGED‐SCHOOL
Al volver a la escuela, Grip creyó deber suyo llamar la atención de mister O'Bodkins sobre la
conducta de Carker y de los demás. No trataba de hablar de las malas jugadas que a él se le
hacían, y que no notaba la mayor parte de las veces. ¡No! Se trataba de Hormiguita y de los
malos tratos de que era objeto. Esta vez se había ido tan lejos, que sin la intervención de
Grip, el niño sería ahora un cadáver, que las olas arrojarían sobre la arena de Salthill.
Por toda respuesta, Grip no obtuvo más que un movimiento desdeñoso de cabeza de mister
O'Bodkins. Debía comprender que estas cosas no le interesaban desde el punto de vista de
la contabilidad. ¡Qué diablo! ¡El gran libro no podía tener una columna para los pescozones
y otra para los puntapiés! Sin duda mister O'Bodkins tenía, como director, el deber de
preocuparse por los tratos de sus pensionistas; mas como administrador, se limitó a enviar
a paseo al vigilante de la escuela.
Desde ese día, Grip resolvió no perder de vista a su protegido, no dejarle jamás solo en la
sala, y cuando él salía tenía cuidado de encerrarle en el desván, donde al menos el niño se
encontraba a salvo.
Transcurrieron los últimos días del verano. Llegó septiembre. Esto es ya el invierno para los
distritos de los condados del norte; el invierno de la alta Irlanda es una sucesión
ininterrumpida de nieves, brisas, huraca
41
Julio Verme
mes y nieblas que vienen de las llanuras heladas de América septentrional, y que los vientos
del Atlántico precipitan sobre Europa.
Un tiempo rudo para los ribereños de la bahía de Galway, encerrada entre las montañas
como entre las paredes de una nevera. Días muy cortos y noches muy largas para los que
carecen de lumbre en su hogar. No os asombréis si la temperatura es baja en el interior de
la Ragged‐School, salvo en la habitación de mister O'Bodkins. ¿Es que de no ser así, la tinta
estaría líquida en el tintero? ¿Es que su obra no se helaría antes de que él pudiese acabar
sus florituras?
Es el momento de ir a buscar en las calles y caminos todo lo que es susceptible de
combinarse con el oxígeno para producir calor. Mediano recurso, cuando se reduce a ramas
caídas, a hulla mezclada con ceniza y abandonada a las puertas de las casas, y a restos de
carbón que los pobres se disputan en los muelles de descarga del puerto. Los pensionistas
de la escuela se ocupaban en esta recolección y ¡cuántos rebuscadores había!
Nuestro héroe tomaba parte en este penoso trabajo, y cada día traía un poco de
combustible. Esto no era mendigar. Así, bien que mal, en el hogar brillaban unas mezquinas
llamas con las que era preciso contentarse. Toda la escuela, helada bajo sus harapos, se
apretaba en torno al fuego; los mayores en los sitios mejores, claro está, mientras la comida
se cocía en la marmita. ¡Y qué comida! Cortezas de pan, patatas, desperdicios de carne, una
abominable sopa con manchas de grasa que reemplazaban los ojos del buen caldo.
Ante el fuego jamás había sitio para Hormiguita, y rara vez una taza del líquido que la vieja
reservaba para los mayores. Éstos se arrojaban sobre ella como perros hambrientos,
enseñando los dientes para defender su mezquina porción.
Felizmente, Grip llevaba al niño a su agujero y le daba lo mejor de lo que a él le había
tocado en la repartición cotidiana. Allí arriba no había fuego, pero acurrucándose en la paja,
oprimiéndose uno contra otro, se defendían del frío y se dormían. ¿Les calentaba el sueño?
Tal vez.
42
Aventuras de un niño irlandés
Un día Grip tuvo una verdadera fortuna. Paseándose por la calle prinppal de Galway, un
viajero que entraba en el Royal Hotel le pidió que llevara una carta al correo. Grip se
apresuró a hacerlo, recibiendo en pago un mimoso chelín. Ciertamente el capital no era tan
grande que Grip tuviera que devanarse los sesos pensando si lo colocaría en renta del
Estado o en valores industriales. No. La colocación sería en el estómago de Hormi...guita y
un poco en el suyo propio. Compró embutido fácil de conservar tres días y regaláronse con
él ocultándose de Carker y de sus compañeros. No iba Grip a participar con éstos lo que
ellos no participaban con él.
Además ‐y esto hizo más feliz el encuentro con el viajero del Royal Hotel‐ el digno
gentleman, viendo a Grip tan mal vestido, se deshizo en su favor de un traje de lana en
buen estado.
No se crea que Grip pensó guardarlo para sí. No. Sólo pensó en Hormiguita. «Estará como
un carnero bajo su lana», pensó. Pero el carnero no quiso que Grip se despojase del traje en
beneficio suyo. Hubo discusión, y las cosas pudieron arreglarse a gusto de ambos. En
efecto, el gentleman era grueso y su traje hubiese dado dos vueltas al cuerpo de Grip; cl
gentleman era alto y su traje podía envolver a Hormiguita de la cabeza a los pies. Así pues,
no era imposible utilizar el traje para los dos amigos.
Pedir a la vieja borracha de Kriss que hiciera la obra, sería como pedirle que renunciara a su
pipa. Así pues, encerrándose en el desván, Grip Puso manos a la obra, concentrando en ella
toda su inteligencia. Después de tomar medida al niño, trabajó con tal acierto, que le
confeccionó un buen traje de lana. En cuanto a él, se hizo un chaleco, sin mangas, cierto,
Pero un chaleco ya es algo.
Claro es que recomendó a Hormiguita que ocultase el traje bajo sus harapos a fin de que los
otros no lo vieran. Era mejor que dejárselo a éstos, que lo hubieran hecho pedazos. Si el
niño apreció el excelente calor de aquel traje en los grandes fríos del invierno, por sabido se
calla.
Después de un mes de octubre excesivamente lluvioso, noviembre echó sobre el condado
un viento glacial que condensó en nieve toda la hume
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Julio Verne
dad de la atmósfera. La blanca cubierta llegó a tener un espesor de dos pies en las calles de
Galway. La recolección cotidiana de hulla y de césped se resintió de esto. En la Ragged‐
School se helaban, y si en el hogar faltaba combustible, en el estómago, que es otro hogar,
faltaba igualmente, pues no se encendía fuego todos los días.
Preciso era además que en medio de aquellas tempestades de nieves, a través de las
corrientes heladas, a lo largo de las calles y en los caminos, los harapientos buscasen con
qué proveer a las necesidades de la escuela. Ahora no se encontraba nada en las piedras. El
único recurso era ir de puerta en puerta. La parroquia ciertamente hacía por los pobres lo
que podía; pero además de la Ragged‐School había numerosos establecimientos de caridad
que le pedían en este tiempo de miseria. Los niños veíanse reducidos a ir de casa en casa y
algunas veces se les recibía mal. Se les recibía a menudo con brutalidad, amenazándoles si
volvían, y regresaban entonces con las manos vacías.
Hormiguita no había podido rehusar seguir el ejemplo de sus compañeros. Cuando se
detenía ante una puerta después de haber golpeado con el llamador, parecíale que éste le
golpeaba en el pecho. Entonces, en vez de tender la mano, preguntaba si había algún
recado que hacer, evitándose al menos la vergüenza de mendigar. Un encargo a aquel chico
de cinco años ya se sabía lo que representaba, y alguna vez le arrojaban un pedazo de pan
que él tomaba llorando. ¿Qué queréis? El hambre...
Con diciembre el frío fue muy riguroso y muy húmedo. La nieve no cesaba de caer en
grandes copos. A las tres de la tarde era preciso encender el gas, y la luz azulada de los
mecheros no llegaba a disipar las brumas, como si hubiera perdido todo su resplandor. Ni
coches, ni carros circulaban. Raros transeúntes apresurándose a llegar a sus casas. Y
Hormiguita, con los ojos quemados por el frío, las manos y la cara amoratada por el cierzo,
corría, apretando a su cuerpo sus andrajos, blancos por la nieve.
Al fin se acabó el invierno. Los primeros meses del año de 1879 fueron menos duros. El
verano hizo una aparición precoz. En el mes de junio hubo fuertes calores.
44
Aventuras de un niño irlandés
El 17 de agosto, Hormiguita, que contaba entonces cinco años y medio, tuvo un buen
encuentro que debía producir consecuencias inesperadas.
A las siete de la tarde seguía una de las calles que desembocan en el puente de Claddagh y
volvía a la Ragged‐School seguro de ser mal recibido, pues su paseo había sido infructuoso.
Si Grip no tenía alguna corteza de reserva, pasarían la noche sin comer. No sucedería esto
por primera vez; pues comer todos los días a hora fija era una presunción. Que los ricos
tengan esta costumbre, está bien, puesto que tienen medios para hacerlo; pero un pobre
diablo come cuando puede, y cuando no, no come, según decía Grip, habituado a
alimentarse con máximas filosóficas.
He aquí que a unos doscientos pasos de la escuela Hormiguita tropezó y cayó a lo largo
sobre las piedras. Como no cayó de alto no se hizo daño. Pero en el momento en que se
levantaba, un objeto lanzado por su pie rodó ante él. Era una botella grande de barro que
no se había roto por fortuna, pues podría haberle herido gravemente.
Nuestro niño se levantó, y buscando en torno suyo, acabó por encontrar la botella, de unos
diez o doce cuartillos de capacidad.
Un tapón de corcho la cerraba y bastaba levantarlo para ver lo que contenía dicha botella.
Hízolo así Hormiguita, y le pareció que estaba llena de ginebra. Hubiera bastado para
satisfacer a todos los de la Ragged‐School, y el niño podía tener la seguridad de ser bien
recibido. La calle estaba desierta; nadie le había visto, y doscientos pasos le separaban de la
Ragged‐School.
Pero acometiole una idea que a buen seguro no hubieran tenido ni Carker ni los otros. La
botella no le pertenecía. No era un donativo, sino un objeto perdido. Sin duda que el
encontrar a su propietario sería bastante difícil, pero no importaba: la conciencia le decía al
niño que no tenía el derecho de disponer de lo que pertenecía a otro. Lo sabía por instinto,
pues ni Thornpipe ni mister O'Bodkins le habían nunca enseñado lo que era la honradez.
Felizmente hay corazones infantiles donde todo esto está escrito.
45
Julio terne
Hormiguita, contento con su hallazgo, tomó la resolución de consultar a Grip. Estaba seguro
de que éste procuraría restituir la botella. Lo esencial era introducirla en el desván sin ser
visto por los demás, que no se inquietarían por devolverla a su dueño. ¡Diez o doce
cuartillos de ginebra! ¡Qué inesperada fortuna! Llegada la noche, no quedaría una gota. Por
lo que concierne a Grip, el niño respondía de él como de sí mismo. No tocaría la botella; la
ocultaría entre la paja y al día siguiente se informaría en el barrio de quién podía ser su
dueño. Si era menester, los dos llamarían a todas las puertas, y esta vez no sería para
mendigar.
Hormiguita se dirigió hacia la escuela, procurando, no sin trabajo, ocultar la botella que
hacía un gran bulto bajo sus andrajos.
Por desgracia, cuando llegó ante la puerta, Carker salió bruscamente, y el otro no pudo
evitar el choque. Habiéndole reconocido Carker y viéndole solo, encontró buena la ocasión
para hacerle pagar la cuenta atra sada que le debía desde la intervención de Grip en la
arena de Salthill. Arrojose, pues, sobre Hormiguita, y tocando la botella bajo los harapos, se
la arrancó.
‐¡Eh! ¿Qué es esto?‐gritó. ‐Eso... ¡no es para ti! ‐¿Entonces es tuyo? ‐No. Tampoco.
Y Hormiguita quiso arrojarse sobre Carker, el que de un puntapié le hizo rodar a tres pasos.
Apoderarse de la botella y entrar en la sala fue para Carker cuestión de un instante.
Hormiguita no pudo hacer más que seguirle, llorando de rabia.
Todavía quiso protestar; pero Grip no estaba allí para ayudarle y recibió pescozones,
puntapiés, mordiscos... hasta de la vieja Kriss, que se mezcló en el asunto desde que vio la
botella.
‐¡Ginebra! ‐exclamó‐. Buena ginebra, y habrá para todos. Seguramente Hormiguita hubiera
obrado más cuerdamente dejando la botella en la calle donde tal vez ahora la buscaba su
dueño; pues diez o
46
Aventuras de un niño irlandés
e cuartillos de ginebra valían algunos chelines, y hasta más de media rona... Debiera haber
comprendido lo imposible de subir al desván de ,,Grip sin ser visto. Ahora ya era tarde.
.,.. En cuanto a dirigirse a mister O'Bodkins y contarle lo sucedido... ¡bien ;ibido hubiera
sido! Ir al gabinete del director, entreabrir la puerta, por poco que fuese, era arriesgarse,
distraerle en lo más fuerte de sus cálcu... ¿Y qué resultaría? mister O'Bodkins haría que le
llevaran la botella, y lo que entraba en el cajón del director no salía nunca.
Hormiguita, pues, no podía hacer nada; y apresurose a reunirse con Grip en el desván a fin
de contárselo todo.
‐Grip ‐preguntole‐, ¿es de uno una botella que se encuentra? ‐No; creo que no ‐respondió
Grip‐. ¿Pero es que tú has encontrado una botella?
‐Sí... Tenía la intención de dártela y mañana hubiéramos podido enterarnos en el barrio...
‐¿De quién era su dueño?... ‐Sí... Tal vez buscando... ‐¿Y te han cogido la botella?
‐Sí, Carker. He pretendido impedirlo... y entonces los otros... ¡Si tú bajases, Grip!...
‐Voy a bajar y veremos de quién es la botella...
Pero cuando Grip quiso salir, no pudo. La puerta estaba cerrada por fuera: y aunque la
sacudió vigorosamente, resistió, con gran alegría de la banda que gritaba desde abajo:
‐¡Eh ... Grip!...
‐¡Eh ... Hormiguita!... ‐¡A vuestra salud!...
No pudiendo Grip forzar la puerta, se resignó, siguiendo su costumbre, y procuró calmar a
su encolerizado compañero.
‐Bueno ‐dijo‐; dejemos a esos bestias. ‐¡Ah ...! ¡No ser más fuerte!...
‐¿De qué serviría? Toma esas patatas que te he guardado; come.
47
Julio Verne
‐¡No tengo hambre, Grip!
‐Come y después, a dormir en la paja.
Era lo mejor después de una comida tan mezquina.
Carker había cerrado la puerta para que Grip no les impidiera beber la botella de ginebra.
Kriss no se opondría, siempre que se le reservase su parte.
El líquido circuló en las tazas. ¡Qué gritos! ¡Qué tumulto! No era necesario mucho para que
aquellos bribones se embriagasen, sobre todo Carker, que tenía el vicio del beodo.
No tardó en suceder así. Apenas mediada la botella, la innoble banda estaba borracha. El
tumulto no bastó para sacar a mister O'Bodkins de su acostumbrada indiferencia. ¿Qué le
importaba lo que sucedía abajo es tando él arriba ante sus libros? La trompeta del juicio
final no hubiera podido distraerle. Sin embargo, pronto iba a ser sacado de su despacho, no
sin menoscabo de su contabilidad.
Después de haber bebido unos siete cuartillos de ginebra de los doce que la botella
contenía, la mayor parte de los bebedores estaba sobre la paja, por no decir sobre el
estercolero. Hubiesen acabado por dormirse si no se le hubiera ocurrido a Carker la idea de
hacer un brulote, especie de ponche en que la ginebra sustituye al ron. Accedieron con
gusto la vieja Kriss y los demás que aún resistían la borrachera, y aunque faltaban algunos
ingredientes para el brulote, los pensionistas eran poco exigentes.
Después de verter la ginebra en la marmita, único utensilio que la vieja Kriss tenía a su
disposición, Carker tomó una cerilla y prendió fuego al brulote. Una vez que la llama
iluminó la sala, los andrajosos que podían tenerse en pie comenzaron a bailar en torno a la
marmita. El que en aquellos momentos hubiera pasado por la calle, habría creído que una
legión de diablos había invadido la escuela. Pero en las primeras horas de la noche aquel
barrio estaba desierto.
De repente, una vasta luz apareció en el interior de la casa. Habiéndose vertido el
recipiente, del que se desbordaban los inflamados vapores de la ginebra, el líquido se
esparció por la paja llegando hasta
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Aventuras de un niño irlandés
últimos rincones de la sala. En un instante se extendió el fuego. Los e aún no estaban
completamente borrachos, no tuvieron tiempo más que a abrir la puerta, arrastrar a la vieja
Kriss y echarse a la calle.
En este momento Grip y Hormiguita, que acababan de despertarse, fintaron en vano huir
del desván lleno de un sofocante humo.
r. El reflejo de las llamas había sido ya notado. Algunos vecinos provisos de cubos y de
escala acudieron. Afortunadamente la Ragged‐School lstaba aislada y el viento contrario no
amenazaba extender el incendio a leas casas de enfrente.
Pero si no había esperanza de salvar el viejo edificio, era preciso pensar en los que en él se
encontraban, y a quienes las llamas cerraban toda salida.
Abriose una ventana del piso que daba a la calle: la del gabinete de mister O'Bodkins,
donde el incendio amenazaba llegar muy pronto. El director apareció asustado y
mesándose los cabellos. No se crea que se inquietaba por saber si sus pensionistas estaban
a salvo, ni aun pensaba en el peligro que corría él mismo.
‐¡Mis libros! ¡mis libros! ‐gritaba agitando desesperadamente los brazos. Y después de
haber tratado de bajar por la escalera de su gabinete, cuyos escalones trepidaban por el
incendio, decidiese a arrojar por la ventana sus registros, cartones, todos los objetos de su
escritorio. Después tomó el partido de salvarse por una escala de cuerda sujeta a la muralla.
Pero Grip y el niño no podían hacer lo mismo. El desván no recibía luz más que por una
estrecha ventanilla, y la escalera era pasto de las llamas que caían en lluvia sobre el techo y
que pronto harían de la RaggedSchool una inmensa hoguera.
Los gritos de Grip dominaron entonces el ruido del incendio.
‐¿Hay gente en ese granero? ‐preguntó una señora que acababa de llegar al teatro de la
catástrofe. Iba con ropa de viaje y había dejado su carruaje en la esquina, y acudido con su
doncella. En realidad, el siniestro se había propagado tan rápidamente, que era imposible
dominarlo.
49
Julio Uerne
Así es que desde que el director estuvo a salvo, se dejó que el fuego devorase la casa en la
que se creía no había nadie.
‐¡Socorred a los que están ahí! ‐gritó de nuevo la viajera con ademanes dramáticos‐.
¡Escalas, amigos míos, escalas y salvadores!
Pero ¿cómo apoyar escalas contra aquellos muros que amenazaban derrumbarse? ¿Cómo
llegar al desván por un tejado envuelto en una espesa humareda?
‐¿Quién está en el granero? ‐preguntó a mister O'Bodkins, ocupado en recoger sus
registros.
‐¿Quién?... No lo sé ‐respondió el director, sin conciencia más que de su propio desastre.
Después, recordando, dijo:
‐¡Ah!... sí. Son... Grip y Hormiguita.
‐¡Desgraciados! ‐exclamó la dama‐. ¡Mi dinero, mis alhajas, todo lo que poseo a quien los
salve!
Ya era imposible penetrar en la escuela. Un resplandor intenso se proyectaba a través de
los muros. Algunos instantes más y, a impulsos del huracán, la escuela no sería más que una
caverna de fuego: un turbión de in candescentes vapores. De repente, el tejado de la casa
reventó a la altura de la buhardilla. Grip había llegado a romperla en el momento en que el
incendio hacía crujir el suelo del desván. Se izó entonces y atrajo al niño medio sofocado.
Después, tras ganar la parte del muro delantero, se dejó deslizar por el borde, llevando
siempre a Hormiguita en sus brazos. En este instante se produjo una violenta afluencia de
llamas salidas del tejado, lanzando mil resplandores.
‐¡Salvadle! ‐gritó Grip‐ ¡Salvadle!
Y lanzó al niño a la calle, donde por fortuna un hombre le recibió en sus brazos antes de que
chocase contra el suelo. Grip, arrojándose a su vez, rodó medio asfixiado al pie de la
muralla. La viajera se aproximó al hombre que tenía a Hormiguita, y le preguntó con voz
temblorosa por la emoción:
‐¿De quién es esta inocente criatura?...
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Aventuras de un niño irlandés
‐De nadie. Es un niño abandonado ‐le respondió el hombre. ‐Pues bien, es mío... es mío ‐
exclamó ella cogiéndole y apretándole ntra su pecho.
‐Señora ‐observó la doncella.
‐¡Calla, Elisa, calla! Es un ángel que ha caído del cielo.
Como el ángel no tenía padres ni familia, lo mejor era dejarle en maos de aquella bella
señora, dotada de tan hermoso corazón, y fue saludada con hurras en el momento en que
se hundían en medio de un torbellino de llamas los últimos restos de la Ragged‐School.
51
VI
LIMERICK
¿Quién era aquella caritativa mujer que acababa de entrar en escena de esta manera un
poco melodramática? Se la hubiera visto precipitándose en medio de las llamas,
sacrificando su vida para arrancar aquella víctima a la muerte, y nadie se hubiera
asombrado de ello: tanta convicción escénica ciertamente tenía; de ser suyo el niño, no le
hubiera estrechado más fuertemente en sus brazos, en tanto que le llevaba a su coche. En
vano su doncella había querido librarla del precioso fardo. Jamás... jamás.
‐No, Elisa, deja ‐repetía con voz vibrante‐. Es mío. El cielo me ha permitido retirarlo de las
ruinas de esta casa ardiendo. ¡Gracias, Dios mío, gracias!
El pobre niño estaba medio sofocado; la respiración anhelosa, los ojos cerrados. Hubiera
necesitado aire; y después de haber sido casi asfixiado por la humareda del incendio, corría
el riesgo de serlo por el torbellino de ternura en que su libertadora le envolvía.
‐A la estación ‐dijo al cochero cuando llegó al carruaje‐. ¡Una guinea si llegamos al tren de
las 9 y 47!
El cochero no podía ser insensible a aquella promesa, toda vez que la propina en Irlanda es
nada menos que una institución social. Puso, pues, al trote al caballo growler, nombre que
se aplica a aquellos antiguos e incómodos vehículos.
52
Aventuras de un niño irlandés
Pero, en fin, ¿quién era aquella providencial viajera? ¿Por una suerte aña había caído
Hormiguita en manos que jamás le abandonarían? Miss Anna Waston era primera dama del
teatro de Drury Lane, una
pecie de Sarah Bernhardt en viaje, que daba actualmente representacioen el teatro de
Limerick, condado de Limerick, provincia de Munster. rminaba un viaje de recreo de
algunos días por el condado de Galway, ompañada de su doncella, amiga podía llamarse,
tan gruñona como adusta, la seca Elisa Corbett. Esta actriz era excelente mujer, muy
agradable al público de los melodramas, siempre en escena, siempre con el corazón en la
mano y la mano abierta como el corazón, muy seria en lo que concernía al arte e intratable
en el caso en que podía comprometerla una mala ventura.
Miss Anna Waston, ya muy conocida en todos los condados del Reino Unido, no esperaba
más que la ocasión de ir a hacerse aplaudir a América, a ‐las Indias, a Australia; en todos los
lugares donde se hablase la lengua inglesa, pues era demasiado orgullosa para sujetarse a
no ser más que una muñeca de pantomima en los teatros donde no pudiera ser
comprendida.
Desde hacía tres días, deseosa de descansar de las incesantes fatigas que le imponía el
drama moderno, en el que no cesaba de morir en el cuarto acto, había ido a respirar el aire
puro y fortificante de la bahía de Galway. Acabado su viaje, dirigíase aquella noche a la
estación para tomar el tren de Limerick, donde debía trabajar al día siguiente, cuando gritos
y un intenso resplandor habían atraído su atención. Era el incendio de la Ragged‐School.
¿Un incendio? ¿Cómo resistir al deseo de ver uno de esos incendios naturales que se
parecen tan poco a los incendios del teatro? Siguiendo sus órdenes, y a pesar de las
observaciones de Elisa, el carruaje se había detenido al extremo de la calle, y miss Anna
Waston había asistido a las diversas peripecias del espectáculo muy superior a los que los
fingidos bomberos del teatro miran sonriendo. Esta vez los decorados se quemaban
realmente, y además había interés. La situación estaba preparada como en una escena bien
dirigida.
53
Julio Verne
Dos criaturas humanas encerradas en el fondo de un desván, cuya escalera era pasto de las
llamas, y completamente aisladas. Dos jóvenes, uno mayor y otro pequeño. ¿Hubiese sido
mejor una jovencilla? Y entonces los gritos lanzados por miss Anna Waston. El tejado acaba
de abrirse junto a la buhardilla. Los dos desgraciados aparecen en medio de los vapores; el
mayor llevando al pequeño. ¡Ah, qué héroe y qué artista! ¡Qué ciencia del gesto, qué
verdad de expresión! ¡Pobre Grip! ¡No sabe el efecto que ha producido! En cuanto al
pequeño, el gentil, como dice miss Anna, es un ángel que atraviesa las llamas del infierno.
En verdad, Hormiguita, que es la primera vez que tú has sido comparado a un querubín o a
otro modelo de la corte celestial.
Sí, miss Anna Waston había observado los menores detalles del espectáculo. Como en el
teatro, había gritado: « ¡Mi dinero, mis alhajas, todo lo que poseo a quien les salve! » Pero
nadie había podido lanzarse a aquellos muros que se derrumbaban, a aquel tejado que se
hundía. Al fin, el querubín había sido recogido entre unos brazos abiertos para recibirle, y
de estos brazos había pasado a los de miss Anna Waston, y al presente Hormiguita tenía
una madre, y hasta la multitud aseguraba que debía de ser una gran señora que acababa de
reconocer a su hijo en medio del incendio de la Ragged‐School.
Después de haber saludado, inclinándose, al público que la aplaudía, miss Anna Waston
había desaparecido, llevando su tesoro a pesar de las observaciones de su doncella. ¿Qué
queréis? No se puede pedir a una ac triz de veintinueve años, de cerebro ardiente, sangre
cálida y miradas dramáticas, que se mantenga en la justa medida como Elisa Corbett, de
treinta y siete años, rubia, fría, y desde algún tiempo al servicio de su fantástica señora. La
nota característica de la actriz era la de creerse siempre en el teatro; para ella las
circunstancias más ordinarias de la vida eran situaciones, y cuando la situación se
presenta...
El carruaje llegó a tiempo a la estación, y el cochero recibió la guinea prometida. Y ahora
miss Anna, sola con Elisa, en el fondo de un departamento de primera clase, podía
abandonarse a todas las efusiones de que está lleno el corazón de una verdadera madre.
54
Aventuras de un niño irlandés
‐¡Es mi hijo, mi sangre, mi vida! ‐repetía‐. Nadie me lo arrancará. Entre paréntesis. ¿Quién
pensaba en arrebatarle a aquel niño abandodo y sin familia?
Elisa decía:
‐Veremos lo que dura esto.
El tren marchaba con poca velocidad hacia Artheury, atravesando el ndado de Galway, que
lo pone en comunicación con la capital de Irlanda. Durante esta primera parte del trayecto ‐
unas doce millasHormiguita no había recobrado el sentido, a pesar de los cuidados y de las
frases tradicionales de la actriz.
Miss Anna Waston se había ocupado en primer lugar de desnudarle. Habiéndole
desembarazado de sus harapos ahumados, a excepción del traje de lana, que estaba en
bastante buen estado, le había hecho una camisa de una de sus camisolas sacada del saco
de viaje, un vestido de un corpiño de paño, una manta de su chal. Pero el niño no parecía
notar que fuese envuelto en ropas cálidas, ni oprimido junto a un corazón aun más cálido
que las ropas.
En fin, en la línea de trasbordo, una parte del tren fue separada del resto y dirigido a
Kilkrée, que está en el límite del condado de Galway, donde hubo media hora de espera.
Durante este tiempo, Hormiguita no había recobrado aún el sentido.
‐Elisa, Elisa ‐exclamó miss Anna Waston‐, es preciso ver si hay algún médico en el tren.
Informose Elisa, aunque asegurase a su señora de que la cosa no merecía la pena.
No había ningún médico.
‐¡Ah! ¡Esos monstruos ‐respondió miss Anna Waston‐ nunca están donde debieran!
‐Vamos, señora, si no es nada. El niño acabará por volver en sí, si usted no le sofoca.
‐¿Tú crees, Elisa? ¡Querido bebé! Qué quieres. Yo no sé. No he tenido hijos; ¡ah! si pudiese
alimentarlo con mis pechos...
55
Julio terne
Esto era imposible, y además Hormiguita estaba en una edad en que se necesita una
alimentación más sustanciosa.
El tren atravesó el condado de Clare, península arrojada entre la bahía de Galway al norte y
la ancha desembocadura del Shannon al sur, un condado del que se haría una isla, abriendo
un canal de unas treinta millas en la base de los montes Sliéve‐Sughty. La noche era
sombría. La atmósfera tumultuosa, barrida por los vendavales del oeste ¿No era éste el
cielo propio para la situación?
‐¡Este ángel no vuelve en sí! ‐no cesaba de exclamar miss Anna Waston.
‐¿Quiere que le diga una cosa, señora? ‐Dila, Elisa, dila.
‐Pues bien, yo creo que duerme. Y era verdad.
Se atravesó Dromor, Ennis, que es la capital del condado, y donde el tren llegó a media
noche; después Clare, después New‐Market, Six‐Miles, la frontera, en fin, y a las cinco de la
mañana, el tren entraba en la estación de Limerick. No solamente Hormiguita había
dormido durante todo el trayecto, sino que también miss Anna Waston había acabado por
ceder al sueño; y cuando se despertó, vio que su protegido le miraba con los ojos muy
abiertos.
Y entonces le abrazó repitiendo:
‐¡Vive, vive! ¡Dios, que me lo ha dado, no hubiera tenido la crueldad de quitármelo!
Convino Elisa en que Dios no hubiera podido ser tan cruel, y he aquí cómo nuestro héroe
pasó casi sin transición del desván de la RaggedSchool al hermoso cuarto que miss Anna
Waston ocupaba en el George Royal Hotel.
El condado de Limerick se ha señalado en la historia, pues en él se organizó la resistencia de
los católicos contra la Inglaterra protestante. La capital, fiel a la dinastía jacobista, con
Cromwell a la cabeza, sufrió un sitio memorable, y después, abatida por el hambre y las
enfermedades, aho
56
Aventuras de un niño irlandés
Miss Anna Waston vio que su protegido la miraba. 57
Julio Verne
gada con la sangre de las ejecuciones, acabó por sucumbir. Allí fue firma . el tratado que
lleva su nombre, el que aseguraba a los católicos irlandes la igualdad de los derechos civiles
y el libre ejercicio de su culto. Verdad que estas disposiciones fueron ultrajantemente
violadas por Guillermo Orange. Preciso fue volver a tomar las armas, después de largas y
cruel exacciones; pero a pesar de su valor, y aunque la Revolución francesa vió a Hoche en
su socorro, los irlandeses, que se batían «con la cuerda cuello» como ellos decían, fueron
vencidos en Ballinamach.
En 1829, los derechos de los católicos fueron al fin reconocidos, cias al gran O'Connell, que
tomó en sus manos la bandera de la ind pendencia, y obtuvo, o más bien impuso, el óill de
emancipación del g bierno de la Gran Bretaña. Y puesto que esta novela tiene Irlanda p
teatro, séanos permitido recordar algunas de las inolvidables frases 1 zadas entonces a la
faz de los políticos de Inglaterra. No se las conside extrañas a la obra; están grabadas en el
corazón de los irlandeses y se sea tirá su influencia en algunos episodios de esta historia.
‐« ¡Jamás ministerio alguno fue más indigno! ‐exclamó un día O'Con nell‐. Stanley es un
wigh renegado; sir James Graham, algo todav peor; sir Robert Peel, una bandera de
quinientos colores, hoy amarill mañana verde, y al otro de ninguno de estos colores; pero
preciso es guar darse de que esta bandera se tiña de sangre. En cuanto a ese pobre diabli
de Wellington, nada más absurdo que haberle admirado tanto en Ingle terra. El historiador
Alison, ¿no ha demostrado que había sido sorpren dido en Waterloo? Felizmente para él,
contaba con tropas decididas, cota soldados irlandeses. Los irlandeses han sido adictos a la
casa de Bruns wick, cuando ésta era enemiga de ellos. Fieles a Jorge III, que les hacía
traición; fieles a Jorge IV, que daba gritos de rabia acordándose de la emancipación; fieles al
viejo Guillermo, a quien el ministerio dictaba un, discurso intolerable y sanguinario contra
Irlanda; fieles a la reina, en fin. Como a los ingleses Inglaterra y a los escoceses Escocia, a los
irlandeses,', Irlanda.» Nobles palabras. ¡Pronto se verá cómo está realizado el deseo de
O'Connell, y si el suelo de Irlanda es de los irlandeses!
58
Aventuras de un niño irlandés
1 erick es todavía una de las principales ciudades de la isla Esmeaunque haya bajado del
tercero al cuarto rango, desde que Tralée pa, ha apoderado de una parte de su comercio.
Posee una población de ta mil habitantes. Sus calles son regulares, largas, derechas;
trazadas americana; sus tiendas, sus fondas, sus edificios públicos, están si11dos en plazas
espaciosas. Pero cuando se ha franqueado el puente de mond, cuando se ha saludado la
piedra en la que fue firmado el trade emancipación, se encuentra la parte de la ciudad que
ha quedado nadamente irlandesa con sus miserias, sus ruinas del sitio, sus muros ¡dos, el
sitio de aquella batería negra, que las intrépidas mujeres, o Joana Hachette, defendieron
hasta la muerte contra los orangistas. ada más triste que tal contraste!
Evidentemente, Limerick está situada de forma que ha de llegar a ser un ortante centro
industrial y comercial. El Shannon, el río azul, le ofrece de esos caminos que marchan como
Clyde, Tamise o Mersey. Des.ciadamente, si Londres, Glasgow y Liverpool utilizan su río,
Limerick hace lo mismo con el suyo. Sólo algunas barcas animan aquellas perezoaguas que
se contentan con bañar los hermosos barrios de la ciudad y r sus campos. Los emigrantes
irlandeses deberían llevar el Shannon a érica, y seguramente los americanos sabrían
aprovecharse bien de él.
Toda la industria de Limerick se reduce a la elaboración de jamones; es una agradable
ciudad, en la que el elemento femenino es muy belo, cosa fácil de comprobar durante las
representaciones de miss Anna ,Waston.
Confesemos que estas actrices no son de una personalidad tal que redamen un muro para
su vida privada: no, lo que ellas harán más bien es sbnstruir sus casas de cristal el día en
que los arquitectos sepan construirlas así. Después de todo, miss Anna Waston no tenía por
qué ocultar lo que había pasado en Galway. Desde el día siguiente a su llegada no se cesaba
de hablar en los salones de Limerick de la Ragged‐School. Extendiese el rumor de que la
heroína de tantos dramas habíase arrojado en medio de las llamas para salvar a un niño, y
ella no lo desmentía.
59
Julio Uerne
Tal vez llegóselo a creer ella misma, como sucede con frecuencia a mu chos habladores... Lo
cierto era que ella había llevado un niño a Georg, Royal Hotel, un niño que quería adoptar,
un huérfano al que daría s nombre, puesto que él no lo tenía.
‐Hormiguita ‐había respondido cuando la actriz le preguntó cónm se llamaba.
Pues bien: Hormiguita vale tanto como Eduard o Arthur, y por otrí parte, ella le prodigaría
los baby los bebery, los babiskly y otros equiv lentes maternales usados en Inglaterra.
Convengamos en que nuestro héroe no comprendía nada de todo esto Él dejaba hacer: no
tenía costumbre de recibir abrazos, y se le abrazab ni besos, y se le besaba; ni a los buenos
trajes, y estaba bien vestido; ni andar con zapatos, y le pusieron botinas nuevas; ni a
peinarse, y sus ca bellos fueron dispuestos en bucles; ni al buen alimento, y se le alimenta
regiamente.
Amigos y amigas de la actriz acudieron a su departamento en George Royal Hotel. ¡Cuántas
enhorabuenas recibió y con qué gracia 1 aceptaba! Repetíase la historia de la Ragged‐
School. Se exageraba lo incendio, y después de veinte minutos de relato, se extrañaba que
el fuego no hubiese devorado la ciudad de Galway entera; se podía comparar famoso que
destruyó una gran parte de la capital del Reino Unido.
Se comprende que el niño no era olvidado en estas visitas. Un día preguntó el niño:
‐¿Dónde está Grip?
‐¿Quien es Grip, mi niño? ‐respondió miss Anna Waston.
Supo entonces quien era. Ciertamente Hormiguita hubiera pereci entre las llamas si Grip no
hubiera arriesgado su vida para salvarle. Est había estado muy bien por parte de Grip. Sin
embargo, su heroísmo n podía empañar en nada la parte que en la salvación del niño
correspon día a miss Anna Waston.
En el supuesto de que la actriz no se hubiera encontrado providencial mente en el teatro
del incendio ¿donde estaría hoy Hormiguita? ¿Quié
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Aventuras de un niño irlandés
bría recogido? ¿En qué cuchitril se le habría encerrado en compañía s otros andrajosos de la
Ragged‐School?
verdad es que nadie se había informado de Grip. Nada se sabía de rmiguita acabaría por
olvidarle, y no hablaría más de él. Se engan; la imagen de aquel que le había alimentado y
protegido no se bojamás de su corazón.
¡Qué distracciones encontraba el hijo adoptivo de la actriz en su nueva ncia! Acompañaba a
miss Anna Waston en sus paseos, sentado de ella en el carruaje, por medio de los hermosos
barrios de Limea la hora en que el mundo elegante podía verla pasar. Jamás niño alfue más
atildado, más lleno de cintas, más decorativo, si se nos peresta expresión. ¡Y qué variedad
en los trajes! ¡Tenía un guardarropa
actor! Tan pronto era un escocés con plaid, tan pronto un paje vestido gris y escarlata, o un
grumete de fantasía con blusa y sombrerete do atrás.
verdad, él había reemplazado al perro dogo de su ama, un animal o y mordedor, y si
hubiese sido más pequeño tal vez ella le hubiera ido en su manguito, no dejando fuera más
que la rizada cabeza. Y adede los paseos a través de la ciudad, hacían excursiones hasta las
estaes balnearias de los alrededores de Kilkrée con sus magníficos desperos sobre la costa
de Clare, Miltow‐Malbay, célebres por sus terribles s que destrozaron en otra época una
parte de la Armada Invencible. Hormiguita era exhibido como un fenómeno, designándolo
como... ángel salvado de las llamas!
Una o dos veces se le llevó al teatro. Era digno de ver con traje de etiy guantes ‐¡guantes
él!‐ en el primer puesto de un palco, bajo la era mirada de Elisa, no atreviéndose a moverse,
y luchando contra el ño hasta el fin de la representación. S¡ no comprendía gran cosa de la
edia, creía, no obstante, que todo lo que veía era real, no imaginario. Así, cuando miss Anna
Waston aparecía en traje de reina con diadema manto real, después como mujer del
pueblo, y hasta como mendiga, a de harapos y cubierta con el sombrero de flores de los
mendigos in
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Julio Verne
gleses, no podía él creer que fuese aquella la misma que volvía a enco trar en el George
Royal Hotel.
De aquí la profunda turbación de su mente infantil. No sabía qué sar. Y por la noche, como
si el sombrío drama continuase, tenía sueñ espantosos en los que se mezclaban Thornpipe,
el miserable Carker y 1 demás pillos de la escuela. Despertábase bañado en sudor, y no se
atrev a llamar.
Conocida es la pasión que los irlandeses sienten por los ejercicios portivos y en particular
por las carreras de caballos. En tales días hay u verdadera invasión en Limerick por la gentry
de los alrededores, por 1 labradores que abandonan sus haciendas y por los miserables de
toda pecie que han logrado economizar un chelín o medio para apostarlo a caballo.
Quince días después de su llegada Hormiguita tuvo ocasión de e birse en mitad de un
concurso de este género. ¡Qué tocado el suy Parecía, más que un niño, un ramo; tan florido
iba de los pies a la cabe un ramo que miss Anna Waston hacía admirar, mejor diríamos,
respir a sus amigos y conocidos.
En fin, no había más remedio que tomar a aquella criatura tal co era; un poco extravagante,
pero buena y compasiva cuando encontra medio de serlo con algún aparato. Si las
atenciones de que colmaba niño eran visiblemente teatrales, si aquellos besos se
asemejaban a 1 convencionales de la escena, que sólo de los labios salen, no era Hor guita
capaz de apreciar la diferencia. Y sin embargo, no se sentía ama como hubiera querido
serlo, y tal vez se decía, sin conciencia de ello, que Elisa no cesaba de repetir.
‐Veremos lo que esto dura, admitiendo que dure algo.
62
SITUACIÓN COMPROMETIDA
semanas pasaron de este modo, y no hay que asombrarse de que rrniguita se acostumbrase
a aquella agradable vida: puesto que se acosbra uno a la miseria, no debe ser muy difícil
acostumbrarse a la abuncia. ¿Pero miss Anna Waston, que siempre se dejaba llevar del
primer tu, no se cansaría por la exageración y el abuso de su ternura? Los ,cimientos, como
el cuerpo, están sometidos a la ley de la inercia: do cesa la fuerza adquirida, el movimiento
se detiene. ¿Si el corazón Anna tiene un resorte, no se olvidará algún día de darle cuerda,
ella de diez veces olvidaba nueve dar cuerda a su reloj? ¿Había sido el o para ella un
pasatiempo, un juguete... un reclamo? No: miss Anna Imente era una buena mujer. Sin
embargo, si sus cuidados no debían tar al niño, sus caricias no eran ya tan continuas, ni sus
atenciones tan
fecuentes. Además, una actriz no tiene momento libre; papeles que estudiar, ensayos,
representaciones que no dejan una noche. ¡Y luego las fati4" del oficio! En los primeros días
hacía que le llevaran el niño al lecho; jugaba con él, haciendo de madre joven. Después,
esto interrumpía su sueño, que tenía la costumbre de prolongar hasta muy tarde, y no lo
pedía hasta la hora del almuerzo. ¡Ah, qué alegría al verle sentado en una silla alta que se
había comprado expresamente, y verle comer con tan en apetito!
‐¿Eh, está bueno eso? ‐le decía.
63
Julio Verne
‐¡Oh sí, señora! ‐respondió un día‐. Tan bueno como lo que se come en el hospital cuando
se está enfermo.
Una observación: aunque Hormiguita no hubiese jamás recibido lecciones de buenos
modales ‐no eran Thornpipe ni tampoco mister O'Bodkins quienes se las hubieran podido
dar‐, poseía una naturaleza tan dis creta y reservada, un carácter tan dulce y afectuoso, que
siempre había contrastado con las turbulencias y pillerías de los pensionados de la Ragged‐
School.
Mostrábase el niño superior a su condición, como lo era a su edad, por los modales y
sentimientos. Por aturdida que miss Anna Waston fuera, no podía dejar de notarlo. De su
historia no conocía más que lo que él había podido contarle desde la época en que fue
recogido por Thornpipe. Era, pues, indudable que se trataba de un niño abandonado.
Sin embargo, dado lo que ella llamaba su distinción natural, miss Anna Waston vio en él al
hijo de una gran señora, como en el drama corriente, un hijo al que, por razones
desconocidas o por su posición social, su madre se había obligado a abandonar. Y de aquí
forjó una novela que no brillaba por su novedad.
Imaginaba situaciones que se podrían adaptar a la escena. Un drama de gran efecto. Ella lo
representaría y sería el triunfo mayor de su carrera artística. Se mostraría enloquecedora,
sublime, etc., etc. Cuando estaba en tal diapasón, cogía a su ángel, le estrechaba como si
estuviera en escena, y le parecía oír los bravos de toda la sala.
Un día, Hormiguita, turbado por estas demostraciones, le dijo: ‐Señora...
‐¿Qué quieres, querido? ‐Quería preguntarle una cosa. ‐Pregunta, corazón mío. ‐¿No me
reñirá?
‐¿Reñirte?
‐Todos han tenido una mamá, ¿no es cierto? ‐Sí, ángel mío; todos...
64
Aventuras de un niño irlandés
_Entonces, ¿por qué yo no conozco a la mía?
‐¿Por qué?... Porque... ‐respondió miss Anna Waston confusa‐, porque hay razones... Pero
un día... Tú la verás... sí... Tengo la idea de que la verás...
‐La he oído decir que debía de ser una hermosa señora... ‐Sí, ciertamente... una
hermosísima señora.
‐¿Y por qué?
‐Porque... tu aire... tu cara... Después, la situación, la situación del drama exige que sea
hermosa... una gran señora.... Tú no puedes comprender...
‐No ... nada comprendo... ‐respondió tristemente el niño‐. Algunas veces pienso que mi
mamá ha muerto...
‐¡Muerto!... No... No pienses en esas cosas... Si estuviera muerta no habría drama...
‐¿Qué drama?
Miss Anna le abrazó, lo que era el mejor modo de responder.
‐Pues si no ha muerto ‐replicó Hormiguita con la lógica tenacidad de sus pocos años‐, si es
una hermosa señora, ¿por qué me ha abandonado?
‐Se habrá visto obligada a ello... ¡Oh! Y a su pesar... pero en el desenlace...
‐Señora... ‐¿Qué quieres? ‐¿Mi mamá? ‐¿Qué?
‐¿No es usted?
‐¡Quién... yo!... ¡Tú mamá! ‐¡Como me llama hijo!...
‐Esto se dice, ángel mío, esto se dice siempre a los niños de tu edad... ¡Pobre pequeño!...
¡Has podido creer!... No... ¡yo no soy tu mamá! ¡De serlo no te hubiera abandonado, no te
hubiera entregado a la miseria! ¡Oh!... ¡No!...
65
Julio terne
Y miss Anna Waston, infinitamente conmovida, terminó la conversación abrazando de
nuevo al niño, que se alejó disgustado.
¡Pobre niño! ¡Que perteneciese a una familia rica o a una pobre, era de temer que jamás
llegase a saberlo como otros tantos encontrados en la calle!...
Al llevarle consigo, miss Anna Waston no había reflexionado en la carga que su buena
acción le imponía para el porvenir. No había pensado que el niño crecería y que sería
preciso educarlo.
Si está bien colmar a un niño de caricias, mejor es darle la enseñanza que su espíritu
reclama. La actriz entreveía vagamente este deber. Verdad es que Hormiguita apenas tenía
cinco años y medio; pero a esta edad la in teligencia comienza a desarrollarse... ¿Qué sería?
No podría seguir a la actriz de ciudad en ciudad, de teatro en teatro, sobre todo cuando ella
fuese al extranjero. Se vería obligada a llevarle a un colegio... ¡Oh, en un buen colegio! Lo
cierto era que jamás le abandonaría. Y un día dijo a Elisa:
‐Él se muestra cada día más gracioso, ¿no lo notas? ¡Qué natural más afectuoso! ¡Ah! ¡Su
cariño me pagará lo que he hecho por él! Y después... ¡qué precoz! ¡Qué afanoso por
saberlo todo! ¡Encuentro que es más re
flexivo de lo que debe ser un niño!... ¡Y pensó que era hijo mío! ¡El pobre!... ¡Yo no debo
parecerme a su madre! ¡Ésta debe de ser una mujer seria, grave! Dime, Elisa, será preciso
pensar...
‐¿En qué, señora? ‐En lo que haremos... ‐¿En lo que haremos... ahora?
‐No... ¡Ahora hay que dejarle crecer como un arbolillo! No... más tarde... más tarde...
cuando tenga siete u ocho años. ¿No es ésa la edad en que se lleva al colegio a los niños?
Elisa iba a responder que el pequeño debía estar ya acostumbrado al régimen de los
colegios ‐y se sabe a qué régimen había estado sometido‐, ¡al de la Ragged‐School! Según
ella, lo mejor sería enviarle a un estableci miento ‐más conveniente, se entiende‐. Miss
Anna Waston no le dejó tiempo para responder...
66
Aventuras de un niño irlandés
_Dime, Elisa... _Señora.
_¿Crees tú que a nuestro querubín le gustará el teatro? ‐A él...
‐Sí„. mírale bien... Tendrá una bella cara; unos ojos magníficos, una presencia soberbia. Se
ve ya esto, y estoy segura de que haría un adorable primer galán.
‐¡Vamos, vamos!... señora.
‐Yo le enseñaré. ¡El discípulo de miss Anna Waston! ¿Ves tú el efecto? ‐En quince años...
‐En quince años, Elisa, ¡sea! Pero te lo repito, en quince años será el más encantador galán
que soñarse puede. Todas las mujeres estarán... ‐Celosas ‐respondió Elisa‐ ¿Quiere que le
diga lo que pienso? ‐Dilo, hija mía.
‐Pues bien, me figuro que este niño no consentirá nunca en ser actor. ‐¿Y por qué?
‐Porque es demasiado serio...
‐Quizás es cierto... Sin embargo... veremos. ‐Tenemos tiempo, señora.
Nada más justo: había tiempo, y si Hormiguita mostraba disposiciones para el teatro todo
iría a maravilla.
Entretanto, miss Anna Waston tuvo una atrevida idea, una de esas ideas wastonianas de las
que parecía guardar el secreto, la de hacer debutar al niño en el teatro de Limerick.
¿Hacerle debutar? ‐se dirá‐. ¿Pero aquella estrella del drama moderno estaba loca? ¿Loca?
En el sentido propio, no. Además, esta idea, y sólo por una vez, no era mala.
Miss Anna Waston representaba entonces una de esas obras de larga permanencia en
cartel que no son raras en el repertorio inglés. El drama, o melodrama, más bien, titulado
Los remordimientos de una madre había ya hecho brotar de los ojos de toda una
generación lágrimas bastantes para alimentar los ríos del Reino Unido.
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Julio terne
En esta obra de Furpill había un papel de niño, niño que la madre no había podido
conservar, abandonándole un año después de su nacimiento y que se encontraba pobre,
etc., etc.
El niño no hablaba: reducíase su papel a dejarse acariciar, abrazar, oprimir sobre el seno
materno, ir por un lado y por otro sin pronunciar una sola palabra.
¿No era nuestro héroe el más indicado para desempeñar este papel? Tenía la edad, la
estatura conveniente, pálido el semblante y ojos que parecían haber llorado mucho. ¡Qué
efecto cuando se le viera en el escena rio y junto a su madre adoptiva, precisamente! ¡Con
qué entusiasmo y fuego representaría ésta la escena quinta del acto tercero, la gran escena,
cuando defiende a su hijo en el momento en que quieren arrancarle de sus brazos!... ¿Es
que aquella escena no sería real? ¿No serían verdaderos los gritos de madre que se
escaparían de la garganta de la artista? ¿No serían verdaderas lágrimas las que correrían
por sus ojos?
Se puso al trabajo, y Hormiguita fue llevado a los últimos ensayos. La primera vez quedó
asombrado de cuanto veía y oía: miss Anna le llamaba hijo mío, recitando su papel, pero a
él le parecía que no le oprimía con
verdad entre sus brazos, que no lloraba al atraerle a su corazón. En efecto: ¿llorar en los
ensayos no hubiera sido inútil? ¿Por qué abusar de los ojos? Bastante era verter lágrimas en
presencia del público.
Nuestro héroe se sentía, además, muy impresionado. Los sombríos decorados, aquel aire
húmedo, aquella sala espaciosa y desierta, cuyas ventanas del anfiteatro, que no dejaban
pasar más que una luz gris, tenían el aspecto lúgubre de una casa en la que hubiera un
muerto. Sin embargo, Sib ‐así se llamaba en la obra‐ hizo lo que se le pidió, y miss Anna
Waston no dudó en profetizar que obtendría un gran triunfo, y ella también.
¿Se justificaba esta confianza? La actriz tenía cierto número de envidiosos, y sobre todo de
envidiosas entre sus buenas amistades. Habíalas herido a menudo por su personalidad
encumbrada, con sus caprichos de artista, sin notarlo, ¿cómo había de notarlo?, y sin
saberlo, ¿cómo había de saberlo? Y ahora, gracias a la exageración habitual de su tempera
68
Aventuras de un niño irlandés
,,ento, ella repetía a quien quería oírla que bajo su dirección aquel pequeño oscurecería la
fama de Keant, de Macreat y cualquier otro gran actor del teatro moderno. En verdad, esto
era demasiado.
Al fin llegó el día de la primera representación.
Era el 19 de octubre, un jueves. Claro es que miss Anna Waston debía de encontrarse en un
estado de enervamiento muy excusable. Unas veces cogía a Sib, le abrazaba y le sacudía
con una impaciencia nerviosa, y otras su presencia la excitaba, y él no comprendía nada de
todo aquello.
mbrarse de que aquella noche la afluencia de público
No hay q
al teatro fuera extraordinaria.
Además, el anuncio había producido un gran efecto.
Para las representaciones de Miss Anna Waston
LOS REMORDIMIENTOS DE UNA MADRE
MAGNÍFICO DRAMA DEL
CÉLEBRE FURPILL
ETC. ETC.
Miss Anna Waston representará el papel de Duquesa de Kendalle. El papel de Sib estará a
cargo de Hormiguita, niño de cinco años y nueve meses, etc. etc.
Orgulloso habría quedado el niño si se hubiera detenido ante este anuncio. Sabía leer y su
nombre estaba escrito con gruesas letras sobre fondo blanco. Desgraciadamente, muy
pronto su orgullo sufrió: un gran disgusto le esperaba en el camerino de miss Anna Waston.
69
Julio Verne
Hasta aquella tarde no se había ensayado con vestuario, por no ser preciso. Había llegado al
teatro con sus vestidos de siempre. En aquel camerino donde se preparaba el rico tocado
de la duquesa de Kendalle,
Elisa le da los harapos y se dispone a ponérselos. Sórdidos andrajos llenos de remiendos y
deshilachados. En efecto, en este drama conmovedor Sib es un niño abandonado al que su
madre encuentra con su ropa de pobre, su madre, una duquesa vestida de seda, de encajes
y de terciopelo.
Cuando vio aquellos harapos, la primera idea de Hormiguita fue que iba a volver a la
Ragged‐School.
‐Señora... señora ‐exclamó.
‐¿Qué tienes? ‐respondió miss Anna. ‐No me lleve usted.
‐Llevarte. ¿Por qué? ‐Esos trapos. ‐¡Cómo! Imaginas... ‐Eh, pequeño. Espera un poco ‐dijo
Elisa cogiéndole con mano ruda. ‐¡Ah! ¡El querubín! ‐exclamó miss Anna llena de ternura.
Y se pintaba las cejas con un pincel.
‐¡El pobre ángel! ¡Si esto se supiese en la sala!... Y se ponía colorete en las mejillas.
‐Pero se sabrá, Elisa. Mañana se dirá en los periódicos... ¡Ha podido creer!...
Y pasaba la borla blanca por sus hombros. ‐Es cosa que da risa.
‐¿Risa, señora?
‐Sí, es preciso no llorar.
Y con gusto hubiera vertido lágrimas, a no ser por el temor de malograr su maquillaje.
Elisa le repitió, sacudiendo la cabeza.
‐¡Vea, señora, cómo no podremos nunca hacer de él un actor! Entretanto, Hormiguita, cada
vez más turbado, con el corazón oprimido y los ojos húmedos, dejose vestir con los harapos
de Sib. Miss Anna
70
Aventuras de un niño irlandés
tuvo entonces la idea de darle una guinea; esto sería su marca de artista, y el niño,
prontamente consolado, tomó la moneda de oro con satisfacción y la metió en su bolsillo,
no sin haberla mirado mucho. Después miss Anna, le hizo una última caricia y salió a
escena, recomendando a Elisa que lo cuidara en el camerino, puesto que él no aparecía
hasta el acto tercero.
Aquella noche el gran mundo y la clase baja llenaban el teatro desde los últimos asientos de
la orquesta hasta las últimas gradas de la galería, aunque aquel melodrama no tuviese el
atractivo de la novedad, por haberse ya representado muchas veces en los teatros del
Reino Unido, como sucede con esta clase de obras, aun no siendo más que mediocres.
El primer acto transcurrió con normalidad; miss Anna Waston fue calurosamente aplaudida,
y lo merecía en verdad por la pasión, por el brillo de su talento, que emocionaban al
auditorio.
Después del primer acto, la duquesa de Kendalle fue a su camerino, y con gran sorpresa de
Sib, he aquí que cambia su vestido de seda y terciopelo por el de una simple criada, cambio
exigido por las combinaciones del dramaturgo, tan complicadas como poco originales y
sobre las que es inútil insistir.
Hormiguita observaba todo aquello, y se sentía cada vez más inquieto, más absorto, como
si la fantástica transformación se operase por arte de magia.
Después, la voz del avisador, una voz fuerte que le hizo temblar, llegó hasta el camerino, y
la criada le hizo un signo con la mano, diciéndole: ‐¡Cuidado, niño! Pronto llegará tu turno.
Y salió a escena.
Segundo acto: en él la criada obtuvo un éxito igual al que la duquesa había obtenido en el
primero, y el telón se volvió a levantar en medio de una triple salva de aplausos. Miss Anna
volvió a su camerino y se dejó caer sobre el sofá, algo fatigada, aunque hubiera reservado
para el acto siguiente su más grande esfuerzo dramático.
Todavía hubo un nuevo cambio de vestuario. Ya no es una madre, sino una señora con
ropas de luto, menos joven, pues han pasado cinco años entre el segundo y el tercer acto.
71
Julio Verne
Hormiguita abría los ojos, inmóvil en su rincón, sin atreverse a moverse ni a hablar. Miss
Anna Waston, muy nerviosa, no le prestaba ninguna atención.
Sin embargo, cuando se volvió, le dijo: ‐Pequeño. Te va a tocar a ti.
‐¿A mí, señora?
‐Y recuerda que te llamas Sib. ‐¿Sib? Sí.
‐Elisa, repítele bien que se llama Sib, hasta que vayas con él a escena para conducirle cerca
de la puerta.
‐Sí, señora.
‐Y sobre todo, que no falte en su entrada. ¡No! Él no faltaría. Sib... Sib... Sib...
‐Ya sabes ‐añadió miss Anna, mostrando el dedo al niño‐, o te quitaré la guinea, ¡ojo a la
multa!
‐¡Y a la prisión! ‐añadió Elisa abriendo los ojos que él conocía tan bien. Sib se aseguró de
que la guinea estaba en su bolsillo, decidido a no perderla.
Llegó el momento. Elisa cogió a Sib de la mano, y lo llevó a la escena. Sib sintiose aturdido
por el movimiento del escenario y de las bambalinas. Veíase perdido en medio de aquel
vaivén de figurantas y artistas que le miraban riendo. ¡Estaba avergonzado de los harapos
que le cubrían!
Al fin sonaron los tres golpes. Sib tembló como si los hubiera recibido en la espalda.
Alzose el telón.
La duquesa de Kendalle estaba sola en escena; recitaba un monólogo. La decoración
representaba una choza. Después la puerta del foro se abriría, entraría un niño que
avanzaría hacia ella, tendiéndole la mano, y este niño sería el suyo.
Preciso es advertir que Hormiguita se había disgustado mucho en los ensayos al verse
obligado a pedir limosna. Se recordará su orgullo nativo, su repugnancia cuando se le
quería obligar a mendigar en provecho de la
72
Aventuras de un niño irlandés
Ragged‐School; y aunque miss Anna le había dicho que esto era otra cosa, en su inocencia
lo tomaba en serio, y acabó por creer que era verdaderamente el infortunado Sib.
Esperando el momento de la entrada, y mientras el director le tenía de la mano, miraba por
las rendijas de la puerta. ¡Con qué desvanecimiento recorrieron sus ojos aquella inmensa
sala, llena de gente y de luz, y con la enorme araña como un globo de fuego suspendido en
el aire! ¡Era aquello muy diferente a lo que él había visto cuando asistía a las funciones
desde el palco!
En aquel momento el director le dijo: ‐¡Atención, Sib!
‐Sí, señor.
‐Sabes; vas derecho hasta tu mamá y cuidado con caer. ‐Sí, señor.
‐Y le tiendes la mano. ‐Sí señor... ¿así?
Y mostraba su mano cerrada.
‐No... Eso es el puño... Tiendes la mano abierta, puesto que pides limosna.
‐Sí, señor.
‐Y sobre todo, no pronuncies una palabra... ¡ni una sola! ‐Sí, señor.
La puerta de la choza se abrió y el director le empujó.
Hormiguita acababa de dar el primer paso en la carrera dramática. ¡Cómo le latía el
corazón!
Un murmullo llegó de todos los lados de la sala; un murmullo de simpatía, mientras Sib, con
la mano temblorosa, los ojos bajos y el paso incierto, avanzaba hacia la señora enlutada.
Se comprendía que tenía costumbre de vestir harapos; se le aplaudió, lo que le turbó más.
De repente, la duquesa se levanta, le mira, retrocede, y después le abre los brazos. ¡Qué
grito se escapó de sus labios!... Uno de esos gritos conformes a las tradiciones que
desgarran el pecho.
73
Julio Verne
‐¡Es él!... ¡Es él!... ¡Le conozco! ¡Es Sib!... ¡Mi hijo!
Y le atrae a sí, le oprime contra su corazón, le cubre de besos. Llora verdaderas lágrimas
esta vez, y exclama:
‐¡Mi hijo... mi hijo! ¡Este desdichado que me pide una limosna!... Esto conmueve al pobre
Sib, y aunque le han recomendado que no hable, dice:
‐¿Su hijo, señora?...
‐Cállate ‐murmuró en voz baja miss Anna Waston. Y continúa.
‐El cielo me lo quitó para castigarme y hoy me lo devuelve.
Y entre estas frases, entrecortadas por los sollozos, devora a Sib a besos, le inunda de
lágrimas. Nunca, nunca ha sido Hormiguita tan acariciado, tan oprimido contra un corazón
palpitante. ¡Nunca se ha sentido tan maternalmente amado!
La duquesa se levanta como si le sorprendiera algún ruido. ‐Sib ‐exclamó‐, ¿no me
abandonarás?
‐No... señora Anna.
‐Pero cállate ‐repitió ella a riesgo de ser oída en la sala.
La puerta de la choza se abre bruscamente. Dos hombres aparecen en el umbral. El uno es
el marido; el otro, el magistrado que le acompaña para la información judicial.
‐Coged a ese niño. Me pertenece.
‐No. No es hijo suyo ‐responde la duquesa, estrechando a Sib. ‐¡No es mi papá! ‐exclamó
Hormiguita.
Los dedos de miss Anna Waston le han oprimido tan vivamente el brazo que él no ha
podido contener un grito. Después de todo, este grito no compromete la situación. Ahora
es una madre la que le estrecha contra sí. No se lo arrancarán. La leona defiende a su
cachorro.
Y, de hecho, el cachorro, que toma la escena en serio, sabrá resistir El duque ha llegado a
apoderarse de él. Sib se escapa corriendo hacia la duquesa. ‐¡Ah, señora Anna! ‐exclama‐.
¿Por qué me ha dicho que no era mi mamá?
74
Aventuras de un niño irlandés
_¡Callarás, desgraciado! Quiero que calles ‐murmuró la actriz, mientras el duque y el juez
quedan desconcertados ante estas réplicas no previstas.
‐Sí, sí ‐responde Sib‐, es mi mamá, ya se lo había dicho, señora Anna... mi verdadera mamá.
El público comienza a comprender que aquello no es de la obra. Se murmura, se ríe.
Algunos espectadores aplauden por broma. Y debían llorar, pues era conmovedor ver a
aquel pobre niño que creía haber encontrado a su madre en la duquesa de Kendalle.
Pero la situación era comprometida, pues por una u otra razón estallaban las risas en la
escena en que debían correr las lágrimas.
Miss Anna comprendió el ridículo de aquella situación. Algunas palabras irónicas lanzadas
por sus amistades llegaron a ella de entre bastidores. Perdida, aturdida, sintió un
movimiento de rabia. Hubiera fulminado a aquel niño tonto, causa de todo el mal. Entonces
las fuerzas la abandonaron y cayó desmayada en el escenario. El telón fue bajado mientras
el público se entregaba a una risa desenfrenada.
Aquella misma noche, miss Anna Waston, que había sido trasladada al George Royal Hotel,
abandonó la ciudad en compañía de Elisa Corbett. Renunciaba a dar las funciones
anunciadas para la semana. Rescindía su contrato y pagaría la indemnización. jamás
volvería a aparecer en el teatro de Limerick.
No se inquietaba por Hormiguita. Se desembarazaría de él como de un objeto que ya no
gusta y cuya sola vista le hubiera sido odiosa. No hay cariño que valga ante el amor propio.
Hormiguita quedó solo, sin adivinar nada, pero comprendiendo que había debido de causar
una gran desgracia. Erró toda la noche por las calles de Limerick a la aventura, y acabó por
refugiarse en el fondo de una especie de vasto jardín, con construcciones esparcidas aquí y
allá y losas sobre las que se veían cruces.
En medio se alzaba una enorme construcción, muy sombría por la parte que no estaba
iluminada por la luz de la luna. Este jardín era el ce
75
Julio Verne
menterio de Limerick, uno de esos cementerios ingleses llenos de árboles verdes, paseos
enarenados y estanques, que son muy frecuentados. Las losas eran las tumbas; las
construcciones, monumentos funerarios, y en medio, la catedral gótica de Santa María.
Allí encontró el niño un asilo y pasó la noche acostado en un escalón a la sombra de la
iglesia, temblando al menor ruido, preguntándose si aquel hombre villano, el duque de
Kendalle, no iría a buscarle. ¡Y la señora Anna que no estaría allí para defenderle!... ¡Oh! Le
llevaría lejos... muy lejos... No volvería a ver a su mamá... y gruesas lágrimas nublaban sus
ojos. Al llegar el día, le pareció a Hormiguita que alguien le llamaba. Un hombre y una mujer
estaban junto a él. Un labrador y una labradora. Al cruzar el camino le habían visto. Iban a
la administración de la diligencia que partiría para el sur del condado.
‐¿Qué haces aquí, pequeño? ‐dijo el labrador.
El niño sollozaba, hasta el punto de no poder hablar.
‐Veamos, ¿qué haces aquí? ‐repitió la mujer con voz más dulce. Hormiguita permanecía en
silencio.
‐¿Tu papá? ‐preguntó ella entonces. ‐No tengo papá ‐respondió al fin el niño. ‐¿Y mamá?
‐Tampoco.
Y tendió sus brazos hacia la labradora.
Si el niño hubiera llevado buenas ropas, el labrador hubiera pensado que se trataba de un
niño perdido y practicado las diligencias necesarias para devolvérselo a la familia; pero a
juzgar por los harapos de Sib, no debía de ser más que uno de esos miserables que a nadie
pertenecen. ‐Ven, pues ‐concluyó el labrador.
Y levantándole, le puso en brazos de su mujer, diciendo con voz segura: ‐Un cominillo más
en la granja no pesará mucho, ¿no es verdad, Martina?
‐No, Martin.
Y Martina enjugó con un beso las gruesas lágrimas de Hormiguita.
76
VIII
LA GRANJA DE KERWAN
Que Hormiguita no hubiera vivido dichoso en la provincia del Ulster parecía verdad, aunque
nadie supo cómo había pasado sus primeros años en algún pueblo del condado de Donegal.
La ciudad de Connaught no había sido más clemente con él, ni cuando recorría las calles del
condado de Mayo bajo el látigo de Thornpipe, ni en el condado do Galway durante los dos
años que permaneció en la Ragged‐School.
En la provincia de Munster, gracias al capricho de una cómica, tal vez hubiera podido
esperar que su miseria había concluido. ¡No! Acababa de ser abandonado, y ahora los
azares de su existencia le iban a arrojar al fondo del Kerry, al extremo sudoeste de Irlanda.
Esta vez unas personas habían tenido piedad de él... ¡Quizás jamás le abandonasen!
En uno de los distritos del norte del condado de Kerry, cerca del río Cashen, está situada la
granja Kerwan. A unas doce millas se encuentra Tralée, la capital, de donde, a creer las
tradiciones, San Bradán partió el siglo vi para ir a descubrir América antes que Colón. De
aquí nacen las diversas vías férreas de Irlanda meridional.
Este territorio, muy accidentado, tiene las montañas más altas de la isla, tales como los
montes Clanaraderry y los Stacks.
Numerosos ríos forman los afluentes del Cashen y hacen irregular el trazado de los
caminos. A unas treinta millas hacia el oeste se desarrolla
77
Julio terne
el litoral, profundamente cortado donde se encuentran la ensenada del Shannon y la larga
bahía de Kerry, cuyas caprichosas rocas se desgastan con el ácido carbónico de las aguas
marinas.
No se habrán olvidado estas palabras de O'Connell que hemos citado; ‐«Irlanda para los
irlandeses». He aquí cómo esto es verdad. Existen trescientas mil granjas que pertenecen a
propietarios extranje
ros. En este número cincuenta mil comprenden más de veinticuatro acres, o sea unas doce
hectáreas, y ocho mil no tienen más que de ocho a doce. El resto, menos. De forma que la
propiedad no está bien repartida. Al contrario. Tres de estas propiedades pasan de cien mil
acres, entre otras la de mister Richard Barridge, que tiene unas ciento sesenta millas de
extensión.
¿Pero qué valen estos propietarios al lado de los landlords de Escocia, un conde de
Breadalbane, propietario de cuatrocientos treinta y cinco mil acres; mister J. Matheson, de
cuatrocientos seis mil; el duque de Suther
land, de un millón doscientos mil acres, la superficie de un condado entero?
Lo cierto es que después de la conquista de los anglonormandos en 1100, la isla Hermana
ha sido tratada feudalmente y su suelo ha quedado feudal.
El duque de Rockingham era en esta época uno de los grandes landlords del condado de
Kerry. Sus dominios, de una superficie de ciento cincuenta mil acres, comprendían tierras
de cultivo, prados, bosques y
balsas, servidos por mil quinientas granjas. Era extranjero, uno de esos a los que los
irlandeses acusan con razón de absentismo, y la consecuencia de esto es que el dinero
producido por el trabajo irlandés es enviado fuera y no aprovecha a Irlanda.
No hay que olvidar que la Verde Erin no forma parte de Gran Bretaña, denominación
únicamente aplicable a Escocia e Inglaterra. El duque de Rockingham era un lord escocés.
Jamás había ido a visitar sus tierras, al
ejemplo de otros que poseen las nueve décimas partes de la isla y a quienes no conocen sus
colonos. Bajo condición de una suma anual, él aban
78
Aventuras de un niño irlandés
pnaba la explotación de sus dominios a esos tratantes que, beneficiánose con ello, las
arriendan por parcelas a los cultivadores. La granja de Kerwan dependía, con algunas otras,
de un tal John Eldon, agente del duque de Rockingham.
Era esta granja de mediana importancia, puesto que no contaba más que un centenar de
acres. Se trataba de una tierra muy difícil de cultivar, X solamente a costa de un trabajo
excesivo el campesino llegaba a arrancar de ella con que pagar el arriendo, sobre todo
cuando el acre se alquila al precio excesivo de una libra por año.
Tal era el caso de la granja de Kerwan, dirigida por el labrador MacCarthy.
En Irlanda hay buenos propietarios, cierto; pero los midlemen o arrendatarios son duros y
despiadados.
Conviene advertir que la aristocracia, que es bastante liberal en Inglaterra y Escocia, se
muestra más bien opresora en Irlanda; es de temer que suceda una catástrofe; quien
siembra odio recoge rebelión.
Martin MacCarthy, hombre todavía en pleno vigor de su edad ‐tenía cincuenta y dos años‐,
era uno de los mejores labradores de los contornos. Laborioso, inteligente, entendido en
materia de cultivo, bien secundado por sus hijos severamente educados, había conseguido
ganar algún dinero, a pesar de los impuestos y censos que pesaban sobre el campesino
irlandés.
Su mujer se llamaba Martina y poseía todas las buenas cualidades de un ama de casa. A los
cincuenta años trabajaba como si tuviera veinte. En invierno, cuando no se trabajaba en el
campo, la rueca cubierta, el huso lleno de cáñamo, se oía el ruido de su rueda ante el hogar
cuando las exigencias del arreglo de la casa no reclamaban sus cuidados.
La familia MacCarthy, viviendo al aire libre, acostumbrada a las fatigas del campo, gozaba
de una excelente salud, sin necesitar ni de medicinas ni de médicos. Venía de esa raza
vigorosa de cultivadores irlandeses que se aclimatan tan bien a las praderas del Far‐West
americano, como a los territorios de Australia y de Nueva Zelanda. Esperamos que jamás se
79
Julio Verne
verán en la necesidad de emigrar al otro lado de los mares. ¡Haga el cielo que su isla no les
arroje lejos de ella como a muchos de sus hijos! Como cabeza de familia, querida y
respetada, estaba la madre de Martin, una anciana de setenta y cinco años, cuyo marido
había dirigido la granja. La abuela, deseosa de ser la menor carga posible para sus hijos, no
tenía otra ocupación que la de hilar en compañía de su nuera.
El mayor de los hijos, Murdock, de veintisiete años, más instruido que su padre, se
interesaba ardientemente por las cuestiones que tienen siempre apasionada a Irlanda, y se
temía sin cesar que se comprometiese en al gún mal asunto. Era de esos que sólo sueñan
con la reivindicación del hombe‐rule, es decir, con la conquista de la autonomía; y sin duda
el hombe‐rule tiende a las reformas políticas más que sociales. Y sin embargo son estas
últimas de las que más necesidad tiene Irlanda, puesto que aún está sometida a las duras
exacciones del régimen feudal.
Murdock, vigoroso, algo taciturno, poco comunicativo, se había casado recientemente con
la hija de un labrador de la vecindad. Esta excelente joven, querida de toda la familia
MacCarthy, poseía la belleza altiva y tranquila, la actitud noble y distinguida que se
encuentra frecuentemente entre los irlandeses de las clases inferiores. Animaban su rostro
grandes ojos azules, y su rubia cabellera formaba rizos bajo las cintas de su tocado. Kitty
amaba mucho a su esposo, y Murdock, serio por naturaleza, dejaba asomar a sus labios una
sonrisa cuando la miraba, pues sentía por ella profundo cariño. Ella empleaba su influjo en
moderar sus ímpetus y contenerle cuando algún emisario de los nacionalistas venía a hacer
propaganda por el país y a proclamar que no era posible conciliación alguna entre los
arrendatarios y los landlords.
Huelga decir que los MacCarthy eran buenos católicos, y no hay que asombrarse, por lo
tanto, de que considerasen a los protestantes como a verdaderos enemigos.'
1. Opinión común a los irlandeses, que sin embargo hicieron una excepción con mister
Parnell, cuando este rey no coronado de Irlanda, como se le llamaba, dirigió algunos años
después (1879) la célebre National Land League, fundada para la reforma de la agricultura.
80
Aventuras de un niño irlandés
Nlurdock acudía a los mítines, ¡y cómo se le oprimía el corazón a Kitty cuando le veía
marchar para Tralée, u otra ciudad cualquiera del contorno! En las juntas, él hablaba con la
elocuencia natural de los irlandeses, y a su regreso, cuando Kitty leía en su rostro las
pasiones que le agitaban, cuando le veía golpear el suelo con el pie, murmurando una
llamada a la revolución agraria, a una señal de Martina procuraba calmarle.
‐Querido Murdock ‐le decía‐, es preciso tener paciencia y resignación.
‐¡Paciencia! ‐respondía él‐. ¡Cuando los años pasan y nada se consigue!... ¡Resignación,
cuando se ven animosas criaturas como la abuela quedar miserables, después de una larga
existencia de trabajo! A fuerza de ser pacientes y resignados, mi pobre Kitti, se llega a
aceptarlo todo, a perder el sentimiento de los derechos, a encorvarse bajo el yugo, y esto
no lo haré jamás, ¡jamás! ‐repetía, levantando orgullosamente la cabeza.
Martin MacCarthy tenía otros dos hijos. Pat, o Patrick, y Sim, o Simeon, de veinticinco y
diecinueve años, respectivamente.
Pat navegaba actualmente como marinero en uno de los buques de la acreditada casa
Marcuat de Liverpool.
En cuanto a Sim, lo mismo que Murdock, no había abandonado la granja, y su padre
encontraba en ellos dos preciosos auxiliares para los trabajos del campo y el cuidado de los
animales. Sim obedecía sin celos a su hermano mayor, cuya superioridad reconocía. Le daba
testimonio de respeto como si fuera el jefe de la familia. Era jovial, lo que forma el fondo
del carácter irlandés. Gustaba de divertirse y de reír, alegrando con su presencia y sus
bromas el interior algo severo de aquella casa patriarcal. Muy atrevido, contrastaba con el
temperamento más reposado y el espíritu más serio de su hermano Murdock.
Tal era aquella familia en la que Hormiguita fue admitido. ¡Qué diferencia entre la
atmósfera degradante de la Ragged‐School y la fortificante de una granja irlandesa! ¿No
sería por esto herida su precoz imaginación? Sin duda, a decir verdad, nuestro héroe
acababa de pasar algunas sema
1.h; Julio Verne
nas de cierto bienestar en casa de la caprichosa miss Anna Waston; pero no había
encontrado en ella esas ternuras verdaderas que la vida teatral hace tan poco seguras, tan
efímeras, tan fugaces.
La casa de los MacCarthy no tenía más que lo estrictamente necesario. Muchos de los
establecimientos de los ricos condados del Reino Unido están instalados en condiciones
lujosas. Después de todo, el labrador es el que hace la granja, y poco importa que ésta sea
poco considerable si está dirigida con inteligencia. Sin embargo, Martin no pertenecía a la
categoría más favorecida de los yeomen, que son pequeños propietarios de tierras: no era
más que un colono del duque de Rockingham; se podía decir que era una de las cien
máquinas agrícolas puestas en movimiento en el vasto dominio del landlord.
La casa principal, mitad de piedra, mitad de paja, sólo tenía un piso bajo donde la abuela,
Martin y Martina, Murdock y su mujer ocupaban cuartos separados de una sala común con
ancha chimenea, en la que se reunía la familia para comer. Encima, contigua a los graneros,
una especie de desván servía de alojamiento a Sim y también a Pat en los intervalos de sus
viajes.
Alrededor, a un lado estaban las eras, los hornos, los cobertizos bajo los que se guardaban
el material de cultivo y los instrumentos de labranza, y al otro la vaquería, el aprisco, el
corral y la pocilga para los puercos.
Estos sitios, faltos de las reparaciones convenientes, presentaban un aspecto poco
confortable; aquí y allá plantas de diversas procedencias, hojas de puerta, placas de zinc,
etc. tapaban las grietas de los muros, y los tejados de paja estaban cargados de gruesos
guijarros para resistir la fuerza de los huracanes.
Entre los tres cuerpos de edificio se extendía un patio con puerta cochera, fijada en dos
montantes. Un seto vivo formaba una cerca adornada con esas brillantes fucsias, tan
abundantes en el campo irlandés. En el in terior del patio, el césped, donde vienen a
picotear los pajarillos. En el centro una balsa de agua clarísima rodeada de ramos de
azaleas, de mar82
Aventuras de un niño irlandés
garitas de un amarillo de oro y de asfodelos silvestres. La caña de los te,jados alrededor de
largas piedras no estaba menos florida que el césped y las hayas del patio. Había allí toda
clase de plantas que encantaban los ojos, y particularmente innumerables fucsias mecidas
sin cesar por las brisas. En cuanto a los muros, estaban hechos de pedazos y semejaban los
remiendos de las ropas de un pobre. No estaban sujetos por la hiedra que sostenía el
edificio cuando hasta faltaban los cimientos. Entre las tierras cultivables y la granja se
extiende una huerta en la que mister Martin cultiva las legumbres precisas para su
alimento, sobre todo nabos, coles y patatas. Estaba rodeada por una cortina de árboles y
arbustos abandonados a los caprichos de una vegetación tan fantástica como es la de
Irlanda.
Aquí están los robustos acebos con sus hojas de un verde rabioso que semejan conchas de
forma original. Allí se levantan los tejos, que crecen libremente, sin que un cincel inhábil los
convierta en utensilios de ninguna clase. Hacia la izquierda, un bosque de fresnos, uno de
los árboles más hermosos de aquellos campos. Después, entremezclándose con hayas
verdes, árboles de gran altura, serbales que desde lejos semejan viñedos cuyas cepas
estuvieran cargadas de uvas de coral. Y no es preciso ir tres millas más lejos para sentir que
se hincha el suelo con las primeras ramificaciones de las cadenas de los Clanaraderry,
donde se desarrollan bosques de abetos, cuyas frutas parecen estar suspendidas en la red
de las madreselvas.
La explotación de la granja de Kerwan comprende un cultivo muy variado, pero de un
rendimiento mediano. El escaso cereal del que ordinariamente se hace la harina de avena, y
que los MacCarthy recolectan, no es recomendable. Las avenas son mezquinas,
circunstancia tanto más desagradable cuanto que la harina de avena es de un empleo
constante, pues el trigo no es en aquellas tierras de buena calidad. Preferible es sembrar
cebada y sobre todo centeno, que contribuye en una proporción notable a la fabricación del
pan. Y tal es la rudeza del clima, que aun esta cosecha solo puede ser recolectada en
octubre y noviembre. Entre los cultivos más extendidos, la patata ocupa el primer puesto.
Es la base de la ah
83
Julio Uerne
mentación en Irlanda, principalmente en los distritos desheredados de la naturaleza.
Podríase preguntar de qué vivían aquellos pueblos antes de que Parmentier hubiera hecho
conocer y adoptar su precioso tubérculo. Tal vez el cultivador es imprevisor al contar con
este producto; pero, en fin, puede salvarle de la pobreza cuando el invierno no hace de las
suyas.
Si la tierra alimenta a los animales, éstos contribuyen a alimentar a la tierra. Ninguna
explotación es posible sin ellos. Los unos sirven para trabajar el campo, los otros dan
productos naturales, huevos, carne, leche. De todo sale el abono necesario para el cultivo.
Así, en la granja de Kerwan se contaban seis caballos, y apenas bastaban cuando, unidos de
dos en dos o de tres en tres cavaban con el arado las tierras rocosas. Bestias animosas y
pacientes como sus amos, y que no por no estar inscritos en el Stud‐óook, libro de oro de la
raza equina, dejan de prestar servicios reales, contentándose con unas berzas cuando el
forraje falta. Un asno les hacía compañía, y no era cardo lo que le faltaba, pues todas las
vallas no podrían destruir aquella invasión parásita en las tierras irlandesas.
Entre los animales de establo, debemos mencionar una docena de vacas y un centenar de
carneros, de cabeza negra y lana blanca, cuya alimentación constituye un problema en
invierno, cuando el suelo se cubre de nieve. No hay tantos motivos de inquietud para
alimentar las cabras, de las que Martin MacCarthy poseía unas veinte, puesto que ellas se
buscan su sustento. Si falta hierba se contentan con hojas que resisten a los más intensos
fríos.
Respecto a los puercos, conviene advertir que una docena de estos animales tenían su
pocilga en los anejos de la derecha, y sólo se les engordaba para comerlos.
En los cálculos del labrador no entraba el dedicarse a la venta de ellos, aunque en Limerick
existe un importante comercio de jamones, que valen tanto como los de York, y se venden
regularmente como tales.
Pollos, patos, ánades, hay en número suficiente para llenar de huevos el mercado de Tralée.
Pero pocos pavos y pichones. Estas aves casi no se encuentran en los corrales de las granjas
de Irlanda.
84
Aventuras de un niño irlandés
Conviene citar un perro de Escocia para guardar los rebaños de car»eros. Nada de perros de
caza, aunque ésta abunda en aquellas tierras, ellos silvestres, chochas y cabras salvajes.
¿Para qué? La caza es un placer de los landlords. La licencia es cara y sólo aprovecha al fisco
britápico, y además, para tener el derecho de poseer un perro de caza, se debe justificar
que se posee una propiedad de mil libras por lo menos.
Tal era la granja de Kerwan, casi aislada en el fondo de un ángulo que forma el Cashen, a
cinco millas de la parroquia de Silton. Ciertamente existen tierras peores en el condado, de
esas ligeras y silíceas que no conservan el abono, y cuyo arriendo no sube más de una
corona el acre.
Pero, a pesar de todo, el cultivo de Martin MacCarthy era de mediana calidad.
Delante de la parcela explotada se extendían áridas planicies, cubiertas de inevitable
matorral. Por encima, grandes bandadas de cuervos ávidos del grano sembrado, y de esos
pájaros que destrozan el grano formado. A lo lejos, espesos bosques de abedules y de
alerces, fuertemente sacudidos en la estación de los huracanes. En suma, un curioso
paisaje, digno de atraer a los turistas, con perspectivas magníficas envueltas en bruma;
aunque país duro para los que lo habitan, tierra que a menudo se convierte en madrastra
para los que la cultivan.
¡Quiera el cielo que la recolección de la patata, verdadero pan de la isla, no falte ni en Kerry
ni en los demás sitios! Cuando falta, aparece el hambre en todo su horror.
Así, después de haber cantado el God save the Queen, plegaria de los irlandeses,
completadla diciendo:
‐God save the potatoes.
2. Tal fue la hambruna de 1740‐1741, que causó la muerte a 400.000 irlandeses; o la de
1847, que hizo perecer medio millón y obligó a igual número de habitantes a emigrar al
Nuevo Mundo.
85
IX
LA GRANJA DE KERWAN
Al día siguiente, 20 de octubre, hacia las tres de la tarde, alegres gritos se oyeron en el
camino a la entrada de la granja de Kerwan:
‐¡Mira, padre! ‐¡Mira, madre!
Eran Kitty y Sim que saludaban desde lejos a Martin y Martina MacCarthy.
‐Buenos días, hijos. ‐Buenos días, hijos míos. Y en su boca este míos, estaba lleno de
maternal orgullo.
El labrador y la labradora habían salido por la mañana de Limerick. Un viaje de unas treinta
millas, cuando las brisas del otoño son ya frescas, y se dispone de un jaunting car, o sea, un
carro en el que los viajeros se colocan de dos en dos, es penoso. Imaginad uno de esos
dobles bancos que se ven en los bulevares de las ciudades, añadidle un par de ruedas, y
completadlo con una plancha en la que descansan los pies de los viajeros, y tendréis el
carruaje ordinariamente empleado en Irlanda. Si no es muy cómodo, pues no permite ver
más que un lado del paisaje, ni el más confortable, porque va descubierto, es al menos el
más rápido.
No se extrañará, pues, que Martin y Martina MacCarthy, que salieron a eso de las siete de
Limerick, llegaran a las tres de la tarde a la granja.
86
Aventuras de un niño irlandés
No iban solos en el carro, que podía llevar hasta diez viajeros. Después ~e haber dejado en
su casa a los dos labradores, el rápido vehículo contihpó su camino hacia la capital del
condado de Kerry.
Murdock salió en seguida de su alojamiento, situado en un ángulo del patio, a la derecha.
‐¿Habéis hecho buen viaje, padre? ‐preguntó la joven a quien Martina acababa de abrazar.
‐Muy bueno, Kitty.
‐¿Habéis encontrado las plantas de coles en el mercado de Limerick? ‐dijo Murdock.
‐Sí; y mañana llegarán. ‐¿Y nabos?
‐También; muy buenos. ‐Bien, padre.
‐Y también una especie de grano... ‐¿Cuál?
‐Grano de bebé, Murdock; que me parece de excelente calidad.
Y como Murdock y su hermano parecieran asombrados mirando al niño que Martina tenía
en sus brazos, dijo ésta:
‐Aquí hay un niño hasta que Kitty nos dé otro parecido. ‐¡Pero está helado! ‐respondió la
joven.
‐Pues le he traído bien envuelto en mi tartán durante el viaje ‐replicó la labradora.
‐Pronto, pronto ‐dijo Martin‐. Vamos a calentarle al fuego del hogar, y comencemos por
abrazar a la abuela, que debe de tener deseos de ello.
Kitty recibió al niño de manos de Martina, y muy pronto toda la familia estuvo reunida en la
sala donde la abuela ocupaba un viejo sillón. Se le presentó al niño. Ella le tomó en sus
brazos y sentole sobre sus rodillas.
Él se dejó hacer. Sus ojos iban de unos a otros. No comprendía nada de lo que pasaba. El día
de hoy no se parecía al de ayer, ¿era un sueño?
87
;v.
Veia caras agradables en torno suyo, jóvenes y viejas. Sólo afectuosas palabras había oído.
El viaje fue para él una distracción en aquel carruaje que cruzaba los campos con tanta
rapidez. El aire sano de la mañana, con aromas de árboles y flores, le llenaba el pecho. Una
sopa bien caliente le había confortado antes de la partida, y durante el camino, comiendo
algo de lo que contenía el saco de Martina, había contado lo que sabía de su historia; su
vida en la Ragged‐School, incendiada, los solícitos cuidados de Grip, cuyo nombre repetía
varias veces; después, lo referente a la señora Anna que le había llamado su hijo, y que no
era su madre; después la cólera de un caballero que se llamaba el duque, un duque del que
había olvidado el nombre, y que quería apoderarse de él; en fin, su abandono, y cómo se
había encontrado solo en el cementerio de Limerick. Martin y Martina no habían
comprendido gran cosa de su historia, si no es que no tenía padres ni familia, y que era un
ser abandonado a quien la Providencia confiaba a ellos.
La abuela, muy conmovida, le abrazó, y los otros, no menos emocionados, hicieron lo
mismo.
‐¿Y cómo se llama? ‐preguntó la abuela.
‐No ha podido decirnos otro nombre que Hormiguita ‐respondió Martina.
‐No tiene necesidad de otro ‐dijo Martin‐, y así le llamaremos nosotros.
‐Bien, ¿y cuando sea mayor? ‐observó Sim.
‐Será Hormiguita también ‐respondió la vieja, que bautizó al niño con un beso.
He aquí la acogida que a nuestro héroe se dio en la granja. Quitáronle los andrajos que él se
puso para el papel de Sib, y fueron reemplazados por otras ropas que Sim usó cuando tenía
la edad del niño, no muy nue vas, pero cálidas y limpias. Él conservó su traje de lana, que
comenzaba a estarle estrecho, pero al que parecía querer mucho.
Comió con la familia sentado en una silla alta, preguntándose si toda aquella felicidad no
desaparecería. ¡No! No desapareció la buena sopa de
julio Verne
88
Aventuras de un niño irlandés
avena, de la que se le sirvió un buen plato; no desapareció el pedazo de grasa y de coles,
del que se le dio bastante, ni la torta con huevos y harina, que fue distribuida por partes
iguales entre todos, comida y remojada en un vaso de ese excelente potheen que el
labrador destilaba de la cebada recolectada en las tierras de Kerwan.
Fue una buena comida, sin contar que nuestro héroe no veía más que caras sonrientes,
excepto tal vez la del hermano mayor, siempre seria y hasta algo triste... Los ojos del niño
se humedecieron y las lágrimas corrían por sus mejillas.
‐¿Qué tienes? ‐le preguntó Kitty.
‐Vamos, no hay por qué llorar ‐añadió la abuela‐. Aquí te queremos mucho.
‐Y yo te haré juguetes ‐le dijo Sim.
‐No lloro ‐respondió el niño‐. No son lágrimas.
¡No, en verdad! Más bien era el corazón de la pobre criatura que se desbordaba.
‐¡Vamos! ¡Vamos! ‐dijo Martin‐. Por una vez pase, pero te advierto que aquí está prohibido
llorar.
‐No lloraré más, señor ‐respondió el niño, yendo a los brazos que la abuela le tendía.
Martin y Martina tenían necesidad de descanso. Además, en la granja se acostaban
temprano, pues tenían la costumbre de levantarse al alba. ‐¿Dónde se va a colocar al riño? ‐
preguntó el labrador.
‐En mi cuarto ‐respondió Sim‐; le cederé la mitad de mi cama como si fuera un hermano
pequeño.
‐No, hijos míos ‐respondió la abuela‐. Dejad que se acueste junto a mí: no me incomodará;
le miraré dormir, y esto me proporcionará placer.
Cualquier deseo de la abuela jamás había encontrado sombra de resistencia.
Instalose un lecho cerca del suyo, como había pedido, y Hormiguita fue inmediatamente
conducido a él.
89
Julio Uerne
Blancas sábanas, una buena colcha: esto lo había él conocido durante algunas semanas en
el George Royal Hotel de Limerick, en la habitación de miss Anna. Pero las caricias de la
actriz no valían lo que las de aquella honrada familia. Tal vez apreció la diferencia, sobre
todo cuando la abuela le dio un fuerte beso.
‐¡Ah!... Gracias... Gracias... ‐murmuró. Ésta fue toda su oración aquella noche, y sin duda no
sabía otra.
Era el principio del invierno. La cosecha estaba terminada. Poco o nada había que hacer
fuera de la granja. En aquellos rudos terrenos la siembra del trigo, de la cebada y de la
avena no se pueden efectuar al prin cipio del invierno, cuya extensión y rigor podrían
comprometerla. Así es que Martin MacCarthy tenía la costumbre de esperar a los meses de
marzo y abril para sembrar sus cereales, buscando las especies convenientes. Abrir el surco
en un suelo que se hiela a varios pies de profundidad hubiera sido un trabajo tan duro
como inútil.
Tanto hubiera valido arrojar la simiente a la arena o a las rocas del litoral.
Sin embargo, en la granja no faltaba que hacer. En primer lugar, limpiar la cebada y la
avena. Y después, en los meses del invierno no escaseaba el trabajo. Hormiguita pudo
notarlo desde el primer día, pues no quería ser inútil. Levantado al alba, se fue hacia los
establos. Tenía el presentimiento de que allí podría hacer algo provechoso.
¡Qué diablo! Él cumpliría seis años a fin del año, y a esa edad ya se es capaz para guardar los
gansos, las vacas, hasta los carneros, cuando se tiene la ayuda de un buen perro.
Así pues, al desayunar, ante su taza de leche caliente, él hizo la proposición.
‐Bien ‐respondió Martin‐. Quieres trabajar y tienes razón. Es preciso saberse ganar la vida.
‐Y la ganaré, señor Martin ‐respondió él. ‐¡Es tan pequeño! ‐observó la anciana. ‐No
importa, señora.
90
Aventuras de un niño irlandés
‐Llámame abuela.
Pues bien; no importa nada, abuela... ¡Me gustaría tanto trabajar! ‐Y trabajarás ‐dijo
Murdock, bastante sorprendido de aquel carácter firme y resuelto en un niño que no había
conocido hasta entonces más que las miserias de la vida.
‐Gracias, señor.
‐Te enseñaré a cuidar de los caballos ‐dijo Murdock‐ y a montar, si no tienes miedo....
‐Sí que quiero ‐respondió.
‐Y yo te acostumbraré a cuidar de las vacas ‐dijo Martina‐ y a llevarlas, sino temes una
cornada.
‐Si que quiero, señora Martina.
‐Y yo ‐exclamó Sim‐ te diré cómo se guardan los carneros en el campo.
‐También...
‐¿Sabes leer? ‐preguntó el labrador. ‐Un poco, y escribir en letras grandes. ‐¿Y contar?
‐Oh, sí, hasta cien, señor.
‐Bien ‐dijo Kitty sonriendo‐, yo te enseñaré a contar hasta mil y a escribir en letras
pequeñas.
‐También yo lo deseo, señora.
Y realmente aquel niño quería cuanto se le proponía. Estaba decidido a mostrar su
agradecimiento por lo que aquella familia iba a hacer en su favor. Ser el criado de la granja;
a esto se limitaba su ambición. Pero lo que atestiguaba la seriedad de su espíritu, fue la
respuesta que dio al labrador cuando éste le dijo riendo:
‐¡Eh! Hormiguita, tú llegarás a ser un mozo sin precio entre nosotros. Los caballos, las vacas,
los carneros. Si te ocupas de todo, no quedará trabajo para nosotros. ¿Y cuánto me llevarás
de salario?
‐¿De salario?
‐Sí. Supongo que no trabajarás de balde.
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i
Julio Verne
‐¡Oh! No, señor Martin.
‐Sí, señora.
Murdock, que le observaba, se contentó con añadir: ‐Dejadle que se explique.
‐Sí ‐dijo la abuela‐. Dinos lo que quieres ganar. ¿Es dinero? Hormiguita sacudió la cabeza.
‐Veamos... tuna corona por día? ‐dijo Kitty. ‐¡Oh, señora!...
‐¿Por mes? ‐dijo la labradora. ‐Señora Martina...
‐¿Por año tal vez? ‐preguntó Sim riendo‐. Una corona por año. ‐En fin, ¿qué quieres? ‐‐dijo
Murdock‐. Comprendo que tengas la idea de ganar tu vida como la tenemos todos. Por
poco que sea lo que se recibe se aprende a contar... ¿Qué quieres... un penique, un copper
por día? ‐No, señor Murdock.
‐Explícate, pues.
‐Pues bien, cada noche, el señor Martin me dará un guijarro.
‐¡Un guijarro! ‐‐exclamó Sim‐. ¿Es con guijarros como harás una fortuna?
‐No; pero me proporcionará gran placer, y más tarde, dentro de algunos años, cuando sea
mayos si están contentos de mí... ‐Comprendido ‐respondió Martin‐; cambiaremos tus
guijarros por peniques o chelines.
Todos elogiaron a Hormiguita por su excelente idea, y desde aquella misma noche, Martin
MacCarthy le entregó un guijarro que cogía en el lecho del Cashen, todavía había muchos
millones de ellos. El niño lo guardó en un viejo puchero que la abuela le dio.
‐Niño singular ‐dijo Murdock a su padre.
Sí, y su buen natural no había podido ser alterado; ni por los malos tratos de Thornpipe, ni
por los malos consejos de la Ragged‐School. A
92
Aventuras de un niño irlandés
medida que pasaba el tiempo, la familia, observándole de cerca, conocía sus cualidades
naturales. No faltaba aquella alegría que constituye el fondo del carácter nacional y que se
encuentra hasta entre los más pobres de la pobre Irlanda. Además, no era Hormiguita uno
de esos niños que sólo piensan en jugar de la mañana a la noche, cuyas miradas van de un
lado a otro distraídas por el vuelo de una mosca o de una mariposa. Se le veía atento a
todo, interrogando al uno y al otro, deseoso de instrucción. No dejaba de recoger cualquier
objeto, como si se tratase de un chelín. Cuidaba sus ropas y trataba con esmero sus
utensilios de aseo. El orden era innato en él. Respondía cortésmente cuando se le hablaba,
insistiendo en el sentido de las respuestas que se le daban cuando no las comprendía. A1
mismo tiempo hacía rápidos progresos en la escritura. El cálculo, sobre todo, parecía serle
fácil, sin que en él hubiese nada de esos Mondeux y de esos Inaudi que, después de haber
sido niños prodigios, no han servido para nada en la mayoría edad; combinaba algunas
operaciones que otros niños no hubieran sabido hacer sin el auxilio de la pluma. Lo que
Murdock notó, con una gran sorpresa, fue que la razón parecía dirigir todos sus actos.
Conviene advertir también que, gracias a las lecciones de la abuela, mostraba el niño gran
celo en las oraciones a Dios, tales como las ha formulado la religión católica, tan
profundamente arraigada en el corazón de los irlandeses. Todos los días hacía con fervor su
plegaria de la mañana y de la noche.
Corría el invierno; un invierno muy frío, con fuertes vientos, lleno de impetuosos huracanes
que se desencadenaban como trombas por los valles de Cashen. ¡Cuántas veces se tembló
en la granja por los tejados que amenazaban ser arrancados y por cierta porción de los
muros que amenazaban ruina!
Pedir reparaciones al midleman John Eldon hubiera sido inútil. Martin y sus hijos se
encargaban de la tarea por sí mismos; esto constituía su principal ocupación fuera de la
trilla de los granos; aquí una caña que sustituir, allá una brecha que tapar, allí una cerca que
consolidar.
93
Durante este tiempo, las mujeres trabajaban en diversas ocupaciones. La abuela hilaba en
un rincón del hogar; Martina y Kitty vigilaban los establos y el corral. Hormiguita las
ayudaba sin cesar lo mejor que podía. Él estaba en cuanto atañía al arreglo de la casa.
Demasiado niño para cuidar de los caballos, había entrado en relaciones directas con el
pollino, un animal terco para el trabajo que le pagaba su amistad. El niño quería que el asno
fuese tan limpio como él, lo que le valía los plácemes de Martina. Para los puercos esto
hubiera sido trabajo perdido; renunció a él. En cuanto a los carneros, después de haberlos
contado y recontado, había inscrito su número ‐ciento tres‐, en un viejo cuaderno regalo de
Kitty. Su afición a esta contabilidad se desarrollaba gradualmente y se podía creer que
había recibido las lecciones de mister O'Bodkin en la Ragged‐School.
‐Éstos no, señora Martina. ‐¿Por qué?
‐Porque no están en el orden.
‐¿Qué orden? ¿Es que los huevos no son todos iguales?
‐No, señora Martina. Acaba de coger el cuarenta y ocho, y es preciso comenzar por el
treinta y siete. Mire bien.
Martina miró, y vio que cada huevo llevaba en la cáscara un número que Hormiguita había
escrito con tinta.
Puesto que la labradora tenía necesidad de una docena, preciso era que los tomase
siguiendo la numeración de treinta y siete a cuarenta y ocho y no a cincuenta y nueve. Esto
fue lo que hizo después de felicitar al niño por su idea.
Felicitaciones que se redoblaron cuando contó el caso en el almuerzo. Murdock se apresuró
a decir:
‐Hormiguita, ¿has contado cuántos pollos y polluelos tiene el corral? ‐Ciertamente.
Y sacando su cuaderno:
Julio Verne
94
Aventuras de un niño irlandés
‐Hay cuarenta y tres pollos y sesenta y nueve polluelos. Sim añadió:
‐Deberías también contar los granos de avena que contiene cada saco. ‐No os burléis, hijos
míos ‐replicó Martin MacCarthy‐. Esto prueba que tiene orden, y el orden en las cosas
pequeñas es la regularidad en las grandes y en la existencia.
Después, dirigiéndose al niño:
‐¿Y tus guijarros? ‐le preguntó‐. Los guijarros que te doy todas las noches.
‐Están en la olla, señor Martin ‐respondió Hormiguita‐ y tengo ya cincuenta y siete.
En efecto, hacía cincuenta y siete días que había llegado a la granja. ‐Y ‐dijo la abuela ‐esto
hará cincuenta y siete peniques, a un penique el guijarro.
‐¡Cuántas tortas podrás comprar con ese dinero! ‐dijo Sim. ‐¿Tortas? No. Hermosos
cuadernos para escribir. Esto me agradará más.
Aproximábase el fin del año. A las borrascas del mes de noviembre habían sucedido
intensos fríos. Una extensa sábana de nieve cubría el suelo. Al niño le entusiasmaba el
espectáculo de los grandes árboles blancos y con colgantes de hielo, y el de los vidrios de
las ventanas donde la humedad condensada se cristalizaba caprichosamente, formando tan
lindos dibujos, ¡y el río cubierto de hielo! Ciertamente estos fenómenos del invierno no
eran nuevos para él y a menudo los había observado cuando corría por las calles de Galway
hasta Claddagh. Pero en esta miserable época de su vida apenas iba vestido, y andaba por
la nieve con los pies descalzos. El frío penetraba a través de sus harapos. Sus ojos lloraban,
sus manos estaban amoratadas, y cuando regresaba a la Ragged‐School no había sitio para
él junto al hogar.
¡Qué dichoso se sentía al presente! ¡Qué contento vivía entre personas que le amaban!
Parecíale que el cariño le calentaba más aún que los vestidos, el sano alimento servido en la
mesa y las llamas de la chimenea. Y
95
Julio Verne
lo que le parecía mejor todavía, ahora que comenzaba a comprender que era útil, era sentir
buenos corazones en torno a él. Se le trataba como de la casa. Tenía una abuela, una
madre, hermanos, parientes... Y permanecería entre ellos sin abandonarles nunca, según
pensaba; allí él se ganaría la vida. Ganarse la vida, como Murdock le había dicho un día;
siempre pensaba en esto.
¡Qué alegría sintió cuando por vez primera pudo tomar parte en una de las fiestas, que es
tal vez la más santificada del año entre los irlandeses! Era el 25 de diciembre, la Pascua.
Hormiguita sabía a qué aconteci miento histórico responde la solemnidad que los cristianos
celebran en ese día; pero ignoraba que fuese también una fiesta íntima de familia en el
Reino Unido. Esto debía de ser una sorpresa para él. Comprendió, sin embargo, que desde
la mañana se hacían algunos preparativos; pero como la abuela, Martina y Kitty parecían
obrar con completa discreción, guardose bien de preguntarles nada.
Lo que es positivo, es que fue invitado para que se vistiera sus mejores ropas, que Martina
MacCarthy y sus hijos, la abuela, su hijo y Kitty se pusieron las suyas desde la mañana para
ir en calesa a la iglesia de Silton y que las conservaron puestas todo el día. Lo cierto es que
la comida se retrasó dos horas y casi era ya de noche cuando la mesa fue puesta en medio
de la sala con un lujo de alumbrado extraordinario. Lo cierto fue que en aquella comida
suntuosa se sirvieron muy buenos manjares, tres o cuatro platos más que de costumbre,
acompañados de una excelente cerveza y de una torta monstruo que Martina y Kitty habían
confeccionado, según receta cuyo secreto venía de una bisabuela muy entendida en
asuntos culinarios.
Dejamos imaginar si se comió y bebió alegremente. Murdock mismo estuvo más contento
que de ordinario. Cuando los demás reían a carcajadas, él sonreía, y una sonrisa era en él
como un rayo de luz en medio de la escarcha.
Lo que particularmente encantó a Hormiguita fue un árbol de Navidad, plantado en el
centro de la mesa, un árbol lleno de cintas, con estrellas de luz resplandeciente entre las
ramas.
96
Aventuras de un niño irlandés
La abuela le dijo;
‐Mira bien entre las hojas, hijo mío. Creo que debe de haber alguna cosa para ti.
El niño no se hizo rogar; ¡y qué alegría sintió, qué rubor de placer le subió al rostro cuando
encontró un lindo cuchillo irlandés con su vaina unida a un cinto de cuero!
Era el primer regalo de Año Nuevo que recibía, y ¡qué orgulloso se sintió cuando Sim le
hubo ayudado a ponérselo!
‐¡Gracias... abuela; gracias a todos! ‐exclamó yendo de uno a otro.
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LO QUE HABÍA PASADO EN DONEGAL
Es llegado el momento de mencionar que el labrador MacCarthy había tenido la idea de
hacer algunas averiguaciones relativas al estado civil de su hijo adoptivo. Se conocía su
historia desde el día en que los caritativos habitantes de Wesport le habían arrancado a los
malos tratos de Thornpipe. ¿Pero cuál había sido antes la existencia de aquel pobre ser? Se
sabe que Hormiguita conservaba una vaga idea de haber vivido en casa de una miserable
mujer con una y aun dos jóvenes en el fondo de una aldea de Donegal. Así, por este lado
hizo Martin algunas investigaciones, que no dieron más resultado que el de saber que en la
casa de caridad de Donegal se encontraba el rastro de un niño de dieciocho meses,
recogido bajo el nombre de Hormiguita y enviado después a una cabaña del condado a
casa de una de esas mujeres que se dedican al oficio de educar niños. Séanos permitido
completar la historia, cosa que hemos conseguido con una información más completa. No
será más que la historia común de esos niños miserables que se abandonan a la asistencia
pública. Donegal, con su población de doscientas mil almas, es tal vez el más indigente de
los condados de la provincia del Ulster, hasta de toda Irlanda. Hace algunos años apenas se
encontraban dos colchones y ocho jergones para cuatro mil habitantes. En estos áridos
territorios del norte no son brazos lo que faltan para el cultivo, pero el suelo es ingrato. En
el interior no se ven más que quebradas vertientes, gargantas áridas, piedra
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Aventuras de un niño irlandés
Y precisamente la bahía de Donegal sobre la que se abre el puerto de este nombre, cortada
en forma de mandíbula de tiburón, debe aspirar esas corrientes atmosféricas saturadas del
rocío del mar.
La pequeña ciudad está situada en el fondo, sometida a los vientos en toda época. La
pantalla de sus montañas no puede detener los huracanes. Éstos no han perdido su
violencia cuando atacan la aldea de Rindok, a siete millas de Donegal.
¿Una aldea? No. Nueve o diez barracas esparcidas al borde de una estrecha garganta,
cruzada por un río, simple arroyuelo en verano, impetuoso torrente en invierno. De
Donegal a Rindok no hay camino trazado.
Sólo se encuentran algunos senderos apenas practicables para las carretas del país,
arrastradas por esos caballos irlandeses de andadura prudente, y alguna vez para los
jauting‐cars. Si diversas líneas cruzan ya Irlanda, está muy lejos el día en que los trenes
recorran regularmente los condados del Ulster. ¿Además, para qué? Las poblaciones y
pueblos son raros. Las etapas del viajero acaban más bien en las granjas que en las
parroquias.
Sin embargo, aquí y allá aparecen algunos castillos rodeados de vegetación, que encantan
la vista por su fantástica ornamentación de arquitectura anglosajona. Entre otros, más al
noroeste del lado de Milfor, se abre la mansión señorial de Carrikhart, en un vasto dominio
de 800.000 acres, propiedad del conde de Leitrim.
Las cabañas de la aldea de Rindok tienen tejado de paja, insuficiente contra las lluvias del
invierno. No se imaginaría que allí habitasen criaturas humanas a no ser por el hilo de humo
que se escapa de estas cabañas.
X
99
Julio Verne
No es la leña ni la hulla la que producen ese humo; es el césped extraído del pantano
vecino, el bog, de tintes rosáceos, junto al agua sombría, y que les sirve de combustiblel.
Si en el fondo de estos condados no se corre el riesgo de morir de frío, se corre en cambio
el de morir de hambre. Apenas el suelo da la limosna de algunas legumbres y de algunas
frutas. Todo languidece allí a excepción de la patata.
¿A este tubérculo, qué puede añadir el campesino de Donegal? Alguna vez el pato o el
ánade, más bien silvestres que domésticos. La caza sólo pertenece al landlord. Hay también
algunas cabras que dan algo de leche y algunos cerdos que engordan con detritus. El puerco
es el verdadero amigo de la casa, como el perro en otros países menos miserables. Es «el
gentleman que paga la renta», siguiendo la justa expresión recopiada por mademoiselle de
Bovet.
He aquí lo que era el interior de una de las más lamentables chozas de la aldea de Rindok;
una habitación sola, cerrada por una mala puerta, dos agujeros a derecha e izquierda, que
dejan filtrar la luz a través de un tabique de paja seca y también el aire; el suelo, lleno de
lodo, y en los rincones, telas de araña; en el fondo, el hogar con chimenea hasta el tejado;
en un rincón, una mezquina cama y otra de paja en el otro. A falta de muebles, un banco,
una mesa desvencijada y un huso. Como utensilios, una marmita, algunos platos, jamás
lavados, sin contar dos o tres botellas que se llenaban en el arroyo, después de haber sido
vaciadas del whisky o de la ginebra que contenían. Aquí y allá pingajos sin forma de vestido,
lienzos sórdidos en el banco o secándose en una percha fuera. Sobre la mesa
constantemente un haz de varas usadas.
Era la miseria en toda su abominación; la miseria tal como se encuentra en los barrios
pobres de Dublín o de Londres, de Clerkenwell, de Saint
1. Las hornagueras en Irlanda, bogs rojos o negros, ocupan más de 12.000 kilómetros
cuadrados, o sea la séptima parte de la isla, con un espesor medio de ocho metros, y
comprenden veinticinco millares de metros cúbicos.
100
Aventuras de un niño irlandés
La pequeña ciudad está situada en el fondo y venteada en toda época. 101
Julio Verne
Giles, de Marylebone, de Whitechapel; la miseria irlandesa, la más espantosa de todas.
Verdad es que el aire no es pestífero en las gargantas de t, Donegal; allí se respira la
vivificante atmósfera exhalada de las montañas; los pulmones no se envenenan con las
miasmas deletéreas, sudor mórbido r, de las grandes ciudades.
Claro es que en aquella choza la cama estaba destinada a la Hard, y el lecho de paja a los
niños... y las varas también.
¡La Hard! Sí, se la llamaba la dura, y merecía el nombre. Era lo más odioso que imaginarse
puede, de cuarenta a cincuenta años de edad, alta, delgada, cabeza de arpía, ojos
pequeños, dientes grandes, manos descar nadas y huesosas, más bien patas que manos,
dedos torcidos, aliento saturado de alcohol, vestida con una camisa remendada, y pies
descalzos y de piel tan dura, que era insensible a los guijarros.
Su oficio era el de hilar el lino, como de ordinario en los pueblos de Irlanda, y más
especialmente entre los campesinos del Ulster. Este cultivo del lino es bastante fructífero,
aunque no compensa lo que un suelo mejor debería producir en cereales.
Pero a este trabajo que le producía algunos peniques por día, la Hard añadía otras
funciones para las que era inepta. Desempeñaba el oficio de educar a los niños de poca
edad que le confiaba el baby‐farming.
Cuando la casa de caridad está llena, o cuando la salud de los niños exige el aire del campo,
se les envía a estas matronas que venden cuidados maternales como cualquier otra
mercancía, por el precio anual de dos o tres libras. Cuando el niño llega a los cinco o seis
años, vuelve a la casa de caridad. Poco es lo que la matrona puede ganar con él, pues el
precio es ínfimo, de donde resulta que al caer el niño en manos de una criatura sin
entrañas, no es difícil que sucumba a los malos tratos o a la falta de alimentos. ¡Cuántos no
vuelven a la casa de caridad!
Así sucedía, al menos, antes de la ley de 1889, ley de protección a la infancia, y que gracias
a sus severas inspecciones con relación a las explotadoras del baby‐farming, ha hecho
disminuir la mortalidad de los niños educados fuera de las ciudades.
102
Aventuras de un niño irlandés
Observemos que en la época a que nos referimos, la vigilancia se ejercía poco o nada. En la
aldea de Rindok, la Hard no tenía que temer la visita de un inspector, ni la queja de sus
vecinos, endurecidos en su propia miseria.
Tres niños le habían sido confiados por la casa de caridad de Donegal, dos niñas de cuatro y
seis años y medio, y un niño de dos años y nueve meses. Niños abandonados, claro está,
huérfanos recogidos en la vía pública. No se conocía a sus padres, y, sin duda, no se les
encontraría jamás. Si volvían a Donegal, les esperaba el trabajo cuando tuvieran edad para
ello.
¿Cuál era el nombre de estos niños, o más bien el que en la casa de caridad se les había
puesto? El primero encontrado al azar, de la más pequeña de las niñas poco importa el
nombre, pues muy pronto iba a morir. La mayor se llamaba Sissy, abreviación de Cecilia. Era
muy linda, con cabellos rubios, que un poco de cuidado hubiera hecho sedosos, grandes
ojos azules, inteligentes cuya limpidez estaba ya alterada por las lágrimas, pero el color de
su tez, lo delgado de sus miembros, lo hundido de su pecho, los huesos pronunciados bajo
sus harapos, atestiguaban los malos tratamientos recibidos. Y sin embargo, dotada de una
naturaleza paciente y resignada, aceptaba su vida sin imaginar que pudiera haber otra más
feliz. ¿Cómo había de sospechar que existían niños mimados por su madre, rodeados de
atenciones, acariciados de continuo, a los que no faltan ni besos, ni buenas ropas, ni sanos
alimentos? No había de aprenderlo en la casa de caridad, donde sus iguales no eran mejor
tratados que animalitos.
Si se pregunta el nombre del niño, la respuesta será que no lo tenía. Había sido encontrado
en un rincón de una calle de Donegal, a la edad de seis meses, envuelto en un pedazo de
grosera tela, con la cara amoratada, y no más que con un soplo de vida. Trasladado al
hospital, habíasele puesto con los otros niños y nadie se ocupó de su nombre. ¡Qué
queréis! Un olvido. Por costumbre se le llamó Little Boy, después Hormiguita, y éste fue el
calificativo que, como sabemos, le quedó.
Era muy probable, además, aunque Grip, por una parte, y miss Anna Waston, por otra, lo
dudasen, que no perteneciera a una familia rica, a la que hubiera sido robado. ¡Esto solo
ocurre en las novelas!
103
Julio Verne
De los tres productos de esta camada ‐¿no es ésta la palabra?Hormiguita era el más joven ‐
dos años y nueve meses solamente‐; moreno, con ojos brillantes que prometían ser
enérgicos andando el tiempo, si la muerte no los cerraba prematuramente; de una
constitución que llegaría a ser robusta, si el aire mefítico de aquella zahúrda, y lo
insuficiente del alimento, no impedían su desarrollo, haciéndole víctima de un precoz
raquitismo.
Conviene observar que aquel niño, que tenía una gran fuerza de resistencia vital, debía
oponer una dureza poco común a tantas causas de empobrecimiento físico. Siempre
hambriento, no pesaba más que la mitad de lo que hubiera debido pesar a su edad;
siempre tiritando durante los fríos del invierno, no llevaba sobre su camisa más que un
viejo pedazo de paño, al que habían hecho dos agujeros para sacar los brazos; pero sus pies
descalzos se apoyaban firmemente en el suelo, y sus piernas eran sólidas. Los cuidados más
elementales hubiesen dado pronto su valor a aquella delicada máquina humana, dotándole
después de inteligencia para el trabajo. Pero a no ser por alguna circunstancia imprevisible,
¿dónde los había de encontrar y de qué mano podía esperarlos?
Una sola palabra sobre la menor de las niñas. Una fiebre lenta la consumía. La vida se
retiraba de ella como el agua de un vaso cascado. Hubiera tenido necesidad de medicinas, y
las medicinas son costosas; necesitaba un médico, y un médico no vendría de Donegal para
una pobre niña, nacida no se sabe dónde. La Hard no pensaba en ello. Una vez muerta
aquella niña, la casa de caridad le enviaría otra, y no perdería los chelines que trataba de
ganar con sus niños.
Cierto que como la ginebra y el whisky no corren en el lecho de guijarros de Rindok, la
satisfacción de sus instintos de borracha absorbía el sueldo; y en aquel momento, de los
cincuenta chelines recibidos en enero por cada niño, para todo el año, no quedaban más
que diez o doce. ¿Qué haría la Hard para subvenir a las necesidades de sus pensionistas? Si
no se arriesgaba a morir de sed, teniendo en cuenta cierto número de botellas ocultas, los
pequeños morirían de inanición.
104
Aventuras de un niño irlandés
Tal era la situación sobre la que reflexionaba la Hard cuando se lo perrnitía su cerebro
alcoholizado. ¿Pedir un suplemento a la casa de caridad? Había otros niños numerosos y sin
familia, a los que la asistencia pública bastaba a penas.
¿Se vería obligada ella a devolver a los suyos? Perdía entonces su pan, o mejor dicho, su
ginebra. Esto era lo que le oprimía el corazón, y no el pensamiento de que aquella
pobrecilla no había comido desde la víspera.
Resultado de estas reflexiones: la Hard se ponía a beber, y como las dos niñas y el niño no
contenían sus gemidos, les golpeaba. A una petición de pan, respondía con un regaño
violento; a una súplica, más golpes. Esto no podía durar; los pocos chelines que sus bolsillos
contenían, sería menester guardarlos para comprar un poco de alimento, pues en ninguna
parte se lo darían fiado.
‐¡No... no ...! ‐repetía‐. ¡Que revienten!
Era el mes de octubre. En el interior de aquella casa, apenas cerrada, y donde caía la lluvia a
través del techo de paja, el frío era intenso. Soplaba el huracán; el mezquino fuego de
césped no bastaba para mantener una temperatura soportable.
Sissy y Hormiguita se apretaban el uno contra el otro sin conseguir entrar en calor. Mientras
la enfermita pasaba la fiebre en la cama de paja, la Hard iba de un lado a otro, con paso mal
seguro, rozando las paredes, dejando al niño en algún rincón. Sissy se arrodillaba junto a la
enferma, humedeciéndole los labios con agua fría.
De vez en cuando miraba al hogar, en el que el fuego amenazaba apagarse. La marmita no
estaba allí, y además, nada hubiera habido que meter en ella.
La Hard gruñía en voz baja:
‐¡Cincuenta chelines! ¡Alimentar a un niño con cincuenta chelines! ¡Y si pido un suplemento
a esos sin corazón de la casa de caridad, me enviarán al demonio!
Era probable, casi cierto, y aunque se le concediera el tal suplemento, los tres pobres seres
no hubieran obtenido un pedazo más.
105
' Julio Verne
La víspera se había acabado lo que quedaba del stirabout, unas groseras gachas de harina
de avena, y después nadie había vuelto a probar bocado en la choza. La Hard se sostenía
con la ginebra y no gastaría un solo penique de lo que tenía en reserva. Veríase, pues,
reducida a comer en un rincón del camino algunas mondaduras de patatas.
En este momento algunos gruñidos sonaron fuera. Abriose la puerta, y un cerdo que erraba
por las calles penetró en la choza. El animal, hambriento, se puso a hozar por los rincones.
Después de haber cerrado la puerta, 1a Hard miró al animal con esa mirada vaga de los
borrachos que no se fija en ninguna parte. Sissy y Hormiguita se levantaron para huir del
cerdo. El instinto de éste le hizo descubrir, tras el fuego apagado sobre el cieno gris, una
gruesa patata que había rodado a aquel sitio. Después de un nuevo gruñido la cogió.
Hormiguita lo vio. Aquella patata la necesitaba. Se lanzó hacia el cerdo y se la arrancó a
riesgo de ser mordido. Llamó a Sissy y la devora;' ron con gran gusto.
El animal había quedado inmóvil; después, lleno de rabia, se lanzó contra el niño.
Éste pretendió huir con el pedazo de patata que tenía en la mano, pero el animal le tiró al
suelo, y sin la intervención de la Hard no hubiera podido escapar a los crueles
La borracha, que palo golpeó al cerdo, pes, no muy seguros, sabe cómo hubiera puerta.
mordiscos, aunque Sissy acudió en su socorro. miraba, pareció comprender al fin. Cogiendo
un que parecía decidido a no soltar su presa. Los gol
amenazaban herir la cabeza de Hormiguita y no se concluido la escena a no sonar un ligero
ruido en la
106
XI
PRIMA QUE GANAR
La Hard quedó asombrada. Jamás se pretendía entrar en la choza. Además; ¿por qué
llamar? No había más que levantar el pestillo. Los niños se habían refugiado en un rincón,
donde acababan de devorar la patata con glotonería, y con las mejillas hinchadas por los
enormes bocados.
Llamaron de nuevo un poco más fuerte; pero este golpe no indicaba un visitante imperioso
o impaciente. ¿Era un miserable, un mendigo del camino que venía a pedir una limosna?
¡Una limosna allí! Y sin embargo, aquel golpe parecía de un pobre.
La Hard se irguió, y afirmándose sobre sus piernas, hizo un gesto de amenaza a los niños.
Podía ser un inspector de Donegal y no era preciso que Hormiguita y su compañera
manifestasen su hambre.
Abriose la puerta y el cerdo huyó, lanzando un feroz gruñido.
En el umbral había un hombre. En vez de incomodarse, parecía más bien dispuesto a pedir
excusas por su inoportunidad. Su saludo parecía dirigirse tanto al inmundo animal, como a
la no menos inmunda dueña de la choza. ¿Por qué había de asombrarse de ver salir un
cerdo de aquella porquera?
‐¿Qué queréis? ¿Quién es usted? ‐preguntó bruscamente la Hard, impidiéndole la entrada.
‐Soy un agente, buena señora ‐respondió el hombre.
107
Julio terne
¿Un agente?
Esta palabra la hizo retroceder. ¿Pertenecía este agente al Baby‐ farming, aunque las visitas
fueron tan raras que jamás un inspector había ido a la aldea de Rindok? ¿Venía de la casa
de caridad de Donegal, para inspeccionar a los niños enviados al campo? Quienquiera que
fuese, desde que penetró en la choza, la Hard procuró aturdirle con su volubilidad. ‐Perdón,
caballero, perdón. ¡Llega en el momento en que me disponía a hacer la limpieza! ¡Vea cómo
se portan estos niños! Acaban de devorar un gran plato de sopa de avena. La niña y el niño,
se comprende, porque la otra está enferma, sí. Una fiebre que con nada se puede cortan
Iba a partir para Donegal en busca de un médico. ¡Pobrecillos! ¡Les quiero tanto!...
Y con su fisonomía salvaje y su feroz mirada, la Hard parecía una tigresa, que se esforzaba
por ser gata.
‐Señor inspector ‐siguió‐; si la casa de caridad decidiese que se me entregara algún dinero
para comprar medicinas... Sólo tenemos lo preciso para alimentarnos.
‐Yo no soy un inspector, señora ‐respondió el hombre dulcemente. ‐¿Quién es, pues? ‐
preguntó ella con dureza.
‐Un agente de seguros.
Era uno de esos corredores que crecen a través de los campos como los cardos en las
tierras malas. Recorren las ciudades buscando asegurar la vida de los niños, en tales
condiciones, que vale tanto como asegurar su muerte. Por algunos peniques al mes, el
padre o la madre, ¡esto es horrible!, los parientes o tutores, las abominables criaturas como
la Hard, tienen la seguridad de cobrar una prima de tres o cuatro libras a la muerte de
aquellos seres. De aquí la tendencia al crimen, y un móvil tan poderoso que, por el aumento
en una enorme proporción de la mortalidad infantil, ha podido llegar a ser un peligro
nacional. A las abominables oficinas de esta clase, misten Day, presidente del Tribunal de
Wiltshire, las ha tratado con justicia de escuelas de ignominia y de asesinato. Después el
sistema se ha mejorado por la ley de 1889, y no se extrañará que la crea
108
Aventuras de un niño irlandés
ción de la «Sociedad nacional para la represión de los actos de crueldad con los niños» dé
actualmente algunos buenos resultados.
¿Quién no se sorprenderá, quién no se afligirá, quién no se sonrojará de que a fines del
siglo xix haya sido preciso dictar semejante ley en una nación civilizada, una ley que obligue
a los padres a alimentar a sus hijos, y que obligue a los tutores a cumplir las obligaciones
que tienen con los menores que viven bajo su techo, y esto con penas cuyo máximo puede
llegar hasta dos años de trabajos forzados?
Sí. Una ley para aquellos a los que los solos instintos naturales deberían bastar. Pero en la
época en que esta historia comienza, la protección no se ejercía en provecho de los niños
confiados por las casas de caridad a las matronas del campo.
El agente que acababa de presentarse en casa de la Hard era un hombre de cuarenta y
cinco a cincuenta años, de cara hipócrita, modales persuasivos y palabra insinuante. Tipo de
corredor que sólo busca el corretaje, para lograr el cual todos los medios son buenos.
Afectar no ver nada del vergonzoso estado de las víctimas de la matrona, felicitarla, por el
contrario, del cariño que ella testimoniaba: este procedimiento era el que usaba para hacer
su negocio.
‐Buena señora ‐repitió‐. Si esto no la incomoda, ¿querría salir un instante?
‐¿Tiene que hablarme? ‐preguntó la Hard recelosa siempre.
‐Sí, buena señora; tengo que hablarle de esos niños y me reprocharía tratar delante de ellos
de un asunto que podría causarles pena.
Los dos salieron, alejándose algunos pasos después de haber cerrado la puerta.
‐Señora ‐dijo el agente‐, tiene tres niños...
‐Sí.
‐¿Son suyos? ‐No.
‐¿Es pariente de ellos? ‐No.
109
Julio Uerne
‐¿Entonces, le han sido enviados por la casa de caridad de Donegal? ‐Sí.
‐Perfectamente, señora, y no han podido ser puestos en mejores manos. Sin embargo, a
pesar de los cuidados más asiduos, sucede alguna vez que esos pequeños caen malos. ¡Es
tan frágil la vida de un niño! Me ha parecido ver que una de las niñas...
‐Hago lo que puedo, caballero ‐respondió la Hard, que consiguió que asomara una lágrima a
sus ojos de loba‐. Velo noche y día por esos niños. Me privo a menudo de alimento por que
nada les falte. ¡Lo que la casa de caridad nos da es tan poca cosa...! Apenas tres libras,
señor, tres libras por año.
‐En efecto, es insuficiente, y preciso es un verdadero sacrificio de su parte para subvenir a
las necesidades de esas criaturas. Decíamos que tiene actualmente dos niñas y un niño.
‐Sí.
‐¿Huérfanos sin duda? ‐Es probable.
‐La costumbre que tengo de visitar niños me permite calcular en cuatro y seis años la edad
de las niñas, y en dos años y medio la del niño. ‐¿Por qué todas esas preguntas?
‐¿Por qué? Señora, va a saberlo. La Hard le lanzó una torva mirada.
‐Ciertamente ‐‐continuó él‐, el aire es puro en este condado de Donegal. Las condiciones
higiénicas son excelentes. Y sin embargo, esos niños son tan débiles que, a pesar de sus
cuidados podría suceder... perdóneme si destrozo su corazón; podría suceder que perdiese
a uno u otro de esos pequeños. Usted debe asegurarlos...
‐¡Asegurarlos!
‐Sí, en provecho de usted.
‐¡En provecho mío! ‐exclamó la Hard, cuya mirada se animó. ‐Sin gran trabajo lo
comprenderá. En pagando a mi Compañía algunos peniques por mes, cobrará una prima de
dos o tres libras si ellos mueren...
Aventuras de un niño irlandés
‐¡Dos o tres libras!‐repitió la Hard.
El agente explicó cómo su proposición podría ser admitida.
‐Eso se hace generalmente, señora ‐dijo con tono melifluo‐. Tenernos ya varios centenares
de niños asegurados en las granjas de Donegal, y si nada puede consolar de la muerte de
uno de esos pequeños seres a los que se ha rodeado de atenciones, al menos hay la
compensación... bien pequeña, lo confieso, de cobrar algunas guineas en buen oro inglés,
que nuestra Compañía es dichosa en ofrecer.
La Hard cogió la mano del agente.
‐¿Y se cobra sin dificultad? ‐preguntó con voz bronca mirando en torno.
‐Sin dificultades, señora. Desde que el médico ha certificado la muerte del niño, no hay más
que ir a casa del representante de la Compañía en Donegal.
Después sacando un papel dijo:
‐Tengo pólizas preparadas, y si consiente en poner su firma aquí abajo, estará menos
inquieta por el porvenir. Y añado que en caso de que uno de sus niños muriese, lo que se ve
a menudo, la prima podrá ayudarle a las necesidades de los otros. Lo que da la casa de
caridad realmente es bien poco...
‐¿Y qué me costará esto? ‐preguntó la Hard.
‐Tres peniques por mes y por niño. 0 sea, nueve peniques. ‐¿Asegurará también a la
pequeña?
‐Ciertamente, señora; ¡aunque me ha parecido muy enferma! Si sus cuidados no consiguen
salvarla se le entregarán dos libras... ¿entiende?... ¡Dos libras! Y fíjese en que la obra de
nuestra Compañía es moral, y tiende al bien de los niños... Tenemos interés en que vivan,
puesto que su vida nos beneficia. ¡Quedamos desolados cuando sucumbe uno de ellos!...
¡No! No quedaban desolados aquellos aseguradores cuando la mortalidad no pasaba de
cierto límite. Y ofreciendo asegurar a la moribunda, el agente tenía la certeza de hacer un
buen negocio, como lo demuestra la siguiente respuesta de un director:
Julio Verne
«Al día siguiente del entierro de un niño asegurado, hacemos más seguros que nunca».
Ésta era la verdad, como también lo era que algunos miserables no retrocedían ante el
crimen para cobrar la prima; aunque los menos, apresurémonos a afirmarlo.
La conclusión es que estas Compañías y sus clientes deben ser vigilados muy de cerca. Pero
en el fondo de una aldea semejante se estaba lejos de toda inspección. Así, el agente no
temía entrar en relaciones con aquella odiosa Hard, aunque no dudase de qué actos era ella
capaz.
‐Vamos, señora ‐repitió con un tono aún más insinuante‐, ¿no comprende su interés?
Ella dudaba en dar los nueve peniques, hasta con la perspectiva de cobrar muy pronto la
prima de la niña muerta.
‐¿Y esto costará? ‐volvió a preguntar como si hubiera esperado una baja.
‐Tres peniques por mes y por niño; os lo repito. Total: nueve peniques. ‐¡Nueve peniques!
Quiso regatear.
‐Es inútil ‐replicó el agente‐. Piense, señora, que, a pesar de sus cuidados, esa niña puede
morir mañana... hoy, y que la Compañía tendrá que pagarle dos libras... Vamos... Firme...
Créame... Firme.
Llevaba pluma y tinta. Una firma al final de la póliza y todo estaba concluido. Esta firma fue
puesta, y de los diez chelines de su bolsillo, la Hard sacó nueve peniques que entregó al
agente.
Después, al retirarse, añadió hipócritamente:
‐Ahora, señora, aunque no tengo necesidad de recomendarle a esos queridos niños, lo hago
sin embargo en nombre de nuestra Compañía que es su Providencia. Somos los
representantes de Dios sobre la tierra, de Dios que devuelve centuplicada la limosna hecha
a los desgraciados. Buenos días, señora, buenos días. El mes próximo vendré a recoger la
pequeña suma, y espero encontrar a sus pensionistas en perfecta salud, hasta a esa niña a
quien sus sacrificios acabarán por curar. No olvide que en
Aventuras de un niño irlandés
nuestra vieja Inglaterra la vida humana tiene un gran valor, y que cada muerte es una
pérdida para el capital social... ¡Hasta la vista, señora, hasta la vista!...
En efecto, en el Reino Unido se sabe exactamente lo que vale una existencia inglesa; ciento
cincuenta y cinco libras, que es en lo que se estima el tipo en el que se mezcla la sangre de
los sajones, de los normandos, de los cambrianos y de los pictos.
La Hard, inmóvil, dejó que el agente se alejara de la choza, de la que los niños no se habían
atrevido a salir.
Hasta ahora sólo había pensado en las guineas que cada año le valía su existencia, y he aquí
que su muerte le iba a producir otro tanto. ¿No dependía de ella no volver a pagar los
nueve peniques que había entregado al agente?
Al entrar, ¡qué mirada lanzó la Hard sobre aquellos desventurados! La mirada del gavilán al
pájaro acurrucado bajo la hierba. Parecía como si Hormiguita y Sissy lo hubiesen
comprendido. Por instinto, retrocedieron como si las manos de aquel monstruo estuviesen
dispuestas a estrangularles.
Convenía obrar con prudencia. Tres niños muertos, hubieran despertado sospechas. La
Hard emplearía una pequeña parte de los ocho o nueve chelines que le quedaban en
alimentarlos durante algún tiempo... Tres o cuatro semanas aún. ¡Oh, no más! Cuando
volviera el agente recibiría los nueve peniques y la prima del seguro pagaría diez veces
estos desembolsos indispensables. Ahora no pensaba en devolver los niños a la casa de
caridad.
Cinco días después de la visita del agente, la niña murió sin que se hubiese llamado a un
médico. Fue en la mañana del S de octubre. Habiendo ido la Hard a beber fuera abandonó a
los niños, después de cerrar la puerta.
La respiración de la niña era estertórea. No se le podía dar más que un poco de agua para
humedecer sus labios. Para suministrarle alguna medicina, preciso hubiera sido ir a Donegal
y pagarla. La víctima no tenía ni fuerza para moverse. La abrasaba la fiebre. Sus ojos
estaban como abiertos para ver por última vez y parecía decir:
Julio Verne
‐¿Por qué he nacido? ¿Por qué?
Sissy le humedecía dulcemente las sienes. Hormiguita, en un rincón, miraba como si mirase
una caja que se va a abrir para dejar escapar un pájaro. A un gemido más doloroso que
contrajo la boca de la niña:
‐¿Es que va a morir? ‐preguntó tal vez sin darse cuenta de esta palabra. ‐Sí ‐respondió
Sissy...‐ e irá al cielo.
‐¿No se puede ir al cielo sin morir? ‐No... no se puede.
Algunos instantes después, un movimiento convulsivo agitó a aquella débil criatura cuya
vida no conservaba más que un soplo. Sus ojos se volvieron y su alma infantil se exhaló en
un último suspiro.
Sissy cayó de rodillas. Hormiguita, imitando a su compañera, se arrodilló ante aquel cuerpo
que no se movía.
Cuando la Hard volvió una hora más tarde se puso a lanzar gritos. Después, volviendo a
salir:
‐¡Muerta! ¡Muerta! ‐gritaba, recorriendo la aldea a la que quería tomar por testigo de su
dolor.
Apenas si algunos vecinos le hicieron caso. ¿Qué les importaba a aquellos míseros que
hubiese un desdichado menos? ¿No había ya bastantes sobre la tierra? ¡Éste es grano que
no faltará jamás!
Representando aquella comedia, la Hard sólo pensaba en sus intereses, y en no
comprometer su fortuna.
Primeramente era preciso correr a Donegal y reclamar la presencia del médico de la
Compañía.
Si no se le había llamado para curar a la niña, se le llamaría para que certificase su muerte.
Formalidad indispensable para el pago del seguro. La Hard partió aquel mismo día,
confiando la muerta a los dos niños. Abandonó Rindok hacia las dos de la tarde y como
había que andar seis millas de ida y seis de vuelta, no estaría de regreso antes de las ocho o
las nueve de la noche.
Sissy y Hormiguita quedaron encerrados en la choza. El niño, inmóvil cerca del hogar,
apenas osaba moverse. Sissy prestaba a la niña cuidados
Aventuras de un niño irlandés
‐Ven... ven... ‐dijo por última vez.
Julio Verne
que quizás nunca había recibido. Lavole la cara, peinole los cabellos, le quitó su androjosa
camisa reemplazándola por una servilleta que se secaba en un clavo. Aquel cadáver no
tendría otro sudario, como no tendría por tumba más que el agujero en que se lo arrojase.
Acabada su tarea, Sissy besó a la niña en las mejillas. Hormiguita quiso hacer lo mismo, pero
se espantó. ‐Ven... ven ‐dijo a Sissy.
‐¿Dónde? ‐Fuera.... ven, ven.
Sissy rehusó. No quería abandonar a la muerta; además la puerta estaba cerrada.
‐Ven... ven... ‐repetía el niño. ‐¡No! ¡Es preciso quedarse!
‐¡Está fría!... Y yo también tengo frío... tengo frío. Ven, Sissy, ven o nos llevará con ella, allá
abajo donde está.
El niño era presa del terror. Tenía el presentimiento de que moriría así. La noche llegaba.
Sissy encendió la luz y la colocó cerca del lecho.
Hormiguita sintió aún más espanto cuando la luz hizo temblar los objetos en torno a él. Él
quería a Sissy, la quería como a una hermana mayor. Las únicas caricias que había recibido
eran las de ella... pero ya no podía permanecer allí. No podía.
Y valiéndose de sus manos, llegó a cavar la tierra de un lado de la puerta, a quitar las
piedras que soportaban el montante, y a hacer un agujero bastante ancho para poder salir.
‐Ven... ven... ‐dijo por última vez.
‐No ‐respondió Sissy‐. No quiero. Ella quedaría sola. No quiero. Hormiguita se arrojó a su
cuello, y la abrazó. Después, pasando por el agujero, desapareció dejando a Sissy junto a la
muerta.
Algunos días después, encontrado en el campo, cayó en manos de Thornpipe y ya se sabe lo
demás.
EL REGRESO
En la actualidad Hormiguita era dichoso, y no imaginaba que fuese posible serlo más.
Dedicado al presente, para nada pensaba en el porvenir. ¿Acaso el porvenir es otra cosa
que un presente que se renueva todos los días?
La memoria, es cierto, le recordaba algunas veces las imágenes del pasado. Pensaba a
menudo en aquella niña que vivía con él en casa de la miserable mujer. Sissy tendría
entonces cerca de once años. ¿Qué sería de ella? ¿La había librado la muerte de sus
tormentos como a la otra niña? Hormiguita pensaba que algún día la encontraría. ¡Le debía
tanto reconocimiento por sus afectuosos cuidados! Era una hermana que deseaba volver a
ver.
Después, existía Grip, el valiente Grip, al que confundía con Sissy en el mismo sentimiento
de gratitud. Seis meses habían transcurrido desde el incendio de la Ragged‐School de
Galway, seis meses durante los cuales Hormiguita había sido el juguete de azares tan
diversos. ¿Qué sería de Grip? Él no podía estar muerto.
Así razonaba Hormiguita hablando del asunto con los de la granja que se interesaban por la
suerte de los amigos del niño. Martin MacCarthy había procurado informarse, pero no se
olvide que respecto a Sissy no había resultado nada, puesto que la niña había desaparecido
de la aldea de Rindok.
Julio Verne
Por lo que se refiere a Grip, se había recibido una respuesta de Galway. El pobre mozo
apenas curado de su herida, no teniendo empleo, había abandonado la ciudad, y sin duda
vagaba de pueblo en pueblo, a fin de procurarse trabajo. ¡Gran disgusto causaba a
Hormiguita sentirse tan dichoso mientras probablemente Grip no lo era! Martin lo hubiera
empleado en su granja y Grip trabajaría con ardor. Pero se ignoraba su paradero.
¿Volverían a verse los dos pensionistas de la escuela? ¿Por qué no conservar la esperanza?
En Kerwan, la familia MacCarthy llevaba una existencia laboriosa y metódica. Las granjas
más cercanas estaban a una distancia de dos o tres millas. Entre los arrendatarios de
aquellos distritos poco frecuentados de la baja Irlanda no hay relaciones de vecindad.
Tralée, la capital del condado, se encontraba a unas doce millas, y Martin y Murdock sólo
iban a ella cuando los negocios les obligaban, los días de mercado. La granja dependía de la
parroquia de Silton, situado a cinco millas, un pueblo de unas cuarenta casas, con cien
habitantes. El domingo se enganchaba la calesa para llevar a misa a las mujeres, y los
hombres iban a pie. Casi siempre la abuela quedaba en la casa con permiso del cura,
atendiendo a su edad, a menos que se tratase de las fiestas de Navidad, la Pascua o la
Asunción.
¿Y con qué ropa se presentaba Hormiguita en la iglesia de Silton? No era ya el niño
andrajoso que se arrastraba por la catedral de Galway y se ocultaba tras los pilares. No
temía ser echado, y no temblaba ante el le vitón severo, el largo chaleco y el palo que
constituyen el atrezo del pertiguero de la parroquia. No. Tenía su sitio en el banco, cerca de
Martina y de Kitty; escuchaba los cantos sagrados, respondía con dulce voz y seguía el oficio
en un libro con estampas que la abuela le había regalado. Era un mozo que se podía
mostrar con orgullo, vestido decorosamente y siempre limpio, en lo que ponía gran
cuidado.
Acabada la misa, subían al coche y regresaban a Kerwan.
Aquel invierno nevaba copiosamente. Todos tenían los ojos rojos por el frío y el semblante
desencajado. De la barba de Martin y de sus hijos pendían cristales de hielo, lo que las hacía
parecer de plata.
Aventuras de un niño irlandés
Verdad es que un buen fuego de raíces y césped, que la abuela había preparado, llameaba
en el fondo del hogar. Calentábanse, se sentaban a la mesa, en la que humeaba algún
pedazo de manteca con coles, de intenso olor, entre un plato de patatas con su piel rojiza, y
una tortilla para la que los huevos habían sido cuidadosamente buscados según su número
de orden.
Después pasábase el día leyendo o hablando, cuando el tiempo no permitía salir.
Hormiguita, serio y atento, aprovechaba cuanto oía.
La estación avanzaba. Febrero fue muy frío, y marzo muy lluvioso. Se aproximaba la época
en que debían comenzar las labores del campo. El invierno no había sido muy riguroso y no
parecía que se prolongase. Las siembras se harían en buenas condiciones. Los colonos
podrían responder a las exigencias de los propietarios para las próximas Pascuas sin
exponerse a esas funestas evicciones de las que tantos distritos son teatro cuando la
cosecha falta, y que despueblan parroquias enteras.'
Sin embargo, había un punto negro en el horizonte de la granja. Dos años antes el hijo
segundo, Pat, había partido a bordo del buque mercante Guardián, perteneciente a la casa
Marcuard de Liverpool. Habían llegado dos cartas de él, después de su paso a través de los
mares del Sur. La última había llegado hacía nueve o diez meses, y desde entonces las
noticias faltaban en absoluto. Claro es que Martin había escrito a Liverpool; pero la
respuesta no fue satisfactoria. Nada se sabía ni por los correos ni por los corresponsales
marítimos, y la casa Marcuard no ocultaba su inquietud sobre la suerte del Guardián.
Síguese de aquí que Pat era el objeto principal de las conversaciones en la granja, y
Hormiguita comprendía el disgusto que la falta de noticias debía causar a la familia. Así
pues, no es de extrañar la impaciencia con la que se aguardaba la llegada del correo.
Nuestro héroe le esperaba en el camino que pone esta parte del condado en comunicación
con la capital.
1. Desde 1870 los labradores no pueden ser expulsados sin recibir una indemnización por
las mejoras que han hecho en el suelo. (N. del A.)
Julio Verne
Desde muy lejos reconocía el color de sangre de toro del carruaje, y corría a todo correr, no
como esos chicuelos en busca de algunos coppers, sino a fin de saber si había alguna carta
dirigida a Martin MacCarthy.
El servicio de correos está bien establecido hasta en los más apartados sitios de los
condados de Irlanda. El coche se detenía en todas las puertas para entregar o recibir las
cartas. En los muros se encuentran buzones se ñalados por una placa roja, y hasta sacos
suspendidos de las ramas de los árboles que el correo cogía al pasar.
Por desgracia, a la granja no llegaba ninguna carta ni de Pat ni de la casa Marcuard. Desde
la última vez en que el Guardián había sido visto a lo largo de Australia, no se tenían
noticias de él.
La abuela estaba muy afligida. Pat había sido siempre su nieto predilecto. Hablaba de él sin
cesar. Ya muy vieja ¿le vería antes de morir? Hormiguita procuraba consolarla.
‐Él volverá ‐decía‐. Yo no le conozco y es preciso que le conozca puesto que es de la familia.
‐Y te querrá como nosotros te queremos ‐respondía ella.
‐¡Qué hermoso es el oficio de marino, abuela! ¡Qué lástima que sea preciso alejarse por
tanto tiempo! ¿No podría embarcarse con toda la familia?
‐No, hijo mío, y la marcha de Pat me ha causado inmenso dolor. ¡Qué felices son los que
jamás tienen que separarse! ¡Nuestro hijo hubiera podido permanecer en la granja, y
trabajar en ella, y no estaríamos devo rados por la inquietud! ¡No ha querido!... ¡Dios nos lo
devuelva! ¡No te olvides de rogar por él!
‐No, abuela, no lo olvido... por él y por todos vosotros.
Las labores empezaron desde los primeros días de abril. Gran trabajo, pues la tierra está
aún dura y hay que ararla, apisonarla para igualarla y pasarle el rastrillo. Fue preciso hacer
venir algunos trabajadores de fue ra, pues Martin y sus hijos hubieran sido insuficientes
para este trabajo. En efecto: los momentos son preciosos cuando se ha tenido que esperar
a la primavera para sembrar. Y además que también había legumbres y en
120
Aventuras de un niño irlandés
lo que concierne a las patatas hay que buscar aquellas cuyos ojos pueden asegurar una
buena recolección. Al mismo tiempo los animales iban a salir del establo. A los cerdos se les
dejaba vagar por el patio y por el camino. Las vacas que se llevaban a las praderas no
exigían una gran vigilancia. Se las llevaba por la mañana y se las volvía por la noche. Esto
estaba al cuidado de las mujeres. Pero había que guardar carneros, que se alimentaban con
paja, con berzas y nabos durante el invierno, y conducirlos al prado, tan pronto a uno como
a otro; y parecía que Hormiguita era el indicado para ser el pastor de este ganado.
Ya se sabe que Martin MacCarthy sólo poseía un centenar de carneros, de esa magnífica
raza escocesa de larga lana más bien gris que blanca, con el hocico negro y las patas del
mismo color. Así, la primera vez que Hormiguita los dirigió hacia el prado, a una media milla
de la granja, sintió cierto orgullo de ejercer sus nuevas funciones. Aquella tropa que
desfilaba a sus órdenes, su perro Birk que hacía avanzar a los rezagados, algunos moruecos
que marchaban en cabeza, los corderos que se apretaban contra sus madres, ¡qué
responsabilidad si se perdiese alguno! ¡Si los lobos andaban por los alrededores! No. Con
Birk y su cuchillo al cinto, nuestro héroe no temía a los lobos.
Partía de mañana con un huevo duro, una libreta y un pedazo de manteca en el fondo del
zurrón para comer al medio día, esperando la cena. Al salir del establo contaba los
carneros, y al volver hacía la misma operación, como con las cabras, que vigilaba también, y
que los perros de los pastores dejaban en libertad de ir y venir.
Durante los primeros días, apenas amanecía, ya Hormiguita subía el camino tras su rebaño.
Algunas estrellas brillaban aún.
Las veía ocultarse como si el viento las echase. Después los rayos del sol temblaban,
haciendo resplandecer los guijarros y las gavillas. Miraba a través de la campiña.
Generalmente, en el campo vecino Martin y Murdock dirigían el arado, que dejaba un surco
derecho y negruzco tras ellos. En otro, Sim arrojaba con metódico movimiento la semilla,
que el rastrillo cubría pronto de una ligera capa de tierra.
Julio Verne
Hormiguita, aunque muy niño, mostraba más predilección por el lado práctico que por el
lado curioso de las cosas. No se preguntaba cómo de un simple grano podía salir una
espiga; pero sí cuántas espigas darían los granos de trigo, de centeno, cebada o de avena. Y
se prometía contarlos cuando viniese la recolección, como contaba los huevos del corral, y
a anotar el resultado de sus cálculos. Tal era su naturaleza. Más bien que admirarlas,
contaba las estrellas.
Por ejemplo, acogía con alegría la aparición del sol, menos por la luz que por el calor que
esparce. Se dice que los elefantes de la India saludan al astro del día cuando se eleva en el
horizonte, y Hormiguita los imitaba, asombrándose de que sus carneros no dejasen oír un
largo balido en señal de reconocimiento. ¿No es él el que disipa las nubes? ¿Por qué, pues,
al mediodía, en vez de mirarlo frente a frente, aquellos animales se apretaban los unos
contra los otros, con la cabeza baja, de tal modo que no se les veía más que el tronco?
¡Decididamente, los carneros son ingratos!
Era raro que Hormiguita no estuviese solo en los prados durante la mayor parte del día.
Algunas veces, sin embargo, Murdock o Sim se detenían en el camino, no para vigilar al
pastor, pues podían confiar en él, sino por el gusto de cambiar algunas palabras.
‐¿Eh? ‐le decían‐. ¿Está bien el rebaño? ¿Es espesa la hierba? ‐Muy espesa, señor Murdock.
‐¿Y tus carneros, son buenos?
‐Muy buenos, Sim. Pregunte a Birk. Jamás tiene que morderlos. Birk, un perro, si no
hermoso, inteligente y muy animoso, había llegado a ser el fiel compañero de Hormiguita.
Es cierto que hablaban durante muchas horas, diciéndose cosas que les interesaban.
Cuando el niño le miraba a los ojos y le hablaba, Birk, cuyo largo hocico temblaba, parecía
aspirar estas palabras, y movía la cola. Eran dos buenos amigos, aproximadamente de la
misma edad, y que se entendían a maravilla. Con el mes de mayo el campo se cubrió de
verde. Los forrajes formaban ya una cabellera en los prados. Los campos sembrados no
tenían aún
122
Aventuras de un niño irlandés
mas que muchas hierbas, pálidas como los primeros cabellos que aparecen en la cabeza de
un niño. Hormiguita sentía deseos de tirar de ellas para que crecieran. Y un día que Martin
fue a buscarle le comunicó su famosa idea.
‐Eh, niño ‐respondió el labrador‐, es que si se tira de los cabellos ¿crees tú que crecen más
pronto? ¡No! Eso estaría mal.
‐Entonces, ¿no es preciso?
‐No, no es preciso hacer mal a nadie, ni a las plantas; deja que llegue el verano, deja obrar a
la naturaleza, y todas esas hierbecillas formarán grandes espigas y se las cortará para tener
grano y paja.
‐¿Cree que la cosecha será buena este año?
‐Sí, todo lo anuncia así. El invierno no ha sido muy crudo, y en la primavera hemos tenido
más días de sol que de lluvia. Quiera Dios que esto continúe durante tres meses y la
cosecha pagará con largueza los tributos y el arriendo.
Sin embargo, había enemigos con los que era preciso contar. Eran los pájaros voraces que
pululan en el campo irlandés.
Pase por lo que se refiere a esas golondrinas que sólo se alimentan de insectos durante su
estancia de algunos meses; pero los gorriones, atrevidos y golosos, verdaderos ratones del
aire, que atacan los granos, y sobre todo los cuervos, son intolerables, ¡qué males causan a
las cosechas!
¡Ah, cómo hacían rabiar a Hormiguita aquellos abominables pájaros! ¡Cómo parecían
burlarse de él! Cuando conducía los carneros a través de los prados hacía levantar las
bandadas negruzcas, que lanzaban gritos agudos y volaban con las patas pendientes. El niño
las perseguía azuzando al perro, que ladraba. ¿Qué hacer contra ellos? Ellos esperan hasta a
diez pasos... Después... ¡Krroa!... ¡Krroa!, y la nube deja aquel sitio.
Lo que más incomodaba a Hormiguita era que los espantapájaros colocados en mitad del
trigo o de la avena no servían de nada.
Sim había construido maniquíes de terrible aspecto, con los brazos extendidos y los cuerpos
vestidos de andrajos que se agitaban al viento. Los
123
Julio Verne
niños hubieran tenido miedo ciertamente; los cuervos, no. Tal vez convenía inventar una
máquina más espantosa y menos taciturna. Fue una idea que tuvo nuestro héroe después
de largas meditaciones.
El maniquí mueve los brazos cuando el viento es muy fuerte, pero no grita: era preciso
hacerle gritar.
La idea era excelente, y Sim no tuvo más que colocar en la cabeza del aparato una carraca,
a la que el viento hacía girar con ruido.
¡Bah! Si los señores cuervos se mostraron, si no inquietos, asombrados al menos, en los dos
primeros días, al tercero no se inquietaron, y Hormiguita, fastidiado, los vio posarse
tranquilamente sobre el maniquí, cuya carraca no podía luchar con sus graznidos.
‐Decididamente ‐pensó‐, todo no es perfecto en este mundo. Aparte de esto, las cosas
marchaban bien en la granja. Hormiguita era todo lo dichoso que es posible ser. Durante las
largas veladas de invierno, había hecho progresos en la escritura y en el cálculo. Y ahora, al
final del día, ponía en orden su contabilidad. Ésta comprendía los huevos de las gallinas, los
polluelos del corral inscritos con la fecha de su nacimiento, y clasificados según su especie.
Llevaba cuenta hasta de los lechones y conejos que forman numerosas familias en Irlanda.
No era éste pequeño trabajo para el niño, y testimoniaba el espíritu ordenado que le
animaba. Todas las noches Martin le entregaba el guijarro consabido, que él guardaba en su
olla, guijarros que tenían a sus ojos tanto valor como chelines. Después de todo, la moneda
es convencional. Además, la olla contenía también la hermosa guinea de oro que le había
valido su salida al teatro de Limerick, y de la que no se sabía por qué no había hablado en la
granja. Pero sin tener en qué emplearla, puesto que nada le faltaba, él le atribuía un precio
menor que a sus piedras, las cuales atestiguaban su celo y su perfecta conducta.
Habiendo sido favorable la estación, se hicieron los preparativos para los trabajos de la
siega del heno en la última semana de julio. Buena apariencia de cosecha. Todo el personal
de la granja se puso a la obra. Cincuenta acres que segar; tal fue la faena de Murdock y Sim,
y de dos tra
124
Aventuras de un niño irlandés
Hormiguita los vio posarse tranquilamente sobre el maniquí. 125
Julio terne
bajadores forasteros. Las mujeres les ayudaban, extendiendo el forraje fresco para que se
secara antes de guardarlo en el interior de la granja. En un clima tan lluvioso, se comprende
que no hay día que perder, y si el tiempo es bueno, hay que aprovecharlo. Quizás
Hormiguita descuidó algo su rebaño durante una semana deseoso de ayudar a Martina y a
Kitty. Trabajó con gran ardor.
Así transcurrió aquel año, uno de los más felices de Martin en la granja de Kerwan. Si se
hubiesen tenido noticias de Pat, la satisfacción hubiera sido completa. Parecía que
Hormiguita había traído la dicha. Cuando el recaudador de tributos y el de arriendo se
presentaron, fueron pagados íntegramente. Al invierno sin grandes fríos y muy lluvioso,
sucedió una precoz primavera que justificó las esperanzas que los labradores habían
concebido.
Volviose a la vida de los campos. Volvió Hormiguita a sus largas jornadas con Birk y sus
carneros. Vio reverdecer la huerta, y oyó el ligero ruido que hacen el trigo, el centeno y la
avena cuando la espiga comienza a formarse... Y después se hablaba de otra cosecha
esperada con impaciencia, y que hacía sonreír a la abuela. ¡Sí! No pasarían tres meses sin
que la familia MacCarthy hubiese aumentado con un nuevo miembro, del que Kitty se
preparaba a hacerle regalo.
Durante la siega de agosto, y en lo más fuerte del trabajo, uno de los trabajadores cayó
enfermo de fiebre y no pudo continuar su faena. Para reemplazarle, era menester dirigirse
a algún trabajador en paro si se en contraba aún. Lo malo era que Martin tenía que perder
medio día en ir a la parroquia de Silton. Así pues, cuando Hormiguita se ofreció a ir, aceptó
el ofrecimiento con gusto.
Podía fiarse de él para llevar un recado y ponerlo en conocimiento del destinatario. Cinco
millas por un camino que conocía, puesto que todos los domingos lo andaba, no era cosa
para preocuparle. Y hasta se pro ponía ir a pie, pues los caballos y el asno estaban ocupados
en el acarreo del forraje. Saliendo de la granja al amanecer, se prometía estar de vuelta
antes del mediodía.
126
Aventuras de un niño irlandés
Hormiguita partió al alba con paso decidido, llevando en el bolsillo la carta del labrador que
debía entregar al posadero de Silton, y en su zurrón algo que comer en el camino.
El tiempo era hermoso, refrescado por una ligera brisa del este, y el niño anduvo
alegremente las tres primeras millas.
No había nadie ni en el camino, ni el interior de las casas abandonadas. Todo el mundo
estaba trabajando en el campo, A lo lejos, la campiña se mostraba cubierta de haces que no
tardarían en ser llevados a las granjas.
En cierto sitio, el camino se encuentra con un bosque espeso que aquél rodea, alargándose
en una milla por lo menos.
Hormiguita pensó que lo mejor, a fin de ganar tiempo, era atajar atravesando el bosque, y
penetró en él no sin experimentar ese miedo natural que el bosque inspira a los niños, el
bosque donde hay ladrones, lobos y donde pasan todas las historias que se cuentan
durante las veladas. Verdad que en lo que se refiere al lobo, Paddy ruega a los santos para
que le conserven su buena salud, y le llama su padrino.
Apenas había andado el niño unos cien pasos por un estrecho sendero cuando se detuvo al
ver a un hombre tendido al pie de un árbol.
¿Era un viajero que había caído en aquel lugar, o sencillamente un transeúnte que
descansaba antes de volver a ponerse en camino? Hormiguita le miraba inmóvil, y como el
hombre no se movía, avanzó. El hombre dormía con un sueño profundo, los brazos
cruzados y el sombrero sobre los ojos. Parecía joven; veinticinco años lo más. En sus botas
llenas de tierra, en sus polvorientas ropas, se notaban las huellas de una larga jornada, en la
que había subido el camino de Tralée.
Pero lo que sobre todo atrajo la atención de Hormiguita fue que el viajero debía de ser
marino... ¡Sí! A juzgar por su traje y por su equipaje, contenido en un saco de tela
alquitranada. Sobre este saco tenía unas señas que nuestro héroe pudo leer cuando se
aproximó:
‐¡Pat! ‐exclamó‐. ¡Es Pat!
¡Sí, Pat! Le hubiera reconocido solo por su parecido con sus hermanos. Pat, del que no se
tenían noticias desde hacia tanto tiempo. Pat, cuyo re
127
Julio Uerne
greso él esperaba con tanta impaciencia. Hormiguita estuvo a punto de llamarle, de
despertarle. Se detuvo. La reflexión le hizo comprender que si Pat reapareciera en la granja
sin que la familia estuviera preparada para recibirle, la emoción podía perjudicar a su
madre y a la abuela. No. Mejor era prevenir a Martin. Él arreglaría las cosas con dulzura.
Prepararía a las mujeres para la llegada de su hijo y nieto. En cuanto al recado para el
posadero de Silton... y bien, se haría al día siguiente. Y además, ¿no valdría Pat tanto como
otro para el trabajo? El joven marino estaba fatigado; había, en efecto, abandonado Tralée
a medianoche, después de haber ido hasta allí en ferrocarril. De aquí que al ponerse en pie
tuviera prisa por llegar a la granja. Lo esencial era precederle, a fin de que su padre y sus
hermanos, advertidos a tiempo, pudieran llegar antes que él.
Era, en verdad, inútil dejarle su equipaje durante las tres últimas millas de camino. ¿Por qué
Hormiguita no se encargaba de él? ¿No era fuerte para soportarlo en sus hombros?
Además, ¡tendría tanto gusto en cargar con el saco de un marino!... ¡Un saco que había
navegado!
Lo cogió por la cuerda, y tras sujetarlo sobre los hombros, se lanzó en dirección a la granja.
Una vez fuera del bosque, sólo tenía que seguir el camino que iba derecho durante una
media milla.
No había dado quinientos pasos en esta dirección cuando oyó gritos detrás. No quiso ni
parar, ni contener su marcha; al contrario, la apresuró.
Pero el que gritaba también corría. Era Pat.
Al despertar no había encontrado su saco. Furioso, había salido del bosque y había visto al
niño al volver el camino.
‐¡Eh, ladrón! ¿Te pararás?
Se comprende que Hormiguita no escuchaba. Corría más. Pero con el peso del saco no era
dudoso que sería alcanzado por el marino que debía tener piernas de gaviero.
‐¡Ah, ladrón! ¡No te escaparás!
128
Aventuras de un niño irlandés
Entonces, sintiendo que Pat no distaba de él más que doscientos pasos, Hormiguita dejó
caer el saco y se puso a correr con más libertad.
Pat cogió el saco y siguió persiguiendo al niño.
La granja apareció en el momento en que Pat, logrando alcanzar al niño, le tenía cogido por
la ropa.
Martin y sus hijos estaban en el patio ocupados en descargar el forraje ¡Qué grito se escapó
de su garganta!
‐¡Pat! ¡Hijo mío! ‐¡Hermano! ¡Hermano!
Y he aquí a Martina y Kitty, he aquí a la abuela, que corren para estrechar a Pat entre sus
brazos.
Hormiguita estaba allí con los ojos resplandecientes de alegría, preguntándose si no habría
una caricia para él.
‐¡Ah, mi ladrón! ‐exclamó Pat.
Todo se explicó en algunas palabras, y Hormiguita, lanzándose hacia Pat, se colgó de su
cuello, como si se lanzase al árbol de un navío.
129
XIII
DOBLE BAUTISMO
¡Qué alegría en casa de los MacCarthy! ¡Pat de vuelta; el joven marino en la granja de
Kerwan; la familia completa; los tres hermanos reunidos a la misma mesa; la abuela con su
nieto, Martin y Martina con todos sus hijos!
Además, el año se anunciaba bien. La recolección de forraje era abundante; la cosecha no
lo sería menos. Y las patatas, las santas patatas, hinchaban el surco con sus tubérculos
amarillentos o rojizos. Esto era el pan. No hay más que asarlas en la ceniza caliente y esto
bastará en los hogares modestos.
Martina preguntó a Pat primeramente. ‐¿Y vienes por todo un año, hijo mío?
‐No, madre; por seis semanas solamente. No pienso abandonar mi oficio, que es muy
bueno. Dentro de seis semanas es preciso que vuelva a Liverpool, donde de nuevo me
embarcaré en el Guardián.
‐¡Seis semanas! ‐murmuró la abuela.
‐Sí; pero en calidad de contramaestre esta vez; y ser contramaestre a bordo de un gran
navío, ya es ser algo.
‐Bien, Pat, bien ‐dijo Murdock, estrechando afectuosamente la mano del marino.
‐Hasta el día de mi marcha ‐dijo éste‐, si tenéis necesidad de dos brazos fuertes en la granja,
los míos están a vuestro servicio.
130
Aventuras de un niño irlandés
‐Lo aceptamos ‐respondió Martin.
Pat conocía entonces a su cuñada, porque el matrimonio de su hermano había sido
posterior a su embarque. Estaba encantado de encontrar en ella una tan excelente mujer,
digna de Murdock, y creyó deber suyo darle las gracias por el sobrino que iba a darle, a
menos que fuese una sobrina, antes de que él volviese a bordo. El ser tío le producía una
gran alegría y abrazaba a Kitty como a una hermana que encontraba al volver de su viaje.
No se dudará de que Hormiguita no era insensible a aquellos esparcimientos, y con todo su
corazón se asociaba a ellos permaneciendo en un rincón de la sala. Llegó su turno. Además
¿acaso no era de la familia? Contaron a Pat su historia: el valiente joven pareció muy
conmovido. Desde ese instante los dos fueron grandes amigos.
‐Y yo ‐decía el marino‐ ¡yo que le había tomado por un ladrón al verle con mi saco!
Verdaderamente se ha librado de algunos pescozones. ‐No, sus pescozones no me hubieran
hecho daño, porque nada le había robado.
Y hablando así miraba a este vigoroso joven, bien plantado, con su aire resuelto, sus francas
maneras y su cara tostada por el sol y la brisa. Un marino; esto le parecía un personaje de
importancia, un ser distinto de los demás, un caballero que iba sobre el agua. Como se
comprende, Pat fue el preferido de la abuela, que le tenía cogido por la mano como para
impedir que les abandonase demasiado pronto.
Durante la primera hora no hay que decir que Pat había contado su historia, y explicado la
razón por la que había estado tanto tiempo sin dar noticias suyas; tanto tiempo que
llegaron a creerle perdido. Poco había faltado para que no volviese más al país. El Guardián
había naufragado en uno de los islotes del mar de las Indias, en los parajes del Sur.
Allí, durante trece meses, sólo tuvieron por refugio una isla desierta, situada lejos de toda
ruta marítima, sin ninguna comunicación con el resto del mundo. En fin a fuerza de trabajo
se pudo poner a flote el Guardián. Todo se salvó: navío y cargamento. Y Pat se había
distinguido tanto
Julio terne
por su celo y su ánimo, que, propuesto por el capitán, la casa Marcuard de Liverpool
acababa de reengancharle en calidad de contramaestre para una próxima navegación por el
Pacífico. Las cosas estaban, pues, en buen camino.
Desde el siguiente día, el personal de Kerwan volvió al trabajo, y se demostró que el
trabajador enfermo iba a ser bien reemplazado.
Llegó septiembre. La cosecha estaba a punto. Si, como de costumbre, el rendimiento del
trigo fue bastante mediano, al menos el centeno, la cebada y la avena produjeron una
abundante recolección. El cobrador podía presentarse antes de diciembre, si tenía prisa. Se
le pagaría en buen dinero y quedarían reservas para el invierno. Verdad es que Martin no
ahorraba: vivía de su trabajo, que aseguraba el presente, pero no el porvenir. ¡Ah, el
porvenir de los labradores de Irlanda siempre a merced de los caprichos del clima! Ésta era
la preocupación constante de Murdock. Así, su odio no cesaba de acrecentarse contra tal
estado social, que acabaría con la abolición del landlordismo, y la entrega del suelo a los
labradores.
‐Es preciso tener confianza ‐le repetía Kitty. Y Murdock la miraba sin responder.
En aquel mes, el día 9, sucedió el acontecimiento tan impacientemente esperado y que
puso en fiesta la granja de Kerwan. Kitty dio a luz una niña. ¡Qué alegría para todos!
Recibiose la recién nacida como a un ángel que hubiera entrado por la ventana batiendo las
alas. La abuela y Martina se la arrebataban una a otra. Murdock corrió a besarla. Sus dos
hermanos quedaron inmóviles ante el bebé con adoración. ¿No era el primer fruto que
daba aquella rama del árbol de la familia, la rama KittyMurdock? La joven madre fue
felicitada, rodeada de cuidados. Tiernas lágrimas corrieron. Hubiérase dicho que la casa
estaba vacía antes del nacimiento de aquel pequeño ser.
En cuanto a Hormiguita, jamás tuvo emoción igual a la que sintió cuando se le permitió dar
un beso al recién nacido.
No hay duda de que aquel suceso debía dar ocasión a una fiesta tan pronto como el estado
de Kitty lo permitiera. Y esto no tardaría. Por lo
132
Aventuras de un niño irlandés
demás, el programa era muy sencillo. Después de la ceremonia del bautismo en la iglesia de
Silton, el cura y algunos amigos de Martin, una media docena de labradores del contorno
que no dudarían en andar dos o tres millas, se reunirían en la granja. Un abundante y
suculento almuerzo les esperaba. Aquella gente estaría muy gustosa de asociarse a las
alegrías de aquella honrada familia en un cordial banquete. La dicha mayor era que Pat
sería de la fiesta, puesto que su partida a Liverpool no debía efectuarse hasta últimos de
septiembre. Decididamente, la diosa Lucina, patrona de los nacimientos, había arreglado
bien las cosas, y se hubiera quemado un hermoso ciervo en holocausto a la misma a no ser
de origen pagano.
Había que decidir una cuestión primero: ¿qué nombre se le pondría a la niña? La abuela
propuso el de Jenny y no hubo ninguna dificultad, como tampoco para decidir quién había
de ser la madrina. Se eligió a la abuela. Se tenía la seguridad de que sería proporcionarle un
gran placer, y todos estuvieron conformes con la elección. Es verdad que cuatro
generaciones separaban a la bisabuela de la biznieta, y es preferible sin duda que la niña
pueda contar con su madrina, al menos durante su infancia. Pero en este caso había una
cuestión de sentimiento que debía tenerse en cuenta antes que nada: era como dar a
aquella anciana una nueva maternidad, y por sus ojos corrieron lágrimas de ternura cuando
se le hizo la proposición con cierta solemnidad.
¿Y el padrino? ¡Ah! Aquello no se decidió tan pronto. ¿Un extraño? No había que pensar en
ello, puesto que había en la casa dos hermanos; es decir dos tíos, Pat y Sim, que
reclamaban tal honor. Sin embargo, designar al uno sería desairar al otro. Sin duda Pat,
mayor que Sim, podía valerse de esto, pero era un marino destinado a pasar en el mar la
mayor parte de su existencia. ¿Cómo había de serle posible velar por su ahijada?
Comprendiolo él así y se quedó solo Sim. Pero la abuela tuvo una idea que en el primer
momento no dejó de causar sorpresa. Ella tenía el derecho de indicar un compadrino de su
gusto... Y.. designó a Hormiguita.
133
Julio Verne
¿Cómo? ¿Aquel niño encontrado, cuya familia nunca se había con cido?... ¿Era esto
admisible? Sin duda se sabía que era inteligente, lab rioso, devoto a aquella familia;
querido, estimado por todos en la gran.,
ja... Pero.. ¡Hormiguita!... Y además no contaba aún más que siete años y medio, corta edad
para un padrino.
‐¿Qué importa? ‐dijo la abuela‐. Tiene de menos lo que yo demás. Así se compensarán los
años.
En efecto, si el padrino no tenía ocho años, la madrina contaba setenta y seis, o sea ochenta
y cuatro años entre los dos. Y la abuela afirmó que esto hacía cuarenta y dos años por cada
uno.
‐La fuerza de la edad ‐añadió.
Como se supone, aunque todos tenían deseos de complacerla, su proposición debía
pensarse. Consultada la joven madre, no vio ningún inconveniente, pues profesaba a
Hormiguita un cariño casi maternal. Pero Martin y Martina se mostraron bastante
indecisos, pues nada sabían del estado civil del niño encontrado en el cementerio de
Limerick y que no había conocido a sus padres nunca.
Murdock intervino y resolvió la cuestión. La inteligencia de Hormiguita, muy superior a su
edad, su espíritu serio, su aplicación en todo aquello que se leía en su frente; es decir, que
él se haría lugar algún día, decidieron al hijo mayor de Martin.
‐¿Tú quieres? ‐le preguntó. ‐Sí, señor Murdock ‐dijo.
Y respondió con tan firme tono, que causó asombro. Sin duda, tenía el sentido de la
responsabilidad que contraía para el porvenir con su ahijada.
El 26 de septiembre, al alba, todos estaban prontos para la ceremonia. Vistiendo el traje de
los días de fiesta, las mujeres en el carro y los hombres a pie, dirigiéndose alegremente a la
parroquia de Silton.
Pero cuando entraron en la iglesia, el cura hizo surgir una complicación, una dificultad en la
que nadie había pensado.
Cuando preguntó quién era el padrino, Murdock respondió:
134
Aventuras de un niño irlandés
‐Hormiguita.
‐¿Y qué edad tiene? ‐Siete años y medio.
‐¿Siete años y medio? Algo joven es... Por tanto no tendrá ningún impedimento... Decidme:
¿supongo que tendrá otro nombre además de Hormiguita?
‐Señor cura, no le conocemos otro ‐respondió la abuela. ‐¿No?... ‐dijo el cura.
Y dirigiéndose al niño le preguntó:
‐ ¿Tú debes tener un nombre de bautismo? ‐No lo tengo... señor cura.
‐¡Ah! Hijo mío, ¿acaso no estás bautizado?
Hormiguita estaba en la imposibilidad de decirlo. La memoria no le recordaba nada de
aquella ceremonia del bautismo. Asombro causará que la familia de MacCarthy, tan
religiosa, tan devota, no se hubiera preocupado aún de esto. Lo cierto es que nadie había
pensado en el asunto.
Hormiguita, imaginando que había un obstáculo insuperable para ser el padrino de Jenny,
quedó inmóvil y confuso.
Pero entonces Murdock gritó:
‐¿Eh? Señor cura, si no está bautizado, que se le bautice. ‐¡Pero si lo está...! ‐observó la
abuela.
‐Pues bien; será dos veces cristiano ‐dijo Sim‐. Bautizadle antes que a la niña.
‐¿Por qué no? ‐respondió el cura. ‐¿Entonces, podrá ser padrino? ‐Perfectamente.
‐¿Y nada se opone a que se hagan los dos bautismos uno tras otro? ‐preguntó Kitty.
‐No veo ninguna dificultad en ello ‐respondió el cura‐, si Hormiguita encuentra un padrino y
una madrina para él.
‐Yo lo seré ‐dijo Martin.
135
Julio Verne
‐Y yo ‐repitió Martina.
¡Ah! ¡Qué dichoso fue Hormiguita al pensar que se iba a ligar más estrechamente con su
familia adoptiva!
‐¡Gracias! ¡Gracias! ‐repetía besando las manos de la abuela, Kitty y de Martina.
Como hacía falta un nombre de bautismo se tomó el de Edit que era el del día. Edit, ¡sea!
pero lo más verosímil era que continuase llamándose Hormiguita. ¡Le era tan propio este
nombre! ¡Se tenía tal costumbre dé llamarle así!
El joven padrino fue, pues, bautizado primero. Terminada esta ceremonia la abuela y él
tuvieron en la pila bautismal a la niña, que fue cristianamente bautizada con el nombre de
Jenny, según el deseo de la madrina.
En seguida la campana lanzó sus más alegres notas, disparáronse cohetes al salir de la
iglesia, y sobre los pobres del lugar cayó una lluvia de coppers. ¡Cuántos de aquellos había
en el pórtico! ¡Parecía que todos los pobres del condado se habían dado cita en la plaza de
Silton!
Querido Hormiguita, ¿hubieras jamás podido prever que llegaría un día en el que figurarías
en primera fila en una circunstancia tan so lemne? El regreso a la granja se efectuó
alegremente, con el cura a la' cabeza de los invitados, unos quince vecinos y vecinas que se
sentaron a la mesa dispuesta en la sala bajo la dirección de una excelente coci nera que
Martin había mandado venir de Tralée. Los manjares eran de las reservas de la granja. Nada
vino de fuera; ni el guiso de carnero, ni los pollos en salsa a las finas hierbas, ni los jamones
cuya sabrosa grasa se desbordaba de los platos, ni los conejos en pepitoria, ni aun los
salmones y sollos, puesto que habían sido pescados en las aguas de Cashen.
Inútil es añadir que en el libro de Hormiguita se apuntaban todas estas cosas, en la columna
de salida, y que la cuenta estaba en regla. Podía, pues, comer y beber tranquilo. Además,
tenía allí el ejemplo de robustos mozos, que poseían esos estómagos vigorosos a los que la
procedencia de
136
Aventuras de un niño irlandés
los manjares no inquieta nada, con tal de que sean abundantes. Nada quedó de aquel
almuerzo ni de los postres, aunque el plum‐pudding de arroz fue enorme, y hubo una torta
de grosella por persona.
Había ginebra, stout, soda, usquebaugh que es una especie de wisky, brandy, grocg
preparado conforme a la famosa fórmula: hot, strong and plenty «caliente, fuerte y en
abundancia». En fin, lo bastante para hacer rodar bajo la mesa a los mejores bebedores de
la provincia. Así es que al final del almuerzo, que duró tres horas, los ojos estaban
encendidos como brasas, y las mejillas rojas como carbones ardientes. La familia MacCarthy
era sobria; no frecuentaba las tabernas de eter, reservadas a los católicos por desdén hacia
las tabernas de alcoholes reservadas a los protestantes. Pero ¿no había de haber
indulgencias un día de bautizo, y no estaba el cura para absolver a los pecadores?
Sin embargo, Martin no dejaba de vigilar a sus convidados, y encontró un auxiliar
inesperado en su hijo segundo, Pat, que era moderado, al revés de su hermano Slm.
Y como un grueso labrador de los alrededores se asombrase de que un marinero fuese tan
parco, respondió el joven:
‐¡Es que conozco la historia de John Playne! ‐¡La historia de John Playne!
‐La historia o la balada, como queráis.
‐Pues bien, cantádnosla, Pat‐dijo el cura, a quien le agradó esta diversión.
‐Es que es triste y larga.
‐No importa. Tenemos tiempo para escucharla hasta el fin. Entonces Pat la cantó con una
voz tan vibrante, que Hormiguita creía oír al océano cantar por su boca.
137
Julio Verne CANCIÓN DE JOHN PLAYNE
John Playne on peut m'en croire, Estgris complétement.
Il n'a cessé de boire Jusqu'au dernier moment. Eh! deux heures de stage Au fond d'un
cabaret, En faut‐il davantage Pour dépenser son prét? Bah! dans une marée,
Il le rattrapera,
Et, brute invétérée, Il recommencera!... D'ailleurs, test l'habitude Des pécheurs de Kromer.
Ils font un métier rude... Allons, John Playne, en mer!
‐Bien, hele ya fuera de la taberna ‐exclamó Sim.
1. Con objeto de no desvirtuar el carácter de la canción, la transcribimos en francés, y
damos la traducción literal en prosa en cada una de las notas.
John Playne, puede creérseme, está completamente borracho. No ha cesado de beber
hasta el último momento. Dos horas de estancia en el fondo de una taberna. ¿Es preciso
más para gastar el dinero que le han prestado?
¡Bah! En una marea lo volverá a ganar, y, bruto inveterado, comenzará de nuevo. Además,
ésta es la costumbre de los pescadores de Kromer. Tienen un oficio rudo. ¡Vamos, John
Playne, a la mar!
138
Aventuras de un niño irlandés
‐Lo que es duro para un bebedor ‐añadió el grueso labrador. ‐¡Bastante ha bebido! ‐hizo
observar Martin. ‐¡Demasiado! ‐dijo el cura.
Pat continuó:
Le bateau de John Playne, Trés pointu de l'avant, Porte foc et misaine:
Il a nom le Cavan.
Mais que John se dépéche De retourner á bord.
Les chaloupes de péche Sont déjá loin du port. C'est que la mer est prompte Á descendre á
présent.
Á peine si Pon compte Deux heures de jusant. Donc, si John ne se háte De partir au plus tót,
Et si le temps se gáte C'est fait de son bateau.
‐Ciertamente le va a suceder alguna desgracia por su falta ‐dijo la abuela.
2. El barco de John Playne, muy picudo por la proa, lleva foque y mesana, y se llama el
Cavan. Mas que John se apresure a volver a bordo. Las chalupas de pesca están ya lejos del
puerto. La mar está próxima a bajar, apenas si se cuenta con dos horas de marea.
¡Ah! ¡Si John no se apresura a partir pronto y si el tiempo se estropea!...
139
Julio Uerne
‐Tanto peor para él ‐replicó el cura. Pat continuó:
Ciel mauvais et nuit sombre! Déjá le vent s'abat
Comme un vautour dans l'ombre... John, de ses yeux de chat, Regarde et puis s'approche...
Qu'est‐ce donc qu'il entend?
Un choc contre la roche... Et gare, s'il attend!
C'est son bateau qui roule Au risque de remplir,
Et qu'un gros coup de houle Pourrait bien démolir. Aussi John Playne grogne
3. Mal cielo y noche sombría. Ya el viento se abate como un buitre en la sombra. John, con
sus ojos de gato mira y se aproxima después. ¿Qué es lo que oye? Un choque contra la roca,
amarra. Es su barco que rueda a riesgo de anegarse y que un golpe de ola podría destrozar.
John Playne gruñe y jura entre dientes. Es un gran trabajo embarcarse.
Sin embargo, él se prepara convenientemente, no sin algún tropiezo. Enciende su pipa al
fuego de su eslabón, y en seguida se pone, pues el tiempo será frío, su capote de hule, sus
botas, y hecho esto, endereza el mástil no sin esfuerzo. Pero John Playne tiene destreza y es
muy fuerte. Después examina la driza para instalar su foque, y de un buen golpe iza la
pesada vela. En fin, largando la amarra que lleva a proa, con su puño sobre el timón, se
abandona al viento. Pero cuando pasa delante del Calvario, me parece que el borracho ha
debido de hacer la señal de la cruz.
140
Aventuras de un niño irlandés
Et jure entre ses dents. Q'est toute une besogne Que d'embarquer dedans. Cependant il
s'équipe, Non sans quelque hoquet; Il allume sa pipe
Au feu de son briquet. Puis ensuite il se grée, Car le temps sera froid, Sa capote cirée,
Ses bottes, son suroit. Cela fait, il redresse Le mát, no sans e f fort. Mais John a de l'adresse,
Et John Playne est trés fort. Puis, il pése la drisse
Pour installer son foc,
Et d'un bon coup il hisse La lourde voile á bloc. Enfin, larguant l'amarre Qu' il raméne a
l'avant, Son poignet sur la barre, Il s'abandonne au vent. Mais, devant le Calvaire, Quand il
passe, je crois Que 1'ivrogne a dü faire Le signe de la Croix.
‐Un irlandés siempre debe santiguarse ‐hizo observar gravemente Murdock.
‐Hasta cuando ha bebido ‐respondió Martina. ‐¡Dios le proteja! ‐añadió el cura.
Pat continuó su canción.
La baie a deux bous milles Jusque au pied des bancs, Des passes dif ficiles,
De sinueux rubans.
C'est comme un labyrinthe Ou, méme en plein midi, On ne va pas sans crainte, Eút‐on le
cceur hardi. John est a son affaire. Bras vigoureux, oeil súr, Il sait ce qu'il faut faire Et se
dirige sur
Le cap que l'on voit poindre Au has da vieux fanal.
La le courant est moindre Qu'á travers le chenal John largue sa voilure
4. La bahía tiene dos millas largas, hasta el pie de los bancos; pasos difíciles, sinuosos
caminos. Parece un laberinto por donde hasta en pleno día no se pasa sin temor, aun
teniendo el ánimo atrevido. John está a su trabajo; el brazo vigoroso, la vista segura y
sabiendo lo que tiene que hacer se dirige hacia el cabo que se dibuja bajo el viejo faro. Allí
la corriente es menor que a través del canal. Larga su velamen, que baja un punto, y se deja
llevar. ¡Bien! El fuego de marea se acaba de apagar. John está a la entrada de los pasos del
sureste. Sitio que es fácil de reconocer: pues está a la izquierda de la extremidad de la
playa. Y ahora asegurando la escota sobre el piquete de hierro, John está en buen camino.
En plena mar.
142
Julio Verne
N4
Aventuras de un niño irlandés
Qu'il desserre d'un cran, Et puis, sous cette allure, Laisse porter en grand. Bon! Le feu de
marée Vient de s'ef facer.. C'est Que John est á l'entrée Des passes du Nord‐Est. Endroit
reconnaissable, Car il est au tournant De la pointe de sable,
A gauche. ‐Et, maintenant, Assurant son écoute
Sur le taquet de fer,
John est en bonne route... John Playne en pleine mer.
‐¡Plena mar! ‐pensó Hormiguita‐. ¡Qué hermoso debe de ser eso!...
Vs
En avant, c'est le vide, Vide farouche et noir! Et sans I'éclair livide, On n'y pourrait rien voir.
Le vent lá haut fait rage,
5. Delante sólo está el vacío feroz y negro. Y sin el resplandor lívido nada se podría ver. El
viento ruge en lo alto y no tardará, bajo el peso de la tormenta, en caer. En efecto, el
huracán se desencadena en el espacio, y baja casi a ras del mar.
143
Julio Verne
Il no tardera pas,
Sous le poids de Porage, Á retomber plus bas. En ef fet, la rafale
Se déchaine dans l'air, Se rabaisse et s'affale Presque au ras de la mer.
Pat suspendió su canción. Esta vez no se hizo observación alguna. Todos prestaban oído,
como si la tormenta del cuento se desatase en la granja de Kerwan.
V16
Mais John a son idée, C'est de gagner au vent, Rien que d'une bordée Comme il Pa fait
souvent. Il a toute sa toile,
Bien qu'il sou ffle grand frais Il a bordé sa voile
Et s'éléve au plus prés. Et, bien que la tempéte
6. Pero John tiene su idea. Consiste en ganar al viento, de una sola bordada, como hace a
menudo. Tiene toda su vela extendida, y aunque la tempestad sea entonces terrible, se
dedica a la faena. Su red está fuera. Ahora que sus mallas están tirantes, todo marino lo
sabe, un barco que trabaja va solo sin necesidad de que el timón le ayude. Así pues, con la
cabeza pesada y la mirada bizca, John coge su calabaza y destapándola se la lleva a los
labios, la oprime con fuerza, y echándose sobre el banco se queda dormido. Duerme con la
panza llena de ginebra y de aguardiente... Ya no es John Playne... ¡es John lleno!
144
Aventuras de un niño irlandés
Soit redoutable alors, Au travail il s'entéte... Son chalut est dehors. Maintenant que sa
chaine Est raidie, et qu'il a Son filet á la traine, ‐ Tout marin sait cela. Un bateau qui travaille
Va seul, sans embarder, Et méme sans qu'il faille De la barre l'aider.. Aussi, la téte lourde,
L'ceil á demi louchant, John saisit ‐ il sa gourde, Et puis, la débouchant,
Il la porte á sa bouche, Il la presse, il la tord,
Et, sur le banc, se couche Á l'arriére et s'endort.
Il dort, la panse pleine De gin et de brandvin... Ce n'est plus le John Playne... Hélas! ‐c'est le
John plein!
‐¡Imprudente! ‐exclamó Martin.
‐Se dice que hay un Dios para los borrachos ‐dijo Sim con naturalidad.
‐¡Qué ocupado debe de estar! ‐dijo Martina. ‐Veremos ‐dijo el cura‐. Continúa Pat.
145
Julio Verne
VII7
Á peine quelques nues Dans le ciel du matin, Fuyantes et ténues!... Le soleil a bon teint. Et
comme l'on oublie Le danger qui n'est plus, Chacun gaiment rallie La bale avec le flux.
Chaque bateau se háte. Les voilá bord a bord. C'est comme une régate Á l'arrivée au port.
‐¿Y John Playne? ‐preguntó Hormiguita, muy inquieto por el borracho que va dormido
arrastrando su red.
‐Paciencia ‐respondió Martin. ‐¡Tiemblo por él! ‐añadió la abuela.
VAIS
Tiens! Qu'est‐ce qui se passe? Le bateau de l'avant Soudain fait volte‐face
7. En el cielo de la mañana apenas se ven algunas nubes tenues y fugitivas. El sol brilla, y
como el peligro pasado se olvida, todos se reúnen alegremente y se apresuran. Vedlos. Es
como una regata a la llegada al puerto.
8. ¡Calla! ¿Qué sucede? El primer barco se vuelve de repente. Los de atrás maniobran a su
vez de la misma manera sin pensar en regresar. ¿Es que la tormenta ha sorprendido a algún
146
Aventuras de un niño irlandés
Pour revenir au vent. Les autres en arriére Manceuvrent a leur tour De la méme maniére
Sans songer au retour. Est‐ce que dans l'orage Quelque bateau surpris La nuit a fait nau
frage?... Oui!... voilá des débris?... On se presse, on arrive... Un bateau sur la mer Est lá,
seul, en dérive, Chaviré, quille en I'air!
‐¡Naufragado! ‐exclamó Hormiguita. ‐¡Naufragado! ‐repitió la abuela.
IX9
Vite! que l'on travaille! Il faut hisser d'abord
Le chalut maille á maille Et le rentrer á bord.
On le hisse, on le troche Á l'aide de palans,
barco y lo ha hecho naufragar en la noche?... ¡Sí!... He allí sus restos... Se acercan... Un
barco en la mar, solo... naufragado; con la quilla al viento.
9. ¡A trabajar de prisa! Primero es preciso izar la red malla a malla y ponerla a bordo. Se la
iza, se la engancha, con ayuda del aparejo. Sube... se aproxima... ¡Dentro hay un cadáver! Y
aquel náufrago, arrancado al mar, es John Playne, el pescador de Kromer.
147
Julio Uerne
Il remonte, il approche... Un cadavre est dedans! Et cette épave humain Arrachée á la mer,
C'est bien lui, c'est John Playne Le pécheur de Kromer.
Xlo
Son batean, sans nul doute, Á lui‐méme livré,
Pris de travers en route, Sous voile a chaviré. Ce qui fera comprendre Comment, le /bu qu'il
est, L'ivrogne s'est fait prendre Dans son propre filet! Ah! quelle horrible vue, Lorsqu'il est
mis á bord! Oui! malgré tant d'eau bue, Il semble étre ivre encor!
‐¡Desgraciado!‐dijo Martina.
‐Nosotros rogaremos por él ‐dijo la abuela.
10. Abandonado a sí mismo, su barco fue cogido de través y zozobró. Esto hará comprender
lo loco de su empresa. El borracho fue cogido en su propia red. ¡Qué espectáculo más
horrible cuando se le sube a bordo!... Sí, a pesar de haber tragado tanta agua, parece estar
borracho todavía.
148
Aventuras de un niño irlandés
Achevons la besogne! Pécheurs, il faut rentrer Ce misérable ivrogne, A fin de l'enterrer.
Si vous voulez m'en croire, Tachez de le mettre oú
Il ne puisse plus boire, Et creusez bien le trou. Ainsi finit John Playne, John Playne de
Kromer. Mais la marée est pleine... Allons, pécheurs, en mer!...
La voz de Pat sonaba como un clarín al decir los últimos versos de la triste canción. La
impresión que produjo en los invitados fue tal, que se contentaron con beber un solo trago
a la salud de cada uno de sus huéspedes, que fue un suplemento de diez buenos vasos. Y se
separaron, prometiéndose no imitar) amás a John Playne, ni aun en tierra.
11. ¡Acabemos el trabajo! Pescadores, es preciso enterrar a este miserable borracho: y si
queréis creerme, procurad meterle donde no pueda beber más, y tapad bien el agujero. Así
acabó John Playne de Kromer... Pero la marea está alta... ¡Vamos, pescadores, a la mar!...
149
XIV
Y AÚN NO TENÍA NUEVE AÑOS
Pasado aquel gran día, la granja volvió a los trabajos del campo. Seguramente Pat no notó
que había venido en busca de descanso. Con tal ardor ayudaba a su padre y hermanos.
Estos marinos son verdaderamente rudos trabajando hasta fuera de su oficio.
Pat llegó en lo más fuerte de la siega, que fue seguida de la recolección de legumbres. Él
trabajaba como un gaviero de mesana, expresión de la que se servía y que fue preciso
explicar a Hormiguita. Siempre había que explicarle el por qué de las cosas. No se alejaba
de Pat que había hecho amistad con él, una amistad de marinero por su aprendiz. Cuando
la jornada se había acabado, cuando todo el mundo estaba a la mesa para comer, ¡qué
alegría sentía Hormiguita al oír referir al marinero sus viajes, los incidentes en que había
tomado parte, las tempestades que había pasado a bordo del Guardián, las hermosas y
rápidas travesías de los navíos!... ¡Lo que sobre todo le interesaba era los ricos cargamentos
transportados por cuenta de la casa Marcuard y el embarque de las mercancías cargadas
con destino a Europa! Sin duda alguna la parte comercial de estas cosas era la que más
conmovía su espíritu práctico. En su pensamiento, el armador era antes que el capitán.
‐Entonces ‐preguntaba a Pat‐ ¿esto es lo qué se llama el comercio? ‐Sí; se embarcan los
productos que se fabrican en un país y se venden en otro donde no se fabrican.
150
Aventuras de un niño irlandés
‐¿Más caros que se han comprado?
‐Naturalmente... para ganar. Después se importan los productos de otras comarcas para
revenderlos.
‐¿Siempre a más precio, Pat? ‐Siempre... ¡Cuando es posible!...
Pat fue preguntado cien veces sobre este asunto durante su estancia en la granja de
Kerwan. Por desgracia, y con gran disgusto de todos, llegó el momento de abandonar la
granja y volver a Liverpool.
El 30 de septiembre fue el día de la despedida. Pat iba a separarse de todos los que amaba.
¿Cuánto tiempo pasaría sin que le volviesen a ver?... No se sabía. Pero prometió escribir
con frecuencia. ¡Con qué emoción le abrazaron todos!... La abuela lloraba. ¿La encontraría
al regreso ante el hogar hilando en medio de sus hijos?...
Aunque era muy anciana, al menos la dejaba en buen estado de salud, como a toda la
familia. Además, el año había sido favorable para los labradores del condado. No había
nada que temer para el invierno que ya se dejaba sentir. Pat dijo a su hermano mayor:
‐Te querría ver menos inquieto, Murdock. Con energía y voluntad todo se consigue.
‐Sí... Pat... Pero ya ves... trabajar en una tierra que no es de uno, que jamás lo será... y estar
a merced de una mala cosecha... ¡para esto, ni la energía ni la voluntad sirven de nada!
Pat no supo qué responderle, y sin embargo, en el momento en que le dio el último apretón
de manos.
‐Ten confianza ‐murmuró.
El marinero fue llevado en coche hasta Tralée. Iba acompañado de su padre, de sus
hermanos y de Hormiguita. El tren le llevó hacia Dublín, desde donde el paquebote debía
llevarle a Liverpool.
En la granja hubo gran trabajo durante las semanas que siguieron. Recogida la cosecha,
después, llegado el momento oportuno, Martin recorrió los mercados a fin de venderla, no
conservando sólo el grano necesario para la siembra.
Julio Verne
Estas ventas interesaban en el más alto grado a Hormiguita. Por lo que el labrador le llevaba
consigo.
Que no se acuse a este niño de ocho años de mostrarse apegado al in. terés... No... él era
así y su instinto le llevaba al comercio. Por otra parte, se contentaba con el guijarro que
Martin MacCarthy le entregaba todas
las noches, conforme a lo convenido, y se felicitaba de ver aumentar su tesoro.
Conviene observar además que el deseo del lucro es innato en la raza irlandesa. Gustan de
ganar dinero, con tal que sea honradamente. Y cuando el labrador terminaba un buen
negocio en el mercado de Tralée o en los
pueblos vecinos, Hormiguita mostrábase tan contento como si redundara en provecho
suyo.
Transcurrieron octubre, noviembre y diciembre en buenas condiciones. Hacía ya tiempo
que los trabajos habían concluido cuando el cobrador de las granjas llegó, la víspera de
Nochebuena. El dinero estaba presto, y una vez cambiado por un recibo en regla, aquél
sobraba en la granja. No queriendo ver marchar este dinero tan penosamente arrancado
del suelo, Murdock se apresuró a salir cuando vio llegar al cobrador. Sentía siempre
inquietud por el porvenir. Felizmente el invierno estaba seguro, y las reservas permitirían
comenzar las labores sin gastos suplementarios.
Con el nuevo año siguieron los fríos rigurosos. No se salía de la granja. Verdad es que en el
interior no faltaba trabajo ¿No era preciso dedicarse a la alimentación y al cuidado del
ganado? Hormiguita estaba encargado
especialmente del corral. Los pollos y polluelos estaban tan bien tratados como registrados.
En sus ocios no olvidaba que tenía una ahijada ¡Qué alegría experimentaba al tener a Jenny
en sus brazos, en provocar su sonrisa sonriéndole, en cantarle canciones, en mecerla para
dormirla cuando su madre estaba ocupada! Un padrino casi es un padre, y miraba a la niña
como a una hija. Con este motivo formaba proyectos ambiciosos para el porvenir. Ella no
tendría más maestro que él. La enseñaría primero a hablar, después a leer y a escribir, a ser
«ama de su casa» más tarde.
152
Aventuras de un niño irlandés
Hormiguita había aprovechado las lecciones de Martin y de sus hijos, sobre todo las que le
daba Murdock. Había, pues, adelantado mucho desde que dejó a Grip, aquel pobre Grip
que seguía ocupando su pensamiento, y cuyo recuerdo jamás debía borrarse.
Sin gran retraso reapareció la primavera, después de un invierno bastante crudo. El joven
pastor, acompañado de su amigo Birk, volvió a su trabajo habitual. Bajo su guarda, los
carneros y cabras volvieron a los prados, a una milla en torno a la granja. Deseaba que su
edad le permitiese tomar parte en los trabajos del campo, que exigían un vigor que, a
despecho suyo, le faltaba aún. Algunas veces hablaba de esto con la abuela, que le
respondía sacudiendo la cabeza:
‐Paciencia. Ya llegará.
‐¿Pero entretanto, no podría sembrar un poco? ‐¿Te daría eso placer?
‐Sí, abuela. Cuando veo a Murdock y a Sim arrojar el grano, balanceando sus brazos, y
andando a paso regular, tengo grandes deseos de imitarles. ¡Es un trabajo tan hermoso y
tan interesante! ¡Pensar que ese grano va a germinar en la tierra, convirtiéndose en espiga
larga... larga! ¿Cómo sucede eso?
‐Yo no sé nada, hijo mío, pero Dios lo sabe y es suficiente.
De esta conversación resultó que algunos días después se vio a Hormiguita arrojar la avena
en una parcela preparada por el arado, con una precisión perfecta, lo que le valió los
plácemes de Martin MacCarthy.
Así, cuando las hierbecillas empezaron a brotar, ¡qué obstinación puso en defender su
futura cosecha contra los cuervos, levantándose al alba para perseguirlos a pedradas! No
olvidemos decir que al nacer Jenny, él había plantado un pequeño abeto en el patio con la
idea de que crecieran a la par el arbusto y la niña.
Y no dejaba de costarle trabajo librar a este arbolillo de los malditos pájaros.
Decididamente, Hormiguita y los representantes de esa gente devastadora jamás serían
buenos amigos.
153
Julio Verne
Aquel verano de 1880 se trabajó duramente en los campos del oeste d Irlanda. Por
desgracia las circunstancias climatológicas se mostraron poc favorables para el rendimiento
del suelo. Sin embargo, el hambre no era di temer, porque la cosecha de patatas prometía
ser abundante, aunque tar día; trigo apenas hubo; y en cuanto al centeno, la cebada y la
avena, se t nía que reconocer que iban a ser insuficientes para las necesidades del país Sin
duda subiría el precio de estos cereales. ¿Mas en qué aprovecharía e, alza a los labradores,
si nada podían vender teniendo que conservar l poco que recolectaran para la próxima
siembra? Así es que los que tenía ahorros se verían en la necesidad de sacrificarlos para
pagar los impuestos y para el pago de las granjas hasta el último chelín desaparecería.
La consecuencia de todo esto fue que el movimiento nacional tendió acentuarse en los
condados. Cosa que llega siempre que una nube de mi seria se eleva en el horizonte de la
campiña irlandesa. Sonaron las recri minaciones mezcladas a los desesperados gritos de los
partidarios de la liga agraria. Fueron proferidas terribles amenazas contra los propietarios
del suelo, fuesen o no extranjeros, y no se olvide que los landlords escoce ses o ingleses
eran considerados como tales. Aquel año, en junio, en West port las gentes amenazadas
por el hambre acababan de gritar: «Hundid de un puñetazo las granjas» y la frase general
que se repetía en los campos era «¡La tierra para los campesinos!»
Algunas escenas de desorden estallaron en los territorios de Donegal, de Sligo, de Galway.
Kerry no estuvo exento de lo mismo. Con gran temor veían la abuela, Martina y Kitty que a
menudo Murdock abandonaba la granja, ya de noche, y que no reaparecía hasta el día
siguiente, fatigado por largas jornadas, y más sombrío que nunca. Volvía de esos mítines
organizados por los principales colonos, donde se predicaba la rebelión, el levantamiento
contra los lores, la huelga universal que obligaría a los propietarios a dejar sus tierras en
baldío.
Y lo que aumentaba los temores de la familia con motivo de Murdock era que el lord
lugarteniente por Irlanda, decidido a las medidas más enérgicas, hacía vigilar muy de cerca
a los nacionales por sus brigadas de policía.
154
Aventuras de un niño irlandés
Martin y Sim, experimentando los mismos sentimientos que Murdock, o decían nada
cuando éste volvía después de una prolongada ausencia. `„ro las mujeres le suplicaban que
obrase con prudencia, y que midiese ens palabras y actos. Querían arrancarle la promesa de
no asociarse a las rebeliones en favor del home‐rule, que no podían producir más que una
catástrofe. Murdock se enfurecía entonces y hablaba y se expresaba como ci estuviera en
un mitin.
‐¡La miseria después de una vida de trabajo! ¡La miseria sin fin! ‐repetía.
Y mientras Martina y Kitty temblaban ante la idea de que pudieran oírle desde fuera, en el
caso de que algún agente rondase la granja, Martin y Sim inclinaban la cabeza.
Hormiguita asistía a estas tristes escenas muy conmovido.
Después de haber pasado por tantas pruebas, ¿no había, pues, llegado al término de sus
miserias el día en que fue recogido en Kerwan? ¿El porvenir le reservaba otras más duras
aún? Tenía entonces ocho años y medio. Bien constituido para su edad, habiendo tenido la
fortuna de escapar a las enfermedades de la infancia, ni los sufrimientos, ni los malos
tratos, ni la falta de cuidados habían podido debilitar su organismo.
Se dice de las calderas de vapor que están probadas a tantas atmósferas, cuando se las ha
sometido a las presiones correspondientes. Pues bien, Hormiguita había estado probado ‐
ésta es la palabra‐ al máximo de resistencia. Se veía en sus anchos hombros, en su pecho ya
alto, en sus miembros delgados, pero nerviosos y de fuertes músculos. Su cabello se
oscurecía y lo llevaba cortado en vez de aquellos bucles que miss Anna Waston hacía caer
sobre su frente. Sus ojos, de un azul oscuro, de pupila resplandeciente, atestiguaban una
extraordinaria viveza. Su boca ligeramente apretada, su barbilla fuerte, indicaban la
decisión y la energía de su carácter. Esto era lo que más particularmente había atraído la
atención de su nueva familia. Los labradores serios y reflexivos son buenos observadores, y
no se les había escapado que aquel jovencillo se hacía notar
155
Julio Verne
por sus instintos de orden y de aplicación, y ciertamente se educaría contraba ocasión de
ejercitar sus aptitudes naturales.
Los períodos destinados para los trabajos de recolección presen condiciones peores que el
año anterior. Hubo un déficit bastante co rable, como se había previsto, en lo que concernía
a los granos. El nal de la granja bastó para el trabajo. Sin embargo, la cosecha de pa fue
buena. Era el alimento asegurado en parte para la mala esta ¿Pero esta vez, de dónde se
sacaría el dinero necesario para los pag arriendo y de impuestos?
Volvió el invierno, muy precoz. Desde las primeras semanas de tiembre empezaron los
grandes fríos. Después cayó la nieve en abun cia. Fue preciso volver el ganado al establo. La
costra blanca era ta pesa, tan resistente, que ni los carneros ni las cabras hubieran po
pastar. De aquí el temor muy fundado de que los forrajes fueran in cientes hasta la vuelta
de la primavera. Los más prudentes, o al meno que tenían medios para ello, y Martin fue de
este número, tomaron cauciones, comprándolos; pero lo hicieron a precios elevados, por lo
de la mercancía, y tal vez hubiera valido más deshacerse de aquellos males cuyo
sostenimiento sería difícil en un largo invierno.
Es una circunstancia muy enfadosa esos fríos que hielan la tierra a chos pies de
profundidad, sobre todo cuando es ligera y silícea com Irlanda y retiene mal el poco abono
que se le ha podido echar. Cuando
invierno se prolonga con una tenacidad que desarma al cultivador, e temer que la
congelación se prolongue más allá de los límites corrienj ¿Qué puede el arado contra la
dureza del terreno? ¡Y si la siembra n ha hecho a tiempo, la miseria está en perspectiva!
Mas no es dado al h bre modificar los azares climatológicos de una estación. Queda redu a
cruzarse de brazos, muchas de las reservas se consumen de día en y los brazos cruzados no
son los que trabajan.
A fin de noviembre empeoró la situación. A las nieves sucedió temperatura de las más
rigurosas. El termómetro llegó a veinte gra bajo cero.
156
Aventuras de un niño irlandés
" granja, cubierta de una caperuza dura, recordaba a esas cabañas ocnlandesas perdidas en
la inmensidad de los países polares. En verdad, pella inmensa costra de nieve conservaba
en el interior el calor de los no~~, y no se sufría mucho por el exceso de frío. Pero fuera, en
medio de uella atmósfera en calma cuyas moléculas parecían estar heladas, era ,posible
aventurarse sin tomar ciertas precauciones. En esta época, artin y Murdock se vieron
obligados a vender algunos animales para par el arriendo de la finca: vendieron un gran
número de carneros. Era preso no retrasarse para encontrar dinero entre los mercaderes
de Tralée.
Era el 15 de diciembre. Como el carruaje no hubiera podido rodar más ue muy difícilmente
por aquel terreno helado, el labrador y su hijo toaron la resolución de hacer el viaje a pie.
No dejaba de ser tarea muy nosa recorrer veinticuatro millas con una temperatura de 20
grados ajo cero. Probablemente su ausencia duraría dos o tres días.
Al alba partieron, no sin que en la granja quedaran inquietos. Aunque el tiempo era muy
seco, espesas nubes que se esparcían hacia oeste amenazaban modificarlo próximamente.
Habiendo Martin y Murdock partido el 15, no se debía esperarles asta el 17.
Hasta la tarde, el estado atmosférico no cambió de una manera visile. El termómetro bajó
aún uno o dos grados.
La brisa se levantó al mediodía, y esto fue otro motivo de ansiedad, ues el valle del Cashen
se conmueve con extraordinaria violencia con los ientos del mar.
Durante la noche del 16 al 17, la tempestad se desencadenó furiosaente, acompañada de
espesos turbiones de nieve. A diez pasos de la anja nada se hubiera visto bajo el espeso
manto. ¿Se habrían puesto artin y Murdock ya en camino después de terminar sus negocios
en 'ralée? Se ignoraba. Lo cierto fue que el 18 por la noche aún no habían gresado.
La noche fue huracanada. Se comprenderá cuál sería la angustia de la buela, de Martina de
Kitty, de Sim y de Hormiguita. ¿Tal vez el labra
157
Julio Verne
dor y su hijo andarían perdidos entre remolinos de nieve? ¿Tal vez ha caído a algunas millas
de la granja, moribundos de hambre y de frío? Al día siguiente, hacia las diez de la mañana,
el horizonte se acl algo y disminuyó la borrasca. Como consecuencia de un salto del vie
hacia el norte, las nieves acumuladas se solidificaron en un instante. declaró que iba a ir en
busca de su padre y de su hermano, acompañado, Birk. Su resolución fue aprobada con la
condición de que permitiera le acompañasen Martina y Kitty.
A pesar de su deseo, Hormiguita tuvo que permanecer en casa co abuela y la niña.
Convínose además en que la exploración se limitaría a unas dos o millas, y que en el caso de
que Sim juzgara conveniente ir más lejos, tina y Kitty regresarían antes de la noche.
Un cuarto de hora después, la abuela y Hormiguita estaban sol Jenny dormía en la alcoba
de Murdock y Kitty, contigua a la sala. Una pecie de cesta suspendida por dos cordones a
una de las vigas del tec según la costumbre irlandesa, servía a la niña de cuna.
El sillón de la abuela estaba ante el hogar, de cuyo fuego de céspe leña cuidaba Hormiguita.
De vez en cuando, éste se levantaba e iba a si su ahijada se despertaba, inquietándose al
menor movimiento que cía, presto a darle un poco de leche templada, o a volverla a
dormir, ciendo dulcemente su cuna.
La abuela, atormentada por la inquietud, prestaba oído a todos 1 ruidos de afuera, que
eran crujidos de la nieve que se endurecía sobre tejado, y de las maderas oprimidas por el
peso.
‐¿No oyes nada, Hormiguita? ‐decía. ‐No, abuela.
Y después de haber frotado los vidrios escarchados, procuraba ec una mirada por la
ventana que daba al patio; todo estaba blanco. Hacia las doce y media la niña lanzó un
grito. Hormiguita se acercó' ella, y como no había abierto los ojos, se limitó a mecerla
durante un instantes, con lo que fue suficiente para que la niña volviera a dormir
158
Aventuras de un niño irlandés
Se disponía a volver junto a la abuela, a quien no quería dejar sola, do se oyó ruido fuera.
Escuchó con más atención. Era como si aran en el establo contiguo al cuarto de Murdock.
Pero estando sepan por un grueso muro, no se preocupó del ruido. Algunas ratas sin
que corrían bajo la cama. Además, la ventana estaba cerrada y no bía nada que temer.
Hormiguita, después de haber cerrado la puerta que separaba los dos artos, se apresuró a
volver.
‐¿Y Jenny? ‐preguntó la abuela, ‐Ha vuelto a dormirse.
‐Entonces quédate a mi lado, hijo mío. ‐Sí, abuela.
Los dos, inclinados ante el hogar, bien encendido, volvieron a hablar de Martin y de
Murdock, después de Martina, de Kitty y de Sim, que ha<bían ido en busca de los primeros.
¡Con tal de que no les hubiera ocurrido ninguna desgracia!... Se proiducían a veces tan
terribles catástrofes en esas tempestades de nieve! ¡Bah! ¡Los hombres enérgicos y
vigorosos saben defenderse! Cuando regresaran, encontrarían un buen fuego en el hogar y
un groc caliente en la mesa. Hormiguita no tendría que hacer más que arrojar una buena
brazada de leña en el hogar.
Hacía dos horas que Martina y los demás habían partido, y nada anunciaba su próxima
vuelta.
‐¿Quiere que vaya a la puerta del patio y desde allí avance algo para ver a más distancia del
camino? ‐dijo el niño.
‐No, no, No es preciso que la casa quede sola; y sola estaría no quedando más que yo para
guardarla.
Volvieron a hablar, pero bien pronto la fatiga y la inquietud se reunieron, y la anciana
empezó a adormecerse.
Hormiguita, siguiendo su costumbre, le colocó una almohada tras la cabeza, procurando
evitar todo ruido que pudiera despertarla, y se acercó a la ventana.
159
Julio terne
Después de haber quitado el hielo de uno de los cristales, miró. Fuera, todo estaba blanco,
silencioso, como en un cementerio. Toda vez que la abuela dormía, y puesto que Jenny
reposaba e cuarto de al lado, ¿qué inconveniente había en llegar hasta el cara¡ Esta
curiosidad, o más bien este deseo de ver si alguien venía, era muy cusable.
Hormiguita abrió, pues, la puerta de la sala y la volvió a cerrar cu dosamente. Hundiéndose
hasta la rodilla en la nieve llegó al patio. En el camino, blanco, nadie. Ningún ruido en la
dirección del o Martina, Kitty y Sim no estaban cerca, pues los ladridos de Birk se biesen
oído desde lejos por esos fríos intensos que llevan la voz a gra distancias.
El niño avanzó hasta el medio del piso bajo de la casa.
En ese momento, un nuevo crujido llamó su atención; no venía del mino, sino del patio,
junto a los establos. Parecía venir acompañad un aullido sofocado. Hormiguita, inmóvil,
escuchaba. El corazón del latía fuertemente. Pero se acercó con valor a la pared de los
establo después de rodear el ángulo de este lado, se adelantó a pasos sordos y precaución.
El ruido venía siempre del interior, tras el ángulo ocupado por la bitación de Murdock y de
Kitty.
Hormiguita, presintiendo una desgracia, se arrastró a lo largo muro.
Apenas pasó el ángulo, dejó escapar un grito.
En aquel hogar, la paja había sido separada. En mitad de la pare descubría un ancho
agujero, abierto sobre el cuarto en que Jenny dor ¿Quién había abierto esta brecha? ¿Era
un animal? Sin vaci Hormiguita penetró en el cuarto.
En aquel momento, un animal de grandes proporciones escapaba, huir, derribó al joven.
Era un lobo, uno de esos vigorosos lobos que rondan en manadas los campos irlandeses
durante los largos inviernos.
160
Aventuras de un niño irlandés
spués de haber abierto la brecha, habíase introducido en el cuarto ncado la cuna de Jenny,
cuyos cordones estaban rotos, y se alejaba trándola sobre la nieve.
"niña lanzaba agudos gritos... Hormiguita se puso en persecución lobo, con su cuchillo en la
mano y pidiendo socorro con voz desespe. ¿Mas quién podía oírle, quién venir en su ayuda?
¿Y si el feroz ani
w se volvía contra él? ¿Pero pensaba él en esto? ¿Se decía que arriesgaba vida? No... Él no
veía más que a la niñita llevada por aquella fiera. ir El lobo corría poco, le pesaba la cuna, de
una de cuyas cuerdas tiraba. »ormiguita corrió unos cien pasos antes de alcanzarlo.
Después de haber tódeado los muros de la granja, el lobo se había lanzado al camino y subit
hacia Tralée cuando Hormiguita le alcanzó.
Parose el animal, y abandonando la cuna se precipitó sobre el niño. Éste le esperó a pie
firme, con la mano extendida, y en el momento en que el animal saltaba a su cuello, le
hundió el cuchillo en el vientre, mas no sin que el lobo le hubiese mordido en un brazo,
mordisco tan doloroso, que el niño cayó sin sentido sobre la nieve.
Por fortuna, antes de que hubiese perdido el conocimiento, se oyeron ladridos...
Era Birk. Corrió... Arrojose sobre el lobo, que huyó...
Casi enseguida aparecieron Martin MacCarthy y Murdock, a los que Sim, Martina y Kitty
acababan de encontrar sanos y salvos a dos millas de allí.
Jenny estaba salvada. La madre la estrechaba entre sus brazos. Murdock vendó la herida de
Hormiguita. Éste fue después llevado a la granja y colocado en su lecho en el cuarto de la
abuela.
Cuando recobró el sentido: ‐¿Y Jenny? ‐preguntó. ‐Está aquí ‐respondió Kitty‐, viva... y
gracias a ti... bravo niño. ‐Querría besarla.
Y después que vio la sonrisa con que ella respondió al beso cerró los ojos. ,
XV
MAL AÑO
La herida de Hormiguita no era grave, aunque su sangre hubiese cor en abundancia. Pero
de llegar un momento más tarde, Murdock hub encontrado un cadáver y Kitty no habría
vuelto a ver a su niña.
Decir que Hormiguita fue rodeado de cuidados y atenciones en los que necesitó para su
restablecimiento sería superfluo. El pobre huérf comprendió más que nunca que tenía una
familia. ¡Con qué efusión abría su pecho a aquellas ternezas, pensando en tantos días
dichosos p dos en la granja de Kerwan! Para saber el número de estos días, le bast contar
los guijarros que Martin le entregaba todas las noches. ¡El qué, dio después de lo del lobo,
qué alegría le produjo al meterlo en su olla!
Acabó el año. Los rigores del invierno se acentuaron. Preciso fue mar ciertas precauciones.
Terribles manadas de lobos habían sido vis en los contornos de la granja, y las paredes no
hubieran podido res¡ los dientes de estos carnívoros. Martin y su hijo dispararon varias ve
sus fusiles contra estas peligrosas fieras. Lo mismo ocurrió en todo el c torno, en cuyas
planicies durante aquellas interminables noches reso ron lúgubres aullidos.
¡Sí! Fue aquél uno de esos lamentables inviernos en que parecen sopl sobre Europa
septentrional todas las penetrantes corrientes de aire de 1 comarcas del Polo.
Predominaban los vientos del norte, y sabido es q fríos les acompañan. Por desgracia, era
de temer que este período con
162
Aventuras de un niño irlandés
como se prolonga el período álgido en los enfermos devorados por bre. Y la tierra es como
la enfermedad que se petrca bajo la acción escarcha, que se agrieta como los labios de un
moribundo, pudiéncreer que sus facultades productivas van a extinguirse para siempre, o
sucede en esos astros muertos que gravitan en el espacio.
inquietud del labrador y de su familia fue, pues, muy justificada por rigores anormales de
aquella estación. Sin embargo, gracias al proo de la venta de los carneros, Martin pudo
hacer frente al pago de los uestos y del arriendo; y cuando el agente del midleman se
presentó en vidad, recibió el precio íntegro, cosa que pareció sorprenderle, pues, os
afortunado en la mayor parte de las granjas, había tenido que proer por la vía judicial a la
cobranza de los colonos. ¿Pero cómo Martin a frente a las exigencias del año siguiente, si la
excesiva duración del ierno impedía las próximas siembras?
'‐ Además, sobrevinieron otras desdichas. Como consecuencia de la baja Omperatura, que
llegó a treinta grados bajo cero, cuatro de los caballos jlcinco vacas murieron de frío en la
cuadra y en el establo. Había sido imposible cerrar estos cuerpos de edificio ya en mal
estado y que cedieron én parte a lo impetuoso de las borrascas. El corral, a pesar de lo que
se jodía imaginar, experimentó sensibles pérdidas de día en día; la columna k déficit se
hacía mayor en la cartera de Hormiguita, y además, existía el temor de que la casa
habitación no pudiese resistir a tantas causas destructivas, lo que reduciría a la familia a la
más crítica situación. Martin y Sien trabajaban sin cesar en la recomposición; pero aquellos
muros no muy fuertes, aquellas pajas que el viento destrozaba, ¿no serían asolados por el
turbión de huracanes?
Hubo días en que nadie pudo salir. El camino estaba impracticable, y la nieve pasaba de la
altura de un hombre. En el patio, el abeto, plantado el día en que Jenny nació, no dejaba
ver más que su copa blanca. Para llegar a los establos fue preciso abrir un camino que había
que despejar dos veces al día. El transporte del forraje se hacía a costa de excesivas
dificultades.
163
Julio terne
Lo que parecía más inverosímil es que el frío no perdía nada de su tensidad, aunque la nieve
no cesaba de caer en abundancia.
Es verdad que no caía en pequeños copos, sino que era un verdad chaparrón de hielo,
protegido por los remolinos de la borrasca. De a una completa poda de los arbustos y de los
árboles de hojas perennes.
En las riberas del Cashen se formaron montones de hielo, que alca zaron proporciones
enormes, y podía preguntarse si las avenidas no pr ducirían nuevos siniestros cuando
aquella masa se fundiese con los p, meros calores de la primavera. En ese caso ¿cómo
podrían Martin y s hijos preservar los edificios si el río se desbordaba hasta la granja?
Fuese lo que fuese, ellos tenían al presente otros cuidados; precauci nes para el
sostenimiento del ganado. En efecto, el huracán arrancó 1 techos de los establos, y hubo
que repararlos con urgencia. El resto los carneros, vacas y caballos quedó sin abrigo,
expuestos a los rigores tiempo durante varios días, y algunos de aquellos animales
perecieron frío. Se tuvo que trabajar para rehacer los tejados, bien o mal, y en lo fuerte de
la tormenta. Preciso era sacrificar la parte anterior de los es blos, del lado del camino, y
despojarlos de sus techos a fin de cubrir otra porción.
No fue más afortunada la casa que la familia MacCarthy habitaba. Una noche se hundió el
piso alto, y Sim, que lo ocupaba, tuvo q abandonar el granero para instalarse en la sala del
piso bajo. Y entonc el cielo raso amenazaba hundirse a su vez, y fue preciso colocar tablon a
fin de sostenerlo. Hasta tal punto el peso de la nieve fatigaba las vig El invierno avanzaba
sin perder nada de su rigor. Febrero fue tan d
como enero. La temperatura media se mantuvo a veinte grados bajo cer En la granja
estaban como náufragos abandonados en el Polo, que pueden prever el fin del invierno. Y
además, las nieves amontonadas am nazaban provocar catástrofes más terribles por el
desbordamiento d Cashen.
Repitamos que desde el punto de vista del sustento no había motiv para inquietarse; carne
y legumbres no parecía que fueran a faltar; ad
164
Aventuras de un niño irlandés
s, los animales, abatidos por el frío, vacas y carneros fáciles de con‐ rvar en hielo,
constituían una abundante reserva; y si el corral estaba zmado, los cerdos soportaban sin
gran sufrimiento aquella tempera‐, a, y únicamente con ellos la alimentación estaba
asegurada por un go período. En cuanto al fuego, bastaba con ir a buscar todos los días io la
nieve las ramas arrancadas por el huracán a fin de economizar el ped que comenzaba a
faltar.
Por otra parte, robustos y sanos, el padre y los hijos estaban hechos a aquellos climas
rudos. Nuestro héroe también mostraba un extraordinario vigor. Hasta ahora, las mujeres,
Martina y Kitty, tomando parte en el trabajo común habían resistido. La pequeña Jenny,
siempre en un cuarto herméticamente cerrado, estaba como una planta en su estufa. Sólo
la abuela sentía la influencia de aquel tiempo, no obstante los cuidados de que se la
rodeaba. Los sufrimientos físicos se unían a los morales al ver tan comprometido el
porvenir de los suyos. Era más de lo que ella podía soportar. Había, pues, allí, un grave
motivo de inquietud para toda la familia.
En abril, la temperatura normal tomó poco a poco su curso, subiendo por encima de cero.
Sin embargo, hasta mayo no brilló el sol con fuerza. Ya era tarde, muy tarde para la
siembra. ¿Tal vez resultarían los forrajes? En cuanto a los granos, ciertamente no llegarían a
madurar. Por lo tanto, no valía la pena arriesgar inútilmente las semillas, y valía más
esforzarse en el cultivo de las legumbres, cuya recolección podría efectuarse a fin de
octubre, y más especialmente en el de la patata, que salvaría los campos de los horrores del
hambre.
Pero después del deshielo de las nieves, ¿en qué estado se encontraría el suelo? Helado, sin
duda, a cinco o seis pies de profundidad. Sería una tierra fría, dura como el granito y difícil
de arar.
En los últimos días de mayo se comenzaron las labores. Parecía que el sol estaba
desprovisto de calor; tan lentamente se efectuaba el deshielo de las nieves que aquéllas se
retrasaron hasta junio en la parte montañosa del condado.
165
Julio Verne
La determinación de limitarse al cultivo de las patatas, renunciando de los granos, fue
general entre los labradores. Lo que iba a hacerse en granja de Kerwan se haría también en
las otras granjas pertenecientes dominio de Rockingham. Esta medida se extendió no
solamente al dado de Kerry, sino a los del oeste de Irlanda, tanto al de Munster co al de
Connaught y al de Ulster. Únicamente en la provincia de Leinst donde el suelo se
desembarazaba más pronto de los hielos, pudo ser tentada la siembra con alguna
esperanza de resultado.
De aquí que los labradores, tan penosamente probados, tuvieron q resignarse a prodigiosos
esfuerzos para preparar los campos en condici nes favorables a la producción de las
legumbres. En la granja de Kerw Martin y sus hijos se dedicaron a esta tarea, más ruda aún
por la falta animales. Un solo caballo y el asno, aparejados, era de todo lo que dían disponer
para el arado y demás instrumentos. En fin, a fuerza de tr bajar doce horas al día,
consiguieron plantar unos treinta acres de pa tas, temiendo que este trabajo fuese
comprometido por la precocidad próximo invierno.
Entonces apareció otro desastre común a todas las comarcas mon ñosas de Irlanda. A fines
de junio el sol adquirió un ardor excesivo, y deshielo de las nieves se produjo en grandes
masas. Tal vez la provin
de Munster, a causa de las múltiples ramificaciones de sus cursos de ag fue más atacada
que las demás. En lo que se refiere al condado de Ker el caso tomó las proporciones de un
cataclismo. Los numerosos ríos e perimentaron avenidas anormales que provocaron
inmensos estragos. país quedó inundado. Gran número de casas, arrastradas por los torr
tes, dejaron sin abrigo a sus habitantes. Sorprendidas por lo repentino las avenidas,
aquellas pobres gentes esperaron socorros en vano. Ca todo el ganado pereció, y al mismo
tiempo las cosechas, preparadas co tanto trabajo, se perdieron irremisiblemente. En el
condado de Kerry, u parte del dominio del Rockingham desapareció bajo las aguas del C
shen. Durante quince días, en un radio de dos o tres millas, los alreded res de la granja se
transformaron en una especie de lago, lago atravesa
166
Aventuras de un niño irlandés
corrientes furiosas, que arrastraban los árboles arrancados, los restos de cabañas, los
techos de las casas vecinas, todas las ruinas de una vasta olición, y también los cadáveres
de los animales, de los que los infes
, campesinos perdieron muchos centenares.
La crecida se extendió hasta los establos de la granja, destruyéndolos i en su totalidad. A
pesar de los esfuerzos más enérgicos, fue imposisalvar el resto de los animales, a excepción
de algunos cerdos.
Si la casa no fue destruida, poco faltó, pues la crecida no paró hasta el pivel del piso bajo,
que durante una noche se vio amenazado por las *Vas tumultuosas.
El último, el más terrible golpe para el país, consistió en que la cosecha de la patata se
perdió en medio de aquellos campos inundados. Jamás la familia MacCarthy vio aparecer a
sus puertas un cortejo tan terrible de miserias. Jamás se había presentado el porvenir bajo
un aspecto tan lúgubre al labrador irlandés. Hacer frente a la situación era imposible. La
existencia de aquellos desdichados iba a verse comprometida. ¿Qué iba a hacer Martín con
el Estado, con los propietarios del suelo? En efecto, estas cargas del arrendatario son
pesadas. La mayor parte de sus beneficios pasa a manos del recaudador de impuestos y del
agente del landlord. Si los propietarios tienen que pagar trescientas mil libras por la
propiedad y seiscientas mil por impuestos, los campesinos están en peores condiciones por
los impuestos que les incumben personalmente, a saber: por los caminos, la policía, la
justicia, los trabajos públicos. Total que se eleva a la suma enorme de un millón de libras
esterlinas, solamente en Irlanda.
Satisfacer estas exigencias del fisco, cuando la cosecha ha sido buena y el año ha dejado
algunas economías, en una palabra, cuando las circunstancias han sido favorables, es ya
oneroso al labrador, puesto que aún le queda por pagar el arrendamiento. Pero cuando el
suelo ha sido estéril, y la rudeza del invierno y las inundaciones han acabado de arruinar In
país, cuando los fantasmas de la evicción y del hambre se levantan en el horizonte, ¿qué
hacer? Esto no impide que el agente se presente a su
167
Julio terne
tiempo y lo poco que antes quedaba ha desaparecido. Así le sucedió Martin MacCarthy.
¿Dónde estaban las horas de alegría y de fiesta que Hormiguita habl conocido al principio
de su estancia en la granja? No se trabajaba, y d rante aquellos largos días, la familia
desesperada, holgaba en torno de
abuela, que se desmejoraba a ojos vistas.
Además, aquella avalancha de desastres había golpeado a la may parte de los distritos del
condado. Así, desde principios del invierno 1881, las amenazas habían salido de todos los
sitios, es decir, la violenc
puesta al servicio de las ligas agrarias para impedir el arrendamiento las tierras, y el ser
puestas en cultivo, procedimiento que arruina al láá brador y al propietario. No es con estos
medios como Irlanda puede capar a las exacciones del régimen feudal ni traer la retrocesión
del sueli a los arrendatarios en una justa medida, ni abolir las funestas práctic del
landlordismo.
Sin embargo, la agitación aumentó en las parroquias aniquiladas tantas miserias. En primer
lugar, el condado de Kerry se distinguió por m dio de sus mítines y la audacia de los agentes
de la autonomía, que lo r corrieron desplegando la bandera de la land‐league. El año
preceden mister Parnell había sido elegido por tres circunscripciones.
Aunque con disgusto de su mujer y de su madre, Murdock no dudó lanzarse a este
movimiento. Desafiando el frío y el hambre, nada pudo d tenerle. Corrió de pueblo en
pueblo, a fin de provocar un levantamien
general con motivo de la entrega del alquiler y para impedir el arrend2 miento de las tierras
después de la victoria de los labradores. Martin Sim en vano procuraron detenerle.
¿Además, no lo aprobaban ellos mi mos, puesto que sus esfuerzos nada habían alcanzado y
se veían en vf peras de ser arrojados de la granja de Kerwan donde tanto tiempo había
vivido?
Sin embargo, la administración había tomado sus precauciones. lord lugarteniente se había
apresurado a dar órdenes en previsión de un rebelión de los nacionalistas. Ya las escuadras
de la mounted constabui
168
Aventuras de un niño irlandés
lary recorrían los campos con orden de cargar la mano, y de disolver si era preciso los
mítines por la fuerza, arrestando a los más ardientes de los fanáticos señalados a la policía
irlandesa. Evidentemente, Murdock sería bien pronto de éstos, si no lo era ya. ¿Qué podían
hacer los irlandeses contra un sistema que reposa sobre treinta mil soldados ‐acampados,
ésta es la palabra‐, en Irlanda?
Es fácil suponer en qué angustia viviría la familia MacCarthy. Cuando sonaban pasos en el
camino, Martina y Kitty palidecían. La abuela levantaba la cabeza, y un instante después la
dejaba caer de nuevo sobre el pecho. ¿Serían agentes de policía que se dirigían a la granja
para prender a Murdock, y tal vez también a su padre y a su hermano?
Más de una vez había Martina suplicado a su hijo mayor que se sustrajera a las medidas de
que estaban amenazados los principales miembros de la liga agraria. Habíanse practicado
algunas detenciones en las ciudades, y se practicarían también en los campos. ¿Pero dónde
hubiera podido ocultarse Murdock? Pedir auxilio a las cavernas del litoral, buscar refugio
bajo los bosques en los inviernos de Irlanda, no había que pensar en ello. Además, Murdock
no quería separarse ni de su mujer ni de su hija, y admitiendo que pudiera encontrar alguna
seguridad en los condados del norte, menos vigilados por la policía, le hubieran faltado
recursos para llevar a Kitty y para subvenir a las necesidades de la existencia. Aunque la
causa nacionalista contase con dos millones de adictos, no bastaban para un levantamiento
contra el landlordismo.
Murdock quedó, pues, en la granja presto a huir si los constables llegaban para prenderle.
Así es que se vigilaba el camino. Hormiguita y Birk rondaban por los alrededores. Nadie
hubiera podido aproximarse media milla sin ser visto.
Lo que además inquietaba a Murdock era la próxima visita del regidor encargado de cobrar
el arriendo en Navidad.
Hasta entonces Martin MacCarthy había estado en condiciones de poder pagar con los
productos de la granja y algunas economías realizadas en los años anteriores. Una o dos
veces solamente había pedido y obte
169
Julio Verne
nido, no sin trabajo, un breve aplazamiento. Pero hoy, ¿cómo procura dinero? ¿Qué
hubiera vendido, puesto que nada le quedaba, ni los ani_‐. les que habían perecido, ni sus
ahorros que los impuestos habían dev ralo?
No se habrá olvidado que el propietario del dominio de Rockingh era un lord inglés que no
había ido nunca a Irlanda. Y admitiendo q este lord estuviera animado de buenas
intenciones para con sus colon ni los conocía, ni podía interesarse por ellos, ni ellos recurrir
a él. El m dleman John Eldon, que había tomado a su cargo la explotación del d minio, vivía
en Dublín. Sus relaciones con los labradores eran escasas, dejaba a su agente el cuidado de
hacer los cobros en las épocas acostu bradas.
Este agente que se presentaba una vez al año en casa del labrad MacCarthy se llamaba
Harbert. Muy duro, y acostumbrado al espec culo de las miserias del campesino sin
conmoverse, era una especie de al
guacil al que ninguna súplica había emocionado. Se sabía que era despia dado en su oficio.
Recorriendo las granjas del condado había ya dad pruebas de lo que era capaz; familias
arrojadas sin piedad de sus frías m radas; aplazamientos negados a los que hubiera podido
despejar la situ ción. Portador de órdenes formales, parecía que aquel hombre sentía pla
cer al aplicarlas en todo su rigor. En Irlanda se ha osado proclamar e otro tiempo esta
abominable declaración. «No es violar la ley matar un irlandés». La inquietud era, pues,
extrema en Kerwan. La visita de Har bert no debía tardar, pues aquella última semana de
diciembre la emplea ba en recorrer el dominio de Rockhingham.
La mañana del 29 de diciembre, Hormiguita, que fue el primero qu le vio, corrió
apresuradamente a prevenir a la familia reunida en la sala del piso bajo.
Todos estaban allí; el padre, la madre, los hijos, la bisabuela y su biznieta, que Kitty tenía en
su regazo.
El agente atravesó el patio con paso decidido ‐el paso del dueño‐, abrió la puerta de la sala
y sin quitarse el sombrero, sin dar los buenos
170
Aventuras de un niño irlandés
días, como hombre que está en su casa, se sentó en una silla ante la mesa y sacando
algunos papeles de su saco de cuero, dijo rudamente:
‐Son cien libras las que me tiene que dar por el año, MacCarthy; ¿no es eso?
‐Sí, señor Harbert‐respondió el labrador, cuya voz temblaba ligeramente‐. Son cien libras.
Pero yo le pido un plazo; alguna vez me lo ha concedido. ‐¡Un plazo!... ¡Plazos!... ‐exclamó
Harbert‐. ¿Qué significa esto? ¡Oigo esto en todas las granjas! ¿Es con plazos como mister
Eldon podrá pagar a lord Rockingham?
‐El año ha sido malo para todos, señor Harbert, y puede creer que en nuestra granja nada
se ha ahorrado.
‐Esto no me interesa, MacCarthy, y no puedo concederle el plazo. Hormiguita, oculto en un
rincón sombrío, con los brazos cruzados y los ojos muy abiertos, escuchaba.
‐Vamos, señor Harbet ‐dijo el labrador‐. Tenga piedad de los pobres. No se trata más que de
darnos un poco de tiempo. La mitad del invierno ha pasado y no ha sido muy riguroso. Nos
indemnizaremos en la próxima estación.
‐¿Quiere pagar, sí o no, MacCarthy?
‐Querríamos, señor Harbert, pero le aseguro que nos es imposible. ‐¡Imposible! Procúrese
dinero vendiendo.
‐Lo hemos hecho, y lo que nos quedaba ha sido destruido por la inundación. De los muebles
no sacaríamos con seguridad cien chelines. ‐Y ahora que no está en situación de comenzar
sus labores ‐exclamó el agente‐, ¿cuenta para pagar con la próxima cosecha? ¿Es que se
burla de mí?
‐No, señor Harbert, Dios me libre; pero, por piedad, ¡no nos quite esa última esperanza!
Murdock y su hermano, mudos e inmóviles, contenían, no sin trabajo, su indignación al ver
a su padre humillarse ante aquel hombre.
En aquel momento la abuela, irguiéndose a medias en su sillón, dijo con voz grave:
Julio Verne
‐Señor Harbert, tengo setenta y siete años y toda mi vida la he pasa en esta granja que mi
padre dirigía con mi marido y mi hijo. Hasta h siempre hemos pagado nuestro alquiler, y por
la primera vez que le pe mos un año de espera, no creeré que lord Rockingham vaya a
echarnos. ‐No se trata de lord Rockingham ‐respondió brutalmente bert‐. Yo no conozco a
su lord Rockingham. Pero mister John Eldon conoce. Me ha dado órdenes formales, y si no
me pagáis, abandonaréi Kerwan.
‐¡Abandonar Kerwan! ‐exclamó Martina, transida de dolor y pá lida como una muerta.
‐¡En el término de ocho días!
‐¡Y dónde encontraremos un asilo! ‐¡Donde quieran!
Hormiguita había visto ya muchas cosas tristes, y sentido él mismo te. rribles miserias, y sin
embargo, parecíale que no había asistido jamás a nada parecido. Sin lágrimas ni gritos, la
escena era terrible.
Sin embargo, Harbert se había levantado. Antes de volver los papeles al saco, preguntó ‐Por
última vez, ¿quiere pagar?
‐¿Y con qué?
Era Murdock el que acababa de intervenir formulando la pregunta con voz terrible.
‐Sí, ¿con qué? ‐repitió avanzando lentamente hacia el
Harbert conocía a Murdock de antiguo. No ignoraba que era uno de los más activos
partidarios de la liga contra el landlordismo, y sin duda creyó llegada la ocasión de
expulsarle del país. Así respondió alzando los hombros.
‐¿Con qué, pregunta? No será acudiendo a los mítines, mezclándose con los rebeldes,
contra los propietarios del suelo. Es trabajando. ‐¡Trabajando! ‐dijo Murdock, que tendió las
manos endurecidas por las labores‐. ¿Es que no han trabajado estas manos? ¿Es que mi
padre, mis hermanos, mi madre están de brazos cruzados desde tantos años
172
Aventuras de un niño irlandés
en esta granja? ¡Señor Harbert, no diga esas cosas, pues me siento incapaz de oírlas!
Murdock acabó su frase con un gesto que hizo retroceder al agente. Y entonces, dejando
salir de su corazón toda la cólera amasada por la injusticia social, habló con la energía que
lleva la lengua irlandesa, esa lengua de la que se puede decir: « ¡Cuándo aboguéis por
vuestra vida, hacedlo en irlandés!»
Y era por su vida, por la vida de todos los suyos, por lo que se dejaba arrastrar a tan
terribles recriminaciones.
Desahogado su corazón, se sentó.
Sim sentía excitada su indignación como el fuego. Martina, con la cabeza baja, no osaba
interrumpir el silencio que había seguido a las violentas palabras de Murdock.
Martina se levantó, y dirigiéndose al agente, le dijo:
‐Señor, soy yo la que os implora... Concédanos una prórroga. Esto nos permitirá pagarle.
Algunos meses solamente, y a fuerza de trabajo... Señor... Se lo pido de rodillas, ¡por
compasión!
Y la desdichada mujer se inclinaba ante aquel hombre despiadado, cuya sola actitud era un
insulto.
‐¡Basta, madre! ¡Ya es mucha humillación! ‐dijo Murdock, obligando a Martina a levantarse‐
. No es con súplicas como se responde a tales miserables.
‐No ‐dijo Harbert‐. Y las palabras para nada sirven. El dinero, el dinero al instante, o antes
de ocho días serán arrojados.
‐¡Antes de ocho días, sea! ‐exclamó Murdock‐. Pero primero voy a arrojarle yo de esta casa,
¡de la que aún somos los dueños!
Y precipitándose sobre el agente, le cogió por un brazo y lo puso en el patio.
‐¿Qué has hecho, hijo mío? ‐dijo Martina mientras los demás inclinaban la cabeza.
‐Lo que todo irlandés debería hacer ‐respondió Murdock‐. ¡Arrojar los lores de Irlanda como
yo he arrojado a ese agente de esta granja!
173
XVI
EVICCIÓN
Tal era la situación de la familia MacCarthy al principio del año 1882, Hormiguita acababa
de cumplir sus diez años. Vida corta, sin duda, si n. se gradúa más que por los años, pero ya
larga por las pruebas sufridas., No contaba aún más que tres años de dicha; los que
siguieron a su 116. gada a la granja.
La miseria que otras veces había conocido caía ahora sobre los sere más queridos por él en
el mundo; sobre aquella familia que había llegad a ser la suya. La desgracia iba a romper
brutalmente los lazos que unía__
al hermano, a la madre, a los hijos. Se verían obligados a separarse, a dispersarse,
persarse, tal vez a abandonar Irlanda, puesto que no podían vivir en la isla natal. Durante
estos últimos años, se ha procedido a la evicción dé tres millones y medio de labradores, y
lo que a tantos llegaba, ¿no les al canzaría a ellos?
¡Dios tenga compasión de este país! El hambre le asedia como una epidemia, como una
guerra. Se recuerda siempre el invierno 1740‐41, en el que tantos sucumbieron al hambre,
y el de aquel año 1847, más terrible
aún, «el año negro», como le llamaron los habitantes de quinientas millas a la redonda.
Cuando las cosechas faltan, las ciudades enteras se despueblan. Se puede entrar en las
granjas, pues la puerta queda abierta. No hay nadie. Los labradores han sido arrojados de
ellas sin piedad. La industria agrí
174
Aventuras de un niño irlandés
i„1, está herida en el corazón. Si esto proviene de que el trigo, el centeno p la avena no han
dado frutos, posible será esperar un año mejor; pero Cuando un invierno riguroso y
prolongado ha matado la patata, los habitantes del campo tienen que huir a la ciudad,
refugiándose en los Workhouses, a menos que prefieran emigrar del país. Aquel año
muchos se habían ya resuelto a esto: a continuación de tales desastres, en ciertos condados
la población ha sido reducida en una proporción considerable. Parece que en otro tiempo
Irlanda ha contado doce millones de habitantes, y ahora hay, sólo en los Estados Unidos de
América, seis o siete millones de colonos de origen irlandés. ¡Emigrar! ¿No era ésta la
suerte a que se vería condenada la familia de Martin MacCarthy? Sí. Y muy pronto. Ni las
recriminaciones de la liga agraria, ni los mítines en que Murdock tomaba parte, parecían
modificar aquel estado de cosas. Los recursos del poor‐board serían insuficientes para
socorrer tantas víctimas. La caja, alimentada por la asociación de los honre‐rulers, no
tardaría en quedar vacía. En cuanto a un levantamiento contra los propietarios del suelo, el
lord lugarteniente estaba decidido a impedirlo por la fuerza. Se veían muchos agentes
esparcidos por los condados sospechosos, es decir, por los más miserables.
Hubiera sido, pues, prudente, que Murdock tomase serias precauciones, pero él se negaba
a hacerlo. Abrasado de rabia, loco de desesperación, no era dueño de sí y amenazaba,
empujando a los campesinos a la rebelión. Su padre y su hermano, arrastrados por su
ejemplo, se comprometían con él. Nada era capaz de contenerlos. Hormiguita, temiendo
ver aparecer la policía, pasaba los días vigilando los alrededores de la granja.
Entretanto, se vivía de los últimos recursos. Con objeto de procurarse algo de dinero, se
habían vendido algunos muebles. ¡Y el invierno debía durar aún varios meses! ¿Cómo
subsistir hasta la buena estación, y qué esperar de un año que parecía estar comprometido
irremisiblemente?
A estas inquietudes por el presente y por el porvenir, uníanse las que causaba el estado de
la abuela. La pobre anciana se debilitaba de día en día, y no tardaría en morir. Al presente
no abandonaba jamás su cuarto
175
Julio Verne
ni su lecho. Hormiguita era el que más la acompañaba. Ella quería q fuese allí, llevando en
sus brazos a Jenny, que contaba dos años y me y que le sonreía. Algunas veces la abuela
cogía a la niña, respondiendo su sonrisa. ¡Y qué desoladora idea le venía a la mente,
pensando en el p venir de su nieta! Entonces decía a Hormiguita:
‐La quieres mucho, ¿verdad? ‐Sí, abuela.
‐¿No la abandonarás nunca? ‐Nunca... Nunca...
‐¡Quiera Dios que sea más dichosa que nosotros! ¡Es tu ahijada, n lo olvides! Tú serás mozo
cuando ella todavía será una niña. Un padrin es como un padre. ¡Si sus padres le faltaran!...
‐No, abuela ‐respondía Hormiguita‐. No tenga esos temores. desdicha no durará siempre.
Pasados algunos meses será otra cosa. Rec brará la salud y la volveremos a su butaca,
mientras Jenny juega a su lado
Y mientras Hormiguita hablaba de este modo, sentía el corazón opri mido, las lágrimas
asomando a sus ojos, pues sabía que la abuela estab enferma, muy enferma. Sin embargo,
tenía fuerza para contenerse, ant
ella al menos. Si lloraba, era fuera, cuando nadie podía verle. Además, te nía siempre miedo
de hallarse en presencia de Harbert, llegando con los agentes para arrojar a la familia de su
único abrigo.
La anciana empeoró en la primera semana de enero. Acometiéronl síncopes, y uno de ellos
fue tan prolongado, que se creyó que su fin ha bía llegado.
El día 6 fue un médico; un doctor de Tralée, uno de esos prácticos ea ritativos, que no
rehúsan prestar sus servicios a los pobres, aunque esto no les proporcione utilidad alguna.
Entonces hacía un viaje a caballo por aquellas desoladas campiñas. Al pasar por allí,
Hormiguita, que le conocía por haberle encontrado en la capital del condado, le hizo entrar
en la granja. Y el médico aseguró que las privaciones, la edad y el disgusto que aniquilaba a
la moribunda, traerían una catástrofe inminente.
176
Aventuras de un niño irlandés
No era posible ocultar a la familia la situación de la anciana. La abuela no viviría ni algunos
meses, ni algunas semanas: le quedaban algunos días solamente. Poseía su juicio cabal y lo
conservaría hasta el fin; y era tan dura al mal, tan resistente, que la lucha con la muerte
sería acompañada, sin duda, de una cruel agonía. En fin, llegaría el aniquilamiento, la
respiración se detendría y el corazón cesaría de latir.
Antes de abandonar la granja, el médico recetó una poción que podía endulzar los últimos
instantes de la abuela. Después se marchó, dejando la desesperación en aquella casa donde
la caridad le había llevado.
Ir a Tralée, hacer preparar la medicina, traerla a la granja, era cosa de unas veinticuatro
horas. ¿Pero cómo pagar su importe? Pagados los impuestos, la familia no vivía más que de
algunas legumbres de la granja, sin comprar nada. En los cajones no quedaba un chelín, ni
tampoco nada que vender... Era la miseria en sus límites extremos.
Hormiguita recordó entonces. Quedaba la guinea que miss Anna Waston le había dado en
el teatro de Limerick. Pura broma de la actriz, pero él, que había tomado en serio su papel
de Sib, miraba este dinero como bien ganado. Así es que había guardado cuidadosamente
aquella guinea en la olla de los guijarros que por entonces no podía esperar que fuesen
transformados en peniques o en chelines.
Nadie sabía en la granja que Hormiguita poseyese aquella moneda de oro, y pensó
emplearla en comprar la medicina recetada a la abuela. Esto contribuiría a endulzar sus
sufrimientos, tal vez a prolongar su vida... ¿y quién sabe?... a una mejoría en su estado.
Hormiguita quería siempre esperar, aunque toda esperanza fuera ilusoria. Decidido a
ejecutar su proyecto, se abstuvo de decir nada de él. Tenía el derecho incontestable de
emplear ese dinero como quisiera. No había tiempo que perder. A fin de no ser visto,
contaba partir de noche. Doce millas de ida y doce de vuelta... No dejaba de ser un largo
trayecto para un niño, pero no pensó en ello. En cuanto a su ausencia, que duraría un día
por lo menos, nadie la notaría, pues tenía la costumbre de estar fuera todo el tiempo que
no consagraba a la abuela, vigilando los alrededores, observando el camino
177
Julio Verne
en una o dos millas, espiando la llegada del agente para expulsar a la f milla, o la del
constable y los suyos para llevarse preso a Murdock. Al día siguiente, 7 de enero, a las dos
de la madrugada, Hormigui abandonó la casa, no sin haber besado a la anciana que dormía
y a la q. no despertó el beso. Saliendo después de la sala, atravesó la puerta s ruido, y
acarició a Birk, que venía a su encuentro y parecía decirle: ‐¿No me llevas?
¡No! Quería dejarle en la granja. Durante su ausencia, el fiel an podría prevenir de toda
aproximación sospechosa. Atravesado el patio abierta la valla, el niño se encontró solo en el
camino de Tralée. La oscu
ridad era profunda todavía. En los primeros días de enero, tres sema antes del solsticio, en
aquella latitud comprendida entre los paralelos cin cuenta y dos y cincuenta y tres, el sol se
eleva muy tarde en el horizonte del suroeste. A las siete de la mañana apenas si las
montañas se colorean con la naciente luz del alba. Hormiguita tenía, pues, que hacer la
mitad del trayecto en plena noche. Esto no le atemorizó.
El tiempo era muy frío, aunque el termómetro no marcase más qu doce grados bajo cero.
Millares de astros estrellaban el firmamento. El ca mino, todo blanco, seguía hasta perderse
de vista, aclarado por el refleje
de la nieve. Los pasos resonaban con un ruido seco.
Habiendo Hormiguita partido a las dos de la mañana, esperaba regresar antes de la noche.
Según sus cálculos, estaría en Tralée a las ocho. Hacer trece millas en seis horas no era cosa
para inquietar a un mozo
acostumbrado a la fatiga y que poseía buenas piernas. En Tralée descansaría un par de
horas comiendo un pedazo de pan y queso, y bebiendo un vaso de cerveza en alguna
taberna por dos o tres peniques. Después, con la medicina, se pondría en camino a eso de
las diez, para estar de vuelta por la tarde.
Este programa bien combinado sería seguido rigurosamente, si no sobrevenía algún
accidente imprevisto. El camino era fácil y el tiempo a propósito para andar de prisa. Y era
una fortuna que el frío hubiera traído el apaciguamiento de los trastornos atmosféricos.
178
Aventuras de un niño irlandés
En efecto, con los huracanes del oeste no hubiera podido ir contra el #lento. Las
circunstancias, pues, le favorecían, por lo que dio gracias a la providencia.
Es cierto que podía temer algún mal encuentro, entre otros una manada de lobos. Aunque
el invierno no había sido riguroso en extremo, estos animales llenaban con sus lúgubres
aullidos los bosques y las llanuras del condado. Hormiguita lo sabía; así es que su corazón
palpitó fuertemente cuando se encontró solo, en campo raso, en aquel interminable
carnino.
A buen paso, y sin descansar, nuestro joven hizo en dos horas las seis primeras millas de su
camino. Eran las cuatro de la mañana. Hacia el oeste, la profunda oscuridad se aclaraba ya
con ligeras coloraciones y las estrellas comenzaban a palidecer. Pero aún faltaban tres
horas para que el sol iluminase el horizonte.
Hormiguita sintió necesidad de hacer un alto de unos diez minutos. Sentose sobre la raíz de
un árbol, y sacando de su bolsillo una patata asada en el rescoldo, la comió con avidez. Esto
le permitiría esperar la hora de su llegada a Tralée; a las cuatro y cuarto siguió su camino.
Inútil es decir que el niño no temía perderse. Conocía el camino que va desde Kerwan a la
capital del condado por haberlo recorrido a menudo en el coche cuando Martin MacCarthy
le llevaba al mercado. Aquél era el buen tiempo; el tiempo en que era feliz, ¡tan lejano
ahora!...
El camino continuaba estando desierto. Ni un viandante, ni una carreta con dirección a
Tralée, en la que no se le hubiera negado un sitio, y con lo que se ahorraría fatiga. No debía,
pues, contar más que con sus pequeñas piernas... pequeñas... sí, pero sólidas.
En fin, anduvo otras cuatro millas, tal vez más despacio que las seis primeras, y no
quedaban más que dos.
Eran las siete y media. Las últimas estrellas acababan de apagarse en el horizonte, hacia el
oeste. El alba melancólica de aquellas altas latitudes aclaraba vagamente el espacio, hasta
que el sol hubiera disuelto las brumas de las zonas bajas...
179
Julio Uerne
En este momento un grupo de hombres apareció en lo alto del camin procedente de Tralée.
La primera idea del niño fue ocultarse, e instintivamente, sin reflexi nar que no le convenía,
corrió a esconderse tras un zarzal para observ a los que venían.
Eran éstos unos doce agentes de policía acompañados de un constab Desde que el país era
vigilado, no era raro encontrar estas brigadas or nizadas por orden del lord lugarteniente.
Hormiguita no tenía motivo para sorprenderse del encuentro. Per,, dejó escapar un grito
cuando en medio del grupo reconoció a Harbert, se guido de dos o tres de esos agentes que
se emplean para las expulsion
¡Qué presentimiento le oprimió el corazón! ¿Se dirigía Harbert a granja? ¿Esta brigada de
agentes iba a arrestar a Murdock? Hormiguita no quiso quedar con esta idea. Cuando el
grupo desap reció, saltó al camino, corrió tanto como le fue posible y hacia las ocho media
estaba junto a las primeras casas de Tralée.
Su primer cuidado fue ir a casa de un farmacéutico, donde esperó q le despacharan la
medicina. Después, para pagar, presentó la moneda oro, toda su fortuna. Cambiole el
boticario la guinea, y como la medici era muy cara, no le devolvió más que unos quince
chelines.
No era ocasión de regatear, ¿verdad? Pero si el niño no pensó en est puesto que se trataba
de la abuela, prometiose economizar en su a muerzo. En lugar del queso y la cerveza,
contentose con un gran pedazo
de pan que devoró con ansia. A las diez había abandonado Tralée y vuelta a tomar el
camino de Kerwan.
En otras circunstancias, y a aquella hora, el campo hubiera presentad alguna animación. En
los caminos se hubieran visto carretas o jautings cars transportando gentes o mercaderes a
los diversos pueblos del con
dado. Se hubiera sentido palpitar la vida comercial o agrícola. Pero después de los desastres
del año, el hambre y la miseria habían despoblado la provincia. ¡Cuántos campesinos se
habían decidido a abandonar el país donde no podían vivir! Hasta en los tiempos normales,
¿no se calcula en
180
Aventuras de un niño irlandés
n mil por año los irlandeses que van al Nuevo Mando, a Australia o a ¡ea meridional, en
busca de un rincón donde puedan tenerla espeuua de no morir de hambre? ¿Y no existen
compañías de emigración Rue por dos libras esterlinas transportan a los emigrantes hasta
las co¡narcas del sur de América?
Aquel año las comarcas de Irlanda occidental habían sido abandonadas en una proporción
más considerable, y parecía que aquellos caminos, pan animados en otras ocasiones, no
eran más que un desierto, o lo que es más triste aún, un país abandonado.
Hormiguita seguía caminando con rapidez. No quería notar su fatiga y desplegaba una
extraordinaria energía. Claro es que le había sido imposible alcanzar a la brigada que lo
adelantaba en dos o tres horas. Las huellas dejadas sobre la nieve indicaban que el
constable y sus hombres, Harbert y los suyos, seguían el camino de la granja. Razón de más
para que nuestro héroe se apresurase, aunque sus piernas se resintiesen en tan larga
jornada. No hizo el descanso que se tomó al ir. Caminaba, caminaba sin detenerse. A eso de
las dos de la tarde, no le faltaban más que dos millas para llegar a Kerwan. Una media hora
después se encontraba junto a los edificios en medio de la vasta llanura, donde todo se
confundía en una blancura inmensa.
Lo primero que sorprendió a Hormiguita, fue no distinguir ningún humo en el aire, y sin
embargo, en el hogar de la sala no debía faltar combustible. Además, un inexplicable
sentimiento de soledad y de abandono parecía salir de aquel lugar.
El niño apresuró el paso, hizo un último esfuerzo y corrió; cayendo y levantándose, llegó
ante la valla que cerraba el patio...
¡Qué espectáculo! La valla estaba rota. De los edificios de los establos, no restaban más que
cuatro paredes sin tejado. La paja había sido arrancada. No había ni una puerta, ni un
marco en las ventanas, ¿se había querido dejar la casa inhabitable, a fin de impedir que la
familia pudiera conservar allí un abrigo? ¿Era una ruina voluntaria hecha por la mano del
hombre?
Julio Verne
Hormiguita se quedó inmóvil. Lo que sentía era espantoso.
No osaba franquear la valla del patio. No se atrevía a aproximarse a la casa. Decidiose, sin
embargo. Preciso era saber si el labrador o alguno de sus hijos estaban allí aún.
Avanzó hasta la puerta... llamó... Nadie le respondió. Sentose entonces en el umbral y
rompió a llorar.
He aquí lo que había ocurrido durante su ausencia.
No son raras en los condados de Irlanda esas abominables escenas de evicción que traen
como consecuencia, no solamente el abandono de las granjas, sino de pueblos enteros.
Pero esas pobres gentes arrojadas del lugar donde han nacido y vivido, donde esperarían
morir, ¿no querrían tal vez volver, forzar la puerta y buscar un refugio que no encontrarían
en otra parte? Pues bien: el medio de impedirlo es muy sencillo. Es preciso dejar la casa
inhabitable, y así se hace por medio un battering‐ram. Es éste una viga que se balancea a la
punta de un árbol entre tres montantes. Este ariete lo derriba todo. La casa queda
desprovista de su tejado; la chimenea se echa abajo, se destruye el hogar, se rompen las
puertas y ventanas. No quedan más que las paredes. Y desde el momento en que esta ruina
está a merced de los huracanes, inundada por la lluvia y por la nieve, el landlord o sus
agentes pueden estar seguros: la familia no volverá a albergarse allí.
Después de tales actos, que llegan a la ferocidad, ¿cómo asombrarse del odio que llena el
corazón del campesino irlandés?
En Kerwan, la evicción había sido acompañada de escenas aún más espantosas. En efecto,
la venganza había tenido su parte en esta obra de inhumanidad. Queriendo Harbert hacer
pagar a Murdock su violencia, no se había contentado con ir con sus agentes por cuenta del
midleman; había denunciado al labrador, y los constables tenían orden de arrestarle.
Primero Martin, su mujer y sus hijos fueron arrojados fuera mientras los agentes de Harbert
destrozaban el interior de la casa. No se había respetado ni a la abuela. Arrancada de su
lecho, llevada en medio del patio, ella había podido levantarse una vez aún para maldecir
de sus asesinos y
182
Aventuras de un niño irlandés
Este ariete lo hunde todo. 183
Julio Verne
de los de Irlanda, y había caído muerta. En ese momento, Murdork, que hubiera tenido
tiempo para huir, se había arrojado sobre aquellos miserables. Loco de cólera, blandía un
hacha.
Su padre y su hermano habían querido, como él, defender a su familia; los agentes y
constables eran numerosos, y a la fuerza se cumplió la ley si se puede cubrir con este
nombre semejante atentado contra todo lo justo y humano.
La rebelión contra los agentes de la policía era un hecho, y no solamente Murdock, sino
también Martin y Sim fueron arrestados. Así, aunque desde 1870 ninguna evicción podía
efectuarse sin una indemnización para los labradores expulsados, habían perdido el
beneficio de esta ley.
En la granja no se podía dar a la abuela cristiana sepultura.
Era preciso llevarla al cementerio. Sus dos nietos la llevaron seguidos de Martin, de Martina
y de Kitty, que llevaba a su hija en brazos, y en medio de los constables y agentes.
El cortejo fúnebre tomó el camino de Limerick.
¡Imaginad cosa más triste, más lamentable que este cortejo de toda una familia prisionera,
acompañando el cadáver de una pobre anciana! Hormiguita, que había conseguido dominar
su espanto, recorría las habitaciones devastadas donde estaban los restos de los muebles,
llamando siempre... y nadie... nadie...
¡He aquí en qué estado se encontraba aquella casa, donde habían transcurrido los únicos
años dichosos de su vida, aquella casa a la que se sentía unido por tantos lazos, que una
suprema catástrofe acababa de derribar!
Pensó entonces en su tesoro; en los guijarros que marcaban el número de los días
transcurridos desde su llegada a Kerwan... Buscó la olla... La encontró intacta en un rincón.
¡Ah, aquellos guijarros! Hormiguita sentado en el marco de la puerta, quiso contarlos...
Había mil quinientos cuarenta.
Esto representaba los cuatro años y ochenta días, desde el 20 de octubre de 1877 al 7 de
enero de 1882, pasados en la granja.
184
Aventuras de un niño irlandés
Y al presente era preciso abandonarla, era preciso tratar de reunirse con la familia que
había sido la suya.
Pero antes de partir, Hormiguita formó un paquete con su ropa, que encontró en un cajón
medio roto. Después, en medio del patio, hizo un agujero al pie del abeto plantado el día
del nacimiento de su ahijada, y enterró la olla que contenía los guijarros.
Tras dar un último adiós a la casa en ruinas, se lanzó al camino, negro ya por las sombras
del crepúsculo.
185
XVII
SUS SEÑORÍAS
Lord Piborne, sin perder nada de la corrección de sus modales, levantó los diversos papeles
depositados sobre la mesa de su gabinete; barajó los periódicos esparcidos aquí y allá;
acarició los bolsillos de su bata de terciopelo amarillo, y, volviéndose, acentuó su gestecillo
de malhumor.
De esta aristocrática manera, sin otra contracción en los músculos de su rostro, era como su
señoría manifestaba ordinariamente sus más vivas contrariedades.
Inclinose sobre la mesa, cubierta de un tapete con ancha cenefa. Alzándose después, se
dignó oprimir el botón de un timbre en el ángulo de la chimenea.
Casi enseguida, John, el ayuda de cámara, apareció en la puerta y se detuvo en ella.
‐Mire si mi cartera se ha caído bajo la mesa ‐‐dijo lord Piborne. John se inclinó, y levantando
el tapete volvió a alzarse con las manos vacías.
La cartera de su señoría no se encontraba allí. Segundo fruncimiento de cejas de lord
Piborne. ‐¿Dónde está lady Piborne? ‐preguntó.
‐En sus habitaciones ‐respondió el ayuda de cámara. ‐¿Y el conde Ashton?
‐Pasea en el parque.
186
Aventuras de un niño irlandés
Presente mis cumplimientos a su señoría lady Piborne, diciéndole que desearía tener el
honor de hablarle lo más pronto posible.
John volviose derecho ‐un criado bien educado no se puede inclinar en el servicio‐ y salió
del gabinete con paso mecánico para cumplir las órdenes de su amo.
Su señoría lord Piborne tiene cincuenta años (cincuenta años más que unir a algunos siglos
que cuenta su egregia familia, virgen de todo lo que pudiera desmentir su nobleza).
Miembro respetable de la Cámara Alta, echa de menos los antiguos privilegios feudales, los
tiempos de las rentas y dominios, las prácticas de los altos justicias, sus antecesores, los
homenajes que les rendían sin distinción. Es marqués; su hijo, conde. Los barones,
caballeros y otros de orden inferior, apenas si, en su opinión, tienen derecho a figurar en la
verdadera nobleza. Alto, delgado, con mirada desdeñosa y palabra escasa, lord Piborne
representa el tipo de esos gentileshombres envueltos en sus viejos pergaminos, y que,
afortunadamente, tienden a desaparecer hasta en ese aristocrático reino de Gran Bretaña e
Irlanda.
Conviene observar que el marqués es de origen inglés, y la marquesa, de origen escocés.
Sus señorías están hechos el uno para el otro, bien resueltos a no descender de su rango, y
destinados a dejar una sucesión de especie superior. ¿Qué queréis? Se figuran, sin duda,
que Dios se pone guantes para recibirlos en su santo paraíso.
Abriose la puerta, y como si se tratara de la entrada de una alta dama en los salones de
recepción, el ayuda de cámara anunció;
‐Su señoría lady Piborne.
La marquesa ‐cuarenta años confesados‐, alta, delgada, angulosa, con el cabello peinado en
bandas, la nariz aristocrática, el cuerpo liso, los hombros delgados, jamás debió ser
hermosa; pero en lo que toca a la corrección de modales y al respeto a las tradiciones y
privilegios, no la pudo escoger mejor lord Piborne.
John avanzó un sillón, en el que se sentó la marquesa, retirándose el primero.
187
Julio Uerne
El noble esposo se expresó en estos términos:
‐Me excusará, marquesa, si le he suplicado que abandonase sus habitaciones para venir a
mi gabinete.
No hay que asombrarse de que sus señorías hablasen tan ceremonio. samente hasta en sus
conversaciones privadas. Esto es de buen tono jamás se rebajarían hasta el punto de hablar
de esa manera familiar que Dickens ha llamado el perrucobalivernage.
‐Estoy a sus órdenes, marqués ‐respondió lady Piborne‐. ¿Qué pregunta desea dirigirme?
‐Ésta, marquesa, solicitando que llame su recuerdo. ‐Le escucho.
‐Marquesa, ¿no partimos del castillo ayer, hacia las tres de la tarde, para volver a
Newmarket, a casa de mister Laird, nuestro abogado? ‐En efecto... ayer... por la tarde ‐
respondió lady Piborne.
‐Si no recuerdo mal, el conde Ashton, nuestro hijo, nos acompañaba en la carretela.
‐Sí, marqués, ocupaba un sitio delante. ‐Los dos ayudas de cámara, ¿no iban detrás? ‐Sí,
como es justo.
‐Esto dicho, marquesa ‐continuó lord Piborne, aprobando con un ligero movimiento de
cabeza‐, ¿recuerda, sin duda, que yo llevaba una cartera que contenía papeles relativos al
proceso con que se nos amenaza por la parroquia?
‐Proceso injusto que tiene la insolencia de intentar la parroquia ‐añadió lady Piborne,
acentuando esta frase con entonación muy significativa. ‐Esta cartera no sólo contenía
papeles importantes, sino una suma de cien libras, destinada a nuestro abogado.
‐Sus recuerdos son exactos, marqués.
‐Usted sabe, marquesa, cómo han ocurrido las cosas. Hemos llegado a Newmarket sin
haber abandonado el coche. Mister Laird nos ha recibido en el umbral de su casa. Le he
mostrado los papeles y he ofrecido de positar el dinero en sus manos. Nos ha respondido
que por el instante no
188
Aventuras de un niño irlandés
tenía necesidad de unos ni de otros, añadiendo que se propone venir al castillo cuando
llegue el tiempo de oponerse a las pretensiones de la parroquia...
‐Pretensiones odiosas, que, en otro tiempo, serían consideradas como atentatorias a los
derechos señoriales...
Y empleando estos términos tan precisos, la marquesa no hacía más que repetir una frase
de la que lord Piborne se había varias veces servido en su presencia.
‐Síguese de aquí ‐continuó el marqués‐ que yo he conservado mi cartera, que hemos vuelto
al carruaje, que hemos vuelto al castillo hacia las siete, cuando empezaba a anochecer.
La noche era oscura; estábase entonces en la última semana de abril. ‐Pues ‐continuó el
marqués‐ esa cartera que he traído, lo puedo asegurar, en el bolsillo izquierdo de mi abrigo,
me es imposible encontrarla.
‐Tal vez la habrá puesto al entrar sobre la mesa de su gabinete. ‐Lo creía así, marquesa,
pero he buscado en vano entre mis papeles. ‐¿No ha entrado nadie aquí desde ayer?
‐Sí, John, el ayuda de cámara, del que no hay que sospechar. ‐Siempre es prudente
sospechar de todos ‐respondió lady Piborne. ‐¿Sería posible que esa cartera hubiera
quedado en el coche?
‐El lacayo lo hubiera notado, y a menos que no creyera poder aprovecharse de esa suma de
cien libras...
‐Yo haría, en rigor, el sacrificio de las cien libras‐dijo lord Piborne‐, pero esos papeles que
constituían mi derecho frente a la parroquia... ‐¡La parroquia! ‐replicó lady Piborne.
Y se comprendía que el castillo hablaba por su boca, relegando a la parroquia al grado
ínfimo de un vasallo cuyas reivindicaciones eran tan deplorables como irrespetuosas.
‐De modo ‐dijo‐ que si perdemos ese pleito contra toda justicia... ‐Y lo perderemos, sin
duda ‐afirmó lord Piborne‐, a falta de poder reproducir esas actas.
189
Julio verne
‐¿La parroquia entraría en posesión de esos miles de acres de bosqugp: que confinan con el
parque y forman parte de los dominios de los Pibo desde los Plantagenet?
‐Sí, marquesa.
‐¡Eso sería abominable!
‐¡Abominable como todo lo que amenaza a la propiedad feudal en Irlanda, como esa
reivindicación de los home‐rulers, esa retrocesión de las tierras a los campesinos, esa
rebelión contra el landlordismo! ¡Ah, vivi• mos en una época singular, y si el lord
lugarteniente no pone orden, haciendo prender a los principales jefes de la liga agraria, no
sé cómo aca, barán estas cosas!
En este momento se abrió la puerta del gabinete, y un joven apareció en el umbral.
‐¡Ah! ¿Es usted, conde Ashton? ‐dijo lord Piborne.
El marqués y la marquesa no se olvidaban de dar el título a su hijo, el cual hubiera creído
faltar a todos los deberes que su nacimiento le imponía si no hubiera respondido:
‐Les deseo felices días, milord, padre mío.
Después avanzó hacia su madre, a la que besó ceremoniosamente la mano. Este joven
gentleman, de catorce años de edad, tenía un aspecto regular de una extraña
insignificancia, y una fisonomía que ni con los años debía de ganar ni en vivacidad ni en
inteligencia.
Era el natural producto de un marqués y una marquesa atrasados dos siglos, refractarios a
todos los progresos de la vida moderna, verdaderos torys de la época anterior a Cromwell,
dos tipos irreductibles. El instinto de la raza hacía de este joven un conde hasta la punta de
las uñas, y que los servidores del castillo estuvieran enseñados a satisfacer sus menores
caprichos. En realidad, no poseía ninguna de las cualidades de su edad, ni la viveza de
corazón, ni el entusiasmo de la juventud.
Era un señorito acostumbrado a no ver más que inferiores entre los que le rodeaban; poco
caritativo con los pobres, y muy instruido ya en asuntos de deportes, equitación, caza,
carreras, juegos; pero de una igno
190
Aventuras de un niño irlandés
rancia casi completa, no obstante la media docena de maestros que habían aceptado el
inútil cargo de instruirle.
El número de esos jóvenes gentlemen de elevado nacimiento, destinados a ser un día
perfectos imbéciles, de una perfecta distinción, tiende a disminuir. Sin embargo, existen
todavía, y el conde Ashton Piborne era uno de ellos.
Se le expuso la cuestión de la cartera. Él recordaba que milord, su padre, tenía dicha cartera
en la mano en el instante en que abandonaba la casa del abogado, y que la había colocado
no en el bolsillo de su abrigo, sino en uno de los almohadones de detrás de él, al partir de
Newmarket. ‐¿Está seguro de ello? ‐preguntó la marquesa.
‐Sí, milady; y no creo que la cartera haya podido caer del coche. ‐De eso resulta ‐dijo lord
Piborne‐ que allí se encontraba todavía cuando llegamos al castillo.
‐De donde será preciso deducir que ha sido sustraída por alguno de los criados ‐añadió lady
Piborne.
Ésta fue la opinión del conde Ashton. No tenía la menor confianza en aquellos criados que
son espías cuando no ladrones ‐las dos cosas frecuentemente‐, y a los que se debía tener el
derecho de castigar como en otra época a los siervos de Gran Bretaña. ¿De dónde sacaba
que Gran Bretaña había tenido alguna vez esclavos? Su gran disgusto era que el marqués y
la marquesa no hubiesen puesto un ayuda de cámara a su servicio particular, o al menos un
groom.
Esto era hablar, y para hablar de tal modo, reconozcamos que era preciso tener verdadera
sangre de los Piborne en las venas.
La conclusión de todo fue que la cartera había sido robada, y que el ladrón no era otro que
uno de los criados, que convenía informarse del caso, y que aquellos sobre los que pesare la
menor sospecha, serían entregados al constable, toda vez que lord Piborne no tenía el
derecho de alta y baja justicia.
El conde Ashton pulsó el botón del timbre, y algunos instantes después el intendente se
presentaba ante sus señorías.
Julio Verne
Un verdadero tipo de mojigato, mister Scarlett, el intendente de lor Piborne, era uno de
esos individuos aduladores y astutos, que se hacía santo, y era cordialmente detestado por
toda la servidumbre del castillo._ De maneras almibaradas y cara hipócrita, almibarada e
hipócritamente trataba a sus inferiores, sin cólera, sin arrogancia, acariciándoles con las
garras.
En presencia de los marqueses y del conde Ashton tenía el aire mo. desto de un bedel
parroquial.
Se le puso al tanto del asunto. La cartera, sin duda, había sido deposiw tada en los
almohadones del carruaje, y se hubiera debido encontrar allí. Ésta fue la opinión de mister
Scarlett, puesto que era la de lord y lady Piborne. A la llegada del coche, cuando él esperaba
respetuosamente junto a la portezuela, la oscuridad le había impedido ver si la cartera
estaba colocada en el lugar indicado por el marqués.
Tal vez mister Scarlett iba a indicar la posibilidad de que dicha cartera hubiera caído en el
camino. Pero se abstuvo de ello. Hubiera sido una falta de cuidado de lord Piborne.
Guardándose, pues, de formular su sos pecha, contentose con hacer observar que la
cartera debía contener papeles de gran valor. ¿No era esto claro... si pertenecía... si tenía el
honor de pertenecer a tan alto personaje?
‐Es evidente que ha sido sustraída ‐afirmó este último. ‐Un robo, si su señoría me lo permite
‐añadió el intendente.
‐Sí, un robo, mister Scarlett, y no solamente de una cantidad bastante considerable, sino de
los papeles en que se prueban los derechos de nuestra familia en el asunto de la parroquia.
Y quien no ha visto la fisonomía del intendente, ante la idea de que la parroquia osaba
disputar esos derechos a la noble casa de los Piborne‐abominación que no hubiera sido
posible en los tiempos en que los privilegios del nacimiento eran universalmente
respetados‐; quien no ha observado la actitud indignada de mister Scarlett, el temblor de
sus manos medio alzadas al cielo, sus ojos bajos, no es posible que imagine a qué grado de
perfección puede llegar un gazmoño en el arte de los gestos.
192
Aventuras de un niño irlandés
‐Mas si el robo ha sido cometido... ‐dijo al fin.
‐¿Cómo si ha sido cometido? ‐replicó la marquesa secamente. ‐Escúseme su señoría ‐se
apresuró a añadir el intendente‐. Quiero decir... puesto que ha sido cometido, no ha podido
ser...
‐Más que por alguno de nuestros criados ‐dijo el conde Ashton blandiendo el látigo que
tenía en la mano, de un modo feudal. ‐¡Mister Scarlett ‐dijo el conde Piborne‐ convendrá
comenzar una información a fin de descubrir los culpables, y bajo la fe de un af fidavit1,
requerir la intervención de la justicia, puesto que no nos es permitido ejercerla en nuestro
propio dominio.
‐Y si con la información nada se consigue, ¿qué partido tomará su señoría?
‐¡Todos los criados del castillo serán despedidos, mister Scarlett! ¡Todos!
Y el intendente se retiró al mismo tiempo que la marquesa regresaba a sus habitaciones y el
conde Ashton iba a reunirse con sus perros al parque.
Mister Scarlett se ocupó del asunto. No tenía duda para él que la cartera había caído del
coche en el trayecto de Newmarket al castillo. Esto era evidente, aunque indicase el
abandono del noble lord. Mas puesto que sus dueños exigían que él hiciese constar un
robo, que descubriese un ladrón, lo descubriría aunque tuviese que meter en un sombrero
los nombres de todos los criados y hacer responsable del crimen al primero que saliese.
Lacayos, ayudas de cámara, mujeres del servicio, cocineros, cocheros y mozos de cuadra
comparecieron ante el intendente. Claro es que ellos protestaron de su inocencia, y aunque
mister Scarlett tuviese ya su opinión formada en el asunto, les hizo malévolas insinuaciones,
amenazándoles con entregarlos a los constables si la cartera no parecía. No solamente
había sido robada una suma de cien libras, sino que los ladrones
1. Atestado bajo juramento o exposición escrita.
193
Julio Verne
habían igualmente sustraído un acta auténtica que establecía los derech de lord Piborne en
el proceso pendiente. ¿Y por qué algún criado no h biera podido hacer traición a su amo en
provecho de la parroquia? Pu bien; como se le echase la mano encima, podía considerarse
muy dicho de ser llevado a las penitenciarías de la isla de Norfolk... Lord Piborne e
poderoso, y robar a un señor como él era tanto como robar a un mie bro de la familia real.
Mister Scarlett habló de esta suerte a todos los que sufrieron su in rrogatorio.
Desgraciadamente, ninguno se confesó autor del crimen, después de haber acabado su
minuciosa información, el intendente apresuró a manifestar a lord Piborne que no había
producido resultad
alguno.
‐Esas gentes se entienden ‐declaró el marqués‐ y ¡quién sabe si n se han repartido el
producto del robo!
‐Creo que su señoría tiene razón ‐respondió mister Scarlett‐. A t das las preguntas que les
he hecho han respondido de idéntica maner Esto demuestra de un modo suficiente que hay
una unión entre ellos.
‐¿Ha visitado sus cuartos, sus armarios, sus baúles, Scarlett? ‐Aún no. Su señoría
comprenderá que yo no podría hacerlo efic mente sin la presencia del constable.
‐Es justo ‐respondió lord Piborne‐. Envíe, pues, un hombre Kanturk, o mejor, vaya usted
mismo. Espero que nadie podrá abandon el castillo antes del fin de la información.
‐Las órdenes de su señoría serán cumplidas.
‐El constable no descuidará traer algunos agentes con él. ‐Le transmitiré el deseo de su
señoría, y lo satisfará.
‐Irá también a prevenir a mi abogado, mister Laird, a Newmarket,`, que quiero hablar con él
de este asunto, y que le espero aquí.
‐Será prevenido hoy mismo. ‐¿Parte?
‐Al instante. Antes de esta noche estaré de vuelta. ‐¡Bien!
194
Aventuras de un niño irlandés
Esto acaecía en la mañana del 29 de abril. Sin decir a nadie lo que iba hacer en Kanturk,
mister Scarlett ordenó que le ensillaran uno de los mejores caballos, y se preparaba a
montar en él cuando el sonido de una campana se dejó oír en la puerta de servicio junto a
la habitación del conserje.
Abriose la puerta, y un niño como de unos diez años apareció en el umbral.
Era Hormiguita.
195
XVIII
DURANTE CUATRO MESES
La provincia de Munster comprende el condado de Cork, que está limí trofe con los
condados de Limerick y de Kerry. Ocupa la parte meridio , nal entre la bahía de Dantry y
Youghal‐Haven. Tiene por capital a Cork, y por principal puerto sobre la bahía de este
nombre, el de Queensto uno de los más frecuentados de Irlanda.
Este condado tiene diversas líneas férreas; una de ellas, por Mallow y Killarney, sube hasta
Tralée. Un poco encima en la porción de vía que extiende por el lecho del río de Blackwater,
a seis kilómetros al sur
Newmarket, se encuentra el pueblo de Kanturk, y más lejos, a dos kiló metros, el castillo de
Trelingar.
Este magnífico dominio pertenece a la antigua familia de los Piborn Comprende cien mil
acres; las mejores tierras de Irlanda; forman de qui nientas a seiscientas granjas, cuya
importante explotación vale al landlor, los alquileres más elevados de la región. El marqués
de Piborne, es, pues muy rico con esto, sin contar otras rentas que proceden de las
propieda des de la marquesa en Escocia. Se coloca su fortuna entre las más consi derables
del país.
Si lord Rockingham no había ido jamás a visitar sus tierras del condado de Kerry, no podía
lord Piborne ser acusado de ausencia. Después de una!, residencia de tres o cuatro meses,
ya en Edimburgo, ya en Londres, venía; regularmente a instalarse desde abril hasta
noviembre a Trelingar‐Castle.;
196
Aventuras de un niño irlandés
Un dominio de esta extensión comprende necesariamente un gran mirnero de colonos. La
población agrícola que vivía en las tierras del marqués era suficiente para llenar toda una
ciudad.
De que los campesinos de Trelingar‐Castle no estuviesen regidos por un John Eldon, por
cuenta de un duque de Rockingham, y oprimidos por un Harbert, por cuenta de un John
Eldon, no hay que deducir que fuesen tratados de mejor manera; tan sólo que las cosas se
hacían más dulcemente. Sin duda el intendente Scarlett les perseguía con rigor por causa
de la falta de pago de alquileres, y les arrojaba de sus casas; pero lo hacía a su modo,
mostrando pena, entristeciéndose al pensamiento de que iban a quedar desprovistos de
todo abrigo, privados de pan, asegurándoles que aquellas evicciones destrozaban el
corazón de su dueño. Los pobres no eran menos echados fuera, y no era probable que
sintiesen ningún consuelo al pensar en que esto causaba tanta pena a sus señorías.
El castillo databa de unos tres siglos, habiendo sido edificado en tiempo de los Estuardos; su
construcción se remontaba, pues, a la época de los Plantagenet, tan queridos por los
Piborne.
Su propietario actual había hecho algunas reparaciones en el exterior, a fin de darle un
aspecto feudal, estableciendo almenas, buardas, atalayas y, sobre un foso lateral, un
puente levadizo, que no se levantaba, y un rastrillo, que jamás se bajaba.
En el interior había espaciosas habitaciones más confortables que las del tiempo de
Eduardo IV o de Juan sin Tierra. Era una nota de modernismo que debían tolerar los
personajes, en el fondo muy cuidadosos de sus comodidades.
A los lados del castillo se elevaban los anejos, cuadras y edificios del servicio. Delante, un
vasto patio, plantado de soberbias hayas, y flanqueado por dos pabellones, que separaba
una verja monumental, uno de los cuales, el de la derecha, servía de habitación al conserje,
o mejor dicho, al portero.
A la puerta de este pabellón era a la que acababa de llamar nuestro héroe, en el momento
en que la verja se abría para dar paso al intendente Scarlett.
197
Julio Verne
Unos cuatro meses han transcurrido desde el inolvidable día en que el hijo adoptivo de la
familia MacCarthy había abandonado la granja de Kerwan. Algunas líneas bastarán para
decir lo que había sido de él en este período de su existencia.
Cuando Hormiguita abandonó la casa en ruinas, hacia las cinco de la tarde, la noche caía ya.
No habiendo encontrado ni a Martin ni a los suyos en el camino que conducía a Tralée, tuvo
primero la idea de dirigirse a Limerick, donde sin duda los constables tenían orden de
conducir a sus prisioneros. Volver a encontrar a la familia MacCarthy, y unirse a ella a fin de
participar de su suerte, parecía lo más indicado. ¿Que no tenía edad ni fuerza para ganar
dinero con su trabajo? Alquilaría sus brazos sin pena... A los diez años ¡qué podía esperar!
Pero más tarde, cuando ganara buen jornal, éste sería para sus padres adoptivos; y más
tarde aún, hecha su fortuna ‐é1 sabría hacerla‐, les ayudaría y les volvería el bienestar de
que había disfrutado en la granja de Kerwan.
Entretanto, en aquel camino desierto, en plena región devastada por la miseria,
abandonado de aquellos a quienes él no podía alimentar, perdido en medio de una
oscuridad glacial, jamás se había sentido tan solo. A su edad es raro que los niños no tengan
un lazo que les una a algo, si no a una familia, al menos a un establecimiento de caridad que
les recoge y educa. Pero él no era más que una hoja arrancada y que rodaba por el camino.
Hoja que va donde el viento la lleva, hasta que no es más que polvo. No. Nadie hay que
tenga compasión de él. Si no encuentra a los MacCarthy no sabe qué hacer. ¿Dónde va a
buscarles? ¿A quién preguntar por ellos? ¿Y si se deciden a abandonar el país, admitiendo
que no estén presos, y si emigran, como tantos otros de sus compatriotas, al Nuevo
Mundo?...
Nuestro héroe decidió, pues, marchar en dirección a Limerick, a través de la llanura, blanca
por la nieve. La temperatura glacial no hubiera sido soportable de soplar algo de viento;
pero la atmósfera estaba en calma, y el menor ruido se hubiera oído desde muy lejos.
Anduvo así durante dos millas, sin encontrar alma viviente, a la ventura, pues jamás se
198
Aventuras de un niño irlandés
había arriesgado en esta parte del condado, donde nacían las primeras estribaciones de las
montañas. Adelante los macizos de abetos hacían el horizonte más oscuro.
En este sitio, Hormiguita, ya muy fatigado de su viaje a Tralée, sintió que las fuerzas iban a
faltarle: sus piernas flaqueaban. Y sin embargo, no quería, no... no quería detenerse, y
arrastrándose trabajosamente, llegó a andar otra media milla. Hecho este último esfuerzo,
cayó a lo largo de un escarpe, plantado de altos árboles, de cuyas ramas pendían festones
de hielo.
Había allí un cruce de dos caminos, de forma que si hubiera sido capaz de levantarse,
Hormiguita no habría sabido qué dirección tomar. Tendido sobre la nieve, con los miembros
helados, todo lo que pudo hacer en el momento en que sus ojos se cerraban y el sentido de
las cosas se extinguía en él, fue gritar:
‐¡Socorro! ¡A mí!
Casi en seguida, lejanos ladridos atravesaban el aire seco y frío de la noche. Después se
acercaron, y un perro apareció en la vuelta del camino, olfateando, la lengua colgante y los
ojos brillantes como los de un gato.
En cinco o seis saltos llegó al niño. No era para devorarle sino para calentarle, echándose a
su lado.
No tardó Hormiguita en recobrar sus sentidos. Alzó los ojos y sintió que una lengua cálida y
acariciadora lamía sus heladas manos.
‐¡Birk! ‐murmuró.
Era Birk, su único amigo, su fiel compañero en la granja de Kerwan. Le devolvió sus caricias
buscando calor entre las patas del animal. Esto le reanimó. Se dijo que no estaba solo en el
mundo. Los dos se pondrían en busca de la familia MacCarthy. Indudablemente, Birk la
había querido acompañar después de su evicción; ¿pero por qué había vuelto? ¿Sin duda
los agentes le habían arrojado a pedradas o a bastonazos? En efecto, eso había sucedido, y
Birk, brutalmente repelido, había vuelto a la granja. Ahora él sabría encontrar las huellas de
los constables. Hormiguita no tendría más que fiarse del instinto del perro para reunirse
con mister MacCarthy.
199
Julio Verne
Se puso a hablar con Birk como lo hacía durante largas horas en los prados de Kerwan. Birk
respondió a su modo, dando pequeños ladridos, que no era difícil comprender.
‐Vamos, mi buen perro ‐dijo el niño‐, vamos.
Y Birk se lanzó sobre uno de los caminos, precediendo a su joven amo. Mas sucedió que
Birk, recordando haber sido maltratado por los de la escolta, no quiso tomar el camino de
Limerick, y siguió el que limita el condado de Kerry y conduce a Newmarket, uno de los
pueblos del condado de Cork. Sin saberlo, Hormiguita se alejaba de la familia MacCarthy, y
cuando llegó el día, extenuado de fatiga y de necesidad, se detuvo para pedir asilo y
alimento en una posada, a unas doce millas al sureste de la granja.
Hormiguita tenía en su bolsillo lo que quedaba de la guinea cambiada en casa del boticario
de Tralée; una gran suma, quince chelines.
No se va muy lejos con esto cuando son dos los que tienen que alimentarse; incluso
economizando lo más posible, no gastando más que algún penique por día. Esto es lo que
hizo nuestro héroe; y después de pa rar veinticuatro horas en la posada, no habiendo
tenido por habitación más que un granero, y por alimento más que patatas, volviose a
poner en camino con Birk.
A las preguntas relativas a los MacCarthy, el posadero había respondido negativamente,
pues no había oído hablar de tal familia. Y en verdad, las evicciones habían sido demasiado
frecuentes aquel invierno para que la atención pública fuese atraída por las tristes escenas
de la granja de Kerwan. Hormiguita continuó caminando tras Birk en dirección a
Newmarket.
Se adivina su existencia durante cinco semanas hasta la llegada a este pueblo. ¡Jamás pidió
limosna, jamás! Su orgullo natural, el sentimiento de su dignidad, no habían decaído en
estas nuevas pruebas. No era mendigar el recibir el pan o las legumbres que algunos le
daban para aumentar las raciones compradas por él en las posadas, como tampoco que
pagase un penique por lo que valía dos; y así caminaba, compartiendo con
200
Aventuras de un niño irlandés
Birk su almuerzo, acostándose los dos en las granjas, sufriendo el hambre y el frío,
economizando lo más posible el resto de la guinea.
En algunas ocasiones pudo trabajar. Durante quince días estuvo en una granja, al cuidado
del ganado por ausencia del pastor. No se le pagaba, pero su perro y él tenían alojamiento y
comida. Acabada su tarea, partió. Algunos recados que llevó de un pueblo a otro le valieron
algunos chelines. La desgracia era que no contaba con un trabajo constante. Estaba en la
mala época, esa en que los brazos no encuentran ocupación, ¡y la miseria era tan grande
aquel invierno!...
Además, Hormiguita no había renunciado a reunirse con la familia MacCarthy, aunque nada
supiera de ella. Marchando al azar, no sabía si se aproximaba o se alejaba de ella. ¿A quién
podría dirigirse que le diera noticias? En una ciudad, en una verdadera ciudad, se
informaría.
Su único temor residía en que al verle solo, abandonado, sin protector a su edad, se le
tomase por un vagabundo y se le encerrase en alguna Ragged‐School. No. ¡Todas las
asperezas de la vida errante mejor que entrar en uno de esos vergonzosos antros! ¡Y
además, esto hubiera sido separarle de Birk! ¡Nunca!
‐¿No es verdad, Birk ‐decía, atrayendo la gruesa cabeza de su perro sobre sus rodillas‐, que
no podríamos vivir el uno sin el otro?
Y, efectivamente, el noble animal le respondía que esto era imposible. Después de Birk, su
pensamiento iba hacia su antiguo compañero de Galway, y se preguntaba si Grip estaría
como él, sin fuego y sin lecho. ¡Ah! Si se encontrasen, le parecía a él que habrían hecho su
negocio. También recordaba a aquella buena Sissy, de la que ninguna noticia había tenido
desde que abandonó la choza de la Hard. Sissy debía de ser una joven de catorce a quince
años. A esta edad se está en condiciones de ganarse la vida, muy rudamente, cierto, pero se
gana. Cuando él tuviera esta edad encontraría ocupación... Fuese como fuese, Sissy no
había podido olvidarle. Todos estos recuerdos de su primera infancia volvían a él con una
sorprendente intensidad; los malos tratos de la Hard, las crueldades de Thornpipe... Y
entonces, comparando unos tiempos con otros, y vién
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Julio Verne
dose ahora solo y libre, se sentía menos inclinado a quejarse que en aquella época maldita.
Sin embargo, recorriendo los caminos del condado, pasábanse los días y la situación no
mejoraba. Por fortuna, el mes de febrero no fue riguroso aquel año, y los indigentes no
sufrieron un frío excesivo. El invierno avanzaba. Había motivo para esperar que la época de
las labores y de las siembras de la primavera no se retrasaría. Los trabajos del campo
podrían efectuarse en buena época. Las vacas y carneros serían enviados a los prados.
¿Obtendría Hormiguita trabajo en alguna granja?
Verdad es que durante cinco o seis semanas era preciso vivir, y de algunos chelines ganados
aquí y allá, como el resto de la guinea que constituía todo el haber de nuestro mozo, a
mediados de febrero no quedaban más que una media docena de peniques. Había
economizado el alimento cotidiano, y decimos cotidiano, aunque ni comió una vez lo que
deseaba, ni aun todos los días. Estaba muy delgado, el rostro pálido por las privaciones, el
cuerpo débil por la fatiga.
Birk, enflaquecido, con la piel adherida a sus costillas salientes, no estaba mejor. Pronto se
verían reducidos a los desperdicios arrojados a la calle. Sin embargo, Hormiguita no
desesperaba. Esto era la nota constitutiva de su carácter. Conservaba tal energía, que
rehusaba siempre mendigar. ¿Qué haría, pues, cuando su último penique hubiera sido
entregado para comprar el último pedazo de pan?
Hormiguita no poseía más que seis o siete peniques cuando el 13 de marzo Birk y él
llegaron a Newmarket.
Hacía dos meses y medio que ambos seguían los caminos del condado sin haberse podido
fijar en ninguna parte.
Newmarket, situado a unas veinte millas de Kerwan, no es ni muy importante, ni de mucha
población. Uno de esos pueblos de los que la indolencia irlandesa no llega a hacer jamás
una ciudad, y que vegetan más que progresan.
Era tal vez un disgusto que el azar no hubiera conducido a Hormiguita hacia Tralée. Se sabe
que la idea del mar siempre había entusiasmado al niño. El mar, ese inagotable sustento de
los que tienen el valor para vivir
202
Aventuras de un niño irlandés
de él. Cuando en la ciudad falta el trabajo, no faltan en el océano millares de barcos que lo
surcan sin cesar. El marino debe temer menos la pobreza que el obrero o el labrador. Como
prueba, ¿no bastaba comparar la situación de Pat, el segundo hijo de Martin MacCarthy,
con la familia arrojada de Kerwan? Y aunque Hormiguita se sentía más seducido por el
atractivo del comercio que por el gusto de la navegación, se decía que él tenía la edad en
que se puede uno embarcar en calidad de grumete. Iría más allá de Newmarket, llegaría
hasta el litoral, a la parte de Cork, centro de un importante movimiento marítimo, y trataría
de enrolarse. Entretanto, era preciso vivir, era preciso ganar los chelines necesarios para
continuar el viaje, y cinco semanas después de haber llegado a Newmarket con Birk, se
encontraba aún allí.
Se recordará que su mayor inquietud provenía del temor de ser detenido como vagabundo
y encerrado en algún asilo. Por fortuna, sus ropas estaban en buen estado, y no tenía la
apariencia de un pobre. La ropa blanca que tenía era suficiente, y sus zapatos habían
resistido las fatigas del viaje. No tendría que ruborizarse de su traje cuando se presentase
en cualquier parte.
Durante su estancia en Newmarket vivió de esos humildes oficios de los niños; recados de
uno y otro, ligeros bultos que llevar, venta de cajas de cerillas que pudo comprar con media
corona ganada cierto día, y de lo que gracias a su precoz instinto comercial sacó un regular
beneficio.
Su fisonomía seria le hacía interesante, y los transeúntes mostrábanse dispuestos a
comprarle su mercancía cuando gritaba con voz clara: Some light sir.. Some lightl.
En suma, Birk y él pasaron menos en este pueblo que en su penoso viaje por el condado.
Parecía hasta que Hormiguita, que había sabido proporcionarse algunos recursos por su
inteligencia, hubiera podido permanecer en Newmarket cuando en los últimos días de abril,
el 29, tomó bruscamente el camino que conducía a Cork.
1. Luz, caballero, es decir, cerillas.
203
Julio Verne
Claro es que Birk le acompañaba, y en aquel momento el niño llevaba tres chelines y seis
peniques en su bolsillo.
Quien le hubiera observado desde la víspera, habría notado el cambio operado en su
fisonomía. Presa de cierta ansiedad, miraba alrededor como si sintiera el temor de ser
espiado. Su paso era rápido, y poco faltó para que echase a correr con toda la velocidad de
sus piernas.
Daban las nueve de la mañana cuando pasó las últimas casas de Newmarket. El sol brillaba
con fuego vivo. Con el fin de abril empieza la primavera en aquellos lugares. En el campo
había alguna animación. Pero nuestro joven parecía tan preocupado, que ni el arado
trabajando el suelo, ni los sembradores lanzando el grano, ni los animales esparcidos por
los prados, nada despertaba en él los recuerdos de Kerwan... No... caminaba derecho,
llevando a su lado a Birk, pues esta vez no era el perro el que guiaba a su joven amo.
En dos horas anduvo seis o siete millas de Newmarket a Kanturk. Hormiguita atravesó este
pueblo sin tomar descanso alguno. Había almorzado en el camino un pedazo de pan, del
que dio la mitad a su fiel Birk, y cuando se detuvo, el reloj marcaba el mediodía en el
torreón de Trelingar‐Castle.
204
XIX
EN TRELINGAR‐CASTLE
En el momento en que se abría la puerta del pabellón, el intendente Scarlett se preparaba a
franquear la verja del patio de honor para ir a Kanturk, siguiendo las instrucciones de lord
Piborne. Los perros del conde Ashton, sintiendo a Birk, se pusieron a ladrar con furia.
Temiendo Hormiguita que de aquí resultase una lucha en la que Birk tendría la desventaja
del número, le hizo seña para que se alejase, y el obediente animal fue a apostarse tras un
zarzal para no ser visto.
Al ver a este joven que se presentaba a la puerta del castillo, mister Scarlett le gritó que se
aproximara.
‐¿Qué quieres? ‐le dijo duramente.
Pues si el intendente se mostraba dulce con los grandes personajes, era brutal con los
niños; una amable naturaleza, ¿no es cierto?
Las palabras fuertes no intimidaban al niño. Las había oído en casa de la Hard, con
Thornpipe, en la Ragged‐School.
Pero como era conveniente, se quitó su gorra y avanzó hacia mister Scarlett, a quien no
tomó por su señoría lord Piborne, dueño del dominio de Trelingar.
‐¿Dirás lo que vienes a hacer aquí? ‐volvió a preguntar mister Scarlett‐. Si quieres una
limosna puedes marcharte. No doy a los andrajosillos de tu especie, no, ni un copper.
205
Julio Verne
¡Qué de palabras inútiles, en medio de las que Hormiguita no lograba encontrar respuesta,
apartándose para evitar las huidas del caballo! Al mismo tiempo, los perros por el patio
continuaban su concierto de gru
ñidos. De aquí tal alboroto, que apenas si allí se podía oír nada. Mister Scarlett alzando la
voz, añadió:
‐Te advierto que si no te vas y te encuentro en los alrededores del castillo, te llevaré por las
orejas a Kanturk, donde se te meterá en el workhouse. Hormiguita no se turbó por las
amenazas que le dirigían, ni por el tono con que eran formuladas. Aprovechando un
momento de calma pudo al fin responder:
‐No pido limosna, señor; no la he pedido nunca.
‐¿Y no la aceptarías? ‐dijo irónicamente el intendente. ‐No, de nadie.
‐Entonces, ¿qué vienes a hacer aquí? ‐Deseo hablar con lord Piborne. ‐¿Con su señoría?
‐Con su señoría.
‐¿E imaginas que te va a recibir?
‐Sí, pues se trata de una cosa muy importante. ‐¿Muy importante?
‐Sí, señor. ‐¿De qué? ‐Deseo no hablar de ello más que a lord Piborne.
‐Pues bien, fuera de aquí. El marqués no está en el castillo. ‐Le esperaré.
‐No, al menos aquí. ‐Volveré.
A otro que no fuera el duro Scarlett le hubiera llamado la atención la singular tenacidad de
aquel niño y el tono resuelto de sus respuestas. Se hubiera dicho que si él venía a Trelingar‐
Castle era un motivo serio el que allí le había conducido, prestándole una atención
complaciente. Pero él, irritándose, gruñó:
206
Aventuras de un niño irlandés
‐No se habla así a su señoría, lord Piborne. Yo soy el intendente del castillo. A mí es a quien
debes dirigirte, y si no quieres decirme lo que te trae...
‐No puedo decírselo más que a lord Piborne, y le suplico que le avise. ‐Chicuelo ‐respondió
Scarlett levantando el látigo‐, largo de aquí o los perros te morderán las piernas... Ten
cuidado.
Y sobreexcitados por la voz del intendente, los perros empezaron a acercarse. Todo el
temor de Hormiguita era que Birk, lanzándose fuera de su escondite, viniera en su ayuda, lo
que hubiera complicado las cosas.
En este momento, a los furiosos ladridos de los perros, que ladraban con furor creciente, el
conde Ashton apareció en el fondo del patio y avanzó hacia la verja.
‐¿Qué pasa? ‐preguntó.
‐Un mozo que viene a mendigar.
‐Yo no soy un mendigo ‐repitió Hormiguita. ‐Un galopín de los caminos.
‐¡Huye, villano, o no respondo de mis perros! ‐exclamó el conde. En efecto, estos animales
que el joven Piborne trataba de contener, se mostraban muy amenazadores.
Pero he aquí que en el umbral de la puerta central lord Piborne apareció en toda su
majestad, y advirtiendo entonces que mister Scarlett no había partido aún para Kanturk,
bajó con mesurado paso las escaleras, atravesó el patio y se informó de la causa del retardo
y del ruido.
‐Excúseme su señoría... Es este mendigo que se empeña...
‐Por tercera vez, señor ‐insistió con firmeza Hormiguita‐, le digo que no soy un mendigo.
‐¿Qué quiere este mozo? ‐preguntó el marqués. ‐Hablar con su señoría.
Lord Piborne dio un paso, tomó una actitud feudal y, enderezándose, dijo:
‐¿Ha venido a hablarme?
207
Julio Verne
No le tuteó, aunque era un niño. Suma distinción; el marqués no había jamás tuteado a
nadie, ni a la marquesa, ni al conde Ashton, ni hasta a su nodriza cincuenta años antes.
‐Hable ‐añadió.
‐¿El señor marqués estuvo ayer en Newmarket? ‐Sí.
‐¿Ayer por la tarde? ‐Sí.
Mister Scarlertt estaba asombrado. ¡Aquel chicuelo interrogaba a su señoría y éste se
dignaba responderle!
‐Señor marqués ‐añadió el niño‐, ¿ha perdido una cartera? ‐En efecto... y esa cartera...
‐La he encontrado en Newmarket, y se la traigo.
Y tendió a lord Piborne la cartera cuya desaparición había causado tantas confusiones,
autorizado tantas sospechas y comprometido tantos inocentes en Trelingar‐Castle. Aunque
fuese duro para su amor propio, la falta era de su señoría, y la acusación contra los criados
caía por sí sola, y el viaje del intendente se hacía innecesario.
Lord Piborne recibió la cartera, en el interior de la cual estaban escritos su nombre y
dirección, y vio que contenía los papeles y el cheque contra el Banco.
‐¿Es usted quien la ha encontrado? ‐preguntó. ‐Sí, señor marqués.
‐¿Y sin duda la ha abierto?
‐La he abierto para saber a quién pertenecía.
‐Ha visto que había un cheque. ¿Pero tal vez no conocía su valor? ‐Un cheque de cien libras
‐respondió Hormiguita sin dudar. ‐Cien libras, ¿qué valen?
‐Dos mil chelines...
‐¡Ah! ¿Sabe esto, y no ha tenido el pensamiento de apropiárselo?... ‐Yo no soy un ladrón,
señor marqués ‐dijo orgullosamente Hormiguita‐, como tampoco soy un mendigo.
208
Aventuras de un niño irlandés
Lord Piborne había cerrado la cartera, después de sacar de ella el cheque, que guardó en su
bolsillo. En cuanto al joven, después de saludar, daba algunos pasos atrás cuando su señoría
le dijo, sin dejar ver, por otra parte, que aquel acto de honradez le hubiera conmovido:
‐¿Qué recompensa quiere por haber traído la cartera?... ‐¡Bah! Algunos chelines ‐dijo el
conde Asthon.
‐0 algunos peniques, es todo lo que vale ‐se apresuró a añadir mister Scarlett.
Hormiguita se sintió molesto al ver que se le regateaba cuando nada había reclamado, y
dijo:
‐Nada se me debe; ni peniques ni chelines. Y se dirigió hacia el camino.
‐Espere ‐dijo lord Piborne‐. ¿Qué edad tiene? ‐Muy pronto diez años y medio.
‐¿Y su padre... su madre?... ‐No tengo ni padre ni madre. ‐¿Vuestra familia?
‐No tengo familia. ‐¿De dónde viene?
‐De la granja de Kerwan, en la que he vivido cuatro años, y la que he abandonado hace
cuatro meses.
‐¿Por qué?
‐Porque el labrador que me había recogido ha sido arrojado por los agentes.
‐¡Kerwan! ‐repitió lord Piborne‐. Creo que pertenece a los dominios de Ruckingham.
‐Su señoría no se equivoca ‐respondió el intendente.
‐Y ahora, ¿qué va a hacer? ‐preguntó el marqués a Hormiguita. ‐Voy a volver a Newmarket,
donde hasta ahora he encontrado medios de ganarme la vida.
‐Si quiere quedarse en el castillo, se le podrá ocupar de un modo o de otro.
209
Julio Verne
Ciertamente la oferta era obsequiosa, pero no se imagine que fuese inspirada por el
corazón de aquel altivo e insensible lord Piborne, ni que fuese acompañada de una sonrisa
o una caricia. Comprendiolo Hormi guita, y en lugar de responder apresuradamente,
reflexionó. Lo que había visto del castillo de Trelingar le daba que pensar.
Sentíase poco atraído hacia su señoría y hacia su hijo Ashton, y nada hacia el intendente
Scarlett, cuya brutal acogida le había indignado. Además, tenía a Birk; si a él se le quería,
seguro que a Birk no, y jamás se hubiera resuelto a separarse de su compañero de los
buenos y malos días.
Sin embargo, aquella proposición, en aquellas circunstancias, era un golpe de fortuna. Así,
su razón le decía que debía aceptar, que quizá se arrepentiría de haber vuelto a
Newmarket. El perro era un obstáculo, es verdad, pero ya encontraría ocasión de hablar de
esto. ¿Se consentiría en admitirle aunque fuese en calidad de perro de guarda? Además, él
sería empleado con algún sueldo en el castillo, y economizando...
‐Y bien, ¿te decides? ‐gruñó el intendente que hubiera deseado verle irse al diablo.
‐¿Cuánto ganaré? ‐preguntó resueltamente Hormiguita, poseído de su espíritu práctico.
‐Dos libras al mes ‐respondió lord Piborne.
¡Dos libras al mes! Eso le pareció fabuloso, y en realidad era una fortuna inesperada para
un niño de su edad.
‐Doy las gracias a su señoría y acepto su ofrecimiento. Haré lo posible por agradarle.
Y he aquí cómo Hormiguita, admitido el mismo día en el castillo con beneplácito de la
marquesa, se vio elevado ocho días después a las eminentes funciones de groom del
heredero de los Piborne.
Durante esta semana, ¿qué había sido de Birk? ¿Había osado su dueño presentarlo en el
patio? No, pues hubiera recibido mala acogida.
El conde Asthon tenía tres perros, a los que quería casi tanto como a sí mismo. Vivir en su
compañía satisfacía sus gustos y el empleo de su inteligencia. Eran animales de raza, cuya
línea se remontaba a la conquista
210
Aventuras de un niño irlandés
normanda, o por lo menos tres soberbios pointers de Escocia de mal genio. Cuando un
perro pasaba por delante de la verja, preciso era que huyese pronto si no quería ser
devorado por aquellas bestias, a las que el picador enseñaba este género de canibalismo.
Así, Birk se había contentado con andar por los anejos, esperando a que llegase la noche y
el nuevo groom le trajese algo de lo que le había reservado de su propia comida. Síguese de
aquí que ambos adelgazaban... ¡Bah! ¡Ya vendrían días más felices en que engordarían!
Entonces comenzó para el niño una vida muy diferente a la que había llevado. Sin hablar de
los años pasados en casa de la Hard, en la Ragged‐School, y para no establecer más
comparación que su existencia en la granja de Kerwan; ¡qué cambio en su situación! Entre
la familia MacCarthy él era de la casa, y el yugo de la servidumbre no pesaba sobre sus
hombros. Pero en el castillo no inspiraba más que una completa indiferencia. El marqués le
miraba como uno de esos cepillos de pobres en el que ponía dos libras al mes; la marquesa,
como un animalito de antecámara, y el conde como un juguete que se le regalaba,
omitiéndose hasta la recomendación de que no lo rompiera. En lo que concernía a mister
Scarlett, atestiguaba su antipatía por molestias constantes, y no le faltaban ocasiones para
proporcionárselas. Los criados se creían muy por encima de aquel niño abandonado que
lord Piborne había creído deber admitir en Trelingar‐Castle. ¡Qué diablo! Los criados de
buenas casas tienen su orgullo; el orgullo de una posición adquirida desde largo tiempo, y
no les gusta rozarse con vagabundos. Así se lo hacían sentir en los múltiples detalles del
servicio y en las comidas en la sala común. Hormiguita no dejaba escapar una queja, y
desempeñaba las obligaciones lo mejor que podía. Pero, ¡con qué satisfacción iba al
cuartito que ocupaba aparte, después de haber ejecutado las últimas órdenes de su amo!
Sin embargo, encontró una mujer que se interesó por él. Era la encargada de lavar la ropa
blanca en el castillo. Se llamaba Kat. Julio Verne
mente sus días, a menos que mister Scarlett la despidiese, lo que ya había intentado, pues
la pobre Kat no tenía la fortuna de agradarle. Un colono de lord Piborne, sir Edward Kinney,
gentleman muy apreciado, afirmaba que ella había lavado en tiempos de Guillermo el
Conquistador. La poca caridad de los que la rodeaban no la había contagiado. Tenía un
excelente corazón, y Hormiguita sintiose muy feliz de encontrar algún consuelo junto a ella.
Así pues, cuando el conde salía sin llevar al groom, éste y Kat conversaban. Y cuando el niño
había sido maltratado por el intendente o por algún criado, le decía:
‐¡Paciencia!... No hagas caso de lo que dicen. El mejor de ellos no vale nada y no conozco
uno solo que hubiera devuelto la cartera.
¡Tal vez Kat tenía razón, y hasta es creíble que aquellas gentes poco escrupulosas mirasen a
Hormiguita como un bobalicón, por haber sido tan honrado!
Se ha dicho que un groom era una especie de juguete que el marqués y la marquesa habían
regalado al conde Ashton. Un juguete: la palabra es justa. Con él se divertía aquel niño
caprichoso. Le daba órdenes irracionales, la mayor parte, para darle contraórdenes sin
motivo. Le llamaba diez veces por hora. Le obligaba a vestirse su gran o pequeña librea, de
múltiples colores, donde había centenares de botones, como los de un rosal en primavera.
Nuestro joven parecía un guacamayo de los trópicos. Hacerle marchar tras él, a veinte
pasos, con los brazos caídos sobre el pantalón, no solamente por las calles, sino por el
parque, era para el vanidoso joven el colmo de la satisfacción. Hormiguita se sometía a esto
con una puntualidad irreprochable. Obedecía como una máquina. ¡Si le hubierais visto con
los riñones encorvados, los brazos cruzados sobre el pecho, de pie ante el caballo del
cabriolé, esperando a que montase su amo, y después, cuando el vehículo estaba en
marcha, lanzarse para subir a riesgo de romperse la cabeza sujetándose a la capota! Y el
cabriolé dirigido por una mano inhábil rodaba sin cuidarse del sitio por donde pasaba ni de
los transeúntes! ¡Era bien conocido en Kanturk!
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Aventuras de un niño irlandés
En fin, a condición de prestarse, sin hablar palabra, a todos los caprichos de su amo,
Hormiguita no era desgraciado. Esto duraría lo que el juguete gustara. Verdad es que con
aquel joven gentleman tan mal criado, tan caprichoso, convenía esperar cambios súbitos.
Los niños acaban por fastidiarse de sus juguetes y los tiran, si no los rompen. Pero
Hormiguita estaba bien resuelto a no dejarse hacer pedazos. Además, esta situación en
Trelingar‐Castle no la consideraba más que como una espera. A falta de cosa mejor, la había
aceptado hasta que se le presentara otra ocasión para ganarse la vida. Su ambición infantil
iba más allá de las funciones de groom. Su orgullo sufría con esto. Aquella abstracción de sí
mismo ante el heredero de los Piborne, al que se sentía superior, le humillaba. ¡Sí! Superior,
aunque el conde Asthon recibía aún lecciones de latín, historia, etc., pues tenía maestros
que trataban de llenarle de ciencia como se llena de agua un cántaro. De hecho, su latín no
era más que latín de perro, expresión equivalente en Inglaterra a la de latín macarrónico, y
su ciencia histórica se limitaba a lo que leía en el Libro de Oro, de la raza equina.
Si Hormiguita ignoraba cosas tan bellas, sabía reflexionar a los diez años. Apreciaba a este
hijo de familia en su justo valor, y se ruborizaba algunas veces de las funciones que
desempeñaba cerca de él. ¡Ah! ¡Cuánto echaba de menos el trabajo vivificante y sano de la
granja, y también su existencia en medio de los MacCarthy, de los que no había tenido
noticias! Con la lavandera era con la única con quien podía abandonarse a sus impulsos.
Además, muy pronto se presentó la ocasión de probar la amistad de la buena mujer.
Lugar es éste de decir que el pleito con la parroquia de Kanturk había sido fallado a favor de
la familia Piborne, gracias al acta llevada por Hormiguita. Mas lo que éste había hecho
parecía olvidado.
Junio y julio habían pasado. Birk, mal que bien, pudo ser alimentado. Parecía comprender la
necesidad de mostrar una extrema prudencia cuando rondaba por los alrededores del
parque. Por otra parte, Hormiguita había cobrado tres veces sus dos libras mensuales, lo
que formaba
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Julio Verne
la gruesa suma de seis libras, inscrita en su agenda, en la que la columna de gastos estaba
intacta.
Durante aquellos tres meses, la ocupación de lord y lady Piborne había consistido
únicamente en recibir y devolver visitas a los personajes de la vecindad; y claro es que en
estas recepciones los lanlords no hablaban más que de la situación de los propietarios
irlandeses. ¡Y cómo trataban de las reivindicaciones de los colonos, de las pretensiones de
la liga agraria de mister Gladstone, entonces de edad de setenta y tres años; de mister
Gladstone, que se confesaba partidario de la libertad de Irlanda, y de mister Parnell, al que
consideraban caritativamente la más alta potencia de la isla Esmeralda! Una parte del
verano transcurrió así. Generalmente lord Piborne, lady Piborne y su hijo abandonaban el
castillo para un viaje de algunas semanas, casi siempre a Escocia, a las tierras patrimoniales
de la marquesa. Por excepción, aquel año el viaje debía consistir en una excursión que las
tradiciones del gran mundo imponían a los señores de Trelingar y que todavía no habían
cumplido. Se trataba de admirar la región de los lagos de Killarney, y habiendo recibido el
proyecto la aprobación de la marquesa, lord Piborne fijó la partida para el 3 de agosto.
Se equivocaba Hormiguita si pensó que tal excursión le dejaría algunas semanas de libertad
en el castillo. Puesto que lady Piborne se hacía acompañar de su doncella Marion, y lord
Piborne sería seguido de su ayuda de cámara, el conde no podía privarse de los servicios de
su groom. Y sobrevino una dificultad. ¿Qué haría de Birk? ¿Quien se ocuparía de él? ¿Quién
le alimentaría?
Hormiguita se decidió a poner a Kat al corriente de la situación, y Kat se encargó de Birk.
‐No tengas cuidado, hijo mío ‐respondiole‐. Quiero a tu perro como te quiero a ti y no
sufrirá nada durante tu ausencia.
Hormiguita besó a Kat en ambas mejillas y después de haberle presentado a Birk en la tarde
anterior a la marcha se despidió del fiel animal.
214
XX
LOS LAGOS DE KILLARNEY
Como se había decidido, la partida se efectuó la mañana del 3 de agosto. Los dos criados, la
doncella de la marquesa y el ayuda de cámara del marqués, tomaron asiento en el interior
del ómnibus, que transportaba el equipaje a la estación, distante tres millas.
Hormiguita les acompañaba a fin de vigilar más especialmente el de su joven amo,
conforme a las órdenes que había recibido.
Marion y John estaban de acuerdo para dejar que se las compusiere como pudiese aquel
hijo de nadie y de nada, como se le llamaba en la antecámara. El hijo de nadie se comportó
inteligentemente, y el equipaje del conde Asthon fue dispuesto con sumo cuidado.
Hacia el medio día llegó el carruaje, después de haber sorteado el río Allo. Lord y lady
Piborne se apearon. Como algunas personas salían de la estación para mirar a los augustos
viajeros ‐‐claro es que muy respetuosamente‐, el conde Asthon aprovechó la ocasión para
jugar con su groom. Le llamó boy, siguiendo la costumbre, puesto que no se le conocía otro
nombre. El boy avanzó hacia el coche, y recibió en pleno pecho la manta de viaje, lo que
causó mucha risa a los curiosos.
El marqués, la marquesa y su hijo entraron en el departamento que se les había reservado
en un vagón de primera clase. John y Marion se instalaron en uno de segunda, sin invitar al
groom a que fuese con ellos. Éste
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Julio Uerne
ocupó otro que estaba vacío, sin sentir disgusto alguno por hacer solo el principio del viaje.
El tren partió en seguida. Hubiérase dicho que no esperaba más que la llegada de los nobles
señores de Trelingar.
Una vez ya había viajado Hormiguita en ferrocarril en los brazos de miss Anna Waston; pero
como fue dormido todo el tiempo, apenas si lo recordaba. Él había visto el tren en Galway y
Limerick. Hoy iba verdaderamente a realizar su deseo de ser arrastrado por una
locomotora, ese poderoso caballo de acero y de cobre, que lanzaba silbidos y torbellinos de
vapor.
Lo que más excitaba su admiración no eran los coches de viajeros, sino los furgones de
mercancías que la industria y el comercio expedían de una comarca a otra.
Hormiguita miraba por la ventanilla, cuyo cristal estaba bajado. Aunque el tren no iba a
gran velocidad, parecíanle una cosa extraordinaria aquellas casas y aquellos árboles que
corrían en sentido contrario a lo largo de la vía, aquellos hilos telegráficos tendidos de un
poste a otro, y por los cuales los despachos corren más rápidamente aún que los objetos,
aquellos convoyes que el tren arrastraba y de los que no entreveía más que la masa confusa
y mugidora. ¡Qué impresiones para su sensible imaginación!
Durante cierto número de millas el tren siguió la ribera izquierda del río Blackwater a través
de lugares pintorescos. Hacia las dos, después de haberse detenido en algunas estaciones
intermedias, hizo un alto de veinticinco minutos en la estación de Millstreet.
La noble familia no se apeó del coche‐salón, al que Marion fue llamada para el servicio de
su señora. John se puso junto a la portezuela a disposición de su amo. El groom recibió la
orden del conde Asthon de comprarle algún libro interesante que se pudiera leer durante
una o dos horas. Se dirigió, pues, al puesto de libros de la estación, y se comprende lo
perplejo que estaría. En fin, es de presumir que consultó más bien su propio gusto que el
del joven Piborne. Así ¡qué mala acogida tuvo cuando llegó llevando la
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Aventuras de un niño irlandés
Guía del viajero en los lagos de Sillarney! El heredero de Trelingar‐Castle no se preocupaba
de estudiar su itinerario. Iba a aquel lugar porque se le llevaba. Y la Guía tuvo que ser
sustituida por un periódico de caricaturas insípidas con pies sin ingenio, que parecieron
hacer sus delicias.
A las dos y media salieron de Millstreet. Hormiguita volvió a instalarse junto a la ventanilla
del vagón. El tren iba entonces por una comarca montañosa, de accidentado paisaje. El
tiempo era bastante claro, con un sol algo ardiente, cosa rara en Irlanda. Lord Piborne
podía felicitarse de tener un período seco para su excursión. La sombrilla de la marquesa
sería más útil que su waterproo f. Sin embargo, la atmósfera no estaba desprovista de
cierta ligera bruma fresca, que da más encanto a las cimas, dulcificando sus contornos.
Hormiguita pudo contemplar hacia el sur del ferrocarril los altos picos de aquella parte del
condado, el Caherbarnagh y el Pass, cuya altura llega a dos mil pies. En los alrededores de
Killarney es, en efecto, donde se dan las mayores alturas de Irlanda. El tren no tardó en
franquear el monte entre los condados de Cork y de Kerry. Hormiguita, que había guardado
la Guía rehusada por su amo, seguía con interés el trazado del ferrocarril. ¡Qué recuerdos
traía a su memoria el nombre de Kerry! A unas veinte millas hacia el norte habían
transcurrido los más caros años de su infancia, en aquella granja de Kerwan ahora
abandonada, de la que el despiadado midleman había arrojado a la familia MacCarthy. Sus
ojos se apartaron del paisaje. Era en sí mismo donde miraba, y esta dolorosa impresión
duraba aún cuando el tren se detuvo en la estación de Killarney.
Era una fortuna para aquel pueblecillo ‐fortuna de la que participan algunas ciudades de
Europa‐, estar situado al borde de un magnífico lago. Tal vez a esto debe Killarney su vida
fácil y dichosa. Y no es por su palacio donde reside el obispo católico del condado, ni por su
catedral, ni por su casa de salud, ni por sus conventos de religiosas, ni por el de
franciscanos, ni por su workhouse, por lo que afluyen los turistas en la buena estación. No.
Si este pueblo es el punto de los excursionistas, es porque éstos son atraídos por los
esplendores naturales del lago.
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Tenía cincuenta años y siempre había vivido en el dominio, donde acabaría probable
Julio Verne
Que una conmoción geológica lo suprima, que vayan sus aguas a perderse en las entrañas
del suelo, y Killarney se olvidará, lo que sería lamentable, sobre todo para la familia
Kenmare, pues dicha ciudad forma parte de un inmenso dominio de noventa mil hectáreas.
No faltan fondas, sin contar las que se levantan en Lough‐Leane, a menos de un cuarto de
milla.
Lord Piborne había buscado una de las mejores. Por desgracia, este hotel estaba entonces
boycotté. Este neologismo irlandés viene del nombre de un capitán, Boycott, que, habiendo
reclamado la existencia de la poli cía para guardar su cosecha, los obreros del país se
negaron a trabajar en sus dominios. Estar puesto en cuarentena es lo que significa la
palabra boycotté. Y si el mencionado hotel la sufría entonces, era porque su propietario
había procedido por evicción contra algunos de sus colonos. No había, pues, ni criados, ni
cocineros, y los abastecedores no hubieran osado vender nada allí.
El marqués y la marquesa Piborne decidieron quedarse en el hotel, dejando para al día
siguiente su partida para los lagos. Después de haberse ocupado del equipaje de su amo, el
groom recibió orden de estar a su dis posición durante toda la noche; de aquí la prohibición
formal de abandonar la antecámara mientras el joven Piborne las echaba de gentleman en
medio de los turistas que leían, hablaban o jugaban en el salón.
Al día siguiente un carruaje esperaba al pie de la escalera del establecimiento. Era un ancho
y cómodo landó descapotable, con asientos detrás para John y Marion, y asiento delante en
el que se acomodaría el groom, junto al cochero. En los cofres se metió ropa blanca y
vestidos, provisiones en cantidad suficiente para proveer a la eventualidad, posibles
retrasos, y falta de víveres, pues convenía que la comida de sus señorías estuviese siempre
asegurada. Pero ellos no tenían la intención de subir al coche hasta la salida de Killarney.
En efecto, con ese buen sentido práctico del que lord Piborne se vanagloriaba siempre
hasta en las discusiones de la Cámara Alta, había dividido su itinerario en dos partes; la
primera comprendía la exploración de
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Aventuras de un niño irlandés
los lagos y se efectuaría por el agua; la segunda, la exploración del condado hasta el litoral y
se haría por tierra. Síguese de aquí que el landó no llevaría a los nobles excursionistas más
que durante esta última parte del viaje. Así se puso en camino desde por la mañana para
esperarla en Brandons‐cottaje, al extremo de los lagos de Killarney. Como en su sabiduría
lord Piborne había fijado en tres días la duración de la travesía de los lagos, la doncella, el
ayuda de cámara y el groom no podían abandonar a sus amos durante este tiempo.
Júzguese lo que agradó a nuestro joven la idea de que iba a navegar por aquellas aguas
resplandecientes.
Esto no era el mar, cierto, el mar inmenso, infinito, que va de un continente a otro. Sólo
había lagos que no ofrecían provecho al comercio y por cuya superficie no pasan más que
las embarcaciones de los turistas. Pero, en fin, hasta en esas condiciones, el viaje era un
motivo de regocijo para Hormiguita. El día antes, por segunda vez, había viajado en
ferrocarril; hoy por primera iba a subir a un barco.
Mientras John y Marion, seguidos del joven, hacían a pie la milla que separa Killarney de la
ribera septentrional de los lagos, un coche conducía a la marquesa, al marqués y a su hijo.
En el ángulo de una plaza, Hormiguita entrevió la catedral, que no había tenido tiempo de
visitar. En las calles, poca gente, más bien holgazanes que trabajadores.
En efecto, la animación de Killarney está limitada a algunos meses durante los que diez mil
o doce mil excursionistas afluyen a ella de todos los puntos del Reino Unido. Parece
entonces que la población está únicamente compuesta de cocheros y barqueros, los cuales
se disputan y explotan la clientela del pasaje.
En el embarcadero, una embarcación con cinco hombres, cuatro a los remos y uno al timón,
esperaba a sus señorías. Cubríala un toldo para el caso de que el sol fuese demasiado vivo,
o la lluvia muy incesante, asegurando la comodidad de los viajeros. Lord y lady Piborne se
instalaron en los bancos; a su lado, el conde. Los criados y el groom sentáronse en la parte
delantera. Largose la amarra, cayeron los remos simultáneamente y la embarcación se alejó
de la orilla.
219
Julio Verne
Los lagos de Killarney cubren veintiún kilómetros cuadrados de esta región.
Son tres: el superior, que recibe las aguas recogidas por los ríos Grenshorn y Doogary; el
lago Muckross o Tore, donde van las aguas del Owengariff, después de haber seguido el
estrecho canal de Lugh‐Range,
y el lago inferior, el Lough‐Leane, que se drena por el Lewne y otros tributarios, llevados
hacia la bahía Dingle, en el litoral del Atlántico. Es preciso observar que la corriente de los
lagos es de sur a norte, lo que explica por qué el lago inferior ocupa una posición
septentrional con relación a los otros.
Vista en un plano, la unión de estos tres lagos representa con bastante exactitud un grueso
palmípedo, pelícano u otro, que tiene por pata el canal Lough‐Range, por garra el lago
superior y por cuerpo el Muckross y el Lough‐Leane. Como la embarcación había partido de
la ribera norte del Lough‐Leane, la exploración se seguiría al lago inferior primero, al lago
Muckross después y, subiendo por el canal Lough‐Range, al lago superior. Según el
programa de lord Piborne, debía consagrarse un día a la visita de cada lago.
Al sur y al oeste de esta región, los más altos sistemas orográficos de la Verde Erin se cruzan
hasta la admirable bahía de Bantry, en la costa del condado de Cork. Allí está el puertecillo
de pesca Glengariff, en el que Hoche y sus catorce mil hombres desembarcaron en 1796,
cuando la República francesa les envió en socorro a sus hermanos de Irlanda.
Lough‐Leane, el más vasto de los tres lagos, mide cinco millas y media de ancho y tres de
largo. Sus orillas del este, dominadas por las cadenas del Carn‐Tual, tienen como marco
verdes bosques, que en su mayoría pertenecen al dominio de Muckross.
En su superficie se destacan algunas islas, Brown, Lamb, Heron, Mouse, entre las que la isla
Rosas es la más importante, e Innisfallen la más bella.
Hacia ésta se dirigió primero la embarcación. El tiempo era soberbio; el sol derrochaba sus
rayos, de los que tan avaro se muestra a menudo
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Aventuras de un niño irlandés
con estas provincias. Una ligera brisa rizaba la superficie de las aguas. Hormiguita aspiraba
aquellos salutíferos efluvios, al mismo tiempo que admiraba los encantadores lugares que
se veían desde el barco. Se guardó bien de expresar estos sentimientos con interjecciones
intempestivas. Se le hubiera mandado callar.
Y en verdad, lord y lady Piborne hubieran podido asombrarse de que un ser sin educación y
sin nacimiento fuese sensible a aquellas bellezas naturales, creadas para regocijo de ojos
aristocráticos. Además, no hay que olvidar que sus señorías hacían aquella excursión
porque convenía que gentes de su rango la hubiesen hecho, y probablemente nada de lo
que veían quedaría en su memoria. En cuanto al conde Asthon, aquello no le interesaba.
Había llevado algunos sedales, y tenía el pensamiento de pescar, mientras sus augustos
padres iban por deber a visitar las ruinas de los alrededores.
Esto fue lo que disgustó a Hormiguita. En efecto, cuando la embarcación llegó a Innisfallen,
el marqués y la marquesa desembarcaron, y a la propuesta que hicieron a su hijo para que
les acompañase, éste respondió: ‐Gracias. Prefiero pescar durante vuestro paseo.
‐Sin embargo ‐replicó lord Piborne‐, allí hay vestigios de una célebre abadía, y mi amigo lord
Kenmare, a quien pertenece esta isla, no me perdonaría...
‐Si el conde lo prefiere... ‐dijo negligentemente la marquesa. ‐Cierto... Lo prefiero... ‐
respondió el conde Asthon‐, y mi groom se quedará aquí para preparar mis anzuelos.
El marqués y la marquesa partieron, pues, seguidos de Marion y de John, y he aquí por qué,
a pesar suyo, obligado a obedecer los caprichos de su amo, Hormiguita no vio nada de las
curiosidades arqueológicas de Innisfallen. El marqués y la marquesa no trajeron de ellas
ninguna impresión, ni seria ni duradera. ¿Qué podían decir a su espíritu indiferente las
bellezas de aquel monasterio, cuya fundación se remonta al siglo vi, la disposición de los
cuatro edificios que lo componen, la capilla románica con sus finas cinceladuras; todo aquel
conjunto perdido bajo una exube
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Julio Verne
rante vegetación, en medio de grupos de acebos, tejos, fresnos, madroñeras, y cuyas más
hermosas muestras parecen pertenecer a esta isla, la isla de los Santos, a la que
mademoiselle Bovet ha llamado justamente la joya de Killarney?
Pero si el conde Asthon había rehusado acompañar a sus señorías durante el tiempo que
consagraran a explorar Innisfallen, no se crea que perdió el tiempo. Una hermosa trucha
había escapado, y su despecho se había traducido en una interminable serie de reproches
groseros a su groom. Verdad es que dos o tres anguilas cogidas con su anzuelo le parecían
preferibles a aquellas ruinas imbéciles que nada le importaban.
Y creyó esto tan digno de ocuparle, que no quiso recorrer la isla Ross, donde la
embarcación se detuvo una hora más tarde.
Echó de nuevo el sedal en las límpidas aguas, y Hormiguita tuvo que estar allí, a su
disposición, mientras lord y lady Piborne paseaban su majestuosa indiferencia bajo los
hermosos paseos de lord Kenmare.
La isla Ross forma parte del magnífico dominio de aquel nombre: tiene una superficie de
ochenta hectáreas, y su propietario la ha unido por una calzada a la orilla oriental del lago,
no lejos de su castillo, vieja fortaleza feudal del siglo xiv. Lo que tal vez extrañó al marqués y
a la marquesa, es que la isla Ross y el parque están liberalmente abiertos a los habitantes
del país, a los excursionistas, y cualquiera gusta de los verdes tapices esmaltados de
mentas, asfodelos, entre las espesuras arborescentes de las azaleas, bajo las ramas de
árboles seculares.
Después de una exploración de dos horas con frecuentes paradas, sus señorías volvieron al
puertecillo, donde la embarcación les esperaba. El conde Asthon estaba regañando a su
groom, a quien el marqués y la mar quesa no dudaron en reprender, sin dignarse
escucharle. El regaño de Hormiguita provenía de que la pesca había sido poco provechosa,
pues los peces no habían mordido los anzuelos del gentleman. De aquí el mal humor de
éste, que debía durar hasta la noche.
Volvieron a embarcarse, y los barqueros se dirigieron al medio del lago, con el objeto de
visitar la cascada de O'Sullivan, en la costa occi
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Aventuras de un niño irlandés
dental, antes de ganar la desembocadura del Lough‐Range, cerca de la que se encontraba
Dinish‐cottage, donde lord Piborne contaba pasar la noche.
Hormiguita había ocupado de nuevo su sitio en la parte de delante, con el corazón oprimido
por las injusticias de que era objeto.
Pero olvidolas pronto, dejando vagar su imaginación por aquellas aguas durmientes. Había
leído en la Guía esta curiosa leyenda relativa a los lagos de Killarney, Allí, en tiempos
pasados, se desarrollaba un valle feliz, que una compuerta protegía contra las avenidas del
agua. Un día, la joven que guardaba esta compuerta la bajó imprudentemente, y las aguas
se precipitaron en torrente. Pueblos y habitantes fueron devorados con su jefe, el
«Thanist». Desde esta época viven en el fondo del lago, y aplicando el oído se les puede oír
celebrar sus fiestas en ese reino de las anguilas y de las truchas, bajo la sábana inmóvil del
Lough‐Leane.
Eran las cuatro cuando sus señorías desembarcaron en Dinish‐cottage, cerca de la boca de
Lough‐Range, en la orilla izquierda al fondo de la bahía de Glena. Dispusiéronse a acostarse.
Mas cuando a las nueve Hormiguita fue despedido, recibió orden formal de volver a su
habitación y no tuvo más que algunas horas de libertad.
El día siguiente fue consagrado a la exploración del lago Muckross. Este lago, de dos millas y
media de ancho y menos de la mitad de largo, no es más que un vasto estanque de forma
regular, en medio de un dominio que sus propietarios no habitan y en el que sus magníficos
bosques no pierden nada de su encanto por haber vuelto al estado de la naturaleza.
Esta vez el conde Asthon se dignó acompañar al marqués y a la marquesa. Y si el groom fue
de la partida se debió a que su amo le había cargado con su fusil y su morral. En otra época
estos bosques alimentaban numerosos jabalíes. Al presente estos animales han
desaparecido casi todos, dejando el sitio a esos grandes gamos rojos cuya raza no tardará
en faltar en los bosques del Reino Unido.
Así pues, el conde Asthon hubiese hecho alguna proeza innegable si esos gamos hubiesen
querido ir. Gran decepción, a pesar de que dos bar
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Julio terne
queros habían hecho el oficio de ojeadores y Hormiguita el de perro d caza; razón por la
que éste no vio la pintoresca cascada de Tore, ni uta. vieja abadía de franciscanos del siglo
xiu con su iglesia y ruinoso claustro, que sus señorías hubiesen hecho mejor en no visitar.
En efecto, este claustro posee un tejo de un tamaño extraordinario, puesto que tiene
quince pies de circunferencia. Obedeciendo a no se sabe qué fantasía, tal vez para
conservar un recuerdo de su paso por la abadía de Muckross, la marquesa tuvo la idea de
arrancar una hoja de este tejo; Ya tendía la mano hacia el árbol cuando un grito del guía la
detuvo.
‐Tenga cuidado su señoría. ‐¿Cuidado? ‐repitió lord Piborne.
‐Sin duda, milord. Si la señora marquesa hubiera cogido una de esas hojas...
‐¿Es que está prohibido por el propietario de Muckross‐Castle? ‐preguntó el marqués en
tono altivo.
‐No, señor marqués ‐respondió el guía‐. Pero el que coge una de esas hojas muere dentro
del año...
‐¿Hasta una marquesa? ‐¡Hasta una marquesa!
Impresionose tanto lady Piborne que se sintió mal. Un instante más y hubiera arrancado la
hoja fatal. En la isla Esmeralda se da crédito a estas leyendas, y se cree en ellas como en el
Evangelio entre esos descendientes de las antiguas razas no menos supersticiosas que los
Paddys de las ciudades y de los campos.
En cuanto al joven Asthon, estaba muy fatigado, como también su perro ‐su groom,
queremos decir‐, al que no había concedido punto de reposo. Pero los perros no se quejan,
y además Hormiguita tenía mucho orgullo para quejarse.
224
Aventuras de un niño irlandés
Al día siguiente, después de almorzar, sus señorías se embarcaron. Los barqueros
trabajaron bien para subir al Lough‐Range. En la desembocadura forma torbellinos de agua
con violencias de torrente.
Los pasajeros fueron duramente sacudidos, y si esto proporcionó un placer a nuestro héroe,
lord y lady Piborne no participaron de él.
El marqués iba ya a dar la orden de volver atrás, pues el espanto de la marquesa era grande
y el conde Asthon no se encontraba a gusto. Pero algunos buenos golpes de remo
permitieron franquear las rompientes y la embarcación se encontró en un agua
relativamente calmada entre las riberas de nenúfares. Milla y media más lejos se destacaba
una montaña de mil ochocientos pies, frecuentada por las águilas, llamada Eagle's Nest.
Los barqueros previnieron a sus señorías que si sus señorías se dignaban dirigir la palabra a
esta montaña, ella se apresuraría a responderles. Hay allí, en efecto, fenómenos de eco
muy admirados por los turistas. El marqués y la marquesa consideraron sin duda como
indigno de ellos entrar en conversación con aquel eco «que no les había sido presentado».
Pero el conde Asthon no podía perder tan hermosa ocasión de lanzar dos o tres frases
estúpidas, de lo que resultó que, tras preguntar quién era:
‐¡Un imbécil! ‐respondió la Eagle's Nest por boca de algún paseante oculto tras los espesos
bosques de la montaña.
Sus señorías, muy mortificados, declararon que este eco hubiera sido castigado como se
merecía por su insolencia en los tiempos en que los castellanos ejercían alta y baja justicia
en sus dominios feudales. Los barqueros dieron a la embarcación un paso más rápido, y
hacia la una llegaba al lago superior.
El área de este lago es casi igual a la del Muckross. Adopta una forma más irregular que lo
hace más bello. Al sur se destacan los taludes de Cromaglans. Al norte los montes Tomie y
la Montagne‐Pourpre, tapizados de encarnados matorrales. La orilla meridional está llena
de esos hermosos árboles que sombrean el valle de Killarney. Mas por muy encantador que
fuese el aspecto de este lago, no interesó más que medianamente a sus señorías; y a
excepción de a Hormiguita, a nadie le produjo placer
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Julio Verne
esta exploración. Así, lord Piborne dio orden de dirigirse hacia la desembocadura de la
Gleanhmeen, ganando Brandons‐cottage, donde se debía descansar antes de visitar la
región del litoral.
Después de tantas fatigas, era natural que sus señorías tuviesen necesidad de reposo. Para
ellos una travesía por los lagos había sido igual a una travesía por el océano. Los dos criados
y el groom se quedaron en el ho tel; y si Hormiguita no recibió veinte órdenes incoherentes,
fue porque el conde Asthon se había dormido profundamente a las diez.
Al día siguiente fue preciso madrugar, pues el itinerario de lord Piborne comprendía una
jornada bastante larga. La marquesa se hizo rogar. Marion la encontraba un poco pálida. De
aquí la discusión de continuar el viaje, o de volver el mismo día a Trelingar‐Castle. Lady
Piborne se inclinaba por esto último, pero lord Piborne hizo valer que sus íntimos amigos el
duque de Francastar y la duquesa de Wersgalber habían llegado en su excursión hasta
Valentía, y se decidió que el itinerario no se modificase. Gran satisfacción para Hormiguita,
que temía regresar al castillo sin haber visto el mar.
El coche estaba enganchado desde las nueve de la mañana. El marqués y la marquesa se
sentaron en el fondo; el conde, junto a la ventanilla. John y Marion ocuparon los asientos
traseros y el groom junto al cochero. Ale jose el coche descubierto, para cerrarlo en caso de
mal tiempo. Al fin, los nobles viajeros, después de recibir los respetuosos homenajes del
personal de Brandonscottage, se pusieron en camino.
Durante un cuarto de milla, los dos vigorosos caballos siguieron la orilla izquierda del
Doogary, uno de los afluentes del lago superior, y continuaron después a lo largo de las
empinadas cuestas de la cadena de los Gillyenddy‐Reeks. A cada vuelta se ofrecían nuevos
paisajes, que sólo Hormiguita admiraba. El carruaje iba al paso por aquellos abruptos
parajes. Atravesaban entonces la parte más accidentada del condado de Kerry y hasta de
toda Irlanda.
A nueve millas al sureste, por encima de los Gillyenddy‐Reeks, el Carrantuohill erguía su
cima perdida a tres mil pies entre las nubes. Al pie de las montañas, montones de rocas,
bloques acumulados.
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Aventuras de un niño irlandés
A mediodía, dejando los montes Tomie y Montagne‐Pourpre a la derecha, el landó se dirigió
por la rampa de una estrecha cortadura de los Gillyennddy‐Reeks. Es una brecha célebre en
el país, la brecha de Dunloe, y el valeroso Roldán no hubiera hendido de un golpe más
formidable el macizo pirineo. Aquí y allá bellos lagos varían el aspecto de aquellas salvajes
comarcas, y por poco que esto interesara a sus señorías, Hormiguita hubiera podido contar
las leyendas del país, pues había tenido cuidado de estudiar su Guía antes de partir.
Más allá de esta brecha, el coche descendió con rapidez las pendientes del noroeste. A las
tres llegaba a la orilla derecha del Lawne, cuyo lecho sirve de desagüe a los lagos de
Killarney, dirigiendo sus aguas a la bahía Dingle. Este río fue seguido a lo largo de cuatro
millas, y eran las seis cuando los viajeros hicieron alto en el pueblecillo de Kilgobinet,
fatigados por una jornada de nueve millas.
Noche de calma en un hotel donde lo confortable e insuficiente fue reemplazado por
atenciones múltiples y respetuosas, recibidas con esa indiferencia que da la costumbre a un
alto prócer. Después, con extrema inquietud de Hormiguita, nuevas dudas relativas a la
dirección que tomaría el coche al día siguiente, ya a la derecha para volver a Killarney, o a la
izquierda para ganar la ensenada de Valentía. Pero habiendo afirmado el fondista que dos
meses antes el príncipe y la princesa de Kardigan habían recorrido este último camino, lord
Piborne hizo comprender a lady Piborne que convenía seguir las huellas de tan augustos
personajes.
Partiose de Kilgobinet a las nueve de la mañana. Aquel día el tiempo estaba lluvioso, por lo
que fue preciso echar la capota del landó. Sentado junto al cochero, el groom no podía
defenderse del huracán. ¡Bah! Estaba acostumbrado.
Nuestro héroe no perdió nada de los paisajes que merecían ser admirados; las cordilleras
brumosas del este, las profundas cuestas del oeste, bajando hacia el litoral. El sentido de las
bellezas de la naturaleza se desarrollaba gradualmente en su alma, y no perdería el
recuerdo de las mismas.
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Julio Verne
Por la tarde, a medida que las montañas dominadas por el Carrantouhill quedaban al este,
los montes Yveragh se levantaron en el horizonte opuesto. Más allá había, recordando la
Guía, un camino más fácil que descendía hasta el puertecito de Cahersiveen.
Sus señorías llegaron por la noche al pueblo de Carramore, después de una jornada de diez
millas. Como esta región es visitada por los turistas, no faltan buenas fondas, y no se
tuvieron que utilizar las reservas del landó.
Al día siguiente el carruaje volvió a partir, con un tiempo lluvioso y un cielo lleno de rápidas
nubes que el viento marino agitaba.
Algunos claros permitían filtrarse los rayos del sol. Hormiguita respiraba con ansia aquel
aire impregnado de sales marinas.
Un poco antes del mediodía, el landó, dando una brusca vuelta, siguió en línea derecha
hacia el oeste. Después de haber franqueado, no sin alguna dificultad, un estrecho paso de
los Yveragh, siguió fácilmente hasta la ensenada de Valentía. A las cinco de la tarde se
detuvo al término del viaje, ante una fonda de Cahersiveen.
‐¿Qué es lo que sus señorías han visto de toda esta naturaleza? ‐se preguntaba Hormiguita.
Ignoraba que mucha gente, y de la más encopetada, sólo viaja por decir que ha viajado.
El pueblo de Cahersiveen está agrupado en la orilla izquierda del Valentía, que en este lugar
forma un puerto de parada, al que se le ha dado el nombre de Valentía‐harbouc Más allá
está la isla de este nombre, uno de los puntos de Irlanda más avanzado hacia el oeste al
cabo de BragHead. Ningún irlandés podrá olvidar que el pueblecillo de Cahersiveen es la
ciudad natal del gran O'Connell.
Al día siguiente sus señorías se disponen a cumplir hasta el fin su programa, consagrando
algunas horas a visitar la isla. El deseo que de disparar a las gaviotas tiene el conde Asthon,
hace que Hormiguita reciba con extrema alegría la orden de acompañarle.
Un ferry‐boat hace el servicio entre Cahersiveen y la isla, situada a una milla antes de la
ensenada. Lord y lady Piborne y su acompañamiento se
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Aventuras de un niño irlandés
embarcan después de almorzar, y el ferry‐boat les lleva al puertecillo, en el fondo del cual
los barcos de pesca van a abrigarse contra las violentas olas.
Muy salvaje, muy ruda, esta isla no deja de tener riquezas minerales, pues posee pizarrales
de gran renombre. Hay allí una ciudad donde se ven algunas casas, cuyos muros y techos
están hechos cada uno de una sola pizarra. Los turistas pueden vivir en esta villa, pues hay
una excelente posada. Pero, ¿por qué permanecer cuando se ha visitado, como lo hicieron
sus señorías, el viejo fuerte muro construido por Cromwell; cuando han subido al faro que
llama a los navíos venidos de alta mar; cuando se han admirado sus dos pirámides, las
Skelligs, cuyos fuegos señalan estos terribles pasajes? ¿Por qué continuar en Valentía? No
es, en suma, más que una de tantas islas que se cuentan por centenares en la costa oeste
de Irlanda.
Sí, pero Valentía goza de una triple celebridad propia. Ha servido de punto de partida al
trabajo de triangulación, para medir ese espacio de círculo que se describe a través de
Europa hasta los montes Urales.
Es actualmente la estación metereológica más avanzada al oeste, y está colocada para
recibir los primeros golpes de las tempestades americanas. En fin, ahí está un edificio
solitario, donde fueron conducidos lord y lady Piborne. De allí arranca el primer cable
transatlántico que hubo entre entre el antiguo y el Nuevo Mundo. En 1858, el capitán
Anderson lo llevó como estela de su buque Great Eastern, y comenzó a funcionar en 1866,
sólo entonces, en espera de que cuatro nuevos hilos fuesen tendidos de América a Europa.
De aquí, pues, llegó el primer telegrama cambiado entre ambos continentes, y dirigido por
el presidente de los Estados Unidos, Buchanan, en esta forma evangélica:
«¡Gloria a Dios en el cielo, y paz a los hombres de buena voluntad en la tierra!».
¡Pobre Irlanda! ¡No te has olvidado de glorificar al Ser Supremo, pero los hombres de buena
voluntad no te han asegurado nunca la paz social, devolviéndote tu independencia!
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XXI
PERRO DE GANADO Y PERROS DE CAZA
Partiose de Cahersiveen en la mañana del 11 de agosto, siguiendo el mino del litoral,
contiguo a las primeras estribaciones de los montes Yveragh, después de una parada en
Kells, modesto pueblo en la bahía Dingle. La noche la pasaron en Killorglin.
El tiempo había sido malo, lluvioso y con viento todo el día. El siguiente fue malísimo.
Granizos y huracanes durante las treinta millas que separan Valentía de Killarney, donde sus
señorías, con un humor peor que el tiempo, pasaron la última noche del viaje.
Al día siguiente tomaron el ferrocarril y hacia las tres entraron en Trelingar‐Castle después
de una ausencia de diez días. El marqués y la marquesa habían dado fin a la excursión
tradicional a los lagos de Killarney y a través de la región montañosa del Kerry.
‐¡No valía la pena exponerse a tantas fatigas! ‐dijo la marquesa. ‐¡Y a tantos disgustos! ‐
añadió el marqués.
En cuanto a Hormiguita, llevaba la cabeza llena de recuerdos.
Su primer cuidado fue pedir a Kat noticias de Birk. Éste estaba bien. Kat no lo había
olvidado. Todas las noches había ido al sitio en que la lavandera lo esperaba con la comida.
Aquella misma noche, antes de subir a su cuarto, Hormiguita fue a los anejos donde Birk
esperaba. Fácil es imaginar cómo fue la entrevista de los dos amigos y qué caricias
intercambiaron; Birk estaba ciertamente del
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Aventuras de un niño irlandés
gado, pues no todos los días había matado el hambre, pero sus ojos brillaban inteligentes.
Su amo le prometió ir todas las noches si podía, y le deseó una buena noche.
Birk, comprendiendo que no tenía derecho para ser un obstáculo, no exigía más. Además,
era preciso ser prudente. La presencia de Birk en los alrededores de Trelingar‐Castle había
sido notada y los perros habían dado aviso varias veces.
El castillo recobró su vida habitual, la vida vegetativa que convenía a los huéspedes. La
estancia debía prolongarse hasta la última semana de septiembre, época en la que los
Piborne tenían costumbre de regresar a sus cuarteles de invierno de Edimburgo; después a
Londres para las sesiones del Parlamento; entretanto el marqués y la marquesa volverían a
sus visitas de vecindad. Se hablaría del viaje a Killarney. Lord y lady Piborne mezclarían sus
impresiones a las de los amigos que ya habían hecho esta excursión a los lagos.
Sería preciso hablar deprisa de esto, pues los recuerdos estaban ya confusos y lejanos en la
rebelde memoria de la marquesa, y no se acordaba ni aun del nombre de la isla de la que
partía «el cordón eléctrico» del que Europa tiraba para llamar a los Estados Unidos, del
modo como ella llamaba a Jonh y Marion.
Sin embargo, esta vida monótona no dejaba de ser penosa para Hormiguita. Siempre era
objeto de las malas artes del intendente Scarlett, que veía en él una víctima; y por otra
parte, los caprichos del conde Asthon no le dejaban una hora de descanso.
A cada instante tenía que ejecutar alguna orden, después venía la contraorden, y el joven
groom estaba siempre yendo y viniendo.
Sentía en las manos y en las piernas un hilo tiránico que le ponía en incesante movimiento.
En la antecámara y en las habitaciones de los criados se reían de verle llamado, enviado a
tal sitio, después a otro distinto, etc. Y Hormiguita sentía una profunda humillación con
estas cosas.
Así, por la noche, cuando había podido retirarse al fin a su cuarto, abandonábase a las
reflexiones que su situación le inspiraba. ¿Qué con
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Julio Verne
seguiría con ser el groom del conde Ashton? Nada. Era preciso buscar otra cosa. No ser más
que un criado, una máquina obediente, sublevaba su espíritu, la ambición que sentía dentro
de sí. Cuando vivía en la granja al menos los otros le consideraban como un igual. Como un
hijo de la casa. ¿Dónde estaban las caricias de la abuela, el afecto de Martina y de Kitty, los
ánimos de Martin y sus hijos? Él apreciaba más los guijarros que recibía todas las noches,
enterrados entre las ruinas, que las libras con que lord Piborne pagaba mensualmente su
esclavitud. Mientras vivía en Kervan, se instruía, trabajaba y aprendía para bastarse un día.
Aquí nada más que aquella tarea baldía y sin porvenir, aquella sumisión a los caprichos de
un niño malcriado, vanidoso e ignorante. Siempre estaba ocupado en ordenar, no los libros
‐no había uno solo‐, sino todo lo que estaba desordenado en la habitación.
Después, el cabriolé del joven gentleman le desesperaba. ¡Oh, qué cabriolé! Hormiguita no
podía mirarlo sin horror. A riesgo de caerse por algún precipicio, parecía que el conde
Asthon tenía placer en aventurarse por los peores caminos, a fin de sacudir mejor a su
groom, agarrado a las correas de la capota. Menos desgraciado cuando el tiempo permitía
salir el tilbury o el dogcar‐los otros carruajes del hijo de Piborne‐, el groom iba sentado y en
un equilibrio más estable. ¡Pero se abrían con tal frecuencia las cataratas del cielo sobre la
isla Esmeralda!
Era, pues, raro que transcurriese un día sin el suplicio del cabriolé, ya para ir a Kanturk, ya
para largos paseos por los alrededores de TrelingarCastle. A lo largo de estos caminos
corrían, con los pies desnudos, encallecidos por las piedras, bandas de chicuelos, vestidos
de andrajos y gritando: «¡Cooper! ¡Cooper!» Hormiguita sentía oprimido el corazón. Había
sufrido aquellas miserias y las compadecía. El conde acogía a la turba con injurias,
amenazándola con su látigo cuando se acercaba. Nuestro héroe experimentaba deseos de
arrojarles alguna moneda de cobre. Pero no se atrevía, por miedo de excitar la cólera de su
amo.
Una vez, sin embargo, la tentación fue demasiado fuerte. Una niña de cuatro años, con sus
bucles de oro, le miró con sus lindos ojos azules y le
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Aventuras de un niño irlandés
pidió un cooper. El cooper fue lanzado a la niña, que lo recogió dando un grito de alegría.
El conde Asthon oyó este grito. Cogió a su groom en flagrante delito de caridad.
‐¿Qué te has permitido, boy? ‐preguntó.
‐Señor conde... Esa niña... le causa tanta alegría... nada más que un cooper.
‐Como te los arrojaban a ti cuando pedías por los caminos, ¿no es verdad?
‐¡No! ¡jamás! ‐dijo Hormiguita, rebelándose como siempre que se le acusaba de haber
mendigado.
‐¿Por qué has dado limosna a esa mendiga? ‐Me miraba... Y yo a ella...
‐Te prohíbo mirar a los chicos que andan por los caminos. Tenlo por dicho.
Y Hormiguita debió obedecer, pero muy indignado por aquella dureza de corazón.
Si Hormiguita se vio obligado a encerrar en sí mismo la conmiseración que le inspiraban
aquellos niños, si no se arriesgó más a darles algún cooper, presentose una ocasión en la
que no pudo contener su primer impulso.
Era el 3 de septiembre. Aquel día el conde Asthon había mandado disponer su dog‐car para
ir a Kanturk. Hormiguita le acompañaba como de costumbre, espalda con espalda esta vez,
con orden de cruzar los brazos y de no moverse más que un maniquí.
El dog‐car llegó al pueblo sin accidente. Allí soberbios relinchos del caballo, con la boca
espumeante, y admiración estúpida de los papamoscas. El joven Piborne se detuvo ante las
principales tiendas. Su groom, de pie a la cabeza del animal, no le contenía sin trabajo, en
medio de la invasión de chicuelos que cercaba al joven sirviente tan lujosamente ataviado.
A eso de las tres, después de haberse ofrecido a la contemplación del pueblo, el conde
Asthon volvió a tomar el camino de Trelingar‐Castle. Iba
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Julio Verne
al paso, haciendo caracolear al caballo. Por el camino desfilaba la banda de mendigos de
costumbre, con sus gritos de «Cooper, cooper». Animados por el paso mesurado del dog‐
car, quisieron seguirle de cerca. El látigo les tuvo a distancia, y acabaron por quedar atrás.
Uno solo persistió. Era un chiquillo de unos siete años, con cara inteligente, llena de alegría:
un irlandés. Aunque el carruaje no iba deprisa, se veía obligado a correr para mantenerse a
su lado. Sus piececitos se magullaban contra los guijarros. Se empeñaba en su empresa,
desafiando las amenazas del látigo. Llevaba en la mano una rama de mirto, que ofrecía a
cambio de una limosna.
El conde le había gritado varias veces que se apartara; sin embargo, el pequeño, lejos de
esto, seguía tenaz junto a las ruedas, a riesgo de ser arrollado.
Bastaba con aflojar la rienda para que el caballo tomase el trote; pero Piborne no quería. Le
convenía ir a su paso, e iría. Así, fastidiado por la presencia del niño, acabó por darle un
latigazo.
El látigo, mal dirigido, se enrolló al cuello del niño, que fue arrastrado durante algunos
segundos, medio estrangulado. Una última sacudida le desenganchó y rodó por el suelo.
Hormiguita saltó del dog‐car y corrió hacia el niño que, con el cuello cercado por una línea
roja, daba gritos de dolor.
La indignación llenaba el corazón de nuestro héroe, que sintió feroces deseos de arrojarse
sobre el conde Asthon, el cual tal vez hubiera pagado cara su crueldad, aun siendo de más
edad que su groom.
‐Ven aquí, boy ‐gritole después de detener el caballo. ‐¿Y este niño?
‐Ven aquí ‐repitió Piborne, que blandía su látigo‐. Ven o te administro otra ración a ti.
Sin duda fue bien inspirado al no ejecutar su amenaza, pues no se sabe lo que habría
pasado. Hormiguita tuvo bastante imperio sobre sí mismo para obedecer, y después de
haber puesto algunos peniques en los bolsillos del chico, volvió a su puesto en el dog‐car.
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Aventuras de un niño irlandés
‐La primera vez que te permitas bajar sin orden mía ‐dijo el conde Asthon‐ te castigaré y te
echaré enseguida.
Hormiguita no respondió, pero sus ojos brillaron de cólera.
Después el carruaje se alejó rápidamente, dejando al niño en el camino consolado, y
haciendo sonar los peniques en su mano.
Desde este día fue patente que los malos instintos del conde Asthon hacían a su groom más
dura aún la vida. Las vejaciones redoblaron sobre él, ninguna humillación le fue escatimada.
Lo que en otra época había sentido en lo físico, lo sentía ahora en lo moral y comprendía
que no era menos desdichado que en la choza de la Hard, o bajo el látigo de Thornpipe. A
menudo pensaba en abandonar Trelingar‐Castle. Sí... marcharse. ¿Dónde? ¿A reunirse con
la familia MacCarthy? No tenía de ella noticia alguna. ¿Y qué podrían hacer por él
careciendo de hogar? Sin embargo, estaba resuelto a no permanecer al servicio del
heredero de los Piborne.
Además, había una eventualidad que no dejaba de preocuparle. Aproximábase el
momento, con el fin de septiembre, en que el marqués, la marquesa y su hijo tenían la
costumbre de abandonar el dominio de Trelingar. El groom, obligado a seguirles a Inglaterra
y Escocia, perdía la esperanza de encontrar a la familia MacCarthy.
Por otra parte, ¿qué sería de Birk? ¡Nunca consentiría en abandonarlo! ‐Yo tendré cuidado
de él ‐le dijo Kat un día.
‐Sí, pues usted tiene buen corazón ‐respondió Hormiguita‐ y se lo podría confiar, pagando
lo que fuera preciso por su comida.
‐¡Oh! ‐exclamó Kat‐. No... Soy amiga de ese pobre perro.
‐No importa. Sería una carga para usted. Pero si parto, no lo veré en todo el invierno...
jamás tal vez.
‐¿Por qué, niño? A tu vuelta.
‐¡Mi vuelta, Kat? ¿Estoy seguro de volver aquí? Allá donde ellos van, quién sabe si no me
traerán, o si yo no me iré de mi grado. ‐¿Marcharte?
‐Sí, al azar... como he hecho siempre.
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Julio Uerne
‐¡Pobre boy! Pobre boy! ‐repetía la buena mujer.
‐Y me pregunto si no sería lo mejor hacerlo enseguida. Abandonar el castillo con Birk,
buscar trabajo entre los labradores, en cualquier pueblo... no muy lejos..., cerca del mar.
‐¡Todavía no tienes once años!
‐No, Kat, aún no. ¡Ah! si tuviera doce o trece... Sería alto, tendría buenos brazos,
encontraría ocupación. ¡Cuán lentos vienen los años cuan do se es desdichado!
‐¡Y con qué rapidez pasan! ‐hubiera podido responder Kat. Así reflexionaba Hormiguita, sin
saber qué partido tomar. Una circunstancia casual vino a poner fin a sus dudas.
Llegados el 13 de septiembre, lord y lady Piborne no debían permanecer más que unos
quince días en Trelingar‐Castle. Ya habían comenzado los preparativos de marcha.
Pensando en la proposición de Kat relativa a Birk, preguntose Hormiguita si el intendente
Scarlett permanecería en el castillo durante el invierno. Si quedaba como administrador del
dominio notaría la presencia de aquel perro que vagaba por los contornos y nunca
autorizaría a la lavandera para conservarlo junto a ella. Kat se vería, pues, obligada a
alimentar a Birk en secreto como hasta entonces lo había hecho. ¡Ah! De saber mister
Scarlett que aquel perro pertenecía al joven groom, cómo se hubiera apresurado a informar
de ello al conde Asthon, y con qué gusto rompería éste los riñones a Birk, admitiendo que
hubiera podido tocarle con un balazo.
Aquel día, y contra su costumbre, Birk había ido por la tarde a rondar cerca del castillo. La
casualidad quiso que uno de los perros del conde Asthon, un pointer gruñón, fuese a vagar
por el camino.
Desde lejos se vieron, y los dos animales atestiguaron con un sordo gruñido sus hostiles
disposiciones. Había entre ellos enemistad de raza. El perro noble no debería sentir más
que desdén por el perro del campo; pero como era de mal carácter, se mostró el más
agresivo. Desde que vio a Birk inmóvil a la entrada del bosque corrió hacía él, enseñando los
dientes y dispuesto a hacer uso de ellos.
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Aventuras de un niño irlandés
Birk lo dejó aproximarse, mirándolo oblicuamente, de modo de no ser sorprendido, con la
cola baja y arqueado sobre sus patas. De repente, después de dos o tres furiosos ladridos,
el pointer se lanzó contra Birk y le mordió en el anca. Sucedió lo que tenía que suceder. Birk
saltó al cuello del animal, que fue derribado en un momento.
Esto no ocurrió sin terribles ladridos. Los otros dos perros que se encontraban en el patio se
mezclaron en la contienda. Dada la voz de alarma, el conde no tardó en acudir acompañado
del intendente. Abierta la verja, vio al pointer presa de los dientes de Birk.
¡Qué grito dio, sin osar acudir en socorro de su perro, de cuya suerte temía participar! Tan
pronto como Birk le vio, remató al pointer de una dentellada, y sin apresurarse entró en el
bosque.
El joven Piborne, seguido del intendente, se adelantó, y cuando llegaron al lugar del crimen
no encontraron más que un cadáver.
‐¡Scarlett! ¡Scarlett! ‐gritó el conde Asthon‐. Mi perro está estrangulado... Ese animal lo ha
estrangulado... ¿Dónde está? Venga. ¡Lo encontraremos! ¡Lo mataré!
El intendente no quería. Por otra parte, no le costó mucho trabajo contener a Piborne, que
temía tanto como él una vuelta ofensiva del terrible Birk. ‐Tenga cuidado, señor conde ‐le
dijo‐. No se exponga a perseguir a esa bestia feroz. Los picadores le atraparán.
‐Pero, ¿á quién pertenece?
‐A nadie. Es uno de esos perros vagabundos que van por los caminos. ‐Entonces se
escapará.
‐No, pues desde hace algunas semanas se le ve alrededor del castillo. ‐¡Desde algunas
semanas, Scarlett! ¡Y no se me ha prevenido, y ese animal ha matado a mi mejor pointer!
Preciso es reconocer que este mozo, tan egoísta e insensible, sentía por sus perros una
amistad que no le había podido inspirar ninguna criatura humana. El pointer era su favorito,
el compañero de sus cacerías, destinado sin duda a perecer por algún tiro mal dirigido de su
amo, y los dientes de Birk no habían hecho más que apresurar su destino.
237
Julio Verne
Fuese lo que fuese, muy desolado y furioso, meditando una terribl venganza, el conde
Ashton volvió al patio del castillo, ordenando que' trasladaran allí el cuerpo del pointer.
Por una feliz circunstancia, Hormiguita no había sido testigo de la escena. Hubiera tal vez
dejado escapar el secreto de su amistad con el matador. Tal vez, al verle Birk, hubiera
corrido hacia él, no sin comprometedo ras demostraciones. Pero no tardó en saber lo que
había ocurrido. Todo Trelingar‐Castle se llenó muy pronto de las lamentaciones del
infortunado Ashton. El marqués y la marquesa procuraron en vano calmarle. Éste no quería
escuchar nada; mientras la víctima no quedase vengada, se negaba a todo consuelo. No se
mitigó su dolor viendo con qué exagerado respeto, por orden de lord Piborne, se hacían las
honras fúnebres del difunto en presencia de la servidumbre del castillo. Y cuando el perro
fue trasladado a un rincón del parque, cuando la última paletada de tierra cubrió sus
despojos, el conde Ashton entró triste y sombrío en su cuarto, del que no quiso salir en
toda la noche.
Se imagina la inquietud de Hormiguita. Antes de acostarse había podido hablar
secretamente con Kat, no menos ansiosa que él con motivo de Birk.
‐Es preciso desconfiar ‐le dijo‐, y sobre todo tener cuidado de que no se sepa que el perro
es tuyo. Esto caería sobre ti, y no sé lo que pasaría. Hormiguita no pensaba en la
eventualidad de que se le hiciera responsable de la muerte del pointer. Se decía que ahora
sería difícil, si no imposible, continuar ocupándose de Birk. El perro no podría aproximarse a
los anejos que el intendente haría vigilar. ¿Cómo encontraría a Kat aquella noche? ¿Cómo
se arreglaría ésta para alimentarlo?
Nuestro joven pasó una mala noche ‐una noche de insomnio‐, infinitamente más
preocupado por Birk que por sí mismo.
Preguntose si no debía abandonar al día siguiente el servicio del conde Asthon. Teniendo la
costumbre de reflexionar, examinó la cuestión con sangre fría, pesando el pro y el contra, y
finalmente decidió poner en eje cución el proyecto que ocupaba su espíritu desde algunas
semanas antes.
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Aventuras de un niño irlandés
Hasta las tres no se pudo dormir. Cuando se despertó era de día, saltó del lecho, muy
sorprendido de no haber sido llamado como de ordinario por el imperioso campanillazo de
su amo.
Desde que tuvo claras sus ideas pensó que no debía cejar en su decisión. Partiría el mismo
día, alegando que no se sentía apto para el servicio de groom. Nadie tenía derecho para
detenerle, y si se le insultaba, estaba resignado de antemano. En previsión de una expulsión
brutal e inmediata, tuvo cuidado de vestir su traje de la granja, usado, pero limpio, pues lo
había conservado cuidadosamente. Cogió la bolsa, que contenía su sueldo de tres meses.
Además, después de haber expuesto cortésmente a lord Piborne su resolución de
abandonar el castillo, tenía la intención de reclamarle la quincena hasta el 15 de
septiembre, a la que tenía derecho. Procuraría despedirse de Kat sin comprometerla. Y una
vez encontrado su perro en los alrededores, marcharían juntos, muy satisfechos de volver la
espalda a Trelingar‐Castle. Serían las nueve cuando Hormiguita bajó al patio. Grande fue su
asombro al saber que el conde Asthon había salido al amanecer. Tenía la costumbre de
llamar a su groom para que le vistiera, no sin dirigirle regaños y malas palabras.
Mas a su sorpresa uniose pronto una aprensión muy justificada, cuando vio que ni Bill el
picador, ni los pointers estaban en la perrera.
En este momento, Kat, que estaba a la puerta del lavadero, le hizo señas para que se
acercase, y le dijo en voz baja:
‐El conde ha partido con Bill y los dos perros. Van a cazar a Birk. Hormiguita no pudo
responder al principio, ahogado por la emoción y la cólera.
‐¡Cuidado, boy! ‐añadió la lavandera‐. El intendente nos está observando.
‐Es preciso que no se mate a Birk... y yo sabré... ‐exclamó al fin Hormiguita.
Mister Scarlett, que había sorprendido este coloquio, vino a interpelar a Hormiguita con
una voz brusca.
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Julio Verne
‐¿Qué dices? ‐preguntó‐. ¿Qué haces?
No queriendo entrar en discusión con el intendente, el groom se contentó con responder:
‐Deseo hablar al señor conde.
‐Le hablarás cuando vuelva ‐respondió el otro‐. Cuando haya atrapado a ese maldito perro.
‐No lo atrapará ‐respondió Hormiguita, que se esforzaba por tener calma.
‐¿Cómo?
‐No, mister Scarlett; y si lo coge le digo que no lo matará. ‐¿Y por qué?
‐Porque yo lo impediré. ‐¡Tú!
‐Sí, mister Scarlett. Ese perro es mío, y no dejaré que lo maten.
Y en tanto que el intendente quedaba asombrado de tal respuesta, Hormiguita se lanzó
fuera del patio, franqueando la entrada del bosque.
Allí, durante una media hora, arrastrándose entre los zarzales, deteniéndose para
sorprender algún ruido que le pudiera dar las huellas del conde Asthon, Hormiguita marchó
a la ventura. El bosque estaba silencioso, y los ladridos se hubiesen oído desde muy lejos.
Nada indicaba si Birk había sido cazado como un zorro por los pointers del joven Piborne, ni
qué dirección convenía seguir a fin de encontrarlo.
¡Incertidumbre desesperante! Era posible que Birk estuviese ya muy lejos. Varias veces
Hormiguita gritó: ¡Birk! ¡Birk!, con la esperanza de que el fiel animal oyese su voz.
No se preguntaba lo que haría para impedir que el conde y su picador matasen a Birk si se
apoderaban de él. Lo que sabía es que lo defendería mientras le quedasen fuerzas.
Marchando al azar se había alejado del castillo dos buenas millas cuando sonaron ladridos a
algunos centenares de pasos, tras un macizo de corpulentos árboles que rodeaban un vasto
estanque.
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Aventuras de un niño irlandés
Hormiguita se detuvo. Había reconocido los ladridos de los pointers. No dudó que Birk
fuese ojeado en aquel momento. Bien pronto oyó claramente estas palabras.
‐Atención, señor conde. Ya le tenemos. ‐Sí, Bill. ¡Por aquí, por aquí!
‐¡Ala, perros, ala! ‐gritaba Bill.
Hormiguita se precipitó hacia el macizo, cerca del que se producía este tumulto. Apenas
había dado veinte pasos, oyose una detonación. ‐¡Erré, erré! ‐gritó el conde.
‐A ti, Bill, a ti; no lo dejes.
Una segunda detonación resonó bastante cerca para que Hormiguita pudiese ver el
resplandor a través del ramaje.
‐¡Ya está! ‐gritó Bill, mientras los pointers ladraban furiosamente. Como si la bala le hubiese
herido, Hormiguita sintió que las piernas no le sostenían, cuando a seis pasos de él oyó el
ruido de ramas tronchadas, y por entre la maleza apareció un perro, con la piel mojada y la
boca espumeante. Era Birk, con una herida en el costado, que se había arrojado al estanque
después del tiro del picador.
Birk reconoció a su amo, que le oprimió el hocico, a fin de ahogar sus quejas, y lo arrastró a
lo más espeso del bosque. ¿Pero los pointers no seguirían la pista de los dos?
¡No! Fatigados por la carrera, debilitados por los mordiscos dados por Birk, los pointers
siguieron a Bill. Las huellas del groom y Birk se les perdieron, a pesar de que aquéllos
pasaron tan cerca de su escondite, que Hormiguita pudo oír que el conde Asthon decía al
picador:
‐¿Estás seguro de haberlo matado, Bill?
‐Sí, señor conde; de un balazo en la cabeza, en el momento en que se arrojaba al estanque.
El agua se ha puesto roja y él está en el fondo. ‐Hubiera querido cogerlo vivo ‐exclamó el
joven Piborne.
Y en efecto, qué espectáculo más digno de divertir al heredero del dominio de Trelingar‐
Castle, y qué completa hubiera sido su venganza si hubiese podido dárselo de comida a sus
perros, tan crueles como su amo.
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XXII
DIECIOCHO AÑOS ENTRE DOS
Cuando el conde Asthon, el picador y sus perros desaparecieron, respiró Hormiguita con
una satisfacción que quizás no había sentido en toda su vida. Y se puede afirmar que Birk
hizo otro tanto cuando Hormiguita aflojó las manos con que le oprimía el hocico,
diciéndole:
‐¡No ladres, no ladres, Birk! Y Birk no ladró.
Era una fortuna que aquella mañana Hormiguita, decidido a partir, se hubiera puesto su
antigua ropa, hecho su ligero equipaje y llevado la bolsa de sus ahorros. Esto le evitaba el
disgusto de volver al castillo, donde el conde Ashton no tardaría en saber a quién
pertenecía el matador del pointer. Como hubiera sido recibido el groom, se supone. Verdad
es que el no volver le costaba sacrificar el sueldo de quince días que contaba con reclamar.
Pero prefería resignarse a este abandono. Estaba fuera de TrelingarCastle, lejos del joven
Piborne y del intendente Scarlett. Su perro estaba con él, y no pedía más; sólo pensaba en
alejarse lo más pronto posible.
zA cuánto ascendía su fortuna? Exactamente a cuatro libras, diecisiete chelines y seis
peniques. Era la mayor suma que había poseído. No exageraba su importancia como esos
niños que se creen ricos con tanto di nero en el bolsillo. No. Él sabía que vería pronto el fin
de su fortuna, si no se sujetaba a la más estricta economía, aguardando la ocasión de
colocarse en alguna parte, con Birk, por supuesto.
242
Aventuras de un niño irlandés
Felizmente, la herida del animal no era grave. Un sencillo rasguño de la piel, y la curación no
sería larga. El tiro del picador no había sido más acertado que el del conde Asthon.
Los dos amigos partieron a buen paso desde que llegaron al camino. Birk, saltando de
alegría. Hormiguita, un poco preocupado por el porvenir.
Sin embargo, no iban al azar. Pensó en volver a Kanturk, o a Newmarket. Conocía los dos
pueblos; uno por haber vivido en él; el otro por haber ido a él acompañando varias veces al
joven Piborne. Pero esto hubiera sido exponerse a encuentros que le convenía evitar. Así
pues, sabía lo que se hacía bajando hacia el sur. Primero se alejaba de Trelingar‐Castle en
una dirección en la que no se pensaría en perseguirle; y después, se aproximaba a la capital
del condado de Cork, en la bahía de este nombre, una de las más frecuentadas de la costa
meridional. De ella salen barcos... barcos mercantes... grandes, de verdad, para todas las
partes del mundo, y no barcos de pesca como en Westport o Galway. Esto atraía siempre a
nuestro héroe: el irresistible instinto del comercio.
En fin, lo esencial era llegar a Cork, lo que exigía algún tiempo. Hormiguita tenía que
emplear su dinero en cosas más necesarias que en carruaje o ferrocarril, e iría a pie, con lo
que quizás encontrase ocasión de ganar algunos chelines en pueblos como Limerick y
Newmarket. Sin duda que treinta millas para las piernas de un niño de once años era un
buen viaje, y emplearía ocho días por poco que se detuviera en las granjas.
El tiempo era bueno, ya fresco en esta época; el camino, sin barro ni polvo, excelentes
condiciones cuando se trata de un viaje a pie. El sombrero de fieltro en la cabeza, chaleco y
pantalón de abrigo, buenos zapatos, su equipaje al brazo, el cuchillo ‐regalo de la abuela‐
en el bolsillo y un bastón que hizo de una rama de haya. Hormiguita no tenía el aire de un
pobre. Debía, pues, guardarse de los malos encuentros.
Por otra parte, sólo mostrando sus dientes, Birk alejaría a las gentes sospechosas.
243
Julio Verne
La primera jornada, con un descanso de dos horas, fue un trayecto de cinco millas y un
gasto de medio chelín. Para dos, un niño y un perro, esto no es mucho, y por este precio la
comida de manteca y patatas es poca. Hormiguita no pensó, sin embargo, en la comida de
Trelingar‐Castle. Llegada la noche, se acostó un poco más allá del pueblo de Baunteer, en
una granja, con permiso del labrador, y al día siguiente, después de un almuerzo que le
costó algunos peniques, volvió a ponerse en camino.
Éste empezó a hacerse penoso, pues la cuesta comenzaba. Esta parte del condado de Cork
presenta un relieve orográfico de cierta importancia. El camino que va de Kanturk a la
capital atraviesa el complicado sistema de los montes Boggerraghs.
A partir de aquí, cuestas empinadas. Hormiguita sólo tenía que marchar en línea recta y no
corría el riesgo de perderse... Además, él sabía orientarse por instinto como un chino o un
zorro. Lo que debía tranquilizarle es que el camino no estaba desierto. Algunos labradores
abandonaban los campos y volvían. Las carretas iban de un pueblo a otro. En rigor, siempre
era posible informarse de la dirección; mas Hormiguita prefería no llamar la atención y
pasar sin preguntar a nadie.
Al cabo de unas seis millas recorridas rápidamente, llegó a DerryGounva, pequeña localidad
situada en la parte donde el camino corta el macizo de los Boggerraghs. Allí, en una posada,
un viajero que se dispo nía a comer le dirigió dos o tres preguntas: de dónde venía, adónde
iba, cuándo pensaba partir, y muy satisfecho de sus respuestas le invitó a comer, cosa que
Hormiguita aceptó. Comió bastante, y Birk no fue olvidado por el generoso anfitrión. Era
una lástima que aquel digno irlandés no fuese a Cork, pues le hubiera ofrecido un sitio en su
carruaje; pero iba hacia el norte del condado.
Después de una noche tranquila en la posada, Hormiguita abandonó Derry‐Gounva al alba,
y se internó por el desfiladero de los Boggerraghs. La jornada fue fatigosa. El viento soplaba
con fuerza, parecía que venía del suroeste, aunque seguía las vueltas del desfiladero,
cualquiera que fuese su orientación. Hormiguita lo encontraba siempre de frente, sin te
244
Aventuras de un niño irlandés
ner, como un barco, el recurso de correr las bordas. Era necesario caminar contra el
huracán, perder cinco o seis pasos de doce, ayudarse de la maleza adherida a las rocas,
arrastrarse a la vuelta de ciertos ángulos; en suma, cansarse mucho para andar poco. En
verdad que una carreta o un jaunting‐car le hubiesen prestado un gran servicio. Esta parte
de los Boggerraghs es poco frecuentada. Se puede llegar a los pueblos de la región evitando
aquel dédalo. Hormiguita no vio a nadie por allí.
Nuestro personaje y su perro, después de muchas vueltas, descansaron al pie de los
árboles. Durante la tarde, marchando con más rapidez, consiguieron flanquear el punto
máximo de altura de la región. De seguir el recorrido en un mapa, el compás no hubiera
indicado más que cuatro o cinco millas. Penosa jornada. Pero lo más rudo estaba hecho, y
en dos horas llegarían al extremo oriental del desfiladero.
Hubiera sido imprudente arriesgarse después de la caída del sol. Entre aquellos altos
taludes, la noche cae rápidamente. Desde las seis de la tarde la oscuridad era profunda.
Valía más detenerse en aquel lugar, aunque allí no había ni posada ni granja. Era un lugar
muy solitario, y Hormiguita no se sentía tranquilo. Por fortuna, Birk era un guardia vigilante
y fiel, en el que se podía confiar.
Aquella noche tuvo por único abrigo una estrecha anfractuosidad de las rocas, sobre la que
caía una cortina de parietarias. Se echó sobre la tierra suave y seca. Birk se acostó a sus
pies, y ambos se durmieron a la gracia de Dios.
Al día siguiente, al amanecer, se pusieron en camino. Tiempo incierto, húmedo y frío.
Todavía una jornada de quince millas, y Cork aparecería en el horizonte. A las nueve, los
desfiladeros de los montes Boggerraghs fueron franqueados.
Caminaban de prisa, pero con hambre. El zurrón estaba vacío; Birk iba de derecha a
izquierda, con el hocico en tierra, buscando qué comer; después volvía, y dirigiéndose a su
amo, parecía decirle:
‐¿Es que no se almuerza esta mañana? ‐Pronto ‐le respondía Hormiguita.
245
Julio terne
En efecto, hacia las diez ambos hacían alto en el lugarejo de Dix‐MilesHouse.
Es éste un lugar donde la bolsa del joven viajero se aligeró en un chelín en una modesta
posada, que le ofreció la comida ordinaria de los irlandeses; patatas, manteca y un grueso
pedazo de ese queso rojo llamado «Cheddar». Birk tuvo desperdicios de la comida. Después
de esto, y después del descanso, continuaron el viaje. Territorio siempre accidentado,
cultivado de una y otra parte. Aquí y allá campos donde el labrador terminaba la
recolección de la cebada y centeno, tardía en este clima.
Hormiguita no estaba solo en el camino. Se cruzaba con las gentes del campo, a las que
daba los buenos días, que ellos le devolvían.
Pocos niños, o ninguno, de esos que tienen por única ocupación correr tras los carruajes
mendigando. Esto se debía a que los turistas raramente se aventuraban por aquella parte
del condado. Si algún chicuelo hubiese venido a pedir limosna a Hormiguita, hubiera
obtenido uno o dos coopers.
El caso no se presentó.
A eso de las tres de la tarde, se llegó a un lugar donde el camino comienza a bordear un río
en una extensión de siete a ocho millas.
Era el Dripsey, un afluente del Lee, el que va a perderse en una de las extremas bahías del
suroeste
Si no quería dormir al raso la próxima noche, era necesario que Hormiguita siguiese hacia el
pueblo de Woodside, a tres o cuatro millas de Cork. ¡Un buen trecho de camino que
recorrer antes de la noche! Pero no le parecía imposible, ni a Birk tampoco.
‐Vamos ‐se dijo‐, un último esfuerzo. Tendré tiempo de descansar allá abajo.
¡El tiempo! Sí. No es el tiempo lo que jamás le faltaría; sería el dinero. ¡Bah! ¿Por qué se
inquietaba? Poseía cuatro libras de buen oro, sin contar lo que le quedaba de peniques. Con
estos fondos se camina semanas y semanas...
¡En camino, pues, y alarga las piernas, mozo! El cielo está cubierto, el viento se ha calmado.
Si aquello acaba en lluvia no habrá más abrigo que
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Aventuras de un niño irlandés
agazaparse bajo alguna piedra, y esto no es para regocijar, cuando había buenos rincones
que coger en una de las posadas de Woodside. Hormiguita y Birk caminaban rápidamente, y
un poco antes de las seis de la tarde no distaban más que tres millas del pueblo, cuando
Birk se detuvo y dejó oír un singular gruñido.
Hormiguita se detuvo también y miró a lo largo del camino... No vio nada.
‐¿Qué tienes, Birk?
Birk gruñó de nuevo. Después, lanzándose a la derecha, corrió por el lado del río, cuya orilla
no estaba más que a unos veinte pasos de distancia.
‐Tiene sed, sin duda ‐pensó Hormiguita‐, y a fe mía que me dan ganas de beber.
Y se dirigía hacia el Dripsey, cuando el perro, lanzando un ladrido más agudo, se precipitó
en la corriente.
Hormiguita, muy sorprendido, llegó en algunos pasos a la orilla, e iba a llamar a su perro.
Allí había un cuerpo arrastrado por la rápida corriente, el cuerpo de un niño. El perro
acababa de cogerlo por sus ropas, o harapos, por decir mejor. Pero el Dripsey está lleno de
remolinos que hacen muy peligroso su curso. Birk trataba de volver a la orilla, no sin
trabajo, mientras el niño se agarraba convulsivamente a su piel.
Hormiguita sabía nadar; se recordará que Grip le había enseñado. No dudó, y comenzaba a
desnudarse cuando haciendo un último esfuerzo, Birk consiguió poner el pie en la orilla.
Hormiguita sólo tuvo que inclinarse y agarrar al niño por sus ropas, depositándole en lugar
seguro, mientras el perro se sacudía ladrando.
El niño tendría de seis a siete años lo más. Los ojos cerrados. Su cabeza se agitaba. Había
perdido el conocimiento...
¡Cuál fue la sorpresa de Hormiguita cuando hubo apartado de su cara su cabellera mojada
completamente! Era el niño que el conde Ashton, dos semanas antes, había golpeado con
su látigo en el camino de Trelingar
247
Julio Verne
Castle, lo que había valido al joven groom una regañina por su intervención caritativa.
Desde hacía quince días, aquel pobre pequeño vagaba por los caminos. Por la tarde había
llegado a orillas del Dripsey. Había querido apagar su sed, sin duda, le había fallado el pie, y
caería en la corriente, y a
no ser por Birk, arrastrado por su instinto salvador, no hubiera tardado en desaparecer
entre los torbellinos.
Se trataba de volverle a la vida, y a esto se dedicó Hormiguita. ¡Desgraciado! Su cara larga,
su cuerpo delgado y descarnado, decían todo lo que había sufrido; la fatiga, el frío, el
hambre. Tocándole con la mano se sentía que su estómago estaba como un saco vacío.
¿Qué medio emplear para devolverle el conocimiento? ¡Ah! Haciéndole arrojar el agua que
había tragado, oprimiéndole el estómago, echándole aire por la boca. Sí... Hormiguita tuvo
esta idea. Algunos instantes después, el niño respiraba, abría los ojos y sus labios dejaban
escapar estas palabras:
‐Tengo hambre... Tengo hambre.
¡I am hungry!, éste es el grito del irlandés, el grito de toda su vida, el último que lanza antes
de morir.
Hormiguita poseía aún algunas provisiones. De un poco de pan y manteca hizo dos o tres
bocados, y los introdujo entre los labios del niño, que los devoró glotonamente.
Fue preciso moderarle. Las cosas entraban en él como el aire en una botella donde se
hubiera hecho el vacío.
Entonces, enderezándose, sintió que le volvían las fuerzas. Sus ojos se fijaron en
Hormiguita. Dudó, y después, reconociéndole:
‐¿Tú? ¿Tú? ‐murmuró. ‐Sí. ¿Te acuerdas?
‐En el camino... No sé cuándo... ‐Yo lo sé... niño...
‐¡Oh, no me abandones!
‐No... no... Yo te llevaré... ¿adónde ibas?
248
Aventuras de un niño irlandés
‐Adelante... adelante ‐¿Dónde vives?
‐No lo sé... En ninguna parte.
‐¿Cómo has caído en el río? ¿Queriendo beber, sin duda? ‐No ...
‐¿Te has resbalado?
‐No... He caído a propósito. ‐¿A propósito?...
‐Sí, sí, ahora no quiero... si tú estás conmigo... ‐¡Estaré, estaré!
Y a Hormiguita se le llenaron los ojos de lágrimas. ¡A los siete años esta horrible idea de
morir! ¡La desesperación llevando a aquel niño a la muerte, la desesperación que viene de
la desnudez, del abandono, del hambre!...
El niño había vuelto a cerrar sus párpados. Hormiguita se dijo que no debía hacerle más
preguntas. Esto quedaría para más tarde. Además, conocía su historia. Era la de todos esos
pobres seres... era la suya propia... Pero por lo menos a él, dotado de una energía poco
común, no le había venido jamás la idea de acabar con sus miserias. Convenía avisar. El niño
no se encontraba en estado de poder andar algunas millas para llegar a Woodside.
Hormiguita no hubiera podido llevarle hasta allí. Por otra parte, la noche se aproximaba, y
lo esencial era encontrar un abrigo. En los alrededores no se veía ni una posada, ni una
granja. A un lado del camino, el Dripsey, extenso, sin una barca. Al otro, bosques que se
extendían por la izquierda, hasta perderse de vista. Era, pues, preciso pasar lo noche en
aquel lugar, al pie de un árbol, sobre un lecho de hierbas, cerca del fuego de un leño, si esto
era necesario.
Al despuntar el día, cuando el niño tuviera ya fuerzas, llegarían a Woodside, y tal vez a Cork.
Quedaba algo para comer aquella noche y guardar algunos restos con que desayunar al
siguiente día.
Hormiguita tomó en sus brazos al niño, adormecido de fatiga. Seguido de Birk, atravesó el
camino, y entró unos veinte pasos en el bosque, ya bas
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Julio terne
tante oscuro, entre esas robustas hayas seculares que se cuentan por mile en aquella parte
de Irlanda.
¡Qué satisfacción sintió al encontrar uno de esos largos troncos medio caído, horadado por
los años! Era una especie de cuna, de nido, si se quie‐' re, donde podría poner a su pajarillo.
El agujero estaba lleno de tierra
menuda, y añadiendo una brazada de hierba se haría un cómodo lecho. Y hasta podría
guardar a dos y dormir más calientes. Mientras dormía, el niño sentiría que no estaba solo.
Un instante después estaba instalado en su lecho. Sus ojos no se cerraron, pero respiraba
dulcemente, y no tardó en caer en un profundo sueño. Hormiguita se ocupó entonces en
secar los vestidos que su protegido ‐¡el protegido de Hormiguita!‐ debía volver a ponerse al
día siguiente. Encendió un poco de leña seca, retorció los harapos y los puso a la llama,
tendiéndolos después en una rama baja del haya.
Había llegado el momento de comer el pan, las patatas y el cheddar. El perro no fue
olvidado, y aunque su parte no fue grande, no se quejaba. Su amo fue a tenderse en el
agujero del haya, rodeando al niño con sus brazos, y acabó por sucumbir al sueño, mientras
Birk vigilaba sobre el grupo dormido.
Al día siguiente, 18 de septiembre, el niño se despertó el primero, asombrado de verse
acostado en tan buena cama. Birk le dirigió un ladrido protector. ¿Acaso no había tomado
parte en su salvación?
Hormiguita abrió los ojos casi en seguida, y el niño se arrojó a su cuello abrazándole.
‐¿Cómo te llamas? ‐le preguntó. ‐Hormiguita... ¿y tú?
‐Bob...
‐Pues bien, Bob, vete a vestir.
Bob no se lo hizo repetir. Apenas recordaba que la víspera se había arrojado al río. ¿Acaso
no tenía ahora una familia, un padre que no le abandonaría, o por lo menos un hermano
mayor que ya le había reme diado dándole un puñado de coopers en el camino de
Trelingar‐Castle? Se
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Aventuras de un niño irlandés
dejaba llevar por la confianza de sus pocos años, llena de esa familiaridad natural que
distingue a los niños irlandeses. Por otra parte, a Hormiguita le parecía que el encuentro
con Bob le había creado nuevos deberes, los de la paternidad.
¡Qué contento se puso Bob cuando tuvo una camisa blanca bajo sus ropas tan sucias! ¡Y
qué ojos abrió ante un trozo de pan, un pedazo de queso y una gruesa patata, asada en el
rescoldo! Este desayuno fue tal vez la mejor comida que había hecho desde su nacimiento.
¿Su nacimiento? No había conocido a su padre, pero, más favorecido por la suerte que
Hormiguita, había conocido a su madre ‐muerta de miseria cuando él tenía dos años o tres
años‐, Bob no podía precisarlo. Después había sido recogido en el hospicio de una ciudad
no demasiado grande, cuyo nombre ignoraba. Más tarde, por falta de fondos, el hospicio se
había cerrado, y Bob se encontró en la calle, sin saber por qué... ¡Bob no sabía nada!, con
los otros niños, la mayor parte sin familia. Había vivido en los caminos, acostándose en
cualquier parte, comiendo cuando podía, hasta el día en que después de un ayuno de
cuarenta y ocho horas le vino el pensamiento de morir.
Tal era su historia, que él contó mientras mordía la patata, historia que no era una novedad
para un antiguo pensionista de la Hard, reducido al estado de máquina con Thornpipe y un
educado de la Ragged‐School. En medio de su conversación, la cara inteligente de Bob
cambió repentinamente, sus ojos tan vivos se nublaron, y quedó pálido.
‐¿Qué tienes? ‐le preguntó Hormiguita. ‐¿Tú no me dejarás solo? ‐murmuró. Era su gran
temor.
‐No, Bob. ‐Entonces ¿me llevas? ‐Sí, te llevo.
¿Dónde? A Bob le importaba poco con tal de que Hormiguita le llevase con él.
‐Pero ¿tu mamá, tu papá?
251
Julio Verne
‐No los tengo.
‐¡Ah! ‐dijo Bob‐; yo te querré mucho. ‐También yo, y procuraremos arreglárnoslas.
‐¡Oh! Verás cómo yo corro tras los carruajes ‐exclamó Bob‐. Te daré los coopers que me
arrojen.
El pequeño nunca había hecho otro trabajo. ‐No, Bob. No será preciso correr más tras los
coches. ‐¿Por qué?
‐Porque el mendigar no está bien. ‐¡Ah! ‐dijo Bob, quedando pensativo. ‐Dime, ¿tienes
buenas piernas?
‐Sí, pero pequeñas aún.
‐Pues bien, vamos a hacer una larga jornada hoy, para llegar esta noche a Cork.
‐¿A Cork?
‐Sí... Una hermosa ciudad, allá abajo, con barcos. ‐Barcos... Ya sé...
‐Y el mar, ¿has visto el mar? ‐No.
‐Lo verás... Se extiende lejos... lejos. Andando.
Y helos ahí en camino, precedidos de Birk, que brincaba moviendo la cola.
Dos millas más lejos, el camino deja las orillas del Dripsey y se extiende por las del Lee, que
va a precipitarse en el fondo de la bahía de Cork. Se encontraron varios carruajes de turistas
que se dirigían hacia la parte montañosa del condado.
Y entonces Bob gritó, llevado por su costumbre: ¡Cooper! ¡Cooper! Hormiguita le detuvo.
‐Te he dicho que no hagas más eso ‐repitió. ‐¿Por qué?
‐Porque está mal pedir limosna. ‐¿Hasta cuando es para comer?
252
Aventuras de un niño irlandés
Hormiguita no respondió, y Bob quedó muy inquieto por su almuerzo hasta que se vio a la
mesa en una posada del camino. Y a fe mía que por seis peniques los tres se regalaron; el
hermano mayor, el pequeño y el perro.
Bob no podía dar crédito a sus ojos. Hormiguita tenía una bolsa que contenía chelines y aún
quedaban en ella después de pagar al posadero. ‐¿Cómo tienes ese dinero?
‐Lo he ganado trabajando.
‐¿Trabajando? También yo querría trabajar... pero no sé... ‐Yo te enseñaré, Bob.
‐En seguida.
‐No; cuando estemos allá abajo.
Si se quería llegar la misma noche, preciso era no perder un instante. Hormiguita y Bob se
pusieron de nuevo en marcha con tal diligencia que entre las cuatro y las cinco de la tarde
llegaron a Woodside. En vez de dormir en una posada de este pueblo, valía más llegar hasta
Cork, puesto que sólo restaban tres millas.
‐¿No estás fatigado? ‐preguntó Hormiguita. ‐No... vamos... vamos ‐respondió el niño.
Y después de una nueva comida que les dio fuerzas, ambos continuaron su jornada. A las
seis se detuvieron a la entrada de uno de los arrabales de la ciudad. Un posadero les ofreció
una cama y se durmieron uno en brazos del otro.
253
XXIII
SIETE MESES EN CORK
¿Era en Cork, en esta capital de la provincia de Munster donde Hormiguita comenzaría su
fortuna?
Capital de tercer orden de Irlanda, esta ciudad es comercial, industrial y también literaria.
Letras, industria, comercio, ¿en qué estos tres campos abiertos a la actividad humana
podrían servir a los comienzos de un niño de once años? ¿No había llegado allí para
aumentar el número de esos miserables que abundan en medio de las ciudades marítimas
del Reino Unido?
Hormiguita había querido ir a Cork, y estaba en Cork, aunque es verdad que en condiciones
poco favorables para la realización de sus proyectos para el porvenir. En otra época, cuando
él rodaba por Glalway, cuando Pat MacCarthy le refería sus viajes, su joven imaginación se
inflamaba por las cosas del comercio. Comprar cargamentos en otros países y venderlos en
el suyo. ¡Qué sueño! Pero desde su partida de Trelingar‐Castle había reflexionado. Para que
el hijo de la casa de caridad de Donegal pudiese llegar a mandar un bueno y sólido navío,
navegando de un continente a otro, era preciso que se enrolase como ayudante a bordo de
los clippers o de los steamers, y después que con el tiempo llegase a piloto, marinero,
contramaestre, capitán. Y ahora, teniendo que cuidar de Bob y de Birk, ¿podía pensar en
embarcarse? Si les abandonaba, ¿qué sería de ellos? Puesto que con la ayuda de Birk, se
entiende, él había salvado la vida al pobre Bob, deber suyo era asegurársela.
254
Aventuras de un niño irlandés
Al día siguiente, Hormiguita ajustó con el posadero el precio de una cama de hierba seca.
Gran paso hacia adelante. Si nuestro héroe no tenía muebles, tenía habitación. Precio de la
cama: dos peniques, que debían ser pagados todas las mañanas. En cuanto a la comida,
Bob, Birk y él la tomarían donde se encontrasen, en el restaurant del azar. Los tres salieron
en el momento en que el sol comenzaba a disipar las brumas del horizonte. ‐¿Y los barcos? ‐
dijo Bob. ‐¿Qué barcos?
‐Los que me has prometido. ‐Espera que estemos junto al río.
Y fueron en busca de los barcos, descendiendo por un arrabal muy largo y pobre. En una
panadería compraron pan. No era preciso preocuparse por Birk. Éste había encontrado qué
comer entre los montones de desperdicios de la calle.
En el malecón del Lee, que describe un doble brazo a través de Cork, veíanse algunas
barcas, pero no buques, de esos buques capaces de atravesar el canal de San Jorge, o el
mar de Irlanda, y después el océano Atlántico.
En efecto, el verdadero puerto está abajo ‐más especialmente en Queenstown, la antigua
Cowes, situada en la bahía de Cork‐, y los rápidos ferryboats permiten bajar por la ensenada
del Lee hasta el mar.
Hormiguita, llevando de la mano a Bob, entró en la ciudad propiamente dicha.
Construida en la principal isla del río, se une a la ribera por medio de varios puentes. Otras
islas, de más arriba y más abajo, han sido transformadas en paseos y jardines, paseos
umbrosos y verdes jardines. Monumentos diversos se alzan aquí y allá, una catedral sin
estilo, cuya torre es muy antigua, Santa María, San Patricio. En las ciudades de Irlanda no
faltan iglesias, como tampoco asilos, hospicios y workbouses. En Erin hay siempre gran
número de fieles, y de pobres también. Solamente con pensar en una de estas casas de
caridad, Hormiguita se sentía presa de disgusto y espanto. Él hubiese preferido el Queen's,
que es una magnífica construc
255
Julio Verne
ción; pero antes de ser recibido en éste, es preciso saber algo más que leer, escribir y
contar.
En las calles de la ciudad había algún movimiento, el movimiento de las gentes que trabajan
temprano, las tiendas que se abren, las puertas de las casas de donde salen los criados con
la escoba en la mano o la cesta al brazo, las carretas que circulan, los revendedores que
pasean sus puestos ambulantes, los mercados donde están las provisiones para una
población de cien mil almas. Atravesando el barrio de los negocios e industrial, se veía la
fábrica de cuero, de papel, de telas, cervecería, etc. Nada todavía de carácter marítimo.
Después de un agradable paseo, Hormiguita y Bob se sentaron para descansar en un banco
de piedra, en el ángulo de un edificio de imponente aspecto. En este lugar se sentaba un
vendedor de carnes saladas, excitantes especias, géneros coloniales y también manteca, de
la que Cork es el más activo mercado, no solamente del Reino Unido, sino de toda Europa.
Hormiguita respiraba ansiosamente esta mezcla de moléculas su¡ generis.
El edificio se elevaba en el punto de unión de los brazos del Lee, que no forma allí más que
uno solo, extendiéndose hacia la bahía. Era la aduana con su agitación incesante, su vaivén
de todos los momentos. A partir de este confluente, un lecho sin trabas, la libertad de
comunicación entre Queenstown y Cork.
Entonces, lo mismo que había preguntado por los barcos, Bob exclamó:
‐¿Y el mar?
Sí... el mar que su hermano mayor le había prometido.
‐El mar está más lejos... Acabaremos por llegar a él, según creo. Había que tomar pasaje en
uno de esos ferry‐boats que hacen el servicio de la ensenada. Esto economizaba tiempo y
fatiga.
En cuanto al precio de dos asientos, no era gran cosa. Algunos peniques solamente. Podían
permitirse aquel lujo por un día, y además Birk no tendría que pagar.
256
Aventuras de un niño irlandés
¡Qué alegría sintió Hormiguita al bajar por el Lee en aquel barco a toda velocidad! Recordó
a la noble familia Piborne visitando la isla de Valentia en el mar desierto de allá abajo. Aquí
el espectáculo era muy diferente. Había numerosas embarcaciones de todo tonelaje. En las
orillas, tiendas, establecimientos de baños, astilleros que los dos niños miraban sentados en
la parte delantera del ferry‐boat.
Al fin llegaron a Queenstown, un hermoso puerto de ocho a nueve mil metros de norte a
este y de unos seis mil de este a oeste
‐¿Esto es el mar? ‐preguntó Bob.
‐No: apenas un pedazo ‐respondió Hormiguita. ‐¿Es mucho más grande?
‐Sí. No se ve dónde concluye.
Pero el ferry‐boat no pasaba de Queenstown, y Bob no vio lo que tanto deseaba ver.
Había, en cambio, navíos de todas clases: unos para largos viajes, otros de cabotaje. Esto se
explica, puesto que Queenstown es a la vez un puerto de abrigo y de aprovisionamiento.
Los grandes transatlánticos de las líneas inglesas o americanas venían de los Estados Unidos
y depositaban sus despachos que ganaban así medio día.
De allí parten los steamers para Londres, Liverpool, Cardiff, Newcastle, Glasgow, Milford, y
otros puertos del Reino Unido; en suma, un movimiento marítimo que se cifra en un millón
doscientas mil barricas.
¿Bob pedía barcos? Pues bien, jamás hubiera imaginado que existieran tantos, ni tampoco
Hormiguita ‐los unos amarrados, los otros entrando y saliendo; los unos viniendo de países
lejanos, los otros partiendo hacia ellos; éste con su vela hinchada al viento, aquéllos
agitando con sus poderosas hélices las aguas de la bahía de Cork.
En tanto que Bob contemplaba con asombrados ojos la animación de la bahía, Hormiguita
pensaba en la agitación comercial que se desarrollaba ante él, en los ricos cargamentos
arrimados a las calas de los navíos, balas de algodón, de lana, toneles de vino, pipas, sacos
de azúcar y de café... y se decía que esto se vendía y se compraba... que éstos eran los
negocios.
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Julio Uerne
Sobre el malecón del Queenstown a tantas grandezas se mezclan infinitas miserias. Aquí y
allá se ven gran número de «mudlarks», niños y viejas ocupados en registrar los sitios
descubiertos por la marea baja, y en los rincones, desdichados que se disputan con los
perros algunos desperdicios. Hormiguita y Bob, volvieron al ferry‐boat y regresaron a Cork.
El viaje había sido divertido sin duda, pero había costado mucho.
Al día siguiente sería preciso ver el medio de ganar más que se gastara, si no las preciosas
guineas desaparecían como un pedazo de hielo de la mano que le oprime. Entretanto, lo
mejor era dormir en el camastro de la posada, y así lo hicieron.
No hay para qué contar detalle por detalle la existencia de Hormiguita y de su amigo Bob
durante los seis meses que siguieron a su llegada a Cork. El invierno largo y duro hubiera tal
vez sido funesto a niños no acostumbrados a sufrir el hambre y el frío. La necesidad hizo un
hombre de aquel mozuelo de once años. En otra época, en casa de la Hard, había vivido de
nada; actualmente si vivía de poco ‐vivere parvo‐ conseguía vivir y Bob con él. En más de
una ocasión, al llegar la noche, no tuvieron más cena que un huevo para los dos. Y sin
embargo, jamás pidieron limosna. Estaban a la husma de encargos que hacer, de carruajes
que buscar; de equipajes un poco pesados algunas veces que los viajeros les entregaban a
la salida de la estación, etc.
Hormiguita economizaba cuanto podía lo que quedaba de sueldo ganado en Trelingar‐
Castle. En los primeros días de su llegada a Cork había tenido que sacrificar una parte de
ellos.
Había sido preciso comprar ropa y zapatos a Bob. ¡Y qué alegría sintió éste al vestirse su
traje completo de trece chelines, todo nuevo! No podía decentemente llevar andrajos,
desnudos la cabeza y los pies, cuando su hermano mayor iba bastante bien vestido.
Una vez hecho este gasto, él se ingeniaría de modo que no se gastase para vivir más que
algunos peniques diarios. Y con el estómago vacío ¡cómo envidiaban a Birk, que por lo
menos encontraba su comida en los rincones de las calles!
258
Aventuras de un niño irlandés
‐¡Yo querría ser perro! ‐decía Bob.
‐¡No quieres tú poco! ‐respondió Hormiguita.
Pagaba puntualmente el alquiler de su camastro en la posada. Así, el propietario, que se
interesaba por aquellos dos niños, les gratificaba de vez en cuando con una buena sopa
caliente, que ellos aceptaban sin ruborizarse.
Si Hormiguita procuraba conservar las dos libras que quedaban en sus bolsillos después de
las primeras compras, es porque esperaba siempre la ocasión de emplearlas en «negocios».
Ésta era la fórmula de que se servía. Bob le miraba asombrado cuando le oía expresarse en
tales términos. Hormiguita le explicaba que esto consistía en comprar cosas para venderlas
más caras.
‐¿Cosas que se coman? ‐preguntó Bob. ‐Que se coman o que no se coman..., según. ‐Yo
querría mejor que se comiesen.
‐¿Por qué, Bob?
‐Porque si no se vendían, por lo menos servirían para alimentarnos. ‐Eh, Bob, ya no
entiendes tan mal el comercio. Lo importante es saber escoger lo que se compre, y se acabe
siempre por vender con utilidad. En esto pensaba nuestro héroe sin cesar, llegando a hacer
algunas tentativas que le arruinaron. El papel, los lápices, las cerillas. Probó en este género
de comercio, casi infructuoso por la competencia. Más resultado le dio la venta de
periódicos en la estación. Bob y él eran tan interesantes, tenían un aire tan honrado y
ofrecían la mercancía con tal gentileza, que no se resistía la tentación de comprar las hojas
corrientes, las guías de ferrocarril, horarios, etc. Un mes después de haber empezado su
comercio, Hormiguita y Bob poseían, cada uno, un cesto, sobre el que los periódicos y libros
estaban en orden, los títulos y las ilustraciones bien a la vista, y siempre con moneda para
devolver a los compradores. Claro es que Birk no abandonaba nunca a su amo. ¿Se
consideraba como su socio, o por lo menos como su dependiente? De vez en cuando, con
un periódico entre los dientes, corría hacia los que pasaban, ¡y se lo presentaba con
maneras tan insinuantes! Muy pronto se le vio con una cesta puesta sobre su espalda, en la
que las pu
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Julio terne
blicaciones estaban cuidadosamente colocadas, cesta que un lienzo encerado podía cubrir
en caso de lluvia.
Ésta era una idea de Hormiguita. Nada mejor para atraer al comprador como ver a Birk tan
serio, tan penetrado de la importancia de sus funciones. Pero entonces, ¡adiós las locas
carreras, los juegos con los perros de la vecindad! Cuando éstos se aproximaban al
inteligente animal, ¡con qué sordos gruñidos les acogía; qué dientes aparecían bajo los
labios levantados del vendedor ambulante de cuatro patas! Entre los vendedores de los
alrededores de la estación no se hablaba más que del perro. Se trataba directamente con
él. El comprador tomaba de la cesta el periódico que deseaba, y depositaba el precio en una
bolsa que Birk llevaba al cuello.
Animado por el éxito, Hormiguita pensó en extender sus «negocios». A los periódicos y
libros añadió cajas de cerillas y paquetes de tabaco, cigarros de poco precio, etc. Birk acabó
por tener una verdadera tienda sobre la espalda. En ciertos días ganaba más que su amo,
que no se mostraba celoso por cierto; al contrario, Birk era recompensado con algún buen
pedazo de algo sustancioso y una caricia. Hacían una unión excelente aquellos tres seres, y
todas las familias quisieran sentirse tan unidas como aquel perro y los dos niños.
Hormiguita no había tardado en reconocer en Bob una inteligencia viva y aguda. Aquel niño
de siete años y medio, de un espíritu menos práctico que el mayor, pero de carácter más
alegre, dejaba desbordarse su natural vivacidad. Como no sabía ni leer, ni escribir ni contar,
no hay que decir que Hormiguita se había impuesto la tarea de enseñarle lo primero el
alfabeto. ¿No convenía que pudiese descifrar los títulos de los periódicos que se le pedían?
Lo tomó con gusto, e hizo rápidos progresos; tanta paciencia mostraba el maestro y tanta
aplicación el discípulo. Se pasó luego a la escritura y a las cuentas, que le dieron algo más
que hacer; pero aprovechó mucho. En su imaginación se veía dirigiendo la tienda de
Hormiguita, en una de las calles más hermosas de Cork. Es preciso advertir que ya recibía
un tanto por ciento de las ventas, y en su bolsillo había algunos peniques bien ganados. Así
pues, no rehusaba dar una li
260
Aventuras de un niño irlandés
mosna de un cooper a los pequeños que le tendían la mano, recordando el tiempo en que
corría por los caminos tras los carruajes.
No se extrañe si Hormiguita, gracias a un instinto particular, había establecido su
contabilidad diaria de una manera muy regular; tanto, para la posada; tanto, para la
comida; tanto, para el lavado de ropa, el fuego y la luz. Todas las mañanas apuntaba en su
cuaderno la suma destinada a la compra de mercancías, y por la noche hacía el balance de
gastos y productos. Sabía comprar y vender y sacaba utilidad. Tan bien que a finales del año
1882 hubiera tenido diez libras en caja de haber poseído caja. Verdad es que un editor, en
casa del que compraba ordinariamente, había puesto la suya a su disposición y en ella
depositaba todas las semanas los beneficios que producían hasta un pequeño interés.
No ocultaremos que ante el éxito obtenido a fuerza de economía y de inteligencia, el joven
tuvo una ambición, la ambición reflexiva y legítima de aumentar sus negocios. Tal vez lo
conseguiría con el tiempo, estableciéndose en Cork de una manera definitiva. Pero él se
decía, no sin razón, que una ciudad más importante, Dublín, por ejemplo, la capital de
Irlanda, le ofrecería mayores recursos. Cork, ya se sabe, no es más que un puerto de pasaje,
donde el comercio está relativamente restringido, mientras en Dublín... ¡Pero estaba tan
lejos!... Sin embargo, no sería imposible. ¡Cuidado, Hormiguita! ¿Es que tu espíritu práctico
comenzará a forjar quimeras? ¿Serías capaz de abandonar la presa por la sombra, la
realidad por el sueño? Después de todo, no le está prohibido soñar a un niño.
El invierno no fue muy riguroso, ni en los últimos meses del año 1882, ni en los primeros de
1883. Hormiguita y Bob no sufrieron mucho corriendo por las calles de la mañana a la
noche. Sin embargo, no deja de ser duro estacionarse bajo la nieve en los rincones de las
plazas; pero ambos estaban desde su primera edad aclimatados a las intemperies, y jamás
cayeron enfermos. Todos los días, cualquiera que fuese el estado del cielo, dejaban el lecho
al alba, y abandonando el resto del fuego, iban a comprar primero, a vender en seguida en
el andén de la estación, en el momento de la llegada y partida de los trenes, y después, a
través de los diversos barrios donde Birk
261
Julio Verne
transportaba su atalaje. Solamente los domingos se daban algún descanso, repasando sus
ropas, arreglando su cuarto, dejando su desván tan limpio como era posible; el uno,
poniendo en orden su contabilidad, y el otro, estudiando sus lecciones de lectura, escritura
y aritmética. Al mediodía, acompañados de Birk, iban por los alrededores de Cork, bajaban
el río hasta Queenstown como dos buenos burgueses que se pasean después de una
semana de trabajo. Un día se permitieron dar en barco la vuelta a la bahía, y por vez
primera pudo Bob abrazar con la mirada el mar sin límites.
‐Y más lejos ‐preguntó, continuando siempre por el agua‐, ¿qué se encontraría?
‐Un gran país, Bob.
‐¿Más grande que el nuestro?
‐Millares de veces. Esos grandes navíos que has visto necesitan, por lo menos, ocho días
para hacer la travesía.
‐¿Y hay periódicos en ese país?
‐¿Periódicos, Bob? ¡Oh! Por centenas. Periódicos que se venden hasta a seis peniques.
‐¿Estás seguro?
‐Muy seguro. Hasta de que sería preciso meses y meses para leerlos todos enteros.
Y Bob miraba con admiración a ese sorprendente Hormiguita, que era capaz de asegurar tal
cosa. Hubiera deseado lanzarse al puente y trepar por los palos de aquellos grandes barcos
y steamers que buscaban abrigo habitualmente en Queenstown, mientras Hormiguita
preferiría, seguramente, visitar la cala y el cargamento.
Pero hasta entonces, ni uno ni otro habían osado embarcarse sin permiso del capitán ‐¡un
personaje del que tenían una idea!‐ En cuanto a pedírselo, esto pasaba de sus ánimos. El
amo después de Dios, como había oído decir Hormiguita, y se lo repetía a Bob.
Así pues, el deseo de los niños estaba aún por realizar.
Esperemos que podrán satisfacerlo algún día, así como otros tantos que se despertaban en
ellos.
262
XXIV
PRIMER FOGONERO
Así terminó el año 1882, señalado en el activo y pasivo de Hormiguita por tantas
alternativas de buena y de mala fortuna; la dispersión de la familia MacCarthy, de la que no
oyó hablar más, los tres meses pasados en Trelingar‐Castle, el encuentro de Bob, la
instalación en Cork y la prosperidad de sus negocios,
Durante los primeros meses del nuevo año, parecía que el comercio había llegado al
máximo. Comprendiendo que no había de subir más, Hormiguita tenía siempre la idea de
emprender alguna operación más fructífera, no en Cork, no, sino en una ciudad importante
de Irlanda.
Su pensamiento se dirigía a Dublín. ¿Por qué no se presentaría una ocasión?...
Transcurrieron enero, febrero y marzo. Los dos niños vivían economizando penique sobre
penique. Afortunadamente, su pequeño peculio aumentó, gracias a una venta que dio en
poco tiempo un buen beneficio. Tratábase de un folleto político relativo a la elección de
mister Parnell, y del que Hormiguita obtuvo el privilegio exclusivo en las calles de Cork y de
Queenstown. El que quería comprar este folleto tenía que dirigirse a él, a él solo, y Birk
llevaba cargas de ellos en el lomo. Fue un verdadero éxito; y cuando hizo las cuentas en los
primeros días de abril, había en caja treinta libras, dieciocho chelines y seis peniques. Jamás
los niños habían tenido tanta riqueza.
263
Julio Verne
Entonces hubo largos debates sobre la cuestión de alquilar una pequeña tienda cercana a la
estación. ¡Sería tan bueno estar en su casa! Aquel diablo de Bob, que de nada dudaba,
pensaba en ello. ¡Figuraos esa tienda con sus periódicos y artículos de librería, con un
patrón de once años y un empleado de ocho, a cuya casa el recaudador vendría a cobrar los
impuestos! Sí, era tentador, y aquellos dos niños tan dignos de interés sin duda hubieran
hallado algún crédito... No les faltaría clientela... Hormiguita pesaba el pro y el contra. Y
después, su idea era siempre trasladarse a Dublín, donde le llamaba no se sabe qué
presentimiento.
En fin, dudaba y resistía a las instancias de Bob, cuando se presentó una circunstancia que
iba a decidir de su porvenir.
Era un domingo; el 8 de abril. Hormiguita y Bob habían formado el proyecto de pasar el día
en Queenstown.
El principal atractivo de aquella partida de placer era almorzar y comer en un modesto
bodegón de marineros.
‐¿Se comerá pescado? ‐preguntó Bob.
‐Sí ‐respondió Hormiguita‐, y hasta cabracho o langosta, si quieres.
‐¡Oh! ¡Sí quiero!
Pusiéronse sus mejores vestidos, calzáronse sus zapatos bien lustrosos y partieron de
mañana, con Birk, bien limpio.
Hacía un tiempo soberbio; el sol era primaveral; la brisa, cálida. La bajada del Lee a bordo
de un ferry‐boat fue un encanto. Había músicos a bordo, músicos callejeros cuya música
excitó la admiración de Bob. El día comenzaba de una manera agradable, y sería delicioso si
concluía lo mismo.
Apenas desembarcaron en el malecón de Queenstown, Hormiguita divisó una posada con el
rótulo Old Seeman, que parecía dispuesta para recibirlos. A la puerta, en un banquillo, una
media docena de crustáceos, moviendo sus patas, esperaban la hora de su muerte, si algún
consumidor quería. Desde una de las mesas que se hallaban colocadas junto a la ventana,
no se perdía de vista los navíos amarrados a los muelles del puerto.
264
Aventuras de un niño irlandés
Hormiguita y Bob iban, pues, a entrar en aquel lugar de delicias, cuando su atención fue
atraída por un gran navío llegado la víspera a Queenstown, y que procedía a su limpieza
dominical.
Era el Vulcan, un steamer de ochocientas a novecientas toneladas, que venía de América y
debía marchar al siguiente día para Dublín. Esto al menos era lo que un viejo marinero,
cubierto con un sombrero amarillo, respondió a las preguntas que le hicieron.
Ambos niños observaban el navío, cuando un mozo alto, con la cara y las manos manchadas
de carbón, se aproximó a Hormiguita, le miró, abrió la boca, cerró los ojos y gritó:
‐¡Tú!... ¡Tú!... ¡Eres tú!
Hormiguita quedó asombrado. Bob lo mismo... Aquel individuo le tuteaba... Y era negro...
Sin duda se equivocaba.
Pero he aquí que el supuesto negro, moviendo la cabeza, le hizo aún más demostraciones.
‐Soy yo... ¿No me conoces? Soy yo. Recuerda la Ragged‐School... ¡Grip! ‐¡Grip! ‐repitió
Hormiguita.
Era Grip, y cayeron en brazos uno de otro, cambiando sus besos con tal efusión que
Hormiguita salió negro como un carbonero.
¡Qué alegría volverse a ver! El antiguo vigilante de la Ragged‐School era ahora un gallardo
mozo de veinte años, vigoroso, bien puesto, que en nada recordaba a la víctima los
andrajosos de Galway, a no ser porque conservaba su buena fisonomía de otro tiempo.
‐Grip, ¡Grip! Eres tú. ¡Tú! ‐no cesaba de repetir Hormiguita. ‐Sí... yo, que no te he olvidado,
chiquillo.
‐¿Y eres marinero?
‐No... calentador a bordo del Vulcan. Este nombre hizo impresión a Bob.
‐¿Y qué calienta, señor? ‐preguntó‐. ¿La comida?
‐No... pequeño ‐respondió Grip‐. ¡La caldera que hace marchar nuestra máquina, que hace
marchar nuestro barco! Vamos, quiero decir que soy fogonero.
265
Julio Verne
Hormiguita presentó a Bob a su antiguo protector de la RaggedSchool.
‐Una especie de hermano ‐dijo‐, que he encontrado en el camino, y que te conoce bien,
pues yo le he contado muchas veces nuestra historia. ¡Ah! ¡Mi buen Grip, tendrás muchas
cosas que decirme, desde cerca de seis años que hace que nos separamos!
‐¿Y tú? También muchas cosas ¿verdad?
‐Pues bien; ven a almorzar con nosotros, en esa taberna donde íbamos a entrar.
‐¡Ah! ¡No! ‐dijo Grip‐. Vosotros seréis los que almorzaréis conmigo. ¡Ea! Venid a bordo.
‐¡A bordo del Vulcan! ‐Sí.
‐¡A bordo ambos!
Bob y Hormiguita no podían creer a Grip
‐Era como si les hubiera propuesto llevarles al paraíso. ‐¿Y nuestro perro?
‐¿Qué perro? ‐Birk.
‐¿Ese animal que da vueltas en torno a mí? ¿Es vuestro perro? ‐Nuestro amigo, Grip. Un
amigo como tú...
Grip se sintió lisonjeado por la comparación, y Birk recibió una caricia. ‐¿Pero y el capitán? ‐
dijo Bob, que manifestaba una duda muy natural.
‐El capitán está en tierra y el contramaestre os recibirá como a unos milores.
Bob no dudó... ¡En compañía de Grip!
‐Y además ‐añadió Grip‐, es preciso que yo haga mi aseo, que me lave de la cabeza a los
pies, ahora que he terminado mi servicio.
‐¿Vas a estar, pues, libre todo el día? ‐Todo el día.
‐¡Bob, qué excelente idea hemos tenido en venir a Queenstown!...
266
Aventuras de un niño irlandés
‐¡Ya lo creo! ‐dijo Bob.
‐Y es preciso ‐añadió Grip‐ que tú te limpies también. Te he puesto negro, Hormiguita. ¿Te
sigues llamando así, no?
‐Sí, Grip.
‐Me gusta mucho ese nombre.
‐Grip, yo te querría abrazar una vez más.
‐No te detengas, niño, puesto que te vas a remojar la nariz en una tina.
‐¿Y yo? ‐dijo Bob. ‐¡También tú!
Así lo hizo Bob, resultando no menos negro que Grip.
¡Bob! Esto se quitaría enjabonándose las manos y la cara a bordo del Vulcan, en el sitio
donde se acostaba Grip. ¡Ir a bordo! Bob no podía creerlo.
Un instante después los tres amigos, y también Birk, embarcábanse en el you‐you que Grip
conducía, con extrema alegría de Bob al sentirse balanceado de aquel modo, y en menos de
dos minutos estaban junto al Vulcan.
El contramaestre saludó afablemente a Grip, y éste hizo bajar a sus invitados por la chupeta
de las calderas, y dejaron a Birk correr por el puente.
Una vez allí, llenaron de agua clara una cubeta que estaba al pie del sitio destinado a Grip,
lo que les permitió recobrar su color natural. Después, mientras se vestía, Grip contó su
historia.
Cuando el incendio de la Ragged‐School, herido de bastante gravedad, entró en el hospital,
donde permaneció unas seis semanas. Salió en perfecto estado de salud, pero sin recursos.
La ciudad se ocupaba entonces en reconstruir la escuela, pues no se podía dejar a aquellos
miserables abandonados en la calle, pero, recordando los años pasados en aquella
abominable atmósfera, Grip no sentía deseos de volver a ella. Vivir entre mister O'Bodkins y
la vieja Kirss, vigilar a aquellos desarrapados, tales como Carker y sus camaradas, no era
oficio envidiable. Además, Hormi
267
Julio Verne
guita no estaba allí. Grip sabía que una hermosa señora se lo había llevado. ¿Dónde? Él lo
ignoraba, y las gestiones que llevó a cabo con este objeto, al salir del hospital, no
produjeron resultado.
Grip, pues, abandonó Galway. Recorrió los campos del distrito. Alguna vez encontró trabajo
en las granjas en la época de la recolección, pero no un empleo fijo, lo que le inquietaba. Y
fue de pueblo en pueblo,
sufriendo grandes privaciones, pero menos desgraciado, sin embargo, que lo había sido
durante su estancia en la Ragged‐School. Un año después llegó a Dublín. Entonces tuvo la
idea de navegar. El oficio de marino le parecía más seguro, más alimenticio que otro
cualquiera. Pero a los dieciocho años es ya tarde para ser ayudante y hasta grumete. Pues
bien, puesto que por su edad no podía embarcarse como marinero, toda vez que nada
sabía de este oficio, se embarcaría como fogonero; y eso es lo que había hecho a bordo del
Vulcan. Vivir en el fondo de la bodega, en medio de una atmósfera de polvo negro,
respirando un ambiente sofocante, no es tal vez el ideal del bienestar, pero Grip era
animoso, trabajador, resuelto, y tenía su existencia asegurada. Sobrio, celoso, se
acostumbró a la vida de a bordo. Jamás recibió ningún reproche. Conquistó la estimación
del capitán y de los oficiales, que se interesaban por aquel pobre diablo sin familia.
El Vulcan hacía viajes de Dublín a Nueva York o a otros puertos del litoral este de América.
Durante dos años, Grip atravesó numerosas veces el océano, estando encargado de la
colocación del lastre en la bodega
y del servicio de combustible. Después tuvo ambición. Pidió ser empleado como fogonero a
las órdenes de los maquinistas. Se le probó, y pronto satisfizo a sus jefes. Así, terminado el
aprendizaje, se le confió la plaza de primer fogonero, y en este destino acababa de
encontrar a Hormiguita en el muelle de Queenstown, a su antiguo camarada de la Ragged‐
School.
Aquel bravo mozo, de perfecta conducta, y poco amigo de las francachelas propias de los
marinos mercantes, tenía economías, que veía engrosar mensualmente; unas sesenta libras
que nunca había pensado en co
268
Aventuras de un niño irlandés
locar a interés. ¡Sacar interés de su dinero! ¿No era inverosímil que Grip tuviese dinero que
colocar?
Tal fue la historia que Grip contó alegremente. También Hormiguita contó la suya. Era ésta
muy accidentada, y Grip no daba crédito a sus oídos cuando supo los dramáticos sucesos
con miss Anna Waston; aquella existencia honrada y feliz entre los labradores de Kerwan;
las desgracias que cayeron sobre la familia, ahora dispersa, y de la que no tenía noticias;
después, la opulencia de Trelingar‐Castle, las proezas del conde Asthon, y, en fin, la manera
como todo había concluido.
También Bob tuvo que dar algunos detalles biográficos de su vida. ¡La biografía de Bob! ¡Era
tan sencilla, Dios mío! No sabía nada. Su vida comenzaba verdaderamente el día en que fue
recogido en el camino, o más bien, pescado en la corriente del Dripsey, cuando había
querido morir.
En cuanto a Birk, su historia era la de su amo. Así, se abstuvo de contarla, lo que hubiera
hecho sin duda si se le hubiera suplicado.
‐Y ahora, ¿no es tiempo de que almorcemos? ‐dijo Grip.
‐¡No antes de haber visitado el navío! ‐respondió vivamente Hormiguita.
‐¡Y subido a lo alto de los mástiles! ‐añadió Bob. ‐Como queráis, chiquillos ‐ respondió Grip.
Empezaron por bajar a la sala. ¡Qué placer experimentó nuestro comerciante en ciernes al
ver aquel soberbio cargamento! Balas de algodón, azúcar, sacos de café, cajas de todas las
formas que encerraban los productos exóticos del nuevo continente. Respiraba
ansiosamente aquel penetrante olor de comercio. ¡Y decir que todas aquellas mercancías
habían sido compradas muy lejos por cuenta de los armadores del Vulcan, y que iban a ser
revendidas en los mercados del Reino Unido!... ¡Ah! Si alguna vez Hormiguita...
Grip interrumpió aquel sueño haciendo subir al niño al puente a fin de conducirle a los
camarotes del capitán y de los oficiales, dispuestos bajo la toldilla, mientras Bob, saltando
por los escalones de la jarcia, se montaba a caballo en las barras del palo de mesana. ¡No!
Nunca había sido
269
Julio terne
tan dichoso, tan alegre, tan ligero. ¿Había tal vez en él la levadura de un ayudante de
marinero?
A las once, Grip, Hormiguita y Bob estaban sentados ante una mesa en la taberna del Old
Seeman. Birk, sentado con el hocico junto al mantel. Dejamos imaginar si todos tenían
apetito.
Aquel almuerzo era invitación de Grip, y se compuso de huevos con manteca, jamón frío
con una gelatina dorada, queso de Chester, todo remojado con una excelente cerveza
espumosa. Hubo langosta, no cabra cho, verdadera langosta de un blanco rosado, con su
caparazón enrojecido, langosta de los ricos, que Bob declaró superior a todo lo mejor que
se puede inventar para llenar el estómago.
Claro es que el comer no impedía hablar. Se hablaba con la boca llena, y si esto no se
practica entre gentes elegantes, nuestros jóvenes invitados dieron como excusa que no
tenían tiempo que perder.
Y entonces, ¡qué de recuerdos cambiados entre Grip y Hormiguita, mientras sufrían la
existencia degradante de la Ragged‐School! El suceso de la pobre gaviota; el regalo del
famoso chaleco de lana, las abominaciones de Carkec
‐¿Qué ha sido de él? ‐preguntó Grip.
‐Ni lo sé, ni me importa ‐respondió Hormiguita‐. La mayor desgracia que podría sucederme
sería encontrarle.
‐Estáte tranquilo, no le encontrarás Pero puesto que vendes tantos periódicos, te aconsejo
que los leas alguna vez.
‐Lo hago.
‐Pues bien, tú leerás uno de estos días que ese tunante de Carker ha muerto de una fiebre
de cáñamo.
‐¡Ahorcado! ¡Oh, Grip! ‐Sí, ahorcado.
Después, los detalles del incendio de la escuela volvían a su memoria. Grip había salvado al
niño con peligro de su propia vida, y era la primera vez que éste tenía ocasión de
demostrarle su agradecimiento, lo que hacía estrechándole las manos.
270
Aventuras de un niño irlandés
Desde que nos separamos, siempre he pensado en ti ‐dijo. ‐Has hecho bien, chiquillo.
‐No hay nadie más que yo que no haya pensado en Grip ‐exclamó Bob con el acento de un
profundo disgusto.
‐¡Si no me conocías más que de nombre, pobre Bob! Ahora me conoces.
‐Sí, y hablaré siempre de ti cuando hablemos los dos y Birk.
Birk respondió con un ladrido confirmativo, que le valió un sandwich al que no dio más que
un bocado. A despecho de lo que le afirmaba Bob, no parecía gustarle la langosta.
Se preguntó a Grip sobre sus viajes a América, y habló de las grandes ciudades de los
Estados Unidos, de su industria y comercio, y Hormiguita le escuchaba con tal avidez que se
olvidaba de comer.
‐Y además ‐dijo Grip‐, hay también grandes ciudades en Inglaterra: Londres, Liverpool y
Glasgow.
‐Sí, Grip, lo sabía. Lo he leído en los periódicos. Ciudades de comercio. ¡Pero está tan
lejos!...
‐No, no lejos.
‐Para los marinos no; pero para los otros... ‐Pues bien. ¿Y Dublín? ‐exclamó Grip.
‐No está más que a trescientas millas de aquí. Se llega en un día y sin necesidad de
atravesar el mar.
‐¡Sí, Dublín! ‐murmuró Hormiguita.
Y respondía esto tan directamente a su más ardiente deseo que quedó bastante pensativo.
‐Es una hermosa ciudad donde se hacen miles de negocios ‐añadió Grip‐. Los navíos no se
contentan con detenerse un momento como en Cork. Toman cargamentos, vuelven con
otros.
Hormiguita escuchaba siempre y su pensamiento le arrastraba... le arrastraba...
‐Tú deberías instalarte en Dublín ‐dijo Grip‐. Estoy seguro de que sacarías más provecho
que aquí; y si te es preciso algún dinero...
271
XXV
UNA IDEA COMERCIAL DE BOB
Un mes después, en el camino que baja hacia el sureste de Cork en dirección a Youghal,
atravesando los territorios orientales del condado, un niño de once años y otro de ocho
iban empujando una ligera carreta arrastrada por un perro. Eran Hormiguita y Bob. El perro,
Birk.
Los consejos de Grip habían producido su efecto. Antes de haberle encontrado, Hormiguita
soñaba con abandonar Cork para ir a Dublín a probar fortuna. Después del encuentro, se
decidió a realizar su sueño. No os imaginéis que no había reflexionado en las consecuencias
de aquella grave determinación; era abandonar lo cierto por lo dudoso, ¿por qué ocultarlo?
Pero en Cork no tenía esperanzas de mejorar su situación. Por el contrario, en Dublín, un
inmenso campo se abría a su actividad. Consultada la opinión de Bob, éste se declaró
dispuesto a partir al día siguiente, y la opinión de Bob merecía ser tomada en
consideración.
Nuestro héroe retiró sus economías de casa del editor, el que no dejó de hacerle algunas
observaciones sobre sus futuros proyectos. Nada consiguió de aquel niño tan superior a su
edad, y que no tenía la costumbre de pagarse de quimeras, disposición muy común a los
Paddys de todas las épocas. No; Hormiguita estaba resuelto a seguir los caminos que llevan
arriba; era el único medio de subir, y su precoz instinto le decía que abandonar Cork por
Dublín era subir hacia el porvenir.
274
Aventuras de un niño irlandés
Y ahora, ¿qué vía tomaría y qué medios de transporte? El camino más corto era el que sigue
el ferrocarril hasta Limerick, y de Limerick a través de la provincia de Leinster hasta Dublín.
El medio de transporte más rápido era el tren desde Cork hasta la capital de Irlanda; pero
este medio de locomoción era costoso: una guinea por persona, y Hormiguita quería
economizar lo más posible. Teniendo buenas piernas ¿para qué ir en tren? De la cuestión
del tiempo no había por qué inquietarse. Se llegaría cuando se llegase. El tiempo era bueno,
y los caminos del condado no son malos de mayo a septiembre. Y como ventaja, el viaje, en
vez de costar mucho, podría producir algo.
Tal había sido la preocupación de nuestro joven negociante.
Ganar dinero en vez de perderlo en el camino; continuar de pueblo en pueblo, de ciudad en
ciudad, el tráfico de Cork; vender periódicos, folletos, artículos de librería... en una palabra,
hacer el comercio dirigiéndose a Dublín.
Y para ejercer el comercio, ¿qué era preciso? Nada más que una carreta, en la que llevaría
los géneros, preservados del polvo o de la lluvia con un lienzo encerado. A esta carreta iría
Birk enganchado, y los dos niños la empujarían por detrás. Así se recorrería el camino del
litoral, en el que hay ciudades de cierta importancia como Waterford, Wexford, Wiclow, y
también diversas estaciones balnearias muy frecuentadas en aquella época del año. Había
que andar cerca de doscientas millas en estas condiciones, cierto; pero no importaba: se
emplearían dos, tres meses; esto era lo de menos si la tienda ambulante realizaba
ganancias mientras llegaba al fin.
El 18 de abril, un mes después de haber encontrado a Grip en Queenstown, Hormiguita,
Bob y Birk, el uno tirando y empujando los otros, iban por el camino de Cork a Youghal,
donde llegaron por la mañana, sin sentir gran fatiga.
No tenían por qué quejarse, y en todo caso, no era Birk quien hubiera pensado en gruñir.
Los niños trabajaban tanto como él. La carreta, muy ligera y de dos ruedas, había sido una
ganga, de la que Hormiguita se aprovechó en casa de un mercader de Cork.
275
Julio terne
Los géneros consistían en periódicos comprados en las estaciones, folletos políticos,
algunos bastante pesados de ideas y de estilo; papel para cartas, lápices, plumas y otros
objetos de escritorio; paquetes de tabaco,
cuya provisión sería renovada... y en fin, otros diversos artículos. Todo pesaba poco, y todo
se vendía corrientemente con un bonito beneficio. ¿Qué queréis? Las gentes de las
ciudades se interesaban por aquellos dos niños: el uno serio como un negociante práctico, y
el otro tan sonriente ¡que hubiera dado vergüenza regatear con él!
La carreta llegó a Youghal, un pueblo de seis mil habitantes con un puerto de cabotaje en el
fondo de la ensenada del Blackwater. Un país donde se honra a la patata. ¿Podrá olvidar
nunca Paddy que en los alre
dedores de Youghal fue donde sir Walter Raleigh hizo la primera prueba ensayo de esos
tubérculos, que son actualmente el verdadero pan de Irlanda?
Hormiguita pasó el resto del día en Youghal. No consintió en descansar más que después de
haber repuesto sus artículos, que serían vendidos en el camino de Dungarvan. Una
sustanciosa comida en una posada, un lecho
para él y Bob y para el perro; esto encontraron. Al día siguiente se dirigió a la aldea más
próxima deteniéndose en las granjas; había dos o tres por milla. En ellas estacionaba la
carreta al atardecer, pues no convenía arriesgarse por las noches en los caminos. Sí, era
preferible, aunque Birk fuese perro capaz de defender a su amo y a sus mercancías.
Hormiguita recordaba lo que en otra época había sufrido en los caminos de Connaught.
¡Qué cambio desde entonces! ¡Qué diferencia entre su carreta y la del brutal Thornpipe,
aquella caja oscura donde apenas respiraba! También había diferencia entre Birk y el perro
del Thornpipe.
Nuestro héroe no hacía agitarse a la familia real y a la corte de Inglaterra moviendo el
mecanismo. No vivía de la limosna, sino que realizaba beneficios diarios. Y además, ¡qué
confianza en el porvenir, qué es
peranza había de realizar en Dublín tanto o más que lo realizado en Cork! Al salir de
Youghal, tuvieron que atravesar un puente, a fin de llegar al camino de Dungarvan.
276
Aventuras de un niño irlandés
‐¡He aquí un puente! ‐exclamo Bob‐. ¡Jamás he visto ninguno tan largo!
‐¡Tampoco yo! ‐respondió Hormiguita.
En efecto, medía doscientas setenta toesas. Estaba sobre la bahía de Blackwater y ahorraba
el camino en un día.
La carreta rodó por los tablones de madera. Hacía una fresca brisa del oeste.
‐Es como si se fuera en un barco ‐hizo observar Bob.
‐Sí, Bob. Un barco empujado por el viento. Mira como éste nos lleva. Atravesaron el puente.
Entraron en el condado de Waterford, que confina con el de Kilkenny en la provincia de
Leinster.
Hormiguita y Bob no se fatigaron. Caminaban sin apresurarse.
¿Para qué? Lo esencial era vender, y vender con fruto los artículos comprados en Youghal,
antes de llegar a Dungarvan, donde se repondrían otra vez. Claro es que en dos o tres días
la carreta hubiera podido trasladarse de Youghal a Dungarvan. Veinticinco o treinta millas,
no hubiera sido más que un paseo. Pero si no existían más que raros pueblos, se
encontraban numerosas granjas y no convenía desperdiciar la ocasión de ganar algo. El
ferrocarril no pasa por estos puntos, y los campesinos se aprovisionan difícilmente de cosas
usuales. Así Hormiguita estaba decidido a practicar a conciencia su oficio de forastero.
La tienda recibió buena acogida por todas partes. Todas las noches, después de estar
instalados, Bob contaba los chelines y los peniques recogidos desde la mañana, y
Hormiguita los anotaba en su «libro de caja» en la columna de productos, enfrente de la de
gastos, donde figuraban los personales de alimento, cama, etc.
Nada agradaba tanto a Bob como alinear las monedas; nada placía a Hormiguita tanto
como adicionar su haber, y nada gustaba a Birk tanto como estar echado cerca de ellos que
arreglaban sus negocios mientras llegaba la hora de dormir.
El 3 de mayo la carreta llegó a la aldea de Dungarvan. Estaba vacía ‐la carreta, no la aldea‐ y
había que reponer el género por completo.
277
Julio Verne
Esto fue fácil, pues con sus seis mil quinientas almas, Dungarvan no deja de tener cierta
importancia. Es un puerto de cabotaje abierto, en la bahía de su nombre y hasta aventaja al
de Youghal, pues se puede atravesar la bahía sin verse obligado a darle la vuelta.
Hormiguita permaneció dos días en Dungarvan. Tuvo una excelente idea; la de comprar
algunos artículos de lana a bajo precio, los que en su opinión tendrían venta en el campo.
La carga no era muy pesada y no incomodaría a Birk.
Así se continuó aquel provechoso viaje. Que no le abandonase la fortuna y Hormiguita
llegaría a ser capitalista, cuando llegase a la capital. Por otra parte, si la expedición se
cumplía sin incidentes dignos de ser relatados, estaba exenta de accidentes, por lo que
había que felicitarse. Siempre buen tiempo. Ninguna aventura en el camino. ¿Quién había
de maltratar a aquellos niños? Además, por aquellos parajes del sur de Irlanda no se
encuentra mala gente. Estos pueblos no tienen esos instintos que empujan a actos
culpables, ni son tan pobres como los de otros condados, como Cognnaught y Ulster. La
mar es lucrativa. La pesca y el cabotaje alimentan al pescador o al marinero, y al labrador le
favorece esta vecindad.
En estas condiciones favorables la carreta pasó Trenmore, a diecisiete millas de Dungarvan,
y llegó, dos semanas después, a Waterford, a diecisiete millas de Tríamore, en el límite de
Munster. Hormiguita iba por fin a dejar aquella provincia donde por tantas vicisitudes había
pasado; su existencia en Limerick, en la granja de Kerwan, en el castillo de Trelingar, su viaje
a los lagos de Killarney, su debut como comerciante en Cork. Había olvidado sus días de
tristeza. Sólo recordaba los tres años pasados con la familia MacCarthy, como se recuerden
las alegrías del hogar doméstico.
‐Bob ‐le dijo‐: te he prometido que descansaríamos en Waterford. ‐Sí ‐respondió Bob‐, pero
no estoy cansado y si quieres que sigamos...
‐No. Permaneceremos aquí algunos días. ‐¿Sin hacer nada?
278
Aventuras de un niño irlandés
‐Siempre hay que hacer, Bob.
En efecto, ¿no es nada visitar una agradable ciudad de veinticuatro mil habitantes, situada
en la ribera del sur franqueada por un hermoso puente de treinta y nueve ojos? Añadamos
que Waterford es un puerto muy frecuentado ‐lo que interesaba siempre a nuestro joven
comerciante‐, el puerto más considerable del Munster oriental, y que posee un servicio
regular de navegación con Liverpool, Bristol y Dublín.
Buscaron una posada conveniente, y dejando en ella la carreta fueron a los muelles, por
donde pasearon algunas horas. Navíos que llegaban, navíos que partían; ¡cómo se habían
de fastidiar un instante!
‐Vamos ‐dijo Bob‐, ¡que si Grip viniese de pronto!
‐No, Bob. El Vulcan no para en Waterford, y yo calculo que ahora debe de estar lejos... Por
América.
‐¿Allá abajo... allá abajo? ‐dijo Bob extendiendo el brazo hacia el horizonte de cielo y agua.
‐Sí... creo que estará de vuelta cuando lleguemos a Dublín. ‐¡Qué gusto volver a encontrar a
Grip! ¿Estará negro todavía? ‐Es probable.
‐¡Oh! Esto no será obstáculo para quererle.
‐Tienes razón, Bob; él me ha querido mucho cuando yo era tan desgraciado...
‐Sí, como tú a mí ‐respondió el niño cuyos ojos brillaron de agradecimiento.
Si Hormiguita hubiera tenido prisa por llegar a Dublín, habría podido tomar pasaje en el
paquebote que hacía el servicio de viajeros entre Waterford y la capital. Estas travesías
cuestan poco.
Vendida toda la mercancía, y llevada a bordo la carreta, los dos jóvenes y el perro se
hubieran embarcado pagando algunos chelines solamente por sus asientos, y en doce horas
estarían en Dublín. Y ¡qué placer navegar por el canal de San Jorge, por la superficie de
aquel admirable mar de Irlanda, casi a la vista de las costas de tan variado aspecto! Una
verdadera travesía, en un verdadero paquebote.
279
Julio Verne
¡Viaje tentador! Pero Hormiguita tenía reflexión. Le parecía mejor no llegar a Dublín hasta
después del regreso de Grip.
Grip conocía la ciudad y dirigiría a los dos niños por medio de ella, de la que su imaginación
hacía una cosa enorme, y donde de este modo no correrían el riesgo de perderse. Y
además, ¿por qué interrumpir un viaje tan fructuosamente comenzado? Así pues, después
de haber hecho, no sin trabajo, que Bob apreciase las circunstancias de un modo más
conveniente, se decidió que el viaje continuaría en las mismas condiciones, subiendo hasta
Dublín por el litoral del Leinster.
No hay que asombrarse, pues, de que a los tres días se les encuentre en el condado de
Wexford, la carreta bien llena, arrastrada por el vigoroso Birk con infatigable arranque. Un
borrico no lo hubiera hecho mejor, ni hasta un caballo. Verdad que para subir las cuestas,
Hormiguita empujaba por detrás con el hombro.
Al fondo de la bahía de Waterford el camino abandona el litoral tan caprichosamente
festoneado de ensenadas y caletas. La carreta perdió de vista aquella parte del mar donde
se dibuja el cabo Carnsore, el punto más avanzado de la Verde Erin, en el canal de San
Jorge.
Lejos de ser un país salvaje y desierto, aquel camino atravesaba ciudades, aldeas, granjas, y
los diversos artículos de la tienda ambulante se vendieron a buen precio. Así, Hormiguita no
llegó a Wexford antes del 27 de mayo, aunque en línea recta la distancia desde Waterford
no sea más que de unas treinta millas. Pero, ¡qué vueltas a derecha e izquierda había tenido
que dar la carreta!
Wexford es algo más que un pueblo; es una ciudad de doce a trece mil habitantes, situada
cerca del río Slaney, casi en su desembocadura. Parece una ciudad inglesa, trasladada en
medio del condado de Irlanda. Esto obedece a que Wexford fue la primera plaza de armas
que los ingleses poseyeron en aquel territorio, y hecha ciudad, la plaza ha conservado su
primer aspecto. Tal vez Hormiguita sintió cierto asombro al ver tantas ruinas acumuladas y
muros medio destruidos. Ignoraba la historia de esta comarca en tiempos de Jorge III,
durante las crueles luchas entre católicos
280
Aventuras de un niño irlandés
y protestantes; la espantosa carnicería de una y otra parte; los incendios y los destrozos
que les acompañaban. Y quizás era mejor que lo ignorase, pues son terribles recuerdos que
ensangrientan demasiado las páginas del pasado de Irlanda. Siempre lo sabría demasiado
pronto.
Abandonando Wexford, la carreta, cuidadosamente cargada, siguió aún alejándose de la
costa, que volvería a encontrar, a quince millas de allí, en las cercanías del puerto de
Arklow. No hubo por qué quejarse, por dos razones. La primera, porque la población es
mayor en aquella parte del condado, las ciudades más próximas entre sí y las granjas
bastante cercanas, gracias al ferrocarril que por Arklow y Wicklow pone a Wexford en
comunicación con Dublín.
La segunda es que el país es encantador. El camino se desliza entre espesos bosques de
poderosas encinas y hayas, entre las que se destaca la encina negra, tan hermosa en tierra
gálica. El campo está abundantemente regado por el Slaney, el Ovoca y otros tributarios,
teñidos de tanta sangre en la época de las querellas religiosas. ¡Y pensar que este rincón del
suelo irlandés, rico en minerales de azufre y cobre, vivificado por los ríos que bajan de las
vecinas montañas, que arrastran partículas de oro, fue el sitio que el fanatismo eligió para
sus abominables excesos! En Enniscorthy, en Fernes y en otros muchos puntos, hasta
Arklow, fue donde los soldados del rey Jorge, el año 1798, combatieron a treinta mil
rebeldes. ¡Así llamaban a los que defendían su patria y su fe!
Hormiguita hizo alto en el puerto de Arklow, concediendo un día de descanso a su personal
‐palabra que está justificada si se quiere considerar a Birk como persona.
Arklow, con sus cinco mil seiscientos habitantes, forma un puerto de pesca donde reina la
mayor animación. El puerto está separado de alta mar por largos bancos de arena. A los
pies de las rocas tapizadas de fuco, se cogen las ostras en cantidad considerable y cuestan
poco.
‐Seguro que nunca has comido ostras ‐preguntó al goloso de Bob. ‐Nunca.
‐¿Quieres probarlas?
281
Julio Verne
‐Sí.
Y las probó; pero no fue más allá de la primera. ‐Me gusta más la langosta ‐dijo.
‐Es que aún eres muy joven, Bob.
Bob replicó que no deseaba otra cosa sino llegar a la edad de la razón, en que se puede
apreciar a esos moluscos en su justo valor.
El 19 de junio por la mañana, acababan su jornada en Wicklow, la capital del condado de
este nombre que confina con el de Dublín.
¡Qué admirable comarca acababan de atravesar, una de las más curiosas de Irlanda, casi tan
frecuentada por los turistas como la región de los lagos de Killarney! ¡Qué conjunto
pintoresco y variado para dar solaz a los ojos! Aquí y allá montañas que rivalizan con las
más hermosas de Donegal, o de Kerry, lagos naturales, como el de Bray y Dan cuyas
límpidas aguas reflejan las antigüedades esparcidas por sus riberas. Después, en la
confluencia de los cursos del Ovoca, el valle de Glendalough con sus antiguas capillas
construidas a orillas de un lago bordeado de brillantes rocas, y la cañada enriquecida por las
siete iglesias de Saint‐Kevin, donde afluyen los peregrinos de toda Irlanda.
¿Y el comercio? Mejor que mejor. Siempre la misma acogida a los jóvenes forasteros. ¡Ah!
¡Es que estaban lejos de los condados pobres del noroeste, en aquella parte relativamente
rica de Irlanda!
La vecindad de la gran capital ejercía su influjo. Y, en efecto, a partir de Arklow, el camino
costero ofrece numerosas estaciones de baños de mar, ya muy frecuentadas por las
familias de Dublín. Todo este mundo elegante tiene dinero, y en estas estaciones circulan
más guineas que chelines en los pueblos de Sligo o de Donegal. El talento estaba en
atraerlos a la caja de nuestro joven comerciante; y esto se realizaba poco a poco, y
seguramente Hormiguita habría doblado su fortuna antes de llegar al término del viaje.
Además, Bob había tenido una idea... sí... una idea muy ingeniosa, una idea suya
exclusivamente, que debía producir un ciento por ciento de beneficios explotándola en ese
mundo de niños ricos, huéspedes habituales de las playas de Wicklow... una idea genial, en
fin.
282
Aventuras de un niño irlandés
Bob, lo sabía por experiencia, era muy hábil para coger nidos, y éstos abundan en los
árboles de los caminos de Irlanda.
Hasta entonces Bob no había sacado provecho alguno de estas habilidades. Una o dos veces
solamente, ya cogiendo un nido de la copa de un haya, ya atrapando pájaros con cepo ‐una
sencilla planchita con tres pedazos de madera en forma de cuatro‐, había ganado alguna
moneda, vendiendo sus cautivos. Pero antes de abandonar Wicklow, la idea en cuestión se
había aferrado a su cerebro, y de aquí la petición de comprar una caja lo suficientemente
grande para contener unos treinta abejarucos, gorriones, jilgueros, pinzones y otros
pajarillos de pequeño tamaño.
‐¿Y para qué? ‐respondió Hormiguita‐. ¿Es que te vas a dedicar a amaestrar pájaros?
‐No...
‐¿Qué quieres hacer con ellos? ‐Dejarlos volar.
‐¿Para qué meterlos en una caja, entonces?
Confesaréis que Hormiguita no podía comprender nada de aquello; pero lo comprendió
cuando Bob le hubo explicado la cosa.
Sí. Bob se proponía dar libertad a los pájaros, mediante dinero, se entiende. Con su caja
gorjeante iría entre aquellos niños no menos gorjeantes de los baños de mar.
¿Y quién de ellos rehusaría dar, a costa de algún penique, la libertad a los graciosos
prisioneros de Bob? ¡Es tan encantador ver volar un pájaro cuando se ha pagado su
libertad! ¡Es esto tan agradable al corazón de un niño, y sobre todo de una niña!
Bob no dudaba del éxito de su idea, y Hormiguita vio el lado práctico de la misma. Nada
costaba probar. Se compró la caja, y no había Bob andado una milla más allá de Wicklow,
cuando ya estaba llena de pájaros, impacientes de recobrar su libre vuelo.
Se puso en práctica la idea de Bob en numerosas estaciones balnearias donde afluían las
familias. Allí, mientras Hormiguita se ocupaba de vender sus artículos, Bob, con su caja en la
mano, iba a solicitar la compasión de
283
Julio Verne
los jóvenes gentlemen y de las jóvenes misses para sus lindos prisioneros. La libertad se
daba en medio de aplausos, la caja se vaciaba, y los peniques llovían en el bolsillo del pillo
mozuelo.
¡Qué buena idea había tenido, y qué satisfacción cuando contaba por la noche su colecta
antes de unirla a las ganancias ordinarias!
De este modo ambos niños, subiendo la costa hacia Dublín, se encontraron un día en Bray,
en la tarde del 9 de julio.
Bray dista catorce o quince millas de Dublín, y está situado al pie de un promontorio
llamado Lugnaquilla, de unos tres mil pies de altura. Merced a esta magnífica situación, el
pueblo parece más delicioso aún que el Brighton de la costa inglesa. Ésta es, por lo menos,
la opinión de mademoiselle de Bovet, que lo prueba describiendo las bellezas de la Isla
Verde con un sentimiento delicado y artístico.
Figuraos una aglomeración de hoteles, de villas blancas, de costas, de quintas fantásticas,
donde los habitantes y los extranjeros que afluyen durante la estación llegan a cinco o seis
mil. Se puede decir que las casas bordean el camino hasta Dublín. Bray se comunica con la
capital por un ferrocarril, cuyo terraplén desaparece alguna vez bajo el rocío de las olas que
penetran furiosamente a través de la estrecha bahía de Killiney, que cierra al sur un
soberbio promontorio. Muchas ruinas hay en las cercanías de Bray; ¿qué ciudad de Irlanda
no las tiene? Restos de una antigua abadía benedictina, un grupo de esas torres llamadas
«martello» que servían para defender la costa en el siglo xvni, sin hablar de las baterías que
la protegen en el xix. Con un buen anteojo parecería que se podía ver los contornos de las
montañas del país de Gales, más allá del mar de Irlanda. Hormiguita no lo pudo hacer,
primero porque no poseía anteojo, y además porque tenía que abandonar a Bray más
deprisa de lo que esperaba.
El número de los niños es considerable en aquellas playas arenosas, acariciadas por la
resaca. Allí se reúnen esos pequeños gruesos y sonrosados, para los que la vida no ha sido
más que un continuo encanto; mocitos en vacaciones, y niñas que juegan bajo las miradas
de las madres o ayas. Pero no se estaría en Irlanda, si hasta en Bray, la miseria tradicional
no es
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Aventuras de un niño irlandés
tuviera representada por una respetable banda de pordioseros que pasan el tiempo
revolviendo las basuras de las playas.
Los tres primeros días fueron muy fructuosos desde el punto de vista comercial.
Concluyéronse las mercancías. Éstas estaban compuestas de modo que agradasen a los
niños, ofreciendo sobre todo esos juguetes sencillos que producen grandes beneficios. Los
pájaros de Bob hicieron mágico efecto. Desde las cuatro de la mañana se ocupaba en
tender sus redes y llenar la caja, que la infantil clientela se apresuraba a vaciar por la tarde.
Sin embargo, no era preciso permanecer en Bray. El objeto era llegar a Dublín; ¡y qué
alegría si el Vulcan se encontraba allí, en medio del puerto, y Grip en él!... Grip, del que no
se tenían noticias desde dos largos meses.
Así pues, Hormiguita pensaba partir al día siguiente, sin prever la inesperada circunstancia
que iba a precipitar su marcha.
Era el 13 de julio. A las ocho de la mañana, después de haber levantado sus redes, Bob
volvía hacia el puerto, con su caja llena de pájaros, lo que le aseguraba una pingüe ganancia
para el último día.
No había nadie en la playa.
En el momento en que volvía del muelle encontró a tres jóvenes de doce a catorce años,
gentlemen de alegre humor, traje elegante, sombrero de marino echado atrás, blusas de
lana fina con botones de oro y en el cuello el ancla reglamentaria.
La primera intención de Bob fue despachar su mercancía, que tendría tiempo de renovar
antes de la hora del baño. Pero aquellos gentlemen con su aire burlón y sus modales algo
libres, le hicieron dudan No eran de los niños y niñas que daban de ordinario buena acogida
a sus cautivos. Aquella trinidad parecía más bien dispuesta a burlarse de él y de su
comercio, y le pareció prudente alejarse.
Pero no convenía esto a los tres mozuelos, el mayor de los cuales, un señorito cuya mirada
denotaba mucha malicia natural, cortó el paso a Bob preguntando con tono brusco adónde
iba.
‐Vuelvo a mi casa ‐respondió el niño cortésmente. ‐¿Y esa caja?
285
Julio Verne
‐Es mía.
‐¿Y esos pájaros?
‐Los he cogido con lazos esta mañana.
‐¡Eh! Éste es el chiquillo que recorre la playa ‐exclamó otro‐. Ya le he visto. Le conozco. Por
dos o tres peniques pone en libertad uno de esos pájaros.
‐Y esta vez... todos tendrán libertad... y por nada, ¡todos! ‐dijo el mayor.
Y dicho esto, arrancó la caja de manos de Bob, y la abrió. Los pájaros volaron.
Esto era demasiado... Bob, dando gritos, repitió: ‐¡Mis pájaros! ¡Mis pájaros!
Y los señoritos se abandonaron a una risa tan inmoderada como imbécil. Después,
encantados de su mala acción, se disponían a marchar, cuando se oyeron interpelar de esta
suerte.
‐Señores, eso está mal hecho.
¿Quién hablaba así? Hormiguita, que acababa de llegar acompañado de Birk... Había visto el
caso y repitió con voz enérgica.
‐Sí; está muy mal hecho.
Y habiendo visto al mayor de los tres jóvenes, añadió: ‐Después de todo... ¡No me asombra
eso en el conde Asthon!
Era, en efecto, el heredero del marqués y de la marquesa. La noble familia de los Piborne
había abandonado Trelingar‐Castle por aquella estación de baños de mar, ocupando desde
la víspera la más confortable de las villas del pueblo.
‐¡Ah! ¡Es el pícaro de mi groom! ‐respondió con acento de profundo desprecio el conde
Asthon.
‐Yo mismo.
‐Y si no me engaño... ése es el perro que mató a mi pointer... ¿Ha resucitado, pues? Yo creí
haberle ajustado las cuentas.
‐Nada tememos ‐respondió Hormiguita, a quien no imponía el aplomo de su antiguo amo.
286
Aventuras de un niño irlandés
‐Pues bien, puesto que te encuentro, miserable boy, vas a pagarme lo que me debes ‐‐
exclamó el conde Asthon, avanzando vivamente con el bastón levantado.
‐Al contrario, usted va a pagar a Bob el importe de sus pájaros, señor Piborne.
‐No... tú primero...
Y de un bastonazo el joven gentleman cruzó el pecho de Hormiguita. Éste, aunque de
menos edad que su adversario, le igualaba en vigor y le pasaba en ánimos. Lanzose sobre el
conde, le arrebató el bastón y le dio dos soberbios bofetones.
El descendiente de los Piborne quiso responder. No pudo. En un instante fue arrojado al
suelo y sujeto bajo la rodilla de Hormiguita.
Sus dos camaradas quisieron intervenir y desasirle, pero Birk tuvo la misma idea, pues,
enderezándose, la boca abierta, los dientes amenazadores, iba a hacer una buena si su
amo, que se había levantado, no le hubiera contenido.
‐¡Ven! ‐le dijo.
Y sin preocuparse del conde Asthon ni de los otros dos, que no se mostraban dispuestos a
luchar con Birk, Hormiguita y Bob volvieron a su posada.
Después de una escena tan ofensiva para el amor propio del joven Piborne, lo más acertado
era abandonar Bray lo antes posible. Si el golpeado se quejaba sería un mal asunto, aunque
él hubiera sido el agresor. Tal vez, con una mejor apreciación de la naturaleza humana,
Hormiguita hubiera debido reflexionar que aquel estúpido y vanidoso mozuelo se guardaría
bien de contar su aventura, de la que hubiera tenido que ruborizarse. Pero no estando
seguro de esto, arregló su cuenta, enganchó a Birk a la carreta, vacía entonces de
mercancías, y antes de las ocho de la mañana Bob y él habían abandonado Bray.
La misma noche, muy tarde, nuestros jóvenes viajeros llegaron a Dublín, después de un
camino de unas doscientas cincuenta millas, hechas en unos tres meses desde su partida de
Cork.
287
XXVI
EN DUBLÍN
¡Dublín! Hormiguita está en Dublín! ¡Miradle! Es el actor que interpreta los grandes
papeles, y pasa del teatro de un pueblo al de una gran ciudad.
Dublín no es una simple capital de condado; no es Limerick con sus cuarenta y cinco mil
habitantes, ni Cork con sus ochenta y seis mil almas. Es una capital ‐la capital de Irlanda‐
que posee una población de trescientas veinte mil almas. Administrada por un alcalde,
gobernador a la vez militar y civil, que es el segundo funcionario de la isla, asistido de
veinticuatro aldermen, de dos sheriffs y de ciento cuarenta y cuatro consejeros, Dublín se
cuenta entre las ciudades importantes de las Islas Británicas. Comerciante con sus docks,
industrial con sus fábricas, sabia con su Universidad y sus Academias, ¿por qué los Work‐
houses son aún insuficientes para sus pobres, y las Ragged‐School para sus niños
abandonados?
No teniendo la intención de reclamar la asistencia, ni de la RaggedSchool, ni de los Work‐
houses, no quedaba a Hormiguita más que llegar a ser un sabio, un comerciante, un
industrial en espera de que el porvenir le hiciera rentista. Como se ve, nada más sencillo.
Al llegar, ¿sintió nuestro héroe disgusto por haber abandonado Cork? ¿Pareciole temerario
haber seguido los consejos de Grip, consejos en perfecta concordancia con sus instintos?
288
Aventuras de un niño irlandés
¿Presintió que la lucha por la existencia sería otra vez laboriosa en medio de aquella
multitud de combatientes? No; había partido confiado y su confianza no se había debilitado
en el camino.
El condado de Dublín pertenece a la provincia de Leinster. Montañoso al sur, ondulado al
norte, es muy productivo en lino y avena. No es ésta su riqueza, sin embargo. El mar, el
comercio marítimo, el que se cifra en un movimiento anual de tres millones y medio de
toneladas y doce mil navíos, es lo que da a la capital de Irlanda el séptimo rango entre los
puertos del Reino Unido.
La bahía de Dublín, en el fondo de la cual se eleva esta ciudad, cuyo perímetro es de once
millas, puede resistir la comparación con las más hermosas de Europa. Se extiende del
puerto meridional de Kingstown al puerto septentrional de Houth. El de Dublín está
formado por la ensenada de Liffey. Dos walls prolongados en el mar, para contener los
bancos de arena, han destruido la barra que hacía el acceso difícil y permiten a los barcos
subir veinte pies por el río, hasta el primer puente Bridge‐Carlisle.
Conviene llegar a esta capital por mar en un día de buen sol, cuando el cortinaje de brumas
ha desaparecido, si se quiere abarcar de una mirada su magnífico conjunto. Hormiguita y
Bob no habían tenido esta suerte. La noche era sombría, la atmósfera espesa, cuando
llegaron a las primeras casas del arrabal, después de haber caminado a lo largo del
ferrocarril que pone a Kingstown a veinte minutos de Dublín.
Poco encantador, poco regocijado, era el aspecto que presentaban los barrios bajos de la
ciudad en medio de la bruma, agujereada por algunos mecheros de gas. La carreta,
arrastrada por Birk, había seguido calles estrechas. Aquí y allá, casas pobres, tiendas
cerradas. Por todas partes, la turba de miserables sin hogar... la abyección de la borrachera
de whisky, la más espantosa de todas, engendrando disputas, injurias, violencias.
Los dos niños habían ya visto esto. No era para sorprenderles ni inquietarles. Sin embargo,
¡qué numerosos eran los niños de su edad tendidos en las puertas, en los rincones de las
calles, en apretados montones, con los pies y la cabeza desnudos, medio cubiertos de
andrajos! Hormi
289
Julio Verne
guita y Bob pasaron ante la confusa masa de una iglesia, una de las dos catedrales
protestantes, restaurada gracias a los millones del gran cervecero Lee Guiness y del gran
destilador Roe. En la torre, con su veleta octogonal, palpitante por las vibraciones de las
ocho campanas, sonaban las nueve.
Bob, muy fatigado por la rápida y larga jornada desde Bray, había tomado asiento en la
carreta. Hormiguita empujaba para ayudar a Birk. Buscaba una posada cualquiera donde
pasar la noche y abandonarla por otra mejor al siguiente día. Sin saberlo atravesaba el
barrio llamado «Las libertades», a la entrada de su calle principal San Patricio, que va desde
la citada catedral a la otra de Christ‐Church, calle larga, flanqueada de casas, cómodas otras
veces, ahora pobres, llena de callejuelas malsanas, de «lanes» infectos, donde abundan los
horribles cuchitriles parecidos al de la Hard. Éste fue un recuerdo espantoso que
impresionó el ánimo de Hormiguita. Y sin embargo, no estaba en una ciudad de Donegal;
estaba en Dublín, la capital de Irlanda; poseía entonces más guineas ganadas en su
comercio que farthings tenían en sus bolsillos todos aquellos pordioseros. Así, buscó no uno
de esos sitios sospechosos donde la seguridad es dudosa, sino una posada algo decente,
donde la comida y la cama fueran de un precio asequible.
Encontrola, afortunadamente, en medio de Saint‐Patrick‐Street: una fonda de modesta
apariencia, donde metieron la carreta. Después de comer los dos niños, subieron a una
estrecha habitación. Aquella noche no les hubieran despertado todos los campanarios de
las catedrales, todo el tumulto de «Las libertades».
Se levantaron al amanecer. Se trataba de practicar un reconocimiento, como hace un
estratega del sitio donde se apresta a combatir. Lo indicado era ir en busca de Grip; nada
más fácil que encontrarle, si el Vulcan estaba de vuelta en Dublín, su puerto de parada.
‐¿Llevaremos a Birk? ‐‐preguntó Bob.
‐Sin duda ‐respondió Hormiguita‐. Es preciso que empiece a conocer la ciudad.
290
Aventuras de un niño irlandés
Y Birk no se hizo rogar.
Dublín describe un óvalo de un diámetro de tres millas. El Liffey, entrando por el oeste y
saliendo por el este, lo divide en dos partes casi iguales. En su desembocadura, esta arteria
forma un doble canal que rodea la ciudad; al norte el Royal‐Canal, que sigue el Midland‐
Great‐Western‐railway; al sur el Gran Canal, cuyo trazado, prolongándose hasta Galway,
pone en comunicación el océano Atlántico con el mar de Irlanda.
Saint‐Patrick cuenta entre sus habitantes ‐y éstos son los más ricoslos prenderos de origen
judío. En casa de éstos es donde se compran esos antiguos pertrechos que componen los
vestidos usuales de los Paddy de la clase baja, camisas llenas de piezas, faldas hechas
jirones, pantalones remendados con retazos heteróclitos, sombreros de hombre
indescriptibles, sombreros de mujer adornados de flores. Allí también se empeñan los
harapos por algunos peniques, que los borrachos y borrachas se beben pronto en los «inns»
de la vecindad, donde se venden el whisky y la ginebra. Estas tiendas atrajeron la atención
de Hormiguita.
En las calles no había casi animación a aquella hora de la mañana. En Dublín la gente es
poco madrugadora; allí, por otra parte, la industria es mediana. Pocas fábricas, a no ser
algunos establecimientos que trabajan la seda, el lino, la lana, y principalmente la muselina,
cuya fabricación fue en otra época importada por los franceses emigrados después de la
revocación del edicto de Nantes. Verdad es que las cervecerías y destilerías son
florecientes. Aquí se alza la importante y renombrada destilería de whisky de mister Roe.
Allí la cervecería de mister Guiness, de un valor de ciento cincuenta millones de francos,
que comunica por galerías subterráneas con el dock de Victoria, de donde parten cien
navíos que llevan la cerveza a ambos continentes. Pero si la industria perece, el comercio, al
contrario, tiende a acrecentarse sin cesar, y Dublín ha llegado a ser el primer mercado del
Reino Unido, en lo que concierne a la exportación de cerdos y ganado mayor. Hormiguita
sabía estas cosas por haberlas aprendido leyendo las estadísticas cuando vendía periódicos
y folletos.
291
Julio terne
Ganando la parte del Liffey, Bob y él no perdían nada de lo que se ofrecía a su vista. Bob,
muy locuaz, hablaba sin cesar, siguiendo su costumbre.
‐¡Ah! ¡Esta iglesia! ¡Ah! ¡Esta plaza! ¡Qué edificio más grande!
El edificio era la Bolsa, el Royal‐Exchange. A lo largo de Dame‐Street estaba la City‐Hall, el
Commercial‐Building, sala donde se reunían los negociantes de la ciudad. Más lejos
aparecía el palacio bajo, la montaña de Cork‐Hill, con su enorme torre y sus pesadas
construcciones de ladrillo. En otro tiempo fortaleza restaurada por Isabel I, y que sirve de
residencia al gobernador. Más allá se dibujaba el parque Stephen, ornado con la estatua
ecuestre de Jorge I, en bronce, tapizado de verdes prados, sombreado de hermosos
árboles, bordeado de casas tan tristes como simétricas, de las que el palacio del arzobispo
protestante y el Board‐room son las mayores. A la derecha, el Square‐Merrion, donde se
eleva la antigua casa de Leinster, el hotel de la Sociedad Real, con la fachada estilo corintio
y vestíbulo dórico, y también la casa donde nació O'Connell.
Hormiguita, dejando charlar a Bob, reflexionaba, buscando el medio de sacar una idea
práctica de lo que veía. ¿Cómo haría crecer su pequeña fortuna? ¿A qué género de
comercio se dedicaría para doblarla... triplicarla?
Sin duda, caminando al azar a través de las calles miserables confinantes con los barrios
ricos, los dos niños se extraviaron más de una vez. Esto explica por qué una hora después
de haber abandonado SaintPatrik‐Street no habían llegado aún a los muelles del Liffey.
‐¿No hay, pues, río? ‐repitió Bob.
‐Sí; un río que desemboca en el puerto ‐respondió Hormiguita.
Y continuaron su exploración alejándose en muchas vueltas. Así, más allá del castillo,
llegaron ante un vasto conjunto de construcción de cuatro pisos de piedra de Portland, con
una fachada griega de cien metros de altura, un frontón sobre cuatro columnas corintias y
dos pabellones con pilastras. En torno a ello se desarrolla un verdadero parque donde los
jóvenes se entregan a actividades deportivas.
292
Aventuras de un niño irlandés
¿Era, pues, un gimnasio? No; era la Universidad fundada por la reina Isabel, el Trinity‐
College, como se llama oficialmente. Aquellos jóvenes eran los estudiantes irlandeses,
furiosos deportistas que rivalizan en audacia con sus camaradas de Cambridge y de Oxford.
Éstos no se parecían en nada a la Ragged‐School de Galway y el rector debía ser diferente
de mister O'Bobkins.
Bob y Hormiguita tomaron por la derecha, y no habían andado cien pasos cuando el niño
gritó.
‐¡Mástiles! ¡Veo mástiles! ‐De modo, Bob, que hay río.
Mas sólo se veía el extremo de estos mástiles por encima de las casas de un muelle. De aquí
la necesidad de encontrar una calle que bajase hacia el Liffey, y los dos niños corrieron en
tal dirección precedidos de Birk, que iba con el hocico en tierra y la cola agitándose como si
siguiese una pista.
De esto resultó que sólo concedieron una distraída mirada a la catedral de Chris‐Church, y
preciso es que se hubieran extraviado, pues entre las dos catedrales no hay más distancia
que la de Saint‐Patrik‐Street. Sin embargo, era una iglesia curiosa, la más antigua de Dublín,
del siglo xii, en forma de cruz latina, como una torre cuadrada, como un torreón sobre
cuatro columnas y tejados puntiagudos. ¡Bah! Ya tendrían tiempo de visitarla más tarde.
Aunque Dublín tiene dos catedrales protestantes y un arzobispo anglicano, no se vaya a
creer por esto que la capital de Irlanda pertenece a la religión reformada. No. Los católicos,
bajo la dirección de un arzobispo, están en una proporción de dos terceras partes por lo
menos, y existen iglesias donde el culto romano se celebra con toda magnificencia, tales
como la Concepción, San Andrés, una capilla metropolitana de estilo griego, la iglesia de los
jesuitas, sin hablar de una basílica que se piensa construir sobre un plano monumental en el
barrio de Thomas‐Street.
Al fin Hormiguita y Bob llegaron a la orilla derecha del Liffey. ‐¡Qué hermoso es! ‐dijo uno.
‐Jamás hemos visto nada tan hermoso ‐respondió el otro.
293
Julio Verne
Y de hecho, en Limerick o en Cork, sobre el Shannon o el Lee, en vano se buscaría aquella
admirable perspectiva de malecones de granito, bordeados de soberbias casas; a la
derecha, las de Ushers, Aleschants, Wood, Essex; a la izquierda, las de Ellis, Aran, King's Inn
y otras.
No es en aquella parte del Liffey donde amarran los navíos. Su bosque de mástiles aparecía
a la izquierda.
‐Aquéllos son los docks, sin duda ‐‐dijo Hormiguita.
‐Vamos allá ‐respondió Bob, al que la palabra docks picaba la curiosidad.
Nada más fácil que atravesar el Liffey. Los dos barrios de Dublín se comunican por nueve
puentes, y el último, al este de Carlisle‐bridge, el mejor de todos, pone en comunicación
Westmoreland‐street y Sackevillestreet, citadas entre las más bellas calles de la capital.
Los dos niños no marcharon por Sackeville‐street, lo que les hubiera alejado de los docks,
donde les atraían los barcos. Pero en primer lugar examinaron uno a uno los navíos
anclados en el Liffey más abajo de Carlisle‐bridge. Tal vez el Vulcan estaba allí. Lo hubieran
reconocido entre mil. No se olvida un barco que se ha visitado, sobre todo cuando Grip es
su primer fogonero.
El Vulcan no estaba en los muelles del Liffey. Podía ser que aún no hubiese vuelto, o que
estuviera amarrado en medio de los docks o en la dársena de reparaciones para alguna
operación de carena.
Hormiguita y Bob siguieron el muelle bajando por la orilla izquierda. Tal vez el uno, absorto
por el pensamiento del Vulcan, no vio el Customhouse, la aduana, que es un vasto edificio
cuadrangular de cien pies de altura, decorado por la estatua de la Esperanza. El otro se
detuvo un instante a contemplarlo. ¿Tendría alguna vez mercancías que serían sometidas a
las visitas de esta aduana? ¿Había nada más envidiable que pagar los derechos por los
cargamentos traídos de lejanos países? ¿Tendría alguna vez esta satisfacción?
Llegaron a los docks de Victoria. En aquella ensenada, corazón de la ciudad comercial, había
navíos, unos cargando, otros descargando.
294
Aventuras de un niño irlandés
Bob lanzó un grito. ‐El Vulcan. ¡Allí, allí!
No se equivocaba. El Vulcan estaba en el muelle embarcando mercancías.
Algunos instantes después, Grip, al que ninguna ocupación retenía a bordo, se reunía con
sus dos amigos.
‐Al fin, ya estáis aquí ‐repetía estrechándoles en sus brazos hasta sofocarles.
Los tres subieron por el muelle, y deseosos de hablar más a gusto ganaron la orilla del
Royal‐Canal, a la derecha del lugar donde desemboca en el Liffey.
Este lugar estaba casi desierto.
‐¿Y desde cuándo estáis en Dublín? ‐preguntó Grip, que les había cogido del brazo.
‐Desde ayer por la noche ‐respondió Hormiguita. ‐¡Solamente! Veo que has tardado en
decidirlo.
‐No, Grip. Después de tu partida había tomado la resolución de dejar Cork.
‐Bien. De eso hace tres meses ya, y yo he tenido tiempo de ir dos veces a América y volver.
Siempre que me he detenido en Dublín he recorrido la ciudad, pensando encontrarte. Pero
ni sombra de Hormiguita ni de Bob, ni de ese buen animal de Birk. Entonces te escribí. ¿No
has recibido mi carta?
‐No, Grip; y esto obedece a que no debíamos estar en Cork cuando ella llegó. Hace ya dos
meses que nos pusimos en camino.
‐¡Dos meses! ‐exclamó Grip. ¿Qué tren habéis tomado para venir? ‐¿Qué tren? ‐respondió
Bob mirando maliciosamente al fogonero... El de nuestras piernas...
‐¿Habéis hecho todo el camino a pie? ‐A pie y por el camino más largo. ‐¡Dos meses de
viaje! ‐exclamó Grip. ‐¡Que no nos ha costado nada! ‐dijo Bob.
295
Julio Verne
‐¡Y en el que hemos ganado una bonita suma! ‐añadió Hormiguita. Preciso fue contar a Grip
lo acaecido en aquella fructuosa expedición; la carreta arrastrada por Birk, la venta de los
diversos artículos en las ciudades y en las granjas, la especulación con los pájaros... una idea
de Bob. Y las pupilas de éste brillaban, como dos puntos de fuego.
Después la parada en Bray, el encuentro con el heredero de los Piborne, la mala acción del
joven, y lo que siguió de aquí.
‐¿Le golpeaste duro, al menos? ‐preguntó Grip.
‐No, pero ese miserable Asthon estaba más humillado de verse en tierra bajo mi rodilla que
si le hubiese golpeado.
‐Es igual; yo le hubiese pegado encima.
Durante la narración de estas interesantes aventuras, la alegre trinidad subía por la orilla
derecha del canal. Grip pedía siempre nuevos detalles. No ocultaba su admiración ante
Hormiguita. ¡Qué instinto poseía del comercio! ¡Qué genio, que sabía comprar y vender,
que sabía contar, por lo menos tan bien como mister O'Bodkins! Cuando Hormiguita le dijo
que tenía ciento cincuenta libras en caja, exclamó:
‐Entonces eres tan rico como yo. Solamente que yo he tardado seis años en ganar lo que tú
en seis meses. Te repito lo que te dije en Cork: harás fortuna.
‐¿Dónde?
‐Por donde quiera que vayas ‐respondió Grip con el acento de la más absoluta convicción.
En Dublín, si te quedas aquí. En otro lado, si vas a otro lado.
‐¿Y yo? ‐preguntó Bob.
‐También tú, con la condición de que se te ocurran ideas como la de los pájaros.
‐Las tendré.
‐Y que no hagas nada sin consultar al patrón. ‐¿Quién?...
‐¡Hormiguita! ¿No te ha hecho el efecto de un patrón? ‐Y bien ‐dijo éste‐, hablemos de
nuestros asuntos.
296
Aventuras de un niño irlandés
‐Sí, pero después de almorzar. Estoy libre todo el día. Conozco la ciudad como las calderas o
las cuevas del Vulcan. Es preciso que yo te dirija y que recorramos juntos Dublín. Tú verás lo
que más te conviene hacer.
Almorzaron en una taberna de marineros, en el muelle. Se almorzó bien, pero sin repetir las
magnificencias del inolvidable festín de Cork. Grip contó sus viajes con gran gusto de Bob.
Hormiguita escuchaba, siempre pensativo, superior a su edad por el desarrollo de su
inteligencia, lo serio de sus ideas, la tensión permanente de su espíritu. Parecía haber
nacido a los veinte años, y que ahora tuviera treinta.
Grip dirigió a sus amigos hacia el centro de la ciudad, aproximándose al Liffey. Allí estaba el
centro opulento. Gran contraste con los sitios pobres, pues en la capital de Irlanda no hay
punto de transición. La clase media falta en Dublín. El lujo y la pobreza se codean. El barrio
elegante se extiende hasta Stephens'square. Allí había esa burguesía elevada, de educación
amable, instrucción cultivada, y que por desdicha se divide en las cuestiones políticas y
religiosas.
Sackeville es una calle espléndida, bordeada de elegantes casas, con suntuosas tiendas y
pisos de anchas ventanas. Esta larga arteria está inundada de luz cuando hace buen tiempo,
y de aire cuando soplan las brisas del este. Su nombre patriótico es el de O'Connell‐Stret. En
ella, la Liga Nacional ha fundado su comité central, cuya muestra resplandece en letras de
oro.
Pero en esta hermosa calle, ¡cuántos pobres andrajosos acostados sobre las aceras,
agrupados en las puertas, acodados en los pedestales de las estatuas! Tanta miseria no dejó
de impresionar a Hormiguita, por acostumbrado que a ella estuviese. En verdad, lo que
parecía casi aceptable en el barrio de Saint‐Patrick, desentonaba en Sackeville Street.
Una particularidad sorprendente también era el gran número de niños ocupados en la
venta de periódicos. La Gaceta de Dublín, el Dublin Express, el Nacional Press, el Freeman's
Journal, los principales órganos católicos y protestantes, y bastantes otros.
‐¿Eh? ‐dijo Grip‐. ¡Qué montón de vendedores en las calles, en las estaciones, en los
muelles!
297
Julio Verne
‐¡Un oficio que no se puede seguir aquí!‐observó Hormiguita.‐Ha resultado en Cork, pero no
resultaría en Dublín.
Nada más exacto: la competencia era temible, y la carreta de Birk, llena por la mañana,
hubiera corrido el riesgo de seguir estándolo por la noche.
Continuando el paseo, llegaron a otras calles magníficas, con hermosos edificios; el de
Correos, cuyo pórtico central descansa sobre dos columnas de orden jónico. Hormiguita
pensaba en la enorme cantidad de cartas que están allí, como una nube de pájaros que
vuelan sobre el mundo entero.
‐De aquí ‐dijo Grip‐ se te entregarán las cartas dirigidas a ti... ¡mister Hormiguita,
comerciante... Dublín!
El joven no podía menos de sonreírse ante las manifestaciones exageradas y entusiastas de
su antiguo compañero de la Ragged‐School. Vieron el edificio del Palacio de justicia, con su
larga fachada de sesenta y seis toesas, su cúpula, sus doce ventanas, que el sol iluminaba
aquel día.
‐Espero ‐dijo Grip‐ que no entrarás jamás en relaciones con este edificio.
‐¿Y por qué?
‐Porque es una caldera como la del Vulcan; solamente que no es carbón lo que consume,
sino clientes que se queman a fuego lento, y que los mercaderes de leyes meten en el
horno.
‐No se hacen negocios sin arriesgar procesos, Grip.
‐Pues procura tener los menos posibles. Cuestan caros cuando se ganan, y arruinan cuando
se pierden.
Y Grip sacudió la cabeza con aire inteligente. Pero cambiose de tono cuando los tres
admiraron un edificio circular, cuyo trazado arquitectónico reproducía los esplendores del
orden dórico.
‐¡El Banco de Irlanda! ‐exclamó Grip saludando‐. He aquí un sitio donde deseo entrar veinte
veces por día. ¡Hay cofres tan grandes como casas! ¿No te gustaría vivir en una de estas
casas, Bob?
298
Aventuras de un niño irlandés
‐¿Son de oro?...
‐No; ¡pero está en oro todo lo que hay dentro! Espero que en ella guarde su dinero
Hormiguita algún día.
¡Siempre las mismas exageraciones, que salían de un corazón convencido! Hormiguita
escuchaba a medias, mirando aquel espacioso edificio, donde tantas fortunas acumuladas
formaban «montones de millones, unos sobre otros», a creer al fogonero del Vulcan.
Siguiose el paseo, marchando sin transición de calles miserables a calles felices; aquí los
ricos, holgazaneando la mayor parte; allí los pobres, tendiendo la mano, sin tratar de
apiadar mucho al paseante.
Y por todas partes policía, con el skif f en la mano, y también, para asegurar la tranquilidad
de la isla‐hermana, con el revólver a la cintura. Es la efervescencia de las pasiones políticas
la que produce esto. ¿Hermanos los Paddys? Sí; en tanto que una disputa religiosa, o una
cuestión de homerules, no excite a los unos contra los otros. Entonces son incapaces de
contenerse. Es la antigua sangre de los galos que corre por sus venas, y llegarían a justificar
este refrán de su país: «Poned a un irlandés en el asador, y encontraréis siempre otro
irlandés para volverle».
¡Cuántas estatuas mostró Grip a sus amigos en esta expedición! ¡Un medio siglo más, y
habrá tantas como habitantes! Imaginad una población en bronce y mármol, de O'Connell,
O'Brien, Wellington, Burke, Goldsmith, Grawan, Thomas Moore, de Crampton, Nelson,
Guillermo de Orange y Jorge... Jamás Hormiguita y Bob habían visto semejante multitud de
personajes ilustres sobre sus pedestales.
Entonces se dieron el placer de una excursión en coche, y mientras éste desfilaba ante
otros edificios que atrajeron sus miradas por su grandeza y disposición, preguntaban a Grip,
y Grip no se quedaba nunca callado. Tan pronto era una cárcel, como uno de esos work‐
house donde se obliga a trabajar a las gentes por una exigua retribución.
‐¿Y esto? ‐preguntó Hormiguita, designando un vasto edificio en Coombe‐Street.
‐¿Eso? ‐respondió Grip‐ es la Ragged‐School.
299
Julio Verne
¡Qué de dolorosos recuerdos despertó este nombre en Hormiguita! Pero si en uno de estos
tristes asilos era donde tanto había sufrido, allí encontró a Grip, y esto era una
compensación. ¡Detrás de aquellos muros había todo un mundo de niños abandonados!
Verdad que ellos no se parecían en nada a aquellos infelices de Galway, de los que tan poco
se cuidaba mister O'Bobkins; llevaban jersey azul, su pantalón gris, buenos zapatos, gorra.
Obedece esto a que la Sociedad de las Misiones de la Iglesia de Irlanda, propietaria de esta
escuela, busca pensionistas tanto para educarlos y alimentarlos, como para inculcarles los
principios de la religión anglicana. Añadamos que las Ragged‐School católicas, dirigidas por
religiosos, no dejan de hacerle una feliz competencia.
En fin, siempre dirigidos por su guía, Hormiguita y Bob abandonaron el coche a la entrada
de un jardín situado al oeste de la ciudad y en el que el Liffey forma el límite inferior.
¿Un jardín? Más bien un parque de mil setecientos cincuenta acres.
Llámase Phcenix‐Park y Dublín puede enorgullecerse de él. Bosques soberbios, musgos
verdosos donde pacen vacas y carneros, parterres resplandecientes de flores, campos de
maniobras para las revistas, vastos cercados propios para los ejercicios de polo y de fútbol,
¿qué falta a aquel pedazo de campo conservado en medio de la ciudad? No lejos del gran
paseo central se eleva la residencia de verano del gobernador, lo que ha hecho crear una
escuela, un Hospital militar, un barrio para los artilleros y una caseta para los policías.
Se mata sin embargo en Phcenix‐Park, y Grip mostró a los niños dos incisiones en forma de
cruz a lo largo de un foso. Es que allí, tres meses antes, el 6 de mayo, casi a los ojos del
gobernador, el puñal de los invencibles, había herido mortalmente al secretario y al
subsecretario de Estado por Irlanda, mister Burke y lord Frederic Cavendish.
Con un paseo hasta el Zoological‐Garden, que está anejo, terminó aquella excursión a
través de la capital. Eran las cinco cuando los dos
300
Aventuras de un niño irlandés
amigos se despidieron de Grip para volver a su cuarto de Saint‐Patrick Street. Se convino en
que se verían todos los días, si esto era posible, hasta la partida del steamer.
Mas he aquí que Grip dijo a Hormiguita en el momento en que se iban a separar:
‐Y bien, chico, ¿has tenido alguna idea esta tarde? ‐¿Una idea, Grip?
‐Sí: ¿qué has decidido hacer?
‐Lo que haré, no; pero sí lo que no haré, Grip. Continuar nuestro comercio de Cork no
resultaría en Dublín. Hay mucha competencia para vender periódicos y folletos.
‐Ésa es mi opinión.
‐En cuanto a recorrer la calle con la carreta, ¿qué artículos podría vender? Y hay muchos del
oficio. No. Tal vez sería preferible establecerse; alquilar una tiendecilla.
‐Bien, chico, bien.
‐Una tienda en un barrio por el que pase mucha gente, y gente rica; una de esas calles... de
Las Libertades por ejemplo.
‐¡No se podía imaginar mejor! ‐dijo Grip. ‐Mas, ¿qué se vendería? ‐preguntó Bob. ‐Cosas
útiles y necesarias ‐respondió Hormiguita.
‐¿Cosas que se coman, entonces? ‐preguntó Bob‐. Pasteles, ¿no es eso? ‐¡Qué goloso! ‐‐
exclamó Grip‐. Los pasteles no son útiles.
‐Sí, puesto que son buenos.
‐No es bastante; es preciso, sobre todo, que sea necesario; ‐respondió Hormiguita‐. En fin,
veremos. Reflexionaré. Recorreré el barrio bajo. Hay revendedores que parecen tener buen
comercio. Pienso que una especie de bazar.
‐Eso. Un bazar ‐exclamó Grip, que veía ya la tienda de Hormiguita con una portada
pintarrajeada y una muestra en letras doradas. ‐Pensaré en ello, Grip. No seamos
impacientes. Conviene reflexionar antes de decidirse.
301
Julio Verne
‐Y no olvides que todo mi dinero está a tu disposición. Yo no sé emplearlo, y positivamente
me fastidia tenerlo siempre sobre mí. ‐¿Siempre?
‐Siempre en mi cinto. ‐¿Por qué no lo colocas? ‐Sí, contigo. ¿Lo quieres?
‐Veremos más tarde, si nuestro comercio marcha bien. No es dinero lo que nos falta, sino la
manera de emplearlo sin mucho riesgo y con provecho.
‐No tengas miedo. Te repito que tu fortuna es segura. Te veo con centenares y millares de
libras.
‐¿Cuándo parte el Vulcan, Grip? ‐Dentro de ocho días.
‐¿Y cuándo volverás?
‐No antes de dos meses, pues vamos a ir a Boston, a Baltimore, no sé dónde, o más bien
por todas partes donde haya un cargamento que tomar.
‐¡Y que traer! ‐respondió Hormiguita con un suspiro de envidia. Separáronse al fin. Grip
continuó por los docks, mientras Hormiguita, seguido de Bob y de Birk, atravesaba el Liffey
para regresar al barrio de San Patricio.
¡Cuánto pobre encontraron en su camino! ¡Cuántos borrachos zozobrando bajo la
influencia del whisky y de la ginebra!
¿De qué sirvió que el arzobispo Jean, en el concilio de 1186, reunido en la capital de Irlanda,
hubiese tronado tan furiosamente contra la embriaguez? Siete siglos después Paddy bebía
más, y ni otro arzobispo ni otro concilio tuvieron nunca la razón de este vicio hereditario.
302
XXVII
EL BAZAR DE «LOS PEQUEÑOS BOLSILLOS»
Nuestro héroe tenía entonces once años y medio; Bob, ocho. Dos edades que reunidas no
hubieran formado aún la mayoría de edad legal. ¡Hormiguita lanzado a los negocios...
fundando una casa de comercio. Preciso era ser Grip, es decir, una persona que le quería
ciegamente y sin razonar, para creer que le iría bien en sus comienzos; que su negocio se
extendería poco a poco, y en fin, que haría fortuna.
Lo cierto es que dos meses después de la llegada de los dos niños a la capital de Irlanda, el
barrio de San Patricio poseía un bazar que tenía el privilegio de atraer la atención; la
atención y también la clientela del barrio.
No vayáis a buscar ese bazar en una de aquellas calles pobres de «Las Libertades» que se
entrecruzan en torno de Saint‐Patrick‐Street. Hormiguita había preferido aproximarse al
Liffey y establecerse en Bedfort‐Street, el barrio del buen mercado, donde se compra, no lo
superfluo, lo necesario. Siempre hay compradores para los artículos usuales, si éstos son de
buena calidad y de módicos precios. Esto se lo decía la gran experiencia comercial del joven,
cuando paseaba su carreta por las calles de Cork, y después a través de los condados de
Munster y Leinster.
Era una verdadera tienda que Birk vigilaba con la fidelidad de un perro guardián, en vez de
arrastrarla con la resignación de un pollino. La
303
Julio Verne
muestra decía: «A los pequeños bolsillos», humilde invitación dirigida al mayor número, y
debajo: Little Boy, and Co.
Little Boy era Hormiguita; and Co., Bob... y Birk también, sin duda. La casa de Bedfort‐Street
se componía de varios pisos, repartidos en tres plantas. El primero de éstos lo ocupaba el
propietario, mister O'Brien, negociante en géneros coloniales, y actualmente retirado de los
negocios, después de haber hecho fortuna; un robusto soltero que tenía buena reputación.
Mister O'Brien no dejó de quedar muy sorprendido cuando oyó a un niño de once años y
medio proponerle el alquiler de una de las tiendas del piso bajo, desalquilada hacía ya
algunos meses. Pero quedó satisfecho de las respuestas sabias y prácticas que Hormiguita
dio a sus preguntas. Sintió una verdadera simpatía por aquel niño, que le pedía que
consintiese en un arriendo del que ofrecía pagar un año anticipado.
No hay que olvidar que nuestro héroe representaba más edad de la que tenía, gracias al
desarrollo de su cuerpo y a lo ancho de sus hombros. Pero aunque hubiese tenido catorce o
quince años, ¿no era demasiado joven para emprender un comercio, fundar una tienda,
hasta bajo este modesto lema: «A los pequeños bolsillos»?
Mister O'Brien no trató el asunto como otros lo hubieran tratado. Aquel joven,
decentemente vestido, que se presentaba con cierta seguridad y explicándose de una
manera conveniente, no le desagradaba, y le escuchó hasta el fin. Interesole vivamente la
historia de aquel pobre abandonado, sin familia; las luchas contra la miseria; las crueles
pruebas a que había estado sometido; su comercio de periódicos y folletos en Cork; su viaje
hasta la capital. Reconoció en Hormiguita cualidades tan serias, apoyadas en argumentos
sólidos; vio en su pasado ‐¡el pasado de un niño de aquella edad!‐ tan seguras garantías
para el porvenir, que se sintió seducido. El antiguo comerciante dispensó, pues, buena
acogida a Hormiguita, y le prometió ayudarle con sus consejos, tomando la resolución de
seguir de cerca los ensayos de su joven inquilino.
Firmado el contrato, pagado un año anticipado, Hormiguita llegó a ser uno de los
comerciantes de Bedfort‐Street.
304
Aventuras de un niño irlandés
Los mercados donde están las provisiones. 305
Julio Verne
El piso bajo alquilado por Little Boy and Co., se componía de dos piezas; la una a la calle, la
otra a un patio. La primera debía servir de tienda, de vivienda la segunda. En el fondo se
abría un estrecho gabinete y una cocina con fogón de coque, destinado a la cocinera el día
en que Hormiguita tomase una. Por entonces no lo hizo. Para la comida de los dos hubiera
sido un gasto inútil. Comerían cuando tuvieran tiempo, cuando no hubiera compradores a
quienes servir. La clientela ante todo.
¿Por qué no habían los compradores de frecuentar aquella tienda, dispuesta con tanto
cuidado e inteligencia y limpieza? Ofrecía muchos artículos. Con el dinero que le quedó
después de haber pagado el alquiler, nuestro joven patrón había comprado a los
mercaderes al por mayor o a los fabricantes los objetos expuestos en los escaparates y
anaqueles del bazar «Pequeños bolsillos».
En primer lugar, en la sala de ventas del barrio había encontrado por poco precio seis sillas
y un escritorio. Sí, un escritorio con su cartera y cajones cerrados con llaves, pupitre,
plumas, tintero y registros. En cuanto al mobiliario de la otra habitación, comprendía una
cama, una mesa y un armario destinado a los trajes y la ropa blanca. En fin, nada más que lo
estrictamente necesario. Y sin embargo, de las ciento cincuenta libras llevadas a Dublín y
que formaban el capital disponible, se habían gastado las dos terceras partes. No era
prudente ir más lejos y sí guardar alguna reserva. Las mercancías vendidas serían repuestas
de modo que el bazar estuviera siempre aprovisionado.
Claro es que para llevar la contabilidad con una perfecta regularidad, era preciso el Diario
para las ventas diarias, y el Mayor ‐¡el Mayor de Hormiguita!‐ para los balances, a fin de que
el estado de la caja ‐¡la caja de Hormiguita!‐ fuese comprobada todas las noches. Mister
O'Bodkins, de la Ragged‐School, no lo hubiera hecho mejor.
¿Y qué se encontraba en el bazar de Little Boy? Un poco de todo lo que se vendía
corrientemente en el barrio. Si el papelista no ofrece al cliente más que papel; el ferretero
ferretería; el librero libros, nuestro hé roe se había ingeniado para mezclar artículos de
escritorio, utensilios de
306
Aventuras de un niño irlandés
casa, almanaques, manuales. Se podía hacer en «Los pequeños bolsillos» un gran gasto, a
precio fijo, como se indicaba en la muestra. Al lado del anaquel de cosas útiles, había el
anaquel de juguetes, barcos, rastrillos, pelotas, juguetes para todas las edades, de cinco a
doce años, se entiende. Era un anaquel que Bob vigilaba y disponía con gran cuidado y
gusto. Su patrón no cesaba de repetirle:
‐¡Sé serio, Bob! ¡Si no lo eres, habrá que creer que nunca lo serás! En efecto, Bob iba a
cumplir ocho años, y si no se es razonable a esa edad, es que jamás se será.
No hay para qué seguir día por día los progresos que hizo el Little Boy and Co. en la
estimación y confianza del público. Baste saber que el éxito fue rápido; y mister O'Brien
quedó maravillado de las disposiciones de su inquilino para el comercio. Bueno es comprar
y vender, pero mejor saber comprar y vender. Tal había sido el método del antiguo
comerciante en el espacio de muchos años, operando con gran sentido y economía para
hacer fortuna. Verdad es que había comenzado a los veinte o veinticinco años, no a los
doce. Así, participando de las ideas de Grip en este asunto, entreveía que Hormiguita haría
rápidamente fortuna.
‐¡Sobre todo, no hay que ir muy de prisa! ‐no cesaba de decirle. ‐No, señor‐respondía
Hormiguita‐; iré con prudencia, pues tengo mucho camino que andar, y es preciso no
cansar las piernas.
Importa observar ‐a fin de explicar el éxito algo extraordinarioque el nombre del bazar se
había divulgado rápidamente a través de toda la ciudad. Un bazar fundado y regido por dos
niños, un amo de la edad en que se va a la escuela, y su asociado ‐and Co‐ de la edad en
que se juega al cantillo, era más de lo que se necesitaba para atraer la atención y la
clientela y poner de moda el establecimiento. Hormiguita, además, no había descuidado
insertar en los periódicos algunos anuncios pagados a tanto la línea. Pero sin necesidad de
pagarlos, obtuvo artículos sensacionalistas en la primera página de la Gaceta de Dublín, en
el Freeman's Journal y en otros periódicos de la capital. Los reporteros no tardaron en
tomar cartas en el asunto; y Little Boy and Co. ‐¡sí, Bob también!‐ fue
307
Julio Verne
ron sujetos a entrevistas, con tanta minuciosidad como el excelente mister Glasdtone. No
diremos que la celebridad de Hormiguita llegase a la de mister Parnell, pero se habló
mucho de aquel joven comerciante de Bedfort‐Street, de su tentativa, que se captaba todas
las simpatías. Llegó a ser el héroe del día ‐esto era lo más importante‐, y su bazar fue muy
visitado. Inútil es decir con qué amabilidad y cortesía era acogida la clientela. ¡Hormiguita
con la pluma en la oreja, con la vista en todo, Bob con la cara despierta, los ojos vivos y la
cabellera rizada, una verdadera cabeza de perro de aguas, que las señoras acariciaban
como la de uno de éstos! Sí. Verdaderas señoras, ladys y misses, que venían de
SackevilleStreet, de Rutland‐Place, de los diversos barrios habitados por el gran mundo.
Entonces la anaquelería de los juguetes se vaciaba en algunas horas, los coches tomaban el
camino de los parques, los barcos se dirigían a los estanques. ¡Por San Patricio! Bob no
paraba. Los niños frescos y sonrosados, encantados de comprar a un mercader de su edad,
no querían ser servidos más que por él.
El éxito es cierto con tal que dure. ¿Duraría el de Little Boy and Co.? En todo caso,
Hormiguita no economizaría ni su trabajo ni su inteligencia.
Superfluo es añadir que desde la llegada del Vulcan a Dublín, la primera visita de Grip había
sido para sus amigos.
Servirse de la palabra «maravillado», no bastaría para pintar su estado de ánimo; un
sentimiento de admiración le cogió el corazón. Jamás había visto él nada parecido a aquella
tienda de Bedfort‐Street y a creerle, desde la instalación del bazar, Bedfort‐Street hubiera
podido sostener la competencia con la calle Sackeville de Dublín; con el Strand de Londres;
con el Broadway de Nueva York, con el bulevar de los Italianos de París. En cada venta, él se
creía obligado a comprar alguna cosa, para hacer marchar el comercio, que por lo demás
iba bien sin él. Un día, una cartera destinada a reemplazar la que nunca había tenido; otro,
un lindo brick pintarrajeado para regalarlo a los niños de uno de sus compañeros del
Vulcan, el cual no había sido padre en su vida. Lo que compró de más pre
308
Aventuras de un niño irlandés
La anaquelería de los juguetes se vaciaba en algunas horas. 309
Julio Verne
cio fue una admirable pipa de imitación de espuma con boquilla de cristal amarillo
figurando ámbar.
Y repetía a Hormiguita, al que obligaba a aceptar el precio de sus compras.
‐Eh, chiquillo. Esto va deprisa ¿eh? Hete aquí comandante a bordo de «Los pequeños
bolsillos»... ¡y tú no tienes más que aumentar tus fuegos! Ya está lejos el tiempo en que
corríamos por las calles de Galway, o temblábamos de hambre y frío en el desván de la
Ragged‐School. A propósito, ¿han ahorcado al tuno de Carker?
‐Aún no, que yo sepa, Grip.
‐Ya vendrá... ya vendrá, y tú tendrás cuidado de guardarme el diario que describa la
ceremonia.
Y Grip volvía a bordo, el Vulcan se hacía a la mar, y algunas semanas después el fogonero
reaparecía en el bazar, donde se arruinaba con nuevas compras.
Un día Hormiguita le dijo:
‐¿Sigues creyendo, Grip, que yo haré fortuna?
‐¡Si lo creo!... Como creo que nuestro camarada Carker acabará por ser ahorcado.
Esto era para él el no va más de lo seguro.
‐Pues bien; y tú, Grip, ¿no piensas en el porvenir?
‐¿Yo? ¿Para qué? ¿No tengo un oficio que no cambiaría por ningún otro?
‐Un oficio penoso y que no produce nada.
‐¿Nada? Cuatro libras al mes, y el alimento, y casa caliente... hasta demasiado a veces.
‐¡Y en un barco!... ‐hizo observar Bob, cuya mayor felicidad hubiera sido poder navegar a
bordo de aquellos que vendía a los niños. ‐No importa, Grip ‐añadió Hormiguita‐. Siendo
fogonero nunca se ha hecho fortuna, y Dios quiere que se haga.
‐¿Estás seguro? ‐preguntó Grip, moviendo la cabeza‐. ¿Está eso en sus mandamientos?
310
Aventuras de un niño irlandés
‐Sí ‐respondió Hormiguita‐. Quiere que se haga fortuna, no solamente para ser feliz, sino
para hacer felices a los que no lo son y merecen serlo.
Y pensativo, con el espíritu muy lejos, tal vez nuestro héroe veía en sus recuerdos a Sissy, su
compañera en casa de la Hard, y a la familia MacCarthy, de la que no había encontrado
huellas, y a su ahijada Jenny, todos miserables sin duda... mientras él...
‐Veamos, Grip, piensa bien en lo que me vas a responder. ¿Por qué no te quedas en tierra?
‐¿Abandonar el Vulcan?
‐Sí; abandonarlo para asociarte conmigo. ¿Sabes? Little Boy and Co. Pues bien, and Co. tal
vez no está suficientemente representado por Bob, y añadiéndote a ti...
‐¡Oh! Amigo Grip ‐repitió Bob‐. ¡Nos daría esto tanto placer a ambos!
‐A mí también ‐respondió Grip, muy conmovido por la proposición‐. Pero ¿queréis que os
diga una cosa?
‐Dila.
‐Pues bien, yo tengo demasiada edad. ‐¿Demasiada edad?
‐Sí. Si se me viera en la tienda ya no sería Little Boy and Co. Es preciso que and Co., sea
pequeño para atraer gente. Yo os haría daño. Por ser niños ambos, es por lo que vuestro
negocio marcha tan bien.
‐Tal vez tengas razón, Grip ‐respondió Hormiguita‐. Pero nosotros creceremos.
‐Creceremos ‐añadió Bob levantándose sobre la punta de sus pies. ‐Ciertamente; y procurar
el que no sea demasiado pronto.
‐Esto no se puede evitar ‐dijo Bob.
‐No. Así, ved de hacer vuestro negocio antes de dejar de ser niños. ¡Qué diablo! Yo tengo
cinco pies y seis pulgadas. Con esta medida no se está bien a vuestro lado. Pero si no puedo
ser tu asociado, Hormiguita, ya sabes que mi dinero es tuyo.
Julio Verne
‐No tengo necesidad de él.
‐Como gustes. Si quieres ampliar tu comercio... ‐No podríamos los dos solos.
‐Pues bien, ¿por qué no tomáis una mujer para vuestro servicio? ‐Ya he pensado en ello,
Grip, y el excelente mister O'Brien me lo ha aconsejado.
‐Y tiene razón. ¿No conoces una criada de confianza? ‐No, Grip.
‐Buscando se encuentra.
‐Espera, pues... pienso en ello; una antigua amiga... Kat...
Este nombre provocó un alegre ladrido. Era Birk, que se mezclaba en la conversación. Al oír
el nombre de la lavandera de Trelingar‐Castle, dio dos o tres saltos inverosímiles, agitó la
cola como una liebre y sus ojos brillaron.
‐¡Ah! Te acuerdas, Birk ‐le dijo su amo‐. Kat, ¿no es verdad? La buena Kat.
Birk, yendo a la puerta, pareció no esperar más que una orden para correr a toda velocidad
en dirección al castillo.
Grip fue puesto al corriente del caso. Ninguna mejor que Kat. Era preciso hacerla venir. Se
ocuparía de la cocina. No se la vería. No comprometería con su presencia la razón social
Little Boy and Co.
¿Pero estaba en Trelingar‐Castle? ¿Vivía aún?
Hormiguita escribió por el primer correo. A los dos días recibía contestación en unas letras
gruesas, pero legibles, y no habían transcurrido cuarenta y ocho horas cuando Kat se
apeaba en la estación de Dublín. ¡Cómo fue recibida por su protegido después de dieciocho
meses de separación! Hormiguita cayó en sus brazos y Birk saltó a su cuello. No sabía ella a
cual de los dos responder.
Y aquel día Grip tuvo el honor y la dicha de participar con sus jóvenes amigos la primera
comida preparada por la excelente Kat. Al día si
312
Aventuras de un niño irlandés
guiente, cuando el Vulcan se hizo a la mar de nuevo, jamás había llevado un fogonero más
satisfecho de su suerte.
Se preguntará si Kat, que se hubiera contentado con la comida y el alojamiento, desde que
estaba alimentada y alojada por su querido niño, tenía sueldo. Ciertamente, y tan bueno,
como cualquier sirviente del barrio, sueldo que se aumentaría si hacía bien el servicio. El
servicio de Little Boy después del servicio de Trelingar‐Castle no era difícil. Ella no quiso
jamás tutear a su amo. Éste no era ya el groom del conde Asthon; era el dueño de «Los
pequeños bolsillos». Bob mismo en su calidad de and Co. no fue llamado más que mister
Bob, y Kat reservó el tuteo para Birk. ¡Se querían tanto Birk y Kat!
¡Qué ventaja tener aquella noble mujer en casa! ¡Qué orden hubo en la misma; qué
limpieza en las alcobas y en la tienda! Ir a comer en una fonda vecina era más propio de un
dependiente que de un amo. Las conveniencias exigen que coma en su propia mesa. Esto es
a la vez más digno y mejor para la salud, cuando se posee una entendida cocinera; y Kat
sabía cocinar tan bien como lavar, repasar y acomodar la ropa blanca, cuidar los vestidos...
en fin, una criada modelo, económica y de una probidad de la que se burlaban los criados
de Trelingar‐Castle. Pero ¿á qué volver la atención a la familia Piborne? Que el marqués y la
marquesa continúen vegetando en su fastuosa inutilidad, y no hablemos más de ellos.
Lo que importa mencionar es que el año 1883 terminó con un balance muy ventajoso para
Little Boy and Co. Durante la última semana apenas pudo el bazar servir los pedidos para
Navidad y Año Nuevo.
El anaquel de los juguetes fue veinte veces renovado. Sin hablar de otros objetos de uso de
los niños, no puede figurarse las chalupas, goletas, bricks de tres mástiles, y hasta
paquebotes mecánicos, que Bob vendió. Igual ocurrió con otros artículos.
Entre el mundo elegante era de buen tono hacer las compras en la tienda de «Los pequeños
bolsillos». Un regalo no era selecto sino a condición de llevar la marca de Little Boy and Co.
¡La fama creada por los pequeños a quienes les dan gusto sus padres!
313
Julio Verne
Hormiguita no tenía por qué arrepentirse de haber abandonado Cork y su comercio de
periódicos. Buscando más espacio a su comercio en la capital de Irlanda, había visto bien.
Consiguió la aprobación de misten O'Brien, gracias a su actividad y prudencia, atestiguada
por la ampliación creciente de sus negocios, y eso sólo con sus recursos.
El antiguo comerciante se maravillaba de ver a aquel joven, que se había impuesto una
regla de conducta sin apartarse jamás de ella. Por lo demás, sus consejos eran
respetuosamente aceptados, ya que no su dinero, que él había ofrecido en varias
ocasiones, como Grip el suyo.
Después de acabar su inventario de fin de año, inventario en el que mister O'Brien
reconoció la más perfecta sinceridad, Hormiguita podía estar satisfecho: en los seis meses
desde su llegada a Dublín había triplicado su capital.
314
XXVIII
ENCUENTRO INESPERADO
«A las personas que tengan alguna noticia de la familia Martin MacCarthy, antiguos
labradores de la granja de Kerwan, condado de Kerry, parroquia de Silton, se les suplica se
sirvan transmitirlas a Little Boy and Co., Bedfort‐Street, Dublín».
Este aviso se publicó en la Gaceta de Dublín el 3 de abril de 1884: Hormiguita lo había
redactado, llevado al periódico y pagado su inserción, a dos chelines por línea. Al día
siguiente otros periódicos lo reproducían por el mismo precio. Según pensaba el joven, en
ninguna cosa mejor podía emplear media guinea. ¿No era inadmisible que olvidase a
aquella honrada y desdichada familia, a Martin, Martina, Murdock, Kitty, su ahijada, Pat y
Sim, a aquella familia de la que había sido hijo adoptivo? Deber suyo era intentarlo todo
para encontrarla, para auxiliarla; ¡y qué alegría si alguna vez podía devolver en dicha lo que
en cariño había recibido!
¿Dónde habían ido en busca de un asilo aquellas personas después de la destrucción de la
granja? ¿Estaban en Irlanda ganando penosamente su pan día por día? Con el fin de
escapar a las persecuciones ¿había Murdock tomado pasaje en algún barco de emigrantes y
su padre y su madre participaban de su destino en alguna lejana comarca de Australia o
América? ¿Pat, navegaba aún? A la idea de que la miseria aniquilaba aquella familia,
Hormiguita experimentaba un inmenso disgusto, una continua pena. Así pues, esperaba
con viva impaciencia el efecto del aviso repro
315
Julio Verne
ducido por los periódicos de Dublín todos los sábados durante varias semanas. Nada se
consiguió. Ciertamente, si Murdock había sido recluido en una prisión de Irlanda se hubiera
sabido. Preciso era deducir de aquí que Martin MacCarthy, al abandonar la granja de
Kerwan, se había embarcado para América o Australia con todos los suyos. ¿Y volverían si
llegaban a crearse una segunda patria, y habían abandonado la primera para no volver
jamás?
La hipótesis de una emigración a Australia fue confirmada por las noticias que obtuvo
mister O'Brien por varios de sus antiguos corresponsales. Una carta que recibió de Belfast
no dejaba duda alguna de la suerte de la familia. Después de notas sacadas de los libros de
una agencia de emigrantes, se supo que en aquel puerto era donde los MacCarthy, en
número de seis, tres hombres, dos mujeres y una niña, se habían embarcado para
Melbourne, hacía cerca de dos años. Imposible fue encontrar sus huellas en aquel vasto
continente. Hormiguita no podía, pues, contar más que con el segundo de los hijos de
MacCarthy, suponiendo que fuera aún marino a bordo de un barco de la casa Marcuard de
Liverpool. Dirigiose, pues, al jefe de esta casa; pero la respuesta fue que Pat había
abandonado el servicio hacía quince meses, y no se sabía en qué navío se había embarcado.
Quedaba el azar de que Pat, de vuelta en alguno de los puertos de Irlanda, tuviese
conocimiento del aviso que concernía a su familia. Débil azar, convendremos en ello; pero
Hormiguita esperaba en él a falta de otro mejor.
Mister O'Brien procuró en vano dar un rayo de esperanza a su joven inquilino, y un día le
dijo:
‐Mucho me asombraría si más pronto o más tarde no vuelves a ver a la familia MacCarthy.
‐A ellos... en Australia, ¡a millares de millas!
‐¿Puedes tú hablar de ese modo? ¿No está Australia a la puerta de casa? Hoy no hay
distancias. Las ha suprimido el vapor. Martin, su mujer y sus hijos volverán al país, estoy
seguro. Los irlandeses no abandonan su Irlanda, y si ellos han logrado allá...
316
Aventuras de un niño irlandés
‐¿Es cuerdo esperar, mister O'Brien? ‐respondía Hormiguita sacudiendo la cabeza.
‐Sí, si ellos son los trabajadores animosos e inteligentes que tú dices. ‐El ánimo y la
inteligencia no siempre bastan, mister O'Brien. Es precisa la suerte, ¡y los MacCarthy, no la
han tenido hasta ahora!
‐Pero la pueden tener, niño. ¿Crées tú que yo he sido siempre dichoso? ¡No! He sufrido
muchas vicisitudes, negocios que no marchaban, reveses de fortuna, hasta el día en que me
sentí dueño de la situación. ¿No eres tú mismo un ejemplo de esto? ¿No has comenzado
por ser el juguete de la miseria, mientras hoy...?
‐Dice verdad, mister O'Brien; y alguna vez me pregunto si todo esto no es un sueño.
‐¡No, querido niño, es la hermosa realidad! ¡Que tú hayas ido mucho más allá de lo que
puede un niño, es muy extraordinario, pues apenas tienes doce años! Pero la razón no se
mide por la edad, y ella ha sido tu constante guía.
‐¿La razón? Sí... Tal vez... Sin embargo, cuando pienso en mi situación actual, me parece
que algo ha contribuido la casualidad...
‐En la vida hay menos casualidades de las que piensas, y todo se encadena con una lógica
mayor que la que generalmente se imagina. Tú lo observarás; raro es que una desdicha no
venga seguida de una felicidad. ‐¿Lo cree así, mister O'Brien?
‐Sí, y esto no es dudoso en lo que a ti se refiere. Es una reflexión que hago a menudo,
cuando pienso en lo que ha sido tu vida... Veamos. Tú fuiste a casa de la Hard... Esto era
una desgracia.
‐Y una dicha, pues allí conocí a Sissy, cuyas caricias jamás olvidaré... ¡las primeras que he
recibido! ¿Qué será de mi pobre compañerita? ¿La volveré a ver? Sí... Esto fue la dicha allí.
‐Lo fue también el que la Hard no se portara bien contigo. Sin eso, tú hubieras quedado en
la aldea de Rindock hasta que te hubieran vuelto a la casa de caridad de Donegal... Tú
huiste; y tu fuga te hizo caer en manos de Thornpipe.
317
Julio Verne
‐¡Oh, el monstruo! ‐exclamó Hormiguita.
‐Dicha es que haya sido tan malo, pues si no aún estarías recorriendo los caminos, si no
dentro de la caja, al menos al servicio de Thornpipe... Después entras en la Ragged‐School...
‐Donde encontré a Grip... Grip, que tan bueno ha sido para mí... al que debo la vida; que me
salvó exponiéndose a morir...
‐Lo que te lleva con esa extravagante actriz... Una nueva vida. Conformes; aunque no te
hubiera llevado a nada honroso; y considero como una dicha que después de haberse
divertido contigo, te haya abandonado un día...
‐Mister O'Brien, después de todo, me había recogido... ha sido muy buena para mí, y
después... ¡he aprendido muchas cosas!... Por otra parte, siguiendo su razonamiento,
gracias a su abandono, la familia MacCarthy me recogió en la granja de Kerwan.
Justo... y todavía...
‐¡Oh, mister O'Brien! Mucho trabajo le costaría persuadirme de que la desgracia de esa
pobre gente haya podido ser una circunstancia dichosa.
‐Sí y no ‐respondió mister O'Brien.
‐¡No, mister O'Brien, no! ‐afirmó enérgicamente Hormiguita. ‐¡Y si hago fortuna, siempre
tendré el disgusto de que el punto de partida de esta fortuna haya sido la ruina de los
MacCarthy! ¡Hubiese pasado tan a gusto mi vida en aquella granja como hijo de la casa!
¡Hubiera visto crecer a Jenny, mi ahijada! ¿Podía soñar una dicha más grande que la de mi
caritativa familia adoptiva?
‐Te comprendo. Pero no es menos verdadero que este encadenamiento de cosas te
permitirá, yo lo espero, pagar algún día lo que ellos han hecho por ti.
‐Mister O'Brien, más valiera que no tuviesen nunca necesidad de recurrir a nadie.
‐No insistiré y respeto esos sentimientos que te hacen honor. Pero continuemos razonando
y lleguemos a Trelingar‐Castle.
318
Aventuras de un niño irlandés
‐¡Oh, qué gente más mala, el marqués, la marquesa y su hijo! ¡Qué humillaciones he tenido
que soportar! ¡Allí ha transcurrido lo peor de mi existencia!
‐Lo que según nuestro sistema de deducciones ha sido una dicha; porque si te hubieran
tratado bien en Trelingar‐Castle, quizás estarías allí aún.
‐No, mister O'Brien. Siendo groom... ¡No! ¡Jamás! ¡jamás! Yo estaba allí sólo para esperar, y
cuando tuviera ahorros...
‐Pero ‐hizo observar mister O'Brien‐ alguno debe estar contento de tu entrada en el castillo:
Kat.
‐¡Oh, excelente mujer!
‐Y alguno hay que debe estar contento de que te fueras. Bob, a quien de lo contrario no
hubieras encontrado en el camino, ni llevado a Cork, donde tan animosamente habéis
trabajado ambos, donde habéis encontrado a Grip. Si no no estarías ahora en Dublín.
‐Hablando con el mejor de los hombres que nos tiene amistad ‐respondió Hormiguita,
estrechando la mano del antiguo comerciante.
‐Y que te dará sus consejos cuando los necesites.
‐Gracias, mister O'Brien, gracias. Tiene razón, y su experiencia no puede engañarle. En la
vida se encadenan las cosas. Dios quiera que yo pueda ser útil a todos los que amo y me
han amado.
¿Y los negocios de Little Boy? Prosperaban. La fama no decaía, sino al contrario.
Sobrevinieron nuevos beneficios. Por consejos de mister O'Brien se añadió al bazar un
fondo de especierías al por menor y se sabe lo que se vende de los diversos artículos de
esta clase. La tienda fue pronto pequeña, y hubo necesidad de alquilar otra parte del piso
bajo. ¡Ah! ¡Qué propietario más bueno, y qué inquilino más reconocido! Todo el barrio
quiso proveerse de comestibles en «Los pequeños bolsillos». Kat tuvo que ocuparse de esto
también. ¡Qué trabajo! Compras que hacer, ventas que efectuar, una numerosa clientela
que servir a todas horas, libros que llevar, cuentas que arreglar, balances, etc. Apenas
bastaba el día. Gracias a que el antiguo comerciante intervenía.
319
Julio Verne
Seguramente se hubiera debido tomar un dependiente. ¿Pero de quién fiarse? Al joven
amo le repugnaba introducir un extraño en su casa. Sin embargo, se puede encontrar un
hombre honrado, activo y serio. Un buen tenedor de libros instalado en su escritorio en la
segunda tienda. ¡Ah! ¡Si Grip hubiese consentido! ¡Vana tentativa! Grip no se decidía,
aunque era el más indicado para ocupar aquel puesto; sentado sobre un alto taburete,
junto a una mesa pintada de negro, con la pluma en la oreja, el lápiz en la mano, teniendo
una cuenta abierta a cada parroquiano. ¡Esto valía más que estar en la caldera del Vulcan!
¡Súplicas inútiles! Claro es que en el intervalo de sus viajes, el fogonero consagraba al bazar
todas las horas que tenía libres. Con gusto se ponía a trabajar. Esto duraba una semana,
pues el Vulcan partía de nuevo, y cuarenta y ocho horas después Grip estaba a centenares
de millas de la isla Esmeralda. Su partida era siempre un disgusto; su regreso una alegría.
Parecía que se iba o volvía un hermano mayor. Vamos, quédate amigo Grip, quédate con
ellos.
Por lo demás, el hermano mayor continuaba haciendo sus compras en Little Boy and Co.
Llevaba invariablemente todo su haber en el cinto. En esta época, por consejo de mister
O'Brien y Hormiguita se decidió a despojarse de él. No vayáis a creer que el propietario del
bazar de «Los pequeños bolsillos» hubiese aceptado a Grip como comanditario.
¡No! Él no tenía necesidad del dinero de Grip.
Poseía formales economías depositadas en el Banco de Irlanda; y las economías del
fogonero fueron puestas en la Caja de Ahorros; un establecimiento muy sólido, en el que
los depósitos se elevaban entonces a más de cuatro millones. Grip podía dormir tranquilo;
su capital estaba a salvo y se acrecentaría con la acumulación de los intereses anuales...
Si Grip rehusaba cambiar la blusa del marino por la chaqueta con manguitos de lustrina del
contable, habría contribuido a aumentar la clientela de Little Boy.
Todos sus camaradas del Vulcan y sus familias iban a comprar sus provisiones al bazar.
Había hecho entre los marineros del puerto y todos sus conocimientos una gran
propaganda, como si fuera el viajante de la casa.
320
Aventuras de un niño irlandés
‐Verás ‐dijo un día a Hormiguita‐, verás cómo los armadores acaban por proveerse en tu
casa. Entonces serán precisas cajas de especiería y de conserva para los largos viajes.
Llegarás a ser un comerciante en grande.
‐¡En grande! ‐dijo Bob, que estaba presente.
‐Sí, con almacenes, cuevas, ni más ni menos que mister Roe o mister Guiness.
‐¡Oh! ‐dijo Bob.
‐Ciertamente, and Co. ‐respondió Grip, a quien le gustaba dar este sobrenombre a Bob...‐.
Recordad esto que digo.
‐En todos los viajes ‐dijo Hormiguita.
‐Sí ‐en todos los viajes‐. Tú harás fortuna, y una gran fortuna. ‐Entonces, Grip, ¿por qué no
quieres asociarte?
‐¡Yo!... ¿Que yo abandone mi oficio?
‐¿Esperas, pues, subir más alto, y de primer fogonero, llegar a ser maquinista?
‐Maquinista. ¡No! ¡No soy tan ambicioso! Sería menester haber estudiado. Ahora yo no
podría. Es tarde. Me contento con lo que soy. ‐Escucha Grip, insisto. Nosotros tenemos
necesidad de un dependiente con el que podamos contar en absoluto. ¿Por qué te niegas a
serlo tú?
‐No entiendo nada de vuestra contabilidad. ‐La aprenderás sin trabajo.
‐¡He visto funcionar tanto a misten O'Bobklin en la Ragged‐School! No, chico, no. ¡He sido
tan desgraciado en la tierra y soy tan feliz en el mar!... La tierra me da miedo. ¡Ah! Cuando
tú seas un comerciante en grande y poseas barcos, yo navegaré en ellos por cuenta de tu
casa. Te lo prometo.
‐Vamos, Grip, sé formal, y piensa que te encontrarás solo más tarde. Admitamos que un día
sientes deseos de casarte...
‐¡Casarme!... ¡Yo! ‐¡Sí! Tú.
321
Julio Verne
‐¡Este desmadejado de Grip tener mujer... e hijos!
‐Sin duda, como todo el mundo ‐respondió Bob con el tono de un hombre que posee una
gran experiencia de la vida.
‐¿Todo el mundo? ‐Ciertamente, Grip... y yo mismo. ‐¡Pero veis lo que dice este mocoso!... ‐
Tiene razón ‐dijo Hormiguita. ‐También tú... tú piensas...
‐Tal vez me llegará...
‐Bien. Éste no tiene trece años, y aquél no tiene nueve... y hablan de matrimonio...
‐No se trata de nosotros, Grip; se trata de ti, que tendrás bien pronto veinticinco años.
‐Reflexiona, chiquillo. ¡Casarme yo!... ¡Un fogonero... un hombre que está negro como un
negro de África, las dos terceras partes de su vida!
‐¡Ah! ¡Bien! Grip tiene miedo a que sus hijos sean negritos ‐exclamó Bob.
‐¡Posible sería eso! ‐respondió Grip‐. ¡Yo no sirvo para casarme más que con una negra... o
todo lo más con una piel roja... del fondo de los Estados Unidos!
‐Grip ‐dijo Hormiguita‐, haces mal en burlarte. Te hablamos en interés tuyo. Con la edad, te
arrepentirás de no haberme escuchado. ‐¿Qué quieres? Sé que eres razonable, y vivir
juntos sería una gran dicha... Pero mi oficio me alimenta... y no puedo hacerme a la idea de
abandonarlo.
‐En fin... cuando quieras, aquí habrá siempre un lugar para ti. Y mucho me asombrará que
no llegue un día en que te vea instalado ante un cómodo escritorio con la pluma en la oreja
e interesado en la casa.
‐Será preciso que cambie mucho.
‐Cambiarás, Grip. Todo el mundo cambia. Esto es lo sabio, cuando es para mejorar.
322
Aventuras de un niño irlandés
A despecho de estas instancias, Grip no se rindió. Lo cierto era que amaba su oficio, que los
armadores del Vulcan le demostraban sus simpatías, que el capitán le apreciaba y sus
compañeros le querían. Así, deseoso de no disgustar a Hormiguita, dijo:
‐¡A la vuelta... a la vuelta... veremos! A la vuelta decía lo mismo: ‐¡Veremos!... ¡Veremos!
Síguese de aquí que el Little Boy and Co. se vio obligado a tomar un dependiente para llevar
los libros. Mister O'Brien les procuró un antiguo contable, mister Balfour, del que él
respondía, y que conocía el asunto a fondo... ¡Pero no era Grip!
Terminose el año en excelentes condiciones, y hecho el inventario por Balfour, dio, tanto en
mercancías como en dinero, colocado en el Banco de Irlanda, el soberbio total de mil libras.
En aquella época ‐enero de 1885‐ Hormiguita acababa de entrar en los catorce años y Bob
tenía nueve y medio.
Robustos, vigorosos para su edad, no se resentían de las miserias de otro tiempo. Por sus
venas corría la sangre generosa, la sangre gálica, como el Shannon, el Lee o el Liffey corren
a través de Irlanda para darle vida.
El bazar estaba en plena prosperidad. Manifiestamente, Hormiguita marchaba hacia la
fortuna. Sus negocios no eran de naturaleza para arrojarle a especulaciones de azar.
Además, le hubiera contenido su natural prudencia.
La suerte de los MacCarthy no cesaba de inquietarle. Por consejos de mister O'Brien había
escrito a Australia, a Melbourne. Después de la respuesta del agente de emigración, se
habían perdido las huellas de la familia, caso muy frecuente en aquel inmenso país, cuyas
regiones centrales eran casi desconocidas en aquella época. Sin capital, era probable que
Martin y sus hijos no hubiesen encontrado trabajo más que en las lejanas granjas donde se
efectúa la cría de los carneros en grande. ¿En qué provincia, en qué distrito de aquel vasto
continente se encontraban? Tampoco de
323
Julio Verne
Pat se sabía nada. Desde que había abandonado la casa Marcuard, no era difícil que se
hubiese reunido con su familia en Australia.
Claro es que de todos los que en otra época había conocido, los MacCarthy y Sissy, su
compañera en casa de la Hard, eran los únicos que ocupaban el recuerdo de Hormiguita. La
horrible dueña de la cabaña de Rindock; el feroz Thornpipe; la augusta familia de los
Piborne, le tenían sin cuidado.
En cuanto a miss Anna Waston, se asombraba de no haberla visto aún aparecer en ninguno
de los teatros de Dublín. ¿Hubiera ido a visitarla? Tal vez sí, tal vez no. Después de todo, no
hubiera tenido que dudar, pues la célebre actriz después de la desdichada escena de
Limerick se había decidido a abandonar Irlanda y hasta Gran Bretaña, para ir a trabajar al
extranjero.
‐Y Carker, ¿le han ahorcado?
Tal era la invariable pregunta que Grip hacía al regresar el Vulcan, cuando ponía el pie en la
tienda. Invariablemente se le respondía que nada se habla oído de Carker. Grip hojeaba
entonces los periódicos atrasados, sin encontrar nada que se relacionase con el famoso
pillo de la Ragged‐School.
‐¡Esperemos! ‐decía‐. Es preciso tener paciencia.
‐¿Pero no ha podido Carker llegar a ser un mozo estimable? ‐le preguntó un día mister
O'Brien.
‐¡Él! ‐exclamó Grip!...‐ ¡Él!... Pero entonces le disgustaría a uno ser honrado.
Y Kat, que conocía la historia de los andrajosos de Galway, participaba de la opinión de
Grip. La buena mujer y el fogonero se entendían bien, excepto en un punto: en que Kat se
esforzaba para que Grip abandonase su oficio, y Grip rehusaba obstinadamente
complacerla. De aquí discusiones bastantes para hacer temblar los vidrios de la cocina.
A final del año la cosa no había avanzado un paso, y el fogonero había vuelto a partir en el
Vulcan, cuyos fuegos encendía nada más con mirar, a creer lo que decía.
324
Aventuras de un niño irlandés
El 25 de noviembre se estaba ya en pleno invierno. Caían gruesos copos de nieve que la
brisa arrastraba en torbellinos a ras del suelo como plumas de pichón. Uno de esos días
glaciales en que la mayor felicidad consiste en encerrarse en casa.
Hormiguita, sin embargo no se quedó en el bazar. Por la mañana había recibido una carta
de uno de sus abastecedores de Belfast.
Una dificultad relativa a una factura podía ocasionar un pleito, y conviene evitarlos en lo
posible, hasta ante los jueces del Reino Unido. Ésta era al menos la opinión de mister
O'Brien, que conocía el asunto, y aconsejó vivamente al joven que partiera para Belfast, a
fin de terminar aquel negocio en las mejores condiciones.
Reconoció Hormiguita lo acertado del consejo y resolvió seguirle sin retardarse un día. Sólo
se trataba de un viaje en ferrocarril de un centenar de millas. Aprovechando el tren de las
nueve, llegaría por la mañana a la capital del condado de Antrim. La tarde bastaría para
ponerse de acuerdo con su corresponsal, y tomando el tren de la tarde estaría de regreso
antes de medianoche.
Bob y Kat quedaban al cuidado de Little Boy, y su amo, después de haberles abrazado, fue a
tomar en la estación cerca de la Aduana un billete para Belfast.
Con un tiempo semejante, un viajero no puede interesarse en los detalles del camino. Y
además, el tren marchaba a gran velocidad, tan pronto siguiendo el litoral como subiendo
hacia el interior; al salir del condado de Dublín, atravesó el condado de Meath,
deteniéndose algunos minutos en Drogheda, puerto bastante importante del que nada vio
Hormiguita, como tampoco vio a una milla más allá el famoso campo de la batalla del
Boyne, en el que cayó definitivamente la dinastía de los Estuardos. En el condado de Louth,
el tren se detuvo en Dundalk, una de las más antiguas ciudades de la Isla Verde, lugar de la
coronación del célebre Robert Bruce. Y entró entonces en el territorio de las provincias del
Ulster; esta provincia, de la que el condado de Donegal traía a la memoria del joven viajero
el recuerdo de sus primeras miserias. En fin, des
325
Julio Verne
pués de haber pasado los condados de Armagh y de Down, el tren cruzó la frontera de
Antrim.
Antrim, terreno volcánico, salvaje, país de las cavernas, tiene a Belfast por capital. Ésta es la
segunda ciudad de Irlanda por su comercio y su flota mercante, y por su población, que
pronto llegará a la cifra de doscientos mil habitantes; por su agricultura, casi enteramente
consagrada al cultivo del lino; por su industria, que ocupa a sesenta mil obreros, repartidos
en ciento sesenta fábricas de hilo; por sus gustos literarios, en fin, de los que el Queen's‐
College atestigua el alto valor. ¿Y se creerá? Esta ciudad pertenece todavía a uno de los
descendientes de un favorito de Jacobo I. Preciso es ir a Irlanda para encontrar semejantes
anomalías sociales.
Belfast está situada en la desembocadura del río Lagan, que prolonga un canal a través de
interminables bancos de arena. Se comprenderá que en un centro industrial, donde las
pasiones políticas se alimentan al contacto, o mejor dicho, al choque de los intereses
personales, exista una lucha encarnizada entre protestantes y católicos.
Los unos al grito de Orange, los otros, con una cinta amarilla por distintivo, se entregan a
sus tradicionales atropellos, sobre todo el 7 de julio, aniversario de la famosa batalla del
Boyne.
Aunque aquel día no fuese el 7 de julio, y el termómetro marcase cuatro grados bajo cero,
la ciudad estaba en plena efervescencia. Cierta agitación parnellista amenazaba poner
presos a los partidarios de Land League y los del landlordismo. Había sido preciso guardar el
sitio de la Sociedad para el desarrollo del cultivo del lino, al que se unían estrechamente la
mayor parte de las fábricas de la ciudad.
Sin embargo, Hormiguita, que había ido para un negocio que nada tenía de político, se
ocupó en primer lugar de su abastecedor, y tuvo la suerte de encontrarle en su casa.
Este comerciante quedó algo sorprendido a la vista del joven que se presentaba en su
escritorio, y no menos de la inteligencia que demostró discutiendo sus intereses. En fin,
todo se arregló a gusto de ambas partes.
326
Aventuras de un niño irlandés
Dos horas bastaron para arreglarlo, y Hormiguita, que quería comer antes de volver a tomar
el tren de la tarde, se dirigió hacia una fonda del barrio de la estación.
Si no tenía por qué disgustarse de este viaje, puesto que con él se había evitado un pleito,
su visita a Belfast le reservaba otra sorpresa.
La noche se acercaba. No nevaba. Merced a la brisa que venía del río Lagan, el frío era
excesivamente intenso.
Pasando por delante de una de las más importantes fábricas de la ciudad, Hormiguita fue
detenido por una multitud compacta que ocupaba la calle. Era día de paga, y había gran
cantidad de obreros y de obreras. Una disminución de salarios anunciada para la semana
siguiente acababa de poner el colmo a su irritación.
Preciso es saber que la industria del lino, cultivo e hilado, fue en otra época importada en
Irlanda, y principalmente en Belfast, por los protestantes emigrados, después de la
revocación del edicto de Nantes. Estas familias han conservado considerables intereses en
varios de estos establecimientos. Aquella fábrica pertenecía precisamente a la Compañía
anglicana. Como el mayor número de los obreros era católico, se explicará que éstos
hiciesen valer sus reclamaciones con una terrible violencia. Muy pronto a los gritos
sucedieron las amenazas; las puertas y las ventanas de la fábrica fueron apedreadas. En
aquel momento, varias brigadas de policías invadieron la calle a fin de sofocar el tumulto, y
detener a los que lo provocaban.
Hormiguita, temiendo perder el tren, buscó el medio de marchar, pero no le fue posible.
Expuesto a ser aplastado por la carga de los agentes, se metió en el hueco de una puerta en
el momento en que cinco o seis obreros, brutalmente golpeados, caían a lo largo de los
muros.
Cerca de él yacía una joven ‐una de esas pobres jóvenes empleadas en una fábrica‐, pálida,
delgada, enfermiza, y que aunque tenía dieciocho años de edad, apenas demostraba tener
doce.
En el momento en que Hormiguita, abandonando el hueco de la puerta donde se había
guarecido, se disponía a dirigirse a la estación, la joven aca
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Julio Uerne
baba de ser derribada, y gritó: ‐¡A mí! ¡A mí!
Aquella voz... ¡A Hormiguita le parecía reconocerla! Le llegaba como un recuerdo lejano. No
podía decir de dónde... Su corazón palpitaba... Y cuando la multitud, calmada en parte,
hubo dejado la calle un poco libre, él se aproximó a la pobre joven. Estaba inanimada.
Levantole la cabeza, y la inclinó de manera que los rayos de un farol de gas iluminasen su
cara.
‐Sissy... Sissy ‐murmuró. Era Sissy. Ella no podía oírle.
Entonces, sin reflexionar sobre sus actos, disponiendo de aquella desdichada como si le
perteneciese, como un hermano hubiera hecho con su hermana, la levantó, la arrastró
hacia la estación, inconsciente de lo que le ocurría.
Y cuando el tren partió, Sissy estaba acostada en los cojines de un departamento de
primera clase, sin haber recobrado el conocimiento, y arrodillado ante ella, Hormiguita la
llamaba... la llamaba... oprimiéndola en sus brazos.
Y bien; ¿no tenía el derecho de llevarse a Sissy, su compañera de miserias? ¿Quién podría
reclamarla sino el niño al que tan a menudo había defendido contra los malos tratos en la
abominable choza de la Hard?
328
XXIX
CAMBIO DE COLOR Y DE ESTADO
¿El 16 de noviembre de 1885 había en Irlanda ‐¿qué decimos? ‐ en todas las islas Británicas,
en toda Europa, en el Universo entero, un lugar cualquiera, que contuviese mayor dicha
que el bazar de «Los pequeños bolsillos» bajo la razón social Little Boy and Co? Nos
negamos a creerlo, a no ser que este sitio estuviese en el mejor rincón del Paraíso.
Sissy ocupaba la mejor habitación de la casa. Acababa de reconocer en el dueño al niño que
se había escapado por un agujero fuera de la choza de la Hard, ahora un joven vigoroso.
En la época en que se habían separado contaba Sissy siete años escasos; ahora tenía
dieciocho. Pero fatigada por el trabajo, herida por las privaciones, ¿llegaría a ser lo que era
a no haber vivido en medio de la debilitante atmósfera de las fábricas?
Hacía once años que no se habían visto; y sin embargo, Hormiguita había reconocido a Sissy
sólo por la voz, con más seguridad que la hubiera reconocido por el rostro. Por su parte,
Sissy encontraba en su corazón todos los recuerdos del niño.
Hablaban de esto cogidos de las manos, mirando este pasado como un espejo de sus
miserias.
Kat, junto a ellos, no podía ocultar su ternura. En cuanto a Bob, expresaba su alegría con
fuertes interjecciones a las que Birk respondía con guau... guau, no menos extraordinarios.
Y sin duda el dependiente mister
329
Julio Verne
Balfour hubiera participado de la general emoción a no estar en su escritorio, entregado a
las cuentas de la casa Little Boy and Co. Todos habían oído hablar tan a menudo de Sissy ‐
tanto como de la familia MacCarthy‐, que no tenían necesidad de empezar las
explicaciones. Para ellos era una hermana mayor de Hormiguita que volvía al hogar, y
parecía que no le hubiese abandonado más que desde la víspera.
Grip era el único que faltaba en esta escena, y se puede afirmar que, a pesar de no haberla
visto nunca, hubiera reconocido a la joven al primer golpe de vista. Por lo demás, el Vulcan
no tardaría en ser señalado en el canal de San Jorge. La familia estaría entonces completa.
Se adivina lo que había sido la vida de la joven: la de todos esos pobres niños de Irlanda.
Seis meses después de la huida de Hormiguita, habiendo muerto la Hard de una borrachera,
fue preciso volver a llevar a Sissy a la casa de caridad de Donegal, donde permaneció dos
años aún. Pero allí no se la podía tener indefinidamente. ¡Había tantos desdichados que
esperaban! Tenía entonces nueve años, y a esta edad preciosa se bastaría a sí misma. Si no
podía entrar a servir con un salario que frecuentemente se reduce al alojamiento y comida,
¿no hay trabajo en las fábricas? Enviose, pues, a Sissy a Belfast, donde la fabricación del hilo
ocupa a millares de obreros. Allí vivió de algunos peniques ganados al día, en medio del
polvillo malsano del lino, golpeada, sin tener a nadie que la defendiera; pero siempre
buena, dulce, servicial, y hecha a las brutalidades de la existencia.
Sissy no veía modo de mejorar su estado. Era aquello un abismo en el que se hundía. ¡Y en
el momento en que dudaba que nadie pudiera sacarla de él, una mano venía a cogerla, la
mano del niño que le debía las primeras caricias, ahora dueño de una casa de comercio! ¡Sí,
él la había sacado de aquel infierno de Belfast, y se encontraba en su casa... en la que iba a
ser la señora... sí, la señora... él se lo repetía... no una criada!
¿Ella una criada? ¿Es que ni Kat ni Bob ni Hormiguita lo hubieran permitido?
‐¿Quieres, pues, que me quede aquí? ‐dijo Sissy. ‐¡Sí, lo quiero!
330
Aventuras de un niño irlandés
‐Pero por lo menos trabajaré para no ser una carga para ti. ‐Sí, Sissy.
‐¿Y qué haré? ‐Nada.
Y no decía más. Lo cierto fue que ocho días después ‐y por su formal voluntad‐ Sissy estaba
instalada tras el mostrador, después de haber sido puesta al corriente de las ventas. Y fue
un atractivo más para la clientela, aquella graciosa joven que revivía ya por su nueva
existencia, y dotada de tan simpática fisonomía como convenía a la dueña de Little Boy and
Co.
Uno de los más ardientes deseos de Sissy era ver aparecer en el umbral de la puerta al
primer fogonero del Vulcan. Conocía la conducta de Grip en los años pasados en la Ragged‐
School. Sabía que había ejercido las funciones de protector con el niño escapado a las
brutalidades de la Hard. Cuanto ella había hecho por defender a Hormiguita contra esta
horrible mujer, Grip lo había hecho para defenderle de Carker y su banda. Además, sin la
abnegación de aquel valiente mozo, el pobre niño hubiera perecido en el incendio de la
escuela. Grip podía, pues, contar con una buena acogida cuando regresase. Pero las
necesidades comerciales prolongaron el viaje, y el año 1886 terminó sin que el Vulcan
hubiese tocado los parajes del mar de Irlanda.
Por lo demás, la fortuna seguía. El inventario de 31 de diciembre dio resultados superiores a
los precedentes. El haber de la casa era de más de dos mil libras, lo que fue reconocido
como exacto por mister O'Brien. El honrado comerciante felicitó al joven dueño,
recomendándole que procediese siempre con extrema prudencia.
‐Con frecuencia, es más difícil conservar que adquirir ‐dijo devolviéndole el inventario.
‐Tiene razón ‐respondió Hormiguita‐; y crea que no me dejaré arrastrar. Lamento, no
obstante, que el dinero depositado en el Banco de Irlanda no tenga un empleo más
lucrativo. Es dinero que duerme, y cuando se duerme no se trabaja.
331
Julio Uerne
‐No, se reposa, y el reposo es tan preciso al dinero como al hombre. ‐Sin embargo, mister
O'Brien, si se presentase alguna ocasión... ‐No bastaría que fuese buena; preciso sería que
fuera excelente. ‐Conformes; y en ese caso, estoy seguro que usted sería el primero en
aconsejarme...
‐¿Aprovecharla? Ciertamente; a condición que entrara en el género de tus negocios.
‐Así es como yo lo entiendo, mister O'Brien, y jamás se me ocurrió la idea de arriesgarme en
operaciones de las que nada entiendo. Pero obrando con prudencia, se puede buscar el
modo de extender el comercio.
‐Y en tales condiciones yo lo aprobaría. Y si tengo noticias de algún negocio de toda
seguridad... Sí... Tal vez... En fin, veremos.
Y en su prudencia, el antiguo comerciante no quiso decir más.
El 23 de febrero fue una fecha que merecía ser marcada con una cruz de lápiz rojo en el
calendario del bazar «Los pequeños bolsillos». Aquel día Bob estaba subido en lo alto de
una escalera, en el fondo de la tienda, cuando se oyó interpelar de esta suerte.
‐¡Eh! Plumas de papagayo.
‐¡Grip! ‐exclamó Bob dejándose caer a lo largo de la escalera. ‐Yo mismo, And Co.
¿Hormiguita está bien? ¿Kat está bien? ¿Mister O'Brien, está bien? Me parece que no
olvido a nadie.
‐¿A nadie? ¿Y yo?
¿Quién acababa de pronunciar estas palabras? Una joven radiante de alegría que avanzó
hacia Grip y le dio con desembarazo un beso en cada mejilla.
‐¿Cómo? ‐exclamó Grip desconcertado‐. Señorita... Yo no la conozco. ¿Se besa aquí a la
gente sin conocerla?
‐Entonces voy a comenzar de nuevo, hasta que nos conozcamos... ‐¡Pero si es Sissy, Grip!...
¡Sissy.. Sissy! ‐repitió Bob estallando de risa.
Hormiguita y Kat acababan de entrar. Aquel diablo de Grip, muy malo decididamente, no
quiso comprender la explicación que se le dio, hasta no
332
Aventuras de un niño irlandés
El primer fogonero estaba en su puesto. 333
Julio Verne
devolverle los besos a la señorita. ¡Por San Patricio! ¡Qué encantadora y franca le pareció
Sissy! Y como había traído de América un lindo neceser de viaje para hombre, con tirantes,
navajas de afeitar y brocha para cuando a Hormiguita le hiciera falta, sostuvo que lo había
comprado para ofrecérselo a Sissy, pues tenía el presentimiento de que la encontraría en el
bazar de Little Boy, y Sissy se vio obligada a aceptar el regalo, por lo que el verdadero
destinatario no se mostró ofendido.
¡Qué buenos días se pasaron en la tienda de Belfort‐Street! Cuando su obligación no le
retenía a bordo, Grip no desamarraba de allí, siguiendo una de sus expresiones.
Indudablemente, él tenía en «Los pequeños bol sillos» una atracción cuya influencia se
dejaba sentir hasta en los docks, y que le retenía cerca de Sissy después de haberle atraído.
¿Qué queréis? Es difícil resistir a esas leyes de la naturaleza. Hormiguita no había dejado de
notarlo.
‐¿No es verdad que mi hermana mayor es gentil? ‐le dijo un día a Grip.
‐¡Tu hermana mayor, chiquillo! Yo no sé lo que es... No sé expresarme... Si supiera...
Se expresaba muy bien, por el contrario, al menos según pensaba Kat, y no habían
transcurrido tres semanas desde el regreso de Grip, cuando ella dijo a Hormiguita:
‐Nuestro Grip está como los animales que mudan. De negro que era está en camino de
recobrar su color natural... el blanco, y no creo que permanezca mucho tiempo a bordo del
Vulcan.
Ésta era también la opinión que tenía mister O'Brien.
Sin embargo, el 15 de marzo, cuando el Vulcan se disponía a marchar a América, el primer
fogonero, al que todos habían acompañado hasta el puerto, estaba en su sitio. ¿Pretendía
que el Vulcan no pudiera pasarse sin él?
Cuando volvió el 13 de mayo, después de siete semanas de ausencia, se había acentuado su
cambio de color. Hízosele una excelente acogida. Hormiguita, Kat y Bob le estrecharon
entre sus brazos. Pero las demostra
334
Aventuras de un niño irlandés
ciones de él no fueron tantas, y se contentó con dar un solo beso en la mejilla derecha de
Sissy, que sólo uno había depositado en su mejilla izquierda.
¿Qué significaba aquella reserva? Grip estaba más grave, Sissy más seria, cuando se
encontraban frente a frente. Esto ponía cierta falta de espontaneidad en sus reuniones de
la noche. Y a la hora en que Grip se retiraba para regresar a bordo, cuando Hormiguita le
decía:
‐¿Hasta mañana, Grip? A menudo respondía éste: ‐No... mañana hay mucho trabajo... Me
será imposible.
Y al día siguiente el bueno de Grip volvía exactamente como la víspera, y hasta una hora
más pronto, y ‐fenómeno extraodinario‐ su piel blanqueaba de día en día.
Se pensará, sin duda, que Grip se encontraba en un estado psicológico conveniente para
aceptar las proposiciones relativas al abandono de su oficio de fogonero, y a entrar como
socio en la casa Little Boy and Co. Ésta era la opinión de Hormiguita, pero guardose de
hablar de ello a Grip. Mejor era dejarle venir.
Algo de esto sucedió en los comienzos del mes de junio.
‐¿Qué tal los negocios? ¿Siempre bien? ‐había preguntado Grip. ‐Tú puedes juzgarlo.
‐Sí, hay gente.
‐Mucha, y sobre todo, desde que Sissy está en el mostrador.
‐No me extraña; no comprendo que en todo Dublín y hasta en toda Irlanda, se quiera
comprar cualquier cosa que no sea vendida por ella. ‐El hecho es que sería difícil ser servido
por una joven más amable. ‐Y más... y más... ‐respondió Grip, sin encontrar un calificativo
digno de Sissy.
‐E inteligente.
‐¿De modo que el negocio marcha? ‐Ya te lo he dicho.
‐¿Y mister Balfour?
335
Julio Verne
‐Mister Balfour, perfectamente.
‐No es de su salud de lo que hablo ‐respondió Grip con viveza‐. ¿Qué me importa de ella?
‐Pues nos es muy útil. Un excelente tenedor de libros. ‐¿Y entiende su trabajo?
‐Perfectamente.
‐¡A mí se me antoja algo viejo! ‐No, no lo parece.
‐¡Hum!
Y este hum, parecía indicar que mister Balfour no tardaría en llegar a los límites de la
extrema vejez.
La conversación no pasó más adelante. Cuando Hormiguita se lo refirió a Kat y a mister
O'Brien, ambos sonrieron.
Hasta el pequeño Bob preguntó a Grip, cinco o seis días después. ‐¿No va el Vulcan a partir
pronto?
‐¡De ello se habla! ‐respondió Grip, cuya frente se cubrió de nubes, como la mar por una
brisa suroeste.
‐Y entonces ‐replicó And Co‐, ¿vas a encender la caldera nada más que mirándola?
El hecho es que los ojos del fogonero resplandecían. Pero esto obedecía sin duda a que
Sissy atravesaba la tienda, graciosa y sonriente, parándose alguna vez para decir:
‐Grip, ¿quiere usted cogerme esa caja de chocolate? Yo no llego. Y Grip cogía la caja.
0 bien:
‐¿Quiere usted bajarme ese pilón de azúcar? Yo no tengo fuerzas. Y Grip lo bajaba.
‐¿Y será muy largo tu viaje? ‐preguntó Bob, que con un aire malicioso parecía burlarse de su
amigo Grip.
‐Muy largo, según pienso ‐respondió el otro sacudiendo la cabeza‐. Por lo menos cuatro o
cinco semanas.
‐¡Bah! ¡Cinco semanas pasan pronto! Creí que ibas a decir cinco meses.
336
Aventuras de un niño irlandés
‐¿Cinco meses? ¿Por qué no cinco años? ‐exclamó Grip, agitado como un pobre diablo
condenado a cinco años de prisión‐. ¿Entonces eres feliz, Grip?
‐¿Quieres que lo sea? Sí. Yo soy... ‐Tú eres un animal.
Y Bob se alejó haciendo un gesto significativo.
La verdad es que Grip no vivía, pues no es vivir pasar el tiempo dándose de cabezadas por
su partida, puesto que no se decidía a quedarse. Así llegó el 22 de junio.
Durante esta nueva ausencia de Grip, la casa Little Boy realizó cierto negocio, aprobado por
mister O'Brien, que debía reportar grandes beneficios; se trataba de un juguete que un
inventor acababa de fabricar y del que Hormiguita adquirió la exclusiva. Este juguete tuvo
tanto más furor, por ser la casa Little Boy and Co., es decir nuestros dos jóvenes, los que
habían monopolizado la venta.
En el momento de partir para los baños de mar, todos los niños quisieron tener este regalo,
que era bastante costoso, y Bob no se bastaba a las impaciencias de su clientela. Sissy tuvo
que venir en su ayuda y la venta no fue peor por ello. Como todo esto eran ingresos en la
caja, el cajero no mostró disgusto. El capital se acrecentó en algunos centenares de guineas.
Probablemente, si el negocio seguía añadiendo los beneficios ordinarios de Pascua, el
inventario de fin de año arrojaría tres mil libras.
Así pues, el joven dueño de «Los pequeños bolsillos» podría dar una linda dote a la dueña
de Little Boy and Co. si algún día experimentaba deseos de casarse. Y ¿por qué no confesar
que Grip, un buen muchacho, que haría un excelente marido, le agradaba, aunque nada
hubiera querido decir de esto? Verdad es que en la casa lo sabían todos. Pero era preciso
que Grip se decidiera. ¿Se podrían pasar sin él en la marina mercante? ¿Funcionarían los
aparatos si él no estaba en su puesto? ¿No se había reído a mandíbula batiente cuando
Hormiguita le había dicho que tal vez le viniera el deseo de casarse?
337
Julio Verne
De aquí resultó que al regreso del Vulcan, el 29 de julio, el fogonero estuvo más disgustado,
más triste, más sombrío; en fin, más infeliz que antes. Su navío debía volver a hacerse a la
mar el 15 de septiembre. ¿Partiría Grip también en aquella ocasión? Era probable, puesto
que Hormiguita ‐¿podía suponerse tan malévola intención?‐ estaba firmemente resuelto a
no apresurar un desenlace, inevitable por otra parte, hasta que Grip no hubiera hecho una
demanda oficial. Después de todo, tratábase de su hermana mayor, que dependía de él, y
tenía el deber de asegurar su dicha. La primera condición que había de imponer, sine qua
non, era que Grip abandonase su oficio de marino y consintiera en entrar en la casa como
socio. Si no, no.
Esta vez Grip fue puesto entre la espada y la pared. Un día que daba vueltas en torno de
Kat, ésta le dijo:
‐¿No ha notado que Sissy está cada vez más encantadora?
‐No ‐respondió Grip‐. No lo he notado... ¿y por qué ? Yo no me fijo...
‐¡Ah! No se fija. Pues abra los ojos y verá qué linda hija tenemos. ¿Sabe que va a cumplir
diecinueve años?
‐¿Ya? ‐respondió Grip que conocía la edad de Sissy‐. Debe equivocarse, Kat.
‐No me equivoco. Diecinueve años... Pronto será preciso casarla... Hormiguita le buscará un
buen mozo, de veintiséis a veintisiete años... ¡Calle! Como usted... Queremos que sea un
hombre en quien se pueda te ner toda confianza... y no de la marina, no. Los que viajan que
no se presenten. ¡Marinos no! Además, como Sissy tendrá una buena dote... ‐No tiene
necesidad de eso ‐dijo Grip.
‐Es verdad... una muchacha tan buena. Así pues, nuestro amo no tardará en encontrarle un
pretendiente.
‐¿Y hay ya alguno? ‐Creo que sí.
‐¿Que viene al bazar con frecuencia? ‐Con bastante.
338
Aventuras de un niño irlandés
‐¿Le conozco?
‐No... parece que no le conoce ‐respondió Kat mirando a Grip, que bajaba los ojos.
‐¿Y es del agrado de la señorita Sissy? ‐preguntó con la voz alterada.
‐¡Qué se yo! Con individuos que no se deciden a hablar... ‐¡Dios mío! ¡Es que hay gente
bestia! ‐dijo Grip. ‐¡Ésa es mi opinión! ‐respondió Kat.
Y esta respuesta, directamente dirigida al fogonero, no impidió a éste volver a partir el 15
de septiembre, ocho días después. En fin, cuando volvió el 29 de octubre comprendiose que
había tomado una gran resolución, solamente que se guardó de formularla.
Tenía tiempo. El Vulcan iba a permanecer lo menos dos meses en puerto. Había que hacer
importantes reparaciones, modificar la máquina, cambiar las calderas...
Dos meses era más de lo necesario, sobre todo cuando no hay más que pronunciar una
palabra.
‐¿La señorita Sissy no se ha casado? ‐había preguntado a Kat al entrar.
‐Todavía no, pero no tardará ‐había respondido la buena mujer. Claro es que desde el
momento en que el Vulcan había sido desarmado, el fogonero nada tenía que hacer a
bordo. No es de extrañar, pues, que estuviese a menudo, casi siempre, en el bazar de Little
Boy. A menos de vivir allí, no podía estar más. Durante este tiempo, las cosas no
adelantaron un paso.
En el término indicado habían concluido las reparaciones del Vulcan. Se fijó la partida para
una semana después. Y el tonto de Grip no había abierto aún la boca, al menos para decir lo
que de él se esperaba.
En la primera semana de diciembre se produjo un incidente inesperado.
Una clarta dirigida desde Australia a mister O'Brien, en contestación a la última que éste
había escrito, contenía esta noticia:
339
Julio Verne
Mister y mistress Martin MacCarthy, Murdock, su esposa y su hija, Sim y Pat, que se habían
reunido a ellos, acababan de abandonar Melbourne para volver a Irlanda. La fortuna no les
había sonreído, y regresaban al país tan miserables como en la época en que lo habían
abandonado. Embarcados en un navío de emigrantes, un barco de vela, el Queesland, cuya
travesía sería indudablemente larga y penosa, no llegaría a Queenstown antes de tres
meses.
¡Qué disgusto sintió Hormiguita al recibir estas noticias! ¡Los MacCarthy, siempre
desdichados, sin trabajo, sin recursos! Pero, en fin, iba a volver a ver a su familia adoptiva.
Él iría en su ayuda. ¡Ah! ¿Por qué no era diez veces más rico, para hacer la situación diez
veces más bella?
Después de haber suplicado a mister O'Brien que le confiase aquella carta, la guardó en su
cajón, y ‐cosa singular‐ a partir de aquel día no hizo más alusión al asunto. Parecía que
desde la llegada de la mencionada carta evitaba hablar de los antiguos labradores de
Kerwan.
Esta noticia ejerció influjo sobre Grip. ¿Quién lo hubiera esperado? ¡Oh, corazón humano,
eres siempre el mismo! Aquellos MacCarthy de vuelta, aquellos dos hermanos, Pat y Sim,
que debían ser dos soberbios mozos, y a los que tanto quería Hormiguita, casi sus
hermanos, ¿quién sabe si éste no querría dar al uno o al otro aquella que también era casi
su hermana?
Grip llegó a estar celoso, terriblemente celoso, y un cierto 9 de diciembre estaba resuelto a
terminar cuando por la mañana Hormiguita, llamándole aparte, le dijo:
‐Ven a mi despacho... Grip. Tengo que hablarte.
Grip, pálido ‐¿tenía el presentimiento de alguna grave eventualidad?‐, siguió a Hormiguita.
Cuando estuvieron solos, sentados frente a frente, el dueño de «Los pequeños bolsillos»
dijo a Grip secamente:
‐Voy probablemente a emprender un negocio de bastante importancia, y tendré necesidad
de tu dinero.
‐¿De cuánto tienes necesidad?
340
Aventuras de un niño irlandés
‐De todo cuanto tienes depositado en la Caja de Ahorros. ‐Toma lo que te haga falta.
‐Ahí tienes la libreta. Firma a fin de que desde hoy pueda disponer de ese dinero.
Grip firmó.
‐En cuanto a los intereses, no te hablaré de ellos... ‐Esto no vale la pena.
‐Porque desde este día formas parte de la casa Little Boy and Co. ‐¿En qué calidad?
‐En calidad de socio. ‐Pero... ¿mi barco?... ‐Pides licencia... ‐¿Mi... oficio?
‐Lo abandonas. ‐¿Por qué? ‐¡Porque te vas a casar con Sissy!...
‐¡Yo... voy a casarme con la señorita Sissy! ‐repitió Grip, que parecía no comprender.
‐Sí... ella lo quiere. ‐¡Ah!... ¿Es ella quien?... ‐Sí... ¡como también tú lo quieres! ‐¿Yo?... ¿Yo
lo quiero?
Grip no sabía lo que respondía, ni entendía palabra de lo que Hormiguita le afirmaba. Tomó
su sombrero, se lo puso, se lo quitó, lo dejó sobre una silla, y se sentó encima sin notarlo.
‐Vamos ‐le dijo Hormiguita‐. Tendrás que comprar otro para la boda.
Seguramente compraría otro; pero lo que jamás supo fue cómo se había decidido su
casamiento. Durante unos veinte días nadie le sacó de su aturdimiento, ni aun Sissy... ¡Bah!
Aquello pasaría... después de la ceremonia.
Lo cierto es que la víspera de Navidad, una hermosa mañana, Grip se puso un traje negro,
como si fuese a un duelo; Sissy uno blanco, como para
341
Julio Verne
un baile. mister O'Brien, Hormiguita, Bob y Kat sus trajes de los días de fiesta. Después dos
coches vinieron a buscarles a todos a la puerta de la tienda, para conducirles a la capilla
católica de Bedfort‐Street. Y cuando, una media hora más tarde, Grip y Sissy salieron de la
capilla estaban casados.
Nada cambió, cuando la alegre reunión volvió al bazar.
Continuó la venta; pues no era en la víspera de Navidad cuando había de cerrarse a su
numerosa clientela un bazar tan bien reputado.
342
XXX
LA MAR DE TRES LADOS
El 15 de marzo, unos tres meses después del matrimonio de Grip y Sissy, el schooner Doris
salía del puerto de Londonderry, y se hacía a la mar con una buena brisa del noreste.
Londonderry es la capital del condado de este nombre que confina con Donegal en la parte
septentrional de Irlanda. Los habitantes de Londres dicen Londonderry, porque este
condado pertenece casi entero a las corporaciones de la capital de las islas Británicas, como
consecuencia de las confiscaciones antiguas, y porque fue el dinero de Londres el que
levantó la ciudad de sus ruinas. Pero Paddy, a falta de poder protestar, la llama
sencillamente Derry.
La capital del condado es una importante ciudad, situada cerca de la ribera izquierda y de la
desembocadura del Foyle. Sus calles son largas, limpias, sin gran animación, aunque la
población comprende quince mil habitantes. Se ven paseos, una catedral episcopal en la
punta de la colina urbana, y algunos vestigios apenas conocidos de la abadía de San
Columbano y del Tempal More, magnífico edificio del siglo x11.
El movimiento del puerto, que es considerable, comprende la exportación de gran cantidad
de mercancías, pizarras, cervezas, ganado y, preciso es decirlo, muchos emigrantes.
¡Cuántos de esos desgraciados irlandeses cogidos por la miseria que vuelven al país natal!
343
Julio Verne
No hay por qué asombrarse de que un schooner, o sea una goleta, haya abandonado el
puerto de Londonderry, puesto que centenares de navíos suben y bajan diariamente por la
bahía de Lough‐Foyle. ¿Por qué había de llamar la atención la partida de la Doris, en medio
de un vaivén marítimo que se cifra anualmente en seiscientas mil barricas?
Esta observación es justa. Pero esta goleta merece fijar nuestra especial atención, pues
lleva a César y su fortuna. César, es decir, Hormiguita; su fortuna, es decir, el cargamento
que conduce a Dublín.
¿Por qué motivo el joven dueño de Little Boy and Co., se encuentra a bordo de la Doris?
He aquí lo que había sucedido.
Después de la boda de Sissy y Grip, «Los pequeños bolsillos» habían estado muy ocupados
con los negocios del Año Nuevo, inventario de fin de año, afluencia de la clientela, cada vez
más considerable, establecimiento de nuevos anaqueles en el bazar, etc. Grip se había
puesto al trabajo con actividad, aún no vuelto del asombro que su matrimonio le había
producido. Ser el marido de Sissy le parecía un sueño.
‐Te aseguro que estás casado ‐le repetía Bob.
‐Sí ... Me parece que sí... y sin embargo... algunas veces no puedo creerlo...
El año 1887 comenzó, pues, en excelentes condiciones. Hormiguita no hubiera deseado
más que continuase aquel estado de cosas, sin la grave preocupación que no le
abandonaba: asegurar la suerte de los MacCarthy cuando aquellas pobres gentes pusieran
el pie en Irlanda.
¿Se habían recibido noticias del Queensland, en el que la familia se había embarcado en
Melbourne? No; y durante los dos primeros meses del año, la asidua lectura de las
correspondencias marítimas nada había di cho, pero el 14 de marzo se pudieron leer estas
líneas en la Shipping Gazette: «El steamer Burnside ha encontrado al barco de vela
Queensland el 3 del corriente a través de la Asunción».
Los barcos de vela que vienen de los mares del sur no pueden abreviar su camino
franqueando el canal de Suez, pues es difícil, sin el impulso de
344
Aventuras de un niño irlandés
una máquina, subir el mar Rojo. Síguese de aquí que, para la travesía de Australia a Europa,
el Queensland había debido seguir el camino del cabo de Buena Esperanza, y que en
aquella época se encontraba aún en pleno océano Atlántico. Si el viento no le era favorable,
emplearía quince días o tres semanas en tocar en Queenstown. Era, pues, necesario tener
paciencia hasta entonces.
No dejaba de ser tranquilizador este encuentro del Queensland y del Burnside. Hormiguita
había tenido una buena inspiración al leer aquel número de la Shinpping Gazette, tanto más
cuanto que, recorriendo las noticias comerciales, encontró un anuncio concebido en estos
términos:
«Londonderry,13 de marzo. ‐Pasado mañana, día 15, será puesto a la venta pública el
cargamento del schooner Doris, de Hamburgo, que comprende ciento cincuenta barricas de
mercancías diversas, pipas de alcohol, barricas de vino, cajas de jabón, sacos de café y
especias; a petición de mister Harrington, hermanos, acreedores, etc.».
Hormiguita quedó pensativo ante el anuncio. Le vino la idea de que allí tal vez había una
operación fructífera que intentar.
En las circunstancias de la venta, ésta sería a bajo precio. ¿No era una ocasión de comprar
esos diversos artículos de venta corriente, aquellas pipas de alcohol, y las barricas de vino
que podían ser añadidas al comercio de especiería?
Tanto se aferró esta idea a la cabeza de nuestro héroe, que fue a consultar enseguida a
mister O'Brien.
El antiguo comerciante leyó el anuncio, escuchó los razonamientos del joven, reflexionó
como hombre que jamás se decide a la ligera, y finalmente, respondió:
‐Sí... Hay un negocio... Procurándose esas mercancías baratas, pueden ser revendidas con
gran beneficio: pero con dos condiciones: que sean de excelente calidad y que se obtengan
con una rebaja del cincuenta o sesenta por ciento.
‐Así lo creo, mister O'Brien, y añado que nada se puede decir hasta ver el cargamento de la
Doris. Partiré esta noche para Londonderry.
345
Julio Verne
‐Tienes razón, y yo te acompañaré ‐respondió mister O'Brien. ‐¿Me hará ese favor?
‐Sí... Quiero examinarlo por mí mismo. Conozco esas mercancías. Las he comprado y
vendido toda mi vida.
‐Se lo agradezco, mister O'Brien, y no sé cómo demostrar mi reconocimiento...
‐Trataremos de sacar un partido ventajoso de este negocio. No pido más.
‐No hay tiempo que perder ‐añadió Hormiguita‐. La venta está anunciada para pasado
mañana.
‐Estoy listo. En tomando mi saco de viaje, nada tengo que hacer. Mañana procederemos al
examen del cargamento de la Doris. Pasado mañana lo compraremos, o no, según su
calidad y su precio, y por la noche, de regreso a Dublín.
Hormiguita fue enseguida a prevenir a Grip y Sissy de que por la noche contaba marchar a
Londonderry. Una operación que se proponía hacer con la aprobación de mister O'Brien. La
mayor parte de su capital sería empleado en ella, pero con seriedad. Les confiaba por
cuarenta y ocho horas la dirección del bazar.
Aunque breve, era tan inopinada esta separación, que Sissy y Grip se mostraron tristes; el
mozo sobre todo. Era la primera vez, después de cuatro años y medio, que Hormiguita y él
iban a separarse. Dos hermanos no estarían unidos por lazo más estrecho. En cuanto a
Sissy, no veía alejarse a su querido niño sin sentir oprimido su corazón. Sin embargo, no
había razón para inquietarse por aquella ausencia de tres o cuatro días. En lo que concierne
al negocio, Hormiguita, aconsejado por mister O'Brien, no haría nada que comprometiese
su situación y que le lanzara a una especulación peligrosa.
A las diez de la noche el anciano y el joven tomaron el tren.
Esta vez Hormiguita pasó de Belfast, la capital del condado de Down, Belfast, donde había
encontrado a su querida Sissy. Al día siguiente, a las ocho de la mañana, nuestros dos
viajeros se apearon en la estación de Londonderry.
346
Aventuras de un niño irlandés
¡Lo que son los azares del destino! En Londonderry, donde iba a tener lugar un acto
Importante de su carrera comercial, Hormiguita estaba a treinta millas de aquel pueblo de
Rindock, perdido en el fondo de Donegal, donde su vida había comenzado con tantas
miserias!
Unos doce años habían transcurrido y él había dado la vuelta a Irlanda, entregado a
vicisitudes de dicha y desgracia.
¿Pensó en esto? No lo sabemos, pero séanos permitido observar el contraste por él.
El cargamento de la Doris fue objeto de un examen severo por parte de mister O'Brien. La
calidad de los diversos artículos que lo componían convenía perfectamente al dueño de
«Los pequeños bolsillos» . Comprados a bajo precio, podía realizarse un beneficio
considerable y cuadruplicar por lo menos su capital. El antiguo comerciante no hubiera
dudado en hacer la operación por cuenta propia. Aconsejó a Hormiguita que se adelantase
a la venta pública, haciendo ofrecimientos a los hermanos Harrington.
El consejo era bueno y fue seguido. Hormiguita vio a los acreedores de la Doris y obtuvo el
cargamento a un precio tanto más ventajoso, cuanto que él ofreció pagar al contado. Si la
juventud del comprador no dejó de sorprender a los hermanos Harrington, la inteligencia
con que discutió sus intereses les pareció más sorprendente aún. Además, tenía como
fiador a mister O'Brien, y el negocio se terminó con un cheque contra el Banco de Irlanda.
Tres mil quinientas libras ‐‐casi toda la fortuna de Hormiguita‐; tal fue el precio en que
adquirió el cargamento de la Doris.
Así es que, terminada la operación, sintiose presa de una ansiedad de la que no podía
defenderse. En lo que concierne al transporte del cargamento, el más sencillo era utilizar la
Doris, para evitarse el trasbordo de los géneros.
El capitán no podía desear cosa mejor, desde el momento en que el porte se le aseguraba, y
con un viento favorable la travesía no duraría más de dos días.
347
Julio Verne
Decidido esto, mister O'Brien y su joven compañero no tenían más que volver a tomar el
tren de la noche. De este modo su ausencia no hubiera pasado de treinta y seis horas. Pero
Hormiguita tuvo entonces una idea; propuso a mister O'Brien que volviesen a Dublín en la
Doris.
‐Te lo agradezco ‐respondió el comerciante‐, pero te confieso que la mar y yo no nos hemos
puesto de acuerdo nunca, y ella siempre acaba por tener razón. Después de todo, si el
corazón te dice...
‐Me tienta esto, mister O'Brien. En un trayecto tan corto no hay gran riesgo... ¡y me
gustaría tanto no abandonar mi cargamento!...
Síguese de aquí que mister O'Brien volvió solo a Dublín, donde llegó al día siguiente al
amanecer.
En aquel momento la Doris salía del canal de Foyle, y se dirigía hacia la estrecha garganta
que pone en comunicación la bahía con el canal del Norte.
La brisa era favorable; venía del noroeste Si persistía, la travesía sería excelente. El
schooner podría navegar a lo largo del litoral, donde el mar está siempre más en calma. Sin
embargo, en el mes de marzo, en medio de aquellos parajes del mar de Irlanda, en las
proximidades del equinoccio, jamás se está seguro del tiempo que hará.
El capitán de la Doris se llamaba John Clear. La tripulación a sus órdenes se componía de
ocho marineros. Todos parecían entendidos en su oficio y acostumbrados a las costas de
Irlanda. Con los ojos cerrados hubiesen ido de Londonderry a Dublín.
La Doris salió de la bahía con todo su velamen desplegado.
Una vez en el mar, Hormiguita pudo notar hacia el oeste el puerto de Innishaven, a la
entrada de una bahía cubierta por la punta de Donegal, y más allá el largo promontorio
terminado por el cabo Malin, el más avanzado de los que Irlanda proyecta hacia el norte.
Esta primera jornada se anunciaba felizmente. Gran júbilo sintió nuestro héroe al verse
llevado por la Doris a través de aquel mar un poco agitado. Ni el menor mareo. Tenía el
corazón marino. Sin embargo, algunas veces le preocupaba la idea del cargamento
encerrado en la goleta y de
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Aventuras de un niño irlandés
aquellos abismos que no tenían más que entreabrirse para tragarse toda su fortuna. Mas,
¿por qué esta preocupación que nada justificaba? La Doris era un barco sólido, velero,
excelente, y que se comportaba muy bien en el mar.
¡Qué disgusto que Bob no fuese a bordo! ¡Qué alegría hubiera sentido and Co. al navegar
de veras esta vez y no en un Vulcan amarrado al puerto de Cork o de Dublín!
De prever Hormiguita que efectuaría su vuelta por mar, seguramente hubiera llevado a
Bob, lo que hubiera colmado los deseos de éste.
Es admirable este litoral que se prolonga sobre el límite del condado de Antrim, mostrando
sus blancas murallas de cal, sus profundas cavernas, que bastarían para albergar todo el
personal de la mitología gálica. Allá se destacan esos tubos de chimenea, cuyo humo es
formado por el rocío del mar, y esos rocosos derrumbaderos, semejantes a los muros de
fortalezas, con troneras y buardast que los españoles de la Armada Invencible batieron a
cañonazos. Allí la «calzada de los gigantes», formada de columnas verticales, monstruosas
pilastras de basalto, a las que las violentas resacas imprimen una sonoridad metálica, y de
las que se cuentan más de cuarenta mil, a creer a los turistas aficionados a la aritmética.
Todo esto era de maravilloso aspecto, pero la Doris guardose de aproximarse allí, y hacia las
cuatro de la tarde, dejando al noreste el Mull escocés de Cantire, a la entrada de Clyde‐Bay,
estaba entre el cabo Fair y la isla Rathlin, a fin de embocar el canal del Norte.
La brisa del noroeste se mantuvo hasta las tres de la tarde, disolviendo las nubes de las
altas zonas de la atmósfera.
Mientras el steamer siguió el litoral a dos o tres millas de distancia, apenas si se sentía un
ligero balanceo. Hormiguita no había abandonado un instante el puente. Allí había
almorzado, allí comería, y allí contaba permanecer mientras el frío de la noche no le
obligase a entrar en el camarote
1. Especie de galería o balcón de piedra que se formaba sobre la puerta de una fortaleza,
dejando varias aberturas perpendiculares a la entrada, desde la que podían arrojarse toda
clase de piedras y proyectiles sin descubrir el cuerpo los sitiados.
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Julio Verne
del capitán. Decididamente, aquella primera travesía marítima no le dejaría más que
excelentes recuerdos, y se felicitaba de haber tenido la buena idea de acompañar su
cargamento. No sin cierto orgullo entraría en el puerto de Dublín en la Doris, y no dudaba
que en aquel instante Grip y Sissy, Bob y Kat, prevenidos por mister O'Brien, estarían al
extremo del muelle, quizás en el South‐Wall, tal vez en la base del faro de Poolbeg...
Entre las cuatro y las cinco de la tarde, gruesos pelotones de vapor comenzaron a rodar
hacia el este. Muy pronto tomó el cielo mal aspecto. Las nubes de líneas duras y contornos
espesos que empujaba una brisa contraria venían con gran rapidez. Ninguna claridad
indicaba en su base que el viento las despejase antes de la noche.
«Vigila el cambio de tiempo». Parecía que esta advertencia estuviera escrita allá, en el
extremo periférico del mar. John Clear lo comprendió, pues frunció el entrecejo al
interrogar atentamente el horizonte.
‐¿Y bien, capitán? ‐preguntó Hormiguita, al que la actitud de éste, y de los marineros no
había dejado de sorprender.
‐¡No me gusta esto! ‐respondió el capitán volviéndose hacia el oeste En efecto, la brisa
amainaba. Las velas, deshinchadas, caían. Las escotas de mesana y de la brigantina estaban
largas. Los foques relingaban mientras la gavia y la ballestilla recibían los últimos soplos del
poniente. La Doris, con menos apoyo, sufrió un violento vaivén a impulsos de una ola
inmensa. El timón tenía poca acción, y dirigirlo llegó a ser difícil.
Sin embargo, a Hormiguita no le molestaba mucho el vaivén, muy penoso en los mares
calmados, y no bajó a la cámara, aunque John Clear se lo aconsejara.
Las rachas del este llegaban con más frecuencia cada vez, levantando el agua pulverizada de
la superficie del canal. En el horizonte se extendían las nubes, a las que los rayos del sol que
declinaba hacían aparecer más negras por contraste. El aspecto era amenazador.
El capitán Clear tomó las precauciones que la prudencia exigía; hizo cargar la gavia y la
ballestilla, sin guardar más que su trinquete, su pequeño foque, y la tripulación se instaló
tras la vela de capa, especie de
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Aventuras de un niño irlandés
contrafoque indispensable al barco que quiere hacer frente a la tempestad. Por dicha, el
steamer estaba elevado a dos o tres millas del litoral, ante el temor de que, si no podía
ganar el viento, sería arrojado a la costa cuando la borrasca cayera a bordo.
Ningún marino ignora que en la época del equinoccio los turbiones se desarrollan con
extrema violencia, sobre todo en aquellos parajes del norte. Así, no era aún noche cerrada,
y el huracán asaltaba la Doris, desplegando una impetuosidad que no pueden imaginar los
que no han sido testigos de esas luchas atmosféricas. Desde la caída del sol ensombreciose
profundamente el cielo. El espacio se llenó de agudos silbidos entre los que las gaviotas
huían hacia tierra. En un instante, el schooner fue sacudido de la quilla a los mástiles. La
mar, como se dice, venía de tres lados; es decir, que las olas, contrariadas en su ondulación
se precipitaron a la vez sobre la proa y sobre los costados de la Doris, cubriéndola de
espuma. Todo quedó trastornado, desde el cabestrante hasta el timón, llegando a ser difícil
mantenerse en el puente. El timonel tuvo que sujetarse; los marineros se resguardaron a lo
largo de la empavesada.
‐Baje, señor ‐dijo John Clear a Hormiguita. ‐Capitán... permítame.
‐No... abajo, o será arrastrado por un golpe de mar.
Hormiguita obedeció. Entró en la cámara muy inquieto, menos por sí mismo que por su
cargamento. Toda su fortuna a bordo de un barco en peligro.
Las cosas tomaban un aspecto muy grave. En vano el capitán había intentado colocar la
Doris de forma que sólo presentase la proa a las olas, a fin de apartarse de la costa o de
quedar a buena distancia. Por desgracia, hacia la una el pequeño foque y el contrafoque
fueron arrebatados. Una hora después, la arboladura se vino abajo. Bruscamente, la Doris
escoró sobre estribor, y como su cargamento estaba en la cala, no pudiendo levantarse,
amenazaba llenar la empavesada.
Hormiguita, que había sido arrojado contra las paredes del camarote, se levantó a tientas.
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Julio Verne
Entonces, durante un momento de calma, llegaron gritos hasta él. En el puente había gran
tumulto. ¿Había, pues, el barco sido desfondado por un golpe de mar?
¡No! John Clear, en la imposibilidad de enderezar la goleta, y temiendo que se hundiera,
hacía sus preparativos para abandonarla. A pesar de la escora, que hacía muy peligrosa la
maniobra, se había arriado la chalupa al mar. Preciso era embarcarse en ella sin perder un
minuto. Hormiguita lo comprendió al oírse llamar por el capitán a través de la chupeta
entreabierta.
¿Abandonar la goleta y todo lo que en cerraba en su cala? No. ¡Esto no podía ser! Sólo
había una probabilidad de salvarla, y Hormiguita estaba resuelto a correrla, hasta con
peligro de su vida. Conocía la ley ma rítima. Si la mar no se lo tragaba, un navío abandonado
pertenece al primero que sube a bordo. El código inglés declara propiedad del salvador
todo barco encontrado en la mar sin su tripulación.
Los gritos redoblaban. John Clear seguía llamando. ‐¿Dónde está? ‐repetía.
‐¡Nos vamos a pique! ‐gritaban los marineros. ‐Pero... ¿ese joven?...
‐No se puede esperar... ‐¡Ah! ¡Yo le encontraré! Y el capitán se precipitó por la escala de la
chupeta.
Hormiguita no estaba en el camarote. Casi sin razonar, guiado por una especie de instinto,
firmemente decidido a no abandonar el barco, se había introducido en la cala por una de
las paredes que el choque con una pesada caja acababa de abrir.
‐¿Dónde está? ¿Dónde está? ‐repetía el capitán, llamándole con todas sus fuerzas.
‐Estará en el puente ‐dijo un marinero. ‐Se habrá arrojado al mar... ‐añadió otro. ‐¡Nos
vamos a pique! ¡Nos vamos a pique!... Estas palabras fueron cambiadas en medio de un
pavor espantoso.
352
Aventuras de un niño irlandés
La Doris acababa de inclinarse bajo un formidable golpe, y había el temor de que se volviese
con la quilla al aire.
No había tiempo que perder. Puesto que Hormiguita no respondía, indudablemente había
subido al puente sin que la oscuridad permitiese verle a nadie... Había sido arrastrado...
Esto era lo más verosímil.
El capitán notó que la goleta se sumergía. La tripulación y él se precipitaron a la chalupa,
cuya amarra fue largada en seguida. La única esperanza era que la embarcación resistiese,
¡poca, en verdad! Se alejó, pues, para no ser arrastrada en el remolino del schooner al
hundirse.
La Doris quedaba sin capitán, sin tripulación. Pero no era un navío abandonado... un
naufragio... puesto que Hormiguita estaba a bordo. Estaba solo, solo, amenazado de ser
devorado de un momento a otro. No desesperó. Sentíase sostenido por un extraordinario
presentimiento de confianza. Sobre el puente, dejose arrastrar hasta la empavesada bajo el
viento a un lugar donde no entraba el agua. ¡Qué ideas le asaltaron! Por última vez, quizá,
pensaba en los que amaba; en los MacCarthy; en la familia que se había constituido con
Grip, Sissy, Bob, Kat y mister O'Brien, e imploró socorro de Dios, rogándole que lo salvara
para ellos y para él... La banda de la Doris no se acentuaba, lo que alejaba todo peligro
inmediato. Por fortuna, el casco estaba sólidamente construido y había resistido. Si la
goleta se encontraba con algún navío, si los salvadores reclamaban la propiedad,
Hormiguita estaría allí para reclamar su cargamento intacto. Terminó la noche. La terrible
tempestad amainó a las primeras luces del sol. Sin embargo, la mar no se apaciguó.
Hormiguita miró a tierra... Nada... ningún contorno de una costa al oeste. Era evidente que
la Doris, empujada por los huracanes, había salido del canal del Norte, encontrándose
actualmente en pleno mar de Irlanda. Tal vez entre Dundalk y Drogheda, ¿pero a qué
distancia?
Y a lo lejos ni un barco, ni una barca de pesca. Además, aunque hubiera algún navío, sería
difícil que viera a la Doris.
Sin embargo, ser visto era la única esperanza de salvación. De continuar hacia el oeste, la
Doris se perdería sobre los arrecifes que bordean el litoral.
353
Julio Verne
¿No era posible imprimirle una dirección que le acercase a los parajes frecuentados por los
pescadores? En vano Hormiguita procuró instalar un pedazo de veta sostenida por dos
cuerdas. No podía contar con sus propios esfuerzos y estaba en manos de Dios.
El día transcurrió sin que la situación se agravase. Hormiguita no temía que la Doris se
hundiese, pues su grado de inclinación sobre estribor no podía ser mayor. No había que
hacer más que una cosa: observar si por casualidad aparecía algún barco.
En espera de esto, nuestro joven comió para reponer sus fuerzas, y, lo repetimos, ni por un
instante sintió que la desesperación se apoderase de él; no veía más que una cosa: que
defendía sus intereses.
A las tres de la tarde, una humareda subió por el oeste. Una media hora después, un gran
steamer se mostraba distintamente, dirigiéndose hacia el norte, a unas cinco o seis millas
de la Doris.
Hormiguita hizo señales con una bandera puesta en la punta de un bichero... No fueron
vistas.
¡De qué extraordinaria energía estaba dotado aquel niño que ni aun entonces se desanimó!
Llegando la noche, no podía contar con otro encuentro. Ningún indicio le permitía pensar
que estuviese próximo a tierra. La noche llena de nubes y sin luna, sería muy oscura. Sin
embargo, el viento no anunciaba volver, y la mar estaba tranquila desde la mañana.
Como la temperatura era muy baja, lo mejor era descender al camarote. Inútil permanecer
fuera, puesto que nada se distinguía. Muy fatigado por aquellas horas de angustia, incapaz
de resistir al sueño, Hormiguita retiró la manta del catre, sobre el que no hubiera podido
echarse a causa de la escora, y después de haberse envuelto en ella, tendiose junto a la
pared y no tardó en dormirse.
Su sueño duró una gran parte de la noche; comenzaba el día cuando fue despertado por
vociferaciones proferidas fuera; se levantó y escuchó. ¿La Doris estaba, pues, cerca de la
costa? ¿La había encontrado un navío al salir el sol?
‐¡A nosotros... los primeros! ‐gritaban voces de hombres.
354
Aventuras de un niño irlandés
‐¡No... a nosotros! ‐respondían otros.
Hormiguita apenas tardó nada en comprender lo que estaba sucediendo. Ninguna duda
había de que la Doris hubiese sido vista al alba. Las tripulaciones se habían acercado, y
ahora disputaban enérgicamente sobre a quién pertenecía. Se han izado sobre el casco, han
invadido el puente y vienen a las manos.
Hormiguita no hubiera tenido más que mostrarse para ponerlos de acuerdo. Se guardó de
hacerlo. Aquellos hombres se hubieran vuelto contra él. No dudarían en arrojarle al mar
para evitar toda reclamación ulterior. Era preciso ocultarse sin perder momento. Fue a
hacerlo en la cala en medio de las mercancías.
Algunos minutos después el tumulto había cesado, prueba de que ya había paz. Habían
convenido en partir el cargamento después de haber conducido al puerto el navío
abandonado.
Las cosas habían ocurrido de este modo. Dos barcas de pesca salidas al alborear el día de la
bahía de Dublín, habían visto el schooner a tres o cuatro millas de distancia. Los tripulantes
se habían dirigido hacia aquel casco medio zozobrado, luchando con ardor por llegar antes
que los otros, pues la costumbre, que tenía la fuerza de ley, establecía que el barco
naufragado pertenecía al primer ocupante. Las embarcaciones habían llegado al mismo
tiempo. De aquí, disputas, amenazas, golpes, y finalmente, el acuerdo de partir el botín.
Apenas Hormiguita se había refugiado en la cala, cuando los patrones de las dos barcas
treparon por la escala del casco a fin de visitar la cámara. Júzguese si Hormiguita debió
felicitarse por haberse ocultado a sus miradas, cuando les oyó cambiar estas palabras:
‐¡Es una fortuna que no haya un solo hombre a bordo! ‐¡Si lo hubiera, no quedaría mucho
tiempo!
En efecto, aquellos salvajes no hubiesen retrocedido ante un crimen, con tal de asegurarse
la propiedad del barco.
Media hora después el casco de la Doris era remolcado por las dos barcas, que forzaron la
vela y los remos en dirección a Dublín.
355
Julio terne
A las nueve los pescadores se encontraban a la entrada de la bahía. Como la mar era baja,
hubiera sido difícil hacer entrar la Doris, y se dirigieron hacia Kingstown, donde llegaron
muy pronto.
Había mucha gente. Habiendo sido señalada la llegada de la Doris, mister O'Brien, Grip y
Sissy, Bob y Kat, prevenidos del salvamento, habían tomado el tren de Kingstown y se
encontraban en la estacada.
¡Qué angustia la suya al saber que los pescadores no traían más que un casco abandonado!
Hormiguita no estaba a bordo... Había perecido... Todos lloraron.
En aquel momento llegó el oficial del puerto encargado de la información relativa al
salvamento, con atribuciones para dar a quien de derecho correspondiese el navío y su
cargamento... Una fortuna para los salvadores.
De repente apareció un joven. ¡Qué grito de alegría lanzaron los suyos, y con qué grito de
furor contestaron los pescadores!
En un instante Hormiguita está en el muelle... Sissy, Grip, mister O'Brien, todos le estrechan
entre sus brazos. Y entonces, avanzando hacia el oficial del puerto,
‐¡La Doris no ha sido nunca abandonada ‐dice con voz firme‐, y lo que contiene es mío!
En efecto: él había salvado el rico cargamento con su presencia a bordo solamente.
Toda discusión hubiera sido inútil. El derecho del joven era incontestable. La propiedad del
cargamento le fue conservada, como los restos de la Doris al capitán Clear y a sus hombres,
recogidos la víspera. Los pescadores tuvieron que contentarse con la prima que les era
legítimamente debida.
¡Qué satisfacción recibieron todos al encontrarse una hora después en el bazar de Little Boy
and Co.!
La primera travesía de Hormiguita había sido peligrosa. Sin embargo, Bob le dijo:
‐¡Ah!... ¡Yo hubiera querido estar contigo a bordo! ‐¿A pesar de todo, Bob?
‐¡A pesar de todo!
356
XXXI
¿Y POR QUÉ NO?
Decididamente, toda clase de felicidades se sucedían en la existencia de Hormiguita desde
que había abandonado Trelingar‐Castle: la dicha de haber salvado y recogido a Bob, de
haber encontrado a Grip y a Sissy, de haberles casado; sin hablar de los fructuosos negocios
que hacía el joven dueño de «Los pequeños bolsillos».
Iba a la fortuna a fuerza de inteligencia y de valor también. Su conducta a bordo de la Doris
era una prueba clara.
Una sola dicha le faltaba, sin la que no podía ser dichoso por completo: la de devolver a la
familia MacCarthy todo el bien que ésta le había hecho.
¡Con qué impaciencia se esperaba la llegada del Queensland!
La travesía se prolongaba. Esos veleros que están a merced del viento y en la terrible
estación del equinoccio, exigen mucha paciencia. Por otra parte, aún no había razón para
inquietarse. Hormiguita no había descuidado escribir a Queenstown, y los armadores del
Queensland, los señores Benett, debían prevenirle por telégrafo en el momento en que el
barco fuera señalado.
Entretanto no se holgaba en el bazar de Little Boy. Hormiguita había llegado a ser un héroe,
un héroe de quince años. Sus aventuras a bordo de la Doris, la fuerza de voluntad, la
extraordinaria tenacidad desplegada por él en aquellas circunstancias, habían acrecentado
sus simpatías en la
357
Julio Verne
ciudad. Aquel cargamento defendido con riesgo de su vida, era justo que fuese para él un
golpe de fortuna. Esto sucedió. La afluencia de gente tomó proporciones inverosímiles. Los
anaqueles se vaciaban, llenándose de nuevo enseguida. Se puso de moda tener té de la
Doris, azúcar de la Doris, especias de la Doris y vinos de la Doris. El anaquel de los juguetes
se vio algo abandonado y Bob pudo acudir en ayuda de Hormiguita y de Grip, siendo
preciso tomar dos nuevos dependientes, mientras Sissy, instalada en el escritorio, apenas
se bastaba para llenar facturas. Conforme a la opinión de mister O'Brien, antes de algunos
meses el capital empleado en el negocio del cargamento sería cuadruplicado, si no
quintuplicado.
Las tres mil quinientas libras se convertirían en quince mil por lo menos. El antiguo
comerciante no se equivocaba; y decía muy alto que todo el honor de aquella empresa
correspondía al joven. Que él le hubiera animado, bien. Pero la primera idea había nacido
del joven, al leer el anuncio de la Shipping‐Gazzette, y se sabe con qué energía la había
realizado.
No hay, pues, que extrañar que el bazar de Little Boy hubiese llegado a ser el mejor provisto
y el más hermoso de Bedfort Street y hasta del barrio. La mano de una mujer se veía en mil
detalles, y además Sissy ¡era tan activamente secundada por Grip!... Cierto. Grip
comenzaba a hacerse a la idea de que él era su marido, sobre todo desde que creía notar ‐
¡oh, orgullo paternal!‐ que la dinastía de sus antepasados no terminaría en su persona.
¡Qué marido tan cariñoso, tan atento, tan...! ¡Deseamos uno semejante a todas las mujeres
que tienden a ser, no diremos adoradas, idolatradas sobre esta tierra!
¡Y cuando se piensa en lo que había sido la infancia de todos: Sissy en la cabaña de la Hard,
Grip en la Ragged‐School, Bob por los caminos, Birk mismo por los alrededores de Trelingar‐
Castle, tan dichosos al presente y deudores de esta felicidad a aquel mozo de quince años!
No se extrañe de que citemos a Birk entre esos seres privilegiados. ¿Acaso no estaba
comprendido bajo la razón social Little Boy and Co., y no le miraba la buena Kat como uno
de los socios de la casa?
358
Aventuras de un niño irlandés
En cuanto a lo que hubiera sido de los demás a los que había mezclado su existencia,
Hormiguita no se inquietaba.
Sin duda Thornpipe continuaba recorriendo los condados mostrando los muñecos de la
familia real. mister O'Bodkins embruteciéndose por el abuso de su contabilidad; el marqués
y la marquesa Piborne, en aquella augusta imbecilidad que su hijo el conde Ashton había
heredado desde su nacimiento. Mister Scarlett administrando en provecho suyo el dominio
de Trelingar. Miss Anna Waston muriendo en el quinto acto de los dramas. Por otra parte,
ninguna noticia se había recibido de aquellas gentes, a no ser de lord Piborne, el cual, según
el Times, se había decidido a pronunciar un discurso en la Cámara de los Lores, habiendo
tenido que renunciar a la palabra porque su boca funcionaba mal. En cuanto a Carker, aún
no había sido colgado, con extremo asombro de Grip, pero estaba cerca, habiendo sido
recientemente preso en Londres en una redada de jóvenes gentlemens de su calaña.
Y no nos ocuparemos más de estos personajes de alto y bajo origen. Quedaban los
MacCarthy, en los que Hormiguita no cesaba de pensar, y cuyo regreso con tanta
impaciencia esperaba.
Las noticias marítimas no habían aún señalado al Queensland. ¿Si tardaba algunas semanas,
de qué inquietud no sería presa?
Desde algún tiempo violentas tempestades habían agitado el Atlántico, y el telegrama
prometido por los armadores de Queenstown no llegaba!...
El empleado del telégrafo lo llevó al fin el 5 de abril por la mañana. Bob lo recibió... En
seguida gritó:
‐¡Telegrama de Queenstown! ¡Telegrama de Queenstown! Íbase, pues, a conocer a aquellos
honrados MacCarthy.
La familia adoptiva de Hormiguita estaba de regreso en Irlanda... La única familia que había
tenido.
A los gritos de Bob, acudieron Sissy, Grip, Kat y mister O'Brien. El telegrama decía así:
359
Julio Verne
Queenstown.‐5 ab. 9,25 m.
Hormiguita, Little Boy. Bedfort‐Street. Dublín.
Queensland entró esta mañana. Familia MacCarthy a bordo. Esperamos sus órdenes.
BENETT.
Hormiguita se conmovió profundamente. Su corazón cesó por un instante de latir.
Abundantes lágrimas le aliviaron, y se contentó con decir, guardando el telegrama en su
bolsillo.
‐Está bien.
Después no habló más de la familia MacCarthy, lo que no dejó de sorprender a mister y
mistress Grip, Bob, Kat y mister O'Brien. Volvió, como de costumbre, a sus negocios.
Únicamente mister Balfour anotó en cuenta un cheque por valor de cien libras, que entregó
al joven, y del que éste no indicó el empleo.
Transcurrieron cuatro días, los cuatro últimos de Semana Santa, pues en aquel año la
Pascua caía en 10 de abril.
En la mañana del sábado, Hormiguita reunió a los suyos, y les dijo: ‐El bazar estará cerrado
hasta el martes por la tarde.
Esto era dar permiso a mister Balfour y a los dos dependientes. Sin duda también Bob, Grip
y Sissy se proponían aprovecharse de la licencia, cuando Hormiguita les preguntó si no
aceptarían la idea de viajar durante aquellos tres días de vacaciones.
‐¡Viajar! ‐exclamó Bob‐. Bien... ¿Dónde vamos?
‐Al condado de Kerry, que deseo volver a ver ‐respondió Hormiguita.
Sissy le miró.
‐¿Quieres que te acompañemos? ‐preguntó. ‐Mucho me agradaría.
‐Entonces ¿yo seré de la partida? ‐preguntó Grip.
360
Aventuras de un niño irlandés
‐Ciertamente.
‐¿Y Birk? ‐añadió Bob. ‐Birk también.
Se convino en que el bazar quedaría al cuidado de Kat. Se ocuparían de los preparativos
necesarios para una ausencia de tres días; se tomaría el expreso a las cuatro de la tarde, y
llegarían a Tralée hacia las once; descansarían, y al día siguiente... al día siguiente,
Hormiguita daría a conocer el programa de la jornada que iban a emprender.
A las cuatro los viajeros estaban en la estación; Grip y Bob muy alegres; ¿por qué no habían
de estarlo? Sissy, menos expansiva, observando a Hormiguita, que permanecía
impenetrable.
‐Tralée ‐se decía la joven‐ está muy cerca de la granja de Kerwan. ¿Quiere volver a ésta?
Tal vez Birk hubiera podido contestarle; pero sabiendo lo discreto que era, ella no le
interrogó.
El perro fue colocado en el mejor sitio del furgón, con recomendaciones especiales de Bob,
apoyadas por un chelín. Después Hormiguita y sus compañeros de viaje subieron a un
departamento de primera clase.
Las ciento setenta millas que separan Dublín de Tralée fueron recorridas en siete horas.
Hubo un nombre de estación, voceado por el maquinista, que impresionó vivamente a
nuestro joven. El de Limerick. Se acordó de su primera y única presentación en el teatro,
con el drama Los remordimientos de una madre, y de la escena en que se agarraba
desesperadamente a la duquesa de Kendalle, interpretada por miss Anna Waston. ¡No fue
más que un recuerdo, que se desvaneció como las fugitivas imágenes de un sueño!
Hormiguita, que conocía Tralée, condujo a sus amigos a la primera fonda de la ciudad,
donde comieron convenientemente y durmieron con tranquilo sueño.
Al día siguiente, día de Pascua, Hormiguita se levantó al alba. Mientras Sissy se vestía y Grip
permanecía a las órdenes de su mujer, y Bob se desperezaba, él fue a recorrer la población.
Reconoció la posada, a la que
361
Julio Uerne
Martin bajó con él, la plaza del Mercado, donde sintió su primer impulso por el comercio, la
farmacia en la que había gastado parte de su guinea para la abuela, a la que debía
encontrar muerta a su regreso.
A las siete, un coche esperaba a la puerta de la fonda. Buen caballo y buen cochero; el
dueño de aquélla respondía de ello, por un precio concienzudamente regateado, tanto por
el vehículo, tanto por la bestia, tanto por el hombre que la conducía, tanto para la
propina... así se acostumbra en Irlanda.
A las siete y media partieron, después de un frugal almuerzo. El tiempo era bueno, el sol
caliente, la brisa no muy mortificante, el cielo con nubes ligeras. Un domingo sin lluvia, cosa
poco frecuente en la isla Esmeralda.
La primavera, bastante precoz aquel año, se prestaba al esparcimiento de la vegetación. Los
campos no tardarían en estar verdes, y los árboles en retoñar. Unas doce millas separan
Tralée de la parroquia de Silton. ¡Cuántas veces había Hormiguita recorrido aquel camino
en el carro de MacCarthy! La última vez iba solo... volvía de Tralée a la granja. Se había
ocultado en el momento en que aparecían los agentes... Aquellas impresiones volvían a su
espíritu. Por lo demás, desde aquella época el camino no había sufrido modificación alguna.
Aquí y allá, raras posadas, tierras en baldío. Paddy es refractario al cambio... y nada cambia
en Irlanda, ¡ni la miseria!...
A las diez el coche se detuvo en el pueblo de Silton. Era la hora de la misa. La misma
modesta iglesia, construida al sesgo, con su tejado acampanado, sus muros sin aplomo. En
ella se había celebrado el doble bautismo de Hormiguita y de su ahijada. Aquél entró en la
iglesia con Sissy, Grip y Bob, dejando a Birk en el pórtico. Nadie le reconoció, ni los
asistentes, ni el anciano sacerdote. Durante la misa se preguntaban quién era aquella
familia, cuyos individuos no tenían entre sí punto de semejanza.
Y mientras Hormiguita con los ojos bajos revivía en medio de sus recuerdos, tan mezclados
de días dichosos y desdichados, Sissy, Grip y Bob rezaban con el corazón lleno de
reconocimiento por aquel a quien tanta felicidad debían.
362
Aventuras de un niño irlandés
Después de un almuerzo servido en la mejor posada de Silton, el coche se dirigió hacia la
granja de Kerwan, distante unas tres millas.
Al subir aquel camino que tantas veces recorrió en compañía de Martina, de Kitty y también
de la abuela, cuando ésta podía, Hormiguita sintió los ojos arrasados en lágrimas. ¡Qué
aspecto más triste! Se veía un país abandonado. Por todas partes, casas en ruinas, ¡y qué
ruinas! Hechas para obligar a gentes condenadas a la evicción a abandonar su último
abrigo! A mano derecha, rótulos pegados a las murallas indicaban que tal granja, tal choza,
tal campo, estaban para ser arrendados o vendidos. ¡Y quién hubiera osado tal cosa, toda
vez que no se había recolectado en ellos más que miseria!
En fin, hacia la una y media, la granja de Kerwan apareció al volver el camino. Un sollozo se
escapó del pecho de Hormiguita.
‐Allí está ‐murmuró.
¡Y en qué triste estado! Destruidos los setos, la puerta arrancada, los anejos de la derecha y
de la izquierda en tierra, el patio invadido por las ortigas y escaramujos. ¡En el fondo, la
casa sin techo, las puertas sin hojas, las ventanas sin marcos! Desde hacía cinco años la
lluvia, la nieve, el viento, el sol, todos esos agentes de destrucción, habían realizado su
obra. Nada más lamentable que aquellas habitaciones desamuebladas, abiertas a la
intemperie, y allí, aquella en que Hormiguita se acostaba cerca de la abuela.
‐¡Sí, es Kerwan! ‐repetía, y se hubiera dicho que no osaba penetrar. Bob, Grip y Sissy, un
poco más atrás, guardaban silencio.
Birk iba y venía, inquieto, husmeando el suelo, encontrando también recuerdos de otra
época.
De repente, el perro se detiene, tiende el hocico, brillan sus ojos, agítase su cola.
Un grupo acaba de llegar ante la puerta del patio; cuatro hombres, dos mujeres, una niña.
Son gentes pobremente vestidas y que parecen haber padecido mucho. El más anciano se
separa del grupo y avanza hacia Grip, que por su edad parece ser el jefe de aquellos
extranjeros.
‐Señor ‐le dice‐. Se nos ha citado en este lugar... ¿Usted sin duda?...
363
Julio Verne
‐¿Yo? ‐responde Grip, que no conocía a aquel hombre y que le miraba no sin sorpresa.
‐Sí. Cuando hemos desembarcado en Queenstown, el armador nos ha entregado cien libras,
diciéndonos que tenía orden de encaminarnos a Tralée.
En este momento, Birk dejó oír un ladrido de alegría, y se lanzó hacia la mayor de las dos
mujeres con mil demostraciones de cariño.
‐¡Ah! ‐exclama ésta‐ ¡Es Birk! ¡Nuestro perro Birk!... ¡Le reconozco!...
‐¿Y no me reconoce a mí, madre Martina? ‐dijo Hormiguita‐. ¿No me reconoce?
‐¡Él!... ¡Nuestro hijo!...
¿Cómo expresar lo inexpresable? ¿Cómo pintar la escena que siguió? Martina, Murdock,
Pat, Sim, han cogido a Hormiguita entre sus brazos. Y él cubre de besos a Martina y a Kitty.
Después, cogiendo a su ahijada, la levanta, la devora a besos, y la presenta a Sissy, a Grip, a
Bob, exclamando: ‐¡Mi Jenny! ¡Mi ahijada!
Después de aquellos transportes de efusión, sentáronse sobre las piedras derribadas en el
fondo del patio. Hablaron. Los MacCarthy contaron su lamentable historia. Después de la
evicción, se les había conducido a Limerick, donde Murdock fue condenado a prisión por
algunos meses. Extinguida su condena, Martin y su familia habían vuelto a Belfast. Un navío
de emigrantes les llevó a Australia, a Melbourne, donde Pat, abandonando su oficio, no
había tardado en reunirse a ellos. Y entonces, ¡qué marchas, qué penas para no lograr nada,
buscando trabajo, de granja en granja, trabajando juntos; pero en qué condiciones tan
deplorables! En fin, después de cinco años, habían podido abandonar aquella tierra, ¡tan
dura para ellos como lo había sido su tierra natal!
¡Con qué emoción miraba Hormiguita a aquellas pobres gentes, a Martin envejecido, a
Murdock tan sombrío como le había conocido, a Pat y Sim abrumados por las fatigas y las
privaciones, a Martina, que no conservaba nada de la labradora despierta y viva de algunos
años antes, a
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Aventuras de un niño irlandés
Kitty, a quien una fiebre continua parecía devorar, y a Jenny, debilitada por, tantos
sufrimientos a su edad! El corazón se le oprimía.
Sissy juntó a los dos labradores y la niña mezclaba sus lágrimas con las de ellos, y procuraba
consolarles, diciéndoles:
‐Sus desgracias han terminado, señora Martina. Como las nuestras, gracias a su hijo
adoptivo.
‐¿Tú, hijo mío? ‐repetía Martin.
La emoción no dejaba responder al joven.
‐¿Por qué nos has traído a este lugar que nos recuerda nuestro miserable pasado? ‐
preguntó Murdock‐. ¿Por qué estamos en esta granja donde mi familia y yo hemos sufrido
por tanto tiempo? Hormiguita, ¿por qué has querido ponernos frente a estos tristes
recuerdos?
Y esta pregunta estaba en los labios de todos, tanto en los de los MacCarthy como en los de
Sissy, Grip y Bob. ¿Cuál había sido la intención de Hormiguita al llevar a todos a la granja de
Kerwan?
‐¿Por qué? ‐respondió éste, haciéndose dueño de sí, no sin trabajo‐. ¡Venid, padre, madre,
hermanos míos, venid!
Siguiéronle al centro del patio.
Allí, en medio de las ortigas y escaramujos se levantaba un pequeño abeto.
Jenny ‐dijo dirigiéndose a la niña‐, ¿ves este árbol? Lo planté el día que naciste. ¡Tiene ocho
años, como tú!
Kitty, a la que esto recordaba la época en que era tan dichosa y en el que podía esperar que
su dicha durase algún tiempo, estalló en sollozos. Jenny, querida mía ‐repitió Hormiguita‐.
Mira este cuchillo.
Lo había sacado de su vaina de cuero.
‐Es el primer regalo que me hizo la abuela... Tu bisabuela, que apenas has conocido.
A este nombre, evocado en medio de aquellas ruinas, Martin, su mujer y sus hijos, sintieron
desbordarse su corazón.
Jenny ‐continuó Hormiguita‐, toma este cuchillo y cava la tierra al pie del abeto.
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Julio terne
Sin comprender, Jenny se arrodilló e hizo un agujero en el lugar indicado. Muy pronto el
cuchillo encontró un cuerpo duro.
Allí había una olla intacta bajo la espesa corteza de tierra. ‐Retira esa olla y ábrela, Jenny.
La niña obedeció. Todos la miraban en silencio.
Abierta la olla, se vio que contenía gran número de guijarros, de esos que están en el lecho
del Glashen.
‐Martin ‐dijo Hormiguita‐, ¿se acuerda? Todas las noches me entregaba un guijarro cuando
estaba contento de mí.
‐Sí, hijo mío, y no pasó un día sin que merecieras recibir uno. ‐Ellos representan el tiempo
que he pasado en la granja de Kerwan... Cuéntalos, Jenny. ¿Sabes contar, verdad?
‐¡Oh! ¡Sí! ‐respondió, la niña.
Y se puso a contar los guijarros haciendo montones de a docena. ‐Mil quinientos cuarenta ‐
dijo.
‐Está bien. He vivido con tu familia más de cuatro años, Jenny. Con tu familia que ha llegado
a ser la mía.
‐Y esos guijarros ‐dijo Martin, bajando la cabeza‐ son el único salario que de mí has
recibido... Esos guijarros que yo esperaba poder cambiarte por chelines.
‐¡Y que para usted, padre, van a convertirse en guineas!
Ni Martin, ni ninguno de los otros podían creerlo ni comprender lo que veían. ¡Fortuna
semejante!¿Es que Hormiguita estaba loco?
Sissy adivinó su pensamiento y se apresuró a decir:
‐No, amigos míos; tiene el corazón tan sano como su inteligencia, y es su corazón el que
habla.
‐Sí, padre Martin, madre Martina y hermanos Murdock, Pat y Sim, y tú, Kitty, y tú ahijada
mía. ¡Sí! Me siento muy dichoso al poderos volver una parte del bien que me habéis hecho.
Esta tierra está en venta. Vosotros la compraréis. Volveréis a levantar la granja. No os
faltará el dinero. No sufriréis más los malos tratos de un Harbert. Estaréis en vuestra casa.
¡Seréis los amos!
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Aventuras de un niño irlandés
Y entonces Hormiguita contó toda su vida desde el día en que había abandonado Kerwan,
dando a conocer la situación en que al presente se encontraba. La suma que ponía a
disposición de la familia MacCarthy, representada en guineas por los mil quinientos
cuarenta guijarros, hacía mil quinientas libras... ¡Una fortuna para los pobres irlandeses! Y
ésta fue, quizás, la primera vez que sobre aquella tierra bañada por tanto llanto, cayeron
lágrimas de alegría y de reconocimiento.
La familia MacCarthy permaneció los tres días de Pascua en el pueblo de Silton con
Hormiguita, Bob, Sissy y Grip. Y después de una conmovedora despedida, éstos regresaron
a Dublín, donde desde la mañana del 11 de abril el bazar volvió a abrir sus puertas.
Transcurrió un año, el de 1887, que debía contarse como uno de los más felices en la
existencia de aquellas gentes.
Los resultados del negocio de la Doris fueron más allá de lo que había previsto mister
O'Brien, y el capital de Little Boy and Co. se elevaba a veinte mil libras. Verdad que una
parte de esta fortuna pertenecía a mister y mistress Grip y a Bob, los socios de la casa.
¿Pero acaso no formaban todos una sola y misma familia?
En cuanto a los MacCarthy, después de haber adquirido doscientos acres de tierra en
excelentes condiciones, habían levantado la granja, restableciendo el material y el ganado.
Con la dicha les volvieron la fuerza y la salud... Claro es. ¡Irlandeses que han padecido bajo
el látigo del landlordismo, ahora en su casa, sin trabajar más para despiadados señores!
Hormiguita no olvida, ni olvidará jamás, que ha sido su hijo adoptivo, y podrá suceder que
algún día se una a ellos con lazos más estrechos... Jenny va a cumplir diez años, y promete
ser una hermosa joven.., ¿Pero no es su ahijada?, se dirá. Y bien... ¿por qué no? ¿Qué
importa esto?
Al menos tal es la opinión de Birk.
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