Ibn ‘Arabī, Muḥyī al-Dīn: Abū ‘Abd Allāh Muḥammad b. ‘Alī b. Muḥammad b. al ‘Arabī al-Hātimī al-Ta’i, Al-Šayj al-akbar (El gran Jeque, El más grande de los maestros). Murcia, ramaḍān 560 H./VII.1165 C. – Damasco (Siria), 22 rabī‘ II 638 H./8.XI.1240 C. Místico, teólogo, filósofo y poeta.
Ibn ‘Arabī nació en una de las familias árabes más antiguas de la Península Ibérica, los Banū Tayy’, tribu originaria del Yemen, de los que algunos miembros se establecieron en al-Andalus en los primeros años de la España conquistada.
En Murcia, donde está establecida la familia de Ibn ‘Arabī, reina Ibn Mardanīš, que rehúsa someterse a los nuevos jefes de al-Andalus, los Almohades que pusieron fin al reino de los almorávides. Murcia está sitiada por el ejército almohade el año en que nace Ibn ‘Arabī, 560/1165. La ciudad resiste sin rendirse hasta siete años más tarde, en 1172. Los ancianos dignatarios de la ciudad acuden a Sevilla con el fin de prestar juramento al soberano almohade Abū Ya‘qūb Yūsuf. El padre de Ibn ‘Arabī, militar de carrera, posiblemente formase parte de esta delegación, ya que a partir de este momento entra al servicio del sultán almohade y se instala con su familia en Sevilla, capital del reino almohade en al-Andalus, en la que el soberano ordena diversos trabajos de acondicionamiento, entre los que destaca la construcción de la gran mezquita (Ŷāmi‘) de la que aún subsiste el alminar, la célebre Giralda.
La infancia de Ibn ‘Arabī, tal como la representa en sus confidencias autobiográficas, no presagiaba su futura vocación mística; aunque según lo que él cuenta, tres de sus tíos eligen la vía de la renuncia; y él, como su padre, está destinado al ejército. Ciertos signos de su disposición espiritual se manifiestan, sin embargo, ya en su adolescencia; tiene la experiencia de una poderosa iluminación hacia los quince años, que no pasa inadvertida en su entorno. El eco llega a oídos de Averroes, que está en relación con su padre, y pide mantener una entrevista con el muchacho; su deseo se cumple. La entrevista tiene lugar en Córdoba, en casa de Averroes, que entabla con él un curioso diálogo relativo a la resurrección de los cuerpos, descrito con detalle por Ibn ‘Arabī en su Opus magnun, las Futūḥāt al-makkiyya (Las Iluminaciones de la Meca). Es importante resaltar que, aunque probablemente tuvo efecto sobre el fervor religioso del adolescente, esta experiencia mística no le induce a cambiar sus proyectos de porvenir: Ibn ‘Arabī ingresa en el ejército en su juventud; existen diversas fuentes, internas y externas, que lo atestiguan.
Sin embargo, una visión en la que habla con Moisés, Jesús y Mahoma (que lo incitan a inclinarse a una vida espiritual) le lleva a reconsiderar su elección. Jesús, de quien Ibn ‘Arabī afirma en repetidas ocasiones que fue su primer maestro espiritual, le recomienda que practique sobre todo “el ascetismo y la renuncia”; como consecuencia, el muchacho informa a su padre de su renuncia a la integridad de su herencia. Dimite del ejército en 558/1184 y a los veinte años se alista en la Ṣuḥba o compañía de maestros espirituales, tal como se hacía en esta época en el occidente musulmán, es decir, de forma libre e informal.
Pequeños artesanos, modestos comerciantes o simples campesinos, los sufíes que Ibn ‘Arabī frecuenta durante los veinte años que transcurren hasta su marcha definitiva al Oriente no son ilustres eruditos. La humildad, la abnegación y la sencillez que caracteriza el perfil espiritual de estos hombres y mujeres (Ibn ‘Arabī fue compañero de varias de ellas) le impresionaron fuertemente influyendo de forma importante en su concepción de la más alta santidad: aquella que pasa inadvertida. Resulta significativo que les consagre tres ensayos, de los que sólo nos han llegado dos, Rūḥ al-quds (Espíritu de Santidad) y Durrat al-fājira (La perla preciosa), en los que evoca la personalidad de cada uno de ellos a través de anécdotas que le marcaron particularmente. Trascrito al hilo de la memoria en un estilo voluntariamente sencillo, esta “selección” de recuerdos ofrece un panorama vivo y colorido del universo de los espirituales andaluces de finales del siglo XII. Dado que el círculo de sufíes andaluces frecuentado por Ibn ‘Arabī no se limita ni mucho menos a la región de Sevilla; Granada, Córdoba, Sidonia, Almería, Ronda, etc., son algunas de las ciudades a las que Ibn ‘Arabī acude con regularidad para visitar a sus maestros y aprovechar sus enseñanzas, unas enseñanzas más centradas, como se puede comprender, en la praxis que en la gnosis.
Habita en Córdoba en 586/1190, cuando le sobreviene un acontecimiento visionario que tendrá sobre él un impacto considerable del que da cuenta en dos ocasiones, en el Rūḥ al-quds y en los Fuṣūs al-ḥikam (Los engarces de la sabiduría), obra doctrinal de gran importancia que escribió al final de su vida. El joven, que en ese momento tiene veinticinco años, se ve a sí mismo en una gran explanada en la que están reunidos todos los profetas enviados a los hombres desde el principio de los tiempos. De lo que le fue entonces revelado se sabe solamente (a través del testimonio de algunos de sus discípulos a los que se confió más tarde y gracias también a sus poesías en las que hace alusión, en diversas ocasiones, a este episodio) que el místico es informado en ese momento de que está llamado a ejercer la más alta función espiritual en la esfera de la santidad.
Tres años más tarde, en 589/1193, Ibn ‘Arabī sale por primera vez de suelo andaluz para ir al Magreb, donde empieza a estudiar a los grandes maestros del pensamiento sufí. Va sobre todo a Túnez, en donde pasa un año entero cerca de ‘Abd al-‘Azīz Mahdawī, un sufí magrebí con el que escribió varias obras, especialmente el Rūḥ al-quds y los Futūḥāt makkiyya.
Las diversas experiencias espirituales acaecidas durante esta primera estancia en el Magreb (en especial una visión en el curso de la cual Dios le ordena instruir a los hombres con el fin de ser su consuelo) lo persuaden de la necesidad de escribir los conocimientos que le son otorgados; hay que subrayar que por muy numerosos que fueran sus maestros y por muy extensa que sea la cultura extraída de los libros, Ibn ‘Arabī se define como un espiritual “teodidacta”, es decir, instruido directamente por Dios.
Nada más volver a su país natal comienza la redacción de diversas obras, tales como las Masāhid al-asrār (La contemplación de los secretos) y las Tadbīrāt ilāhiyya (Las ordenanzas divinas), que de forma diferente tratan sobre el hombre perfecto (al-insān al-kāmil), en términos del teomorfismo, que todo individuo posee virtualmente por su estatus original de Imago Dei y que el creyente debe esforzarse en re-actualizar.
En cuanto a la génesis de la producción literaria de Ibn ‘Arabī, hay que señalar varios puntos. En primer lugar, una anotación autobiográfica informa de que, por modestia, Ibn ‘Arabī había inicialmente renunciado a firmar sus obras, que por lo tanto circularon anónimamente durante algún tiempo. Esto hace que, en la investigación actual, sea imposible saber cuál de esos escritos de juventud vio la luz en primer lugar. En efecto, si bien las Masāhid y las Tadbirāt se encuentran seguramente entre sus primeras obras (como demuestran las anotaciones autobiográficas que en ellos figuran), es más que probable que otros escritos les hayan precedido, puesto que en ambos casos se refiere en diversas ocasiones a otras de sus obras, particularmente a un vasto comentario del Corán. Sin embargo, se sabe que Ibn ‘Arabī retocaba frecuentemente obras terminadas hacía mucho, añadiendo referencias que no figuraban en la versión inicial. En estas condiciones es imposible clasificar sus obras en un orden cronológico preciso.
En todo caso, la redacción de sus primeras obras coincide con un periodo de problemas familiares que siguen a la muerte de su padre, acaecida poco después de su regreso de Túnez. Como hijo único varón, Ibn ‘Arabī tiene, a partir de ese momento, la responsabilidad de cuidar de su madre y de sus dos hermanas; el entorno familiar le apremia para que renuncie a su vida de faqīr (pobre de Dios) y acepte algún cargo lucrativo. Para mayor tranquilidad Ibn ‘Arabī se va a Fez en donde vive cerca de un año. A su vuelta en 591/1195, tiene lugar la famosa batalla de Alarcos, que concluye con la victoria de los almohades sobre el ejército de Alfonso VIII. El sultán Ya‘qūb al-Manṣūr, que ha sucedido a su padre en 586/1190, se instala algún tiempo en Sevilla y hace saber a Ibn ‘Arabī que está dispuesto a darle un puesto y a casar convenientemente a sus hermanas, Ibn ‘Arabī declina el ofrecimiento y vuelve a Fez.
En esta ciudad, en la que vive dos años y en la que mantiene numerosos contactos con los medios sufíes, compone una de sus más bellas obras: Kitāb al-isrā’, el Libro del viaje nocturno que, en un estilo profundamente lírico, da cuenta de su propia experiencia en “la Ascensión espiritual”; este viaje vertical conduce de etapa en etapa hasta la presencia de Dios.
De esta experiencia nace la certeza de que debe marcharse del Occidente musulmán y proseguir su tarea en Oriente. Por eso, cuando vuelve a Andalucía en 595/1198 emprende un largo peregrinar a través del país, con el fin de despedirse de todos los que le ayudaron en su búsqueda mística: Algeciras, Ronda, Sevilla, Córdoba, donde asiste en el mes de ṣafar 595/diciembre de 1198 a la inhumación de Averroes), Granada y, para terminar, Murcia, donde reside hasta su marcha. Durante este periodo, dos obras relativamente cortas, pero doctrinalmente densas y complejas, ven la luz: las Mawāqi‘ al-nuŷūm (La lluvia de estrellas) en el que enseña la significación mística de las obligaciones legales y las gracias espirituales que les corresponden, y el ‘Anqā’a al-mugrib (El Fénix estupefaciente) que es una interpretación esotérica de los datos islámicos tradicionales relativos al advenimiento del Mahdī.
Se ignora la fecha precisa en la que Ibn ‘Arabī partió de su tierra natal, pero se sabe por las indicaciones autobiográficas que se encontraba en Marruecos, cerca de Marrakech, en muḥarram 597/octubre de 1201, cuando accede a la “Morada de la proximidad” (maqām al-qurba), último grado, según él, de la realización espiritual. Tras un alto en Bougie, donde pasa el ayuno del mes de ramadán, va a Túnez, en donde vive nueve meses antes de embarcarse en un viaje sin retorno hacia Oriente.
Pasa en Egipto (punto de llegada de los emigrantes magrebíes) el mes de ramadán 598/junio de 1202, en concreto en El Cairo, donde encuentra un gran hospicio (jānqa) destinado a acoger a los extranjeros de paso; construido por iniciativa de Saladino, el famoso enemigo de Ricardo Corazón de León.
No se olvide que si en al-Andalus los musulmanes están enfrentados a la Reconquista que gana terreno año tras año (menos de diez años después de la marcha de Ibn ‘Arabī, la derrota almohade de las Navas de Tolosa pone término a la España musulmana), también tienen que hacer frente en Oriente a los francos que ocupan una parte de Palestina.
Ibn ‘Arabī no se entretiene en Egipto; tiene una cita a la que no quiere faltar: la fijada por Dios, el décimo mes del año lunar, a los peregrinos que van al santuario de la Meca. Se dirige hacia los lugares santos en el momento más duro del verano (en aquel año la peregrinación tuvo lugar en el mes de agosto), una vez allí se une a la multitud de peregrinos realizando los recorridos rituales alrededor de la “Casa de Dios” que inaugura el ritual del ḥaŷŷ; la peregrinación, acontecimiento solemne para todo musulmán, es la re-actualización a través del cuerpo y el espíritu de la primordial alianza acordada entre Dios y los hombres. Otros dos acontecimientos, producidos en las horas o los días que siguen a su llegada a la Meca, refuerzan su idea de estar viviendo un momento excepcional; descrito, por un lado, largamente en el prólogo de Futūḥāt y que, según él, marca su acceso efectivo, bajo la égida del Profeta, a la magistratura espiritual suprema; y por otro lado, no menos decisiva a sus ojos, del encuentro ante la Ka‘ba, con un misterioso “jovenzuelo” (fatà), a lo largo del que descifra todos los conocimientos que pronto trascribirá en los quinientos sesenta capítulos de Futūḥāt, extensa suma mística que abarca toda la herencia de la sapiencia islámica para darle su máxima expresión definitiva.
Tras un alto de dos años en los lugares santos (donde según parece contrae matrimonio), Ibn ‘Arabī vuelve al camino y durante veinte años surca sin descanso el cercano y medio Oriente, acompañado, casi siempre, por Badr al-Ḥabašī, uno de los discípulos de su primera estancia en Fez. Va y viene entre Palestina, Egipto, Anatolia, Irak e Hiŷāz; incesantes peregrinaciones que no menoscaban su producción literaria; por el contrario, al filo de las etapas y las experiencias espirituales que las jalonan, innumerables escritos ven la luz; muchos son breves opúsculos, otros son mucho más voluminosos, por ejemplo su Dīwān Kabīr, una importante suma poética que contiene miles de versos.
En el año 620/1223, con unos sesenta años, el Šayj al-akbar, como le llaman sus discípulos, decide poner fin a su constante vagar y fija su residencia en Siria, en Damasco. Rodeado de su familia (tres de sus hijos aparecen en los certificados de audición (sama‘) que figuran en los manuscritos autógrafos de varias de sus obras) y de un pequeño círculo de discípulos, continúa consignando por escrito sus enseñanzas; en el 627/1229 redacta, por orden del Profeta, sus Futūḥāt al-ḥikam (Los engarces de la Sabiduría), obra que, de forma sintética, da cuenta de las más importantes tesis de su doctrina metafísica y axiológica, origen de violentas controversias que continúan hasta nuestros días. Al morir, el 22 rabī‘ II 638/8 de noviembre de 1240, el gran místico andaluz deja a la posteridad cerca de cuatrocientos textos.
Que sus obras le han sobrevivido lo atestiguan los innumerables ejemplares existentes en todo el mundo musulmán, incluidos la India, Yemen, y muchos otros lugares que el Šayj al-akbar no visitó jamás. Sin embargo, en vida de Ibn ‘Arabī sus escritos (con la excepción de los que, como el Rūḥ al-quds, no se centran en cuestiones doctrinales primordiales) raramente circularon fuera de su círculo de discípulos, que nunca fueron muy numerosos. En realidad, a diferencia de los grandes santos musulmanes, Ibn ‘Arabī no da origen a ninguna comunidad (ṭarīqa) y, por tanto, sus enseñanzas no han podido beneficiarse del sostén logístico que caracteriza a las comunidades, como tampoco del proselitismo que contribuye generalmente a la fama de su padre fundador. El carácter, a menudo muy complejo, de sus ideas doctrinales, así como las imponentes dimensiones de sus escritos, especialmente de su mayor obra, los Futūhāt makkiyya, indicaba que estaban, por naturaleza, destinados a circunscribir la difusión de sus enseñanzas al seno de la élite intelectual musulmana; sin embargo, a partir del siglo XIV, todos los modos de expresión del sufismo lato sensu, de los más nobles a los más populares, están literalmente impregnados del vocabulario técnico de Ibn ‘Arabi y de las principales nociones que sostiene su doctrina; sin olvidar su considerable influencia sobre la tradición esotérica šī‘í.
En realidad, las prolongadas estancias de Ibn ‘Arabī en Anatolia fueron decisivas a este respecto; es allí donde se hace amigo del padre del que será su discípulo predilecto, Ṣadr al-Dīn Qunawī (muerto 672/1274). Dominando el árabe y el persa, versado tanto en teología como en filosofía, Qunawī contribuye extensamente a través de sus numerosos escritos a propagar la doctrina de Ibn ‘Arabī en el mundo turco-iraní, incluidos los šī‘íes. Sus discípulos, de cultura iraní en su mayoría, prosiguen esta empresa principalmente a través de la poesía, que aparece como una de las principales formas de divulgación de las enseñanzas de Ibn ‘Arabī en las regiones más apartadas del mundo musulmán. Todo esto da lugar a lo que comúnmente se conoce como “La escuela de akbariana”, es decir, el conjunto de autores que a lo largo de los siglos han defendido con su pluma las tesis doctrinales de Ibn ‘Arabī, y que no se limita a esta línea iraní lato sensu; otra corriente más heterogénea y, en cierto sentido, más fecunda, se ha desarrollado en el mundo árabe propiamente dicho, siendo el emir ‘Abd al-Kāder, uno de sus más conocidos representantes. Por otra parte, las violentas polémicas que, a partir del siglo XIII, han cristalizado en torno a las ideas maestras de la doctrina de Ibn ‘Arabī, han contribuido igualmente a darlo a conocer. El conocido teólogo sirio Ibn Taymiyya sólo es el primero de una cadena ininterrumpida hasta los días de ulemas hostiles a Ibn ‘Arabī que, denunciando ruidosamente sus tesis, han estimulado paradójicamente la difusión de sus enseñanzas.
En todo caso, es en las enseñanzas de Ibn ‘Arabī donde conviene buscar las razones de su éxito. El autor de Futūḥāt, no es, ni mucho menos, el primer doctrinario de taṣawwuf y su obra lleva impresa la huella de la larga tradición en la que, en parte, se inscribe y se inspira; sin embargo, se reduciría enormemente el alcance de sus enseñanzas si sólo se viese en ellas una síntesis (aunque fuese magistral) de las reflexiones doctrinales que han salido a la luz en tierra islámica en el curso de los seis primeros siglos. Ibn ‘Arabī no se contenta con reunir los membra disjecta del patrimonio recibido de sus antecesores para ordenarlos, sino que los enriquece y renueva considerablemente incorporando el testimonio de su propia búsqueda, sus experiencias y los innumerables conocimientos que surgen de ella. Más aún, a este vasto corpus le proporciona la estructura que le faltaba, confiriéndole una amplitud y un rigor gracias al cual resiste los altibajos de la historia.
Ciertamente a primera vista su doctrina parece compleja, de significado oculto; tan diversos son los temas debatidos y múltiples las nociones que los ordenan. El lector que, armado de paciencia, se aventura en el dédalo de sus reflexiones doctrinales, descubre rápidamente que un mismo hilo conductor une las innumerables facetas de su obra. De hecho, bien hable de la santidad (de las formas que es capaz de revestir, de los conocimientos que procura, o de los comportamientos que requiere) o aborde sutiles cuestiones metafísicas, toda la enseñanza de Ibn ‘Arabī tiende hacia este único objetivo: proveer, a quien lo desee, de los medios, tanto en el orden de la gnosis, como en el de la praxis, gracias a los cuales y por los cuales podrá, sin peligro, emprender el largo peregrinar que le reconducirá al fin de su santidad (walāya) original; dicho de otra forma (y según el sentido que reviste esta noción de santidad en la tradición islámica), que le permitirá recobrar el estado de proximidad a Dios, del que gozaba el hombre antes de ensoberbecerse. Así, tal como lo concibe Ibn ‘Arabī, en el recorrido espiritual se trata, no tanto de convertirse en santo, como de no dejar de serlo; erradicando toda veleidad de gobierno sobre sí mismo, puesto que la decadencia de la especie humana tiene su origen en la pretensión de librarse de su servidumbre (‘ubūdiyya) hacia Dios. Es, lógicamente, siguiendo este proceso simétricamente inverso, asumiendo plenamente su condición de “siervo” y, como consecuencia, observando estrictamente las prescripciones divinas, como el espíritu reactualizará su teomorfismo original, el que todo el mundo tiene virtualmente por haber sido creado a imagen de Dios; de ahí que el aprendizaje de la santidad consiste menos en elevarse por encima de la condición humana, que en asumir totalmente la humildad, stricto sensu, inherente a esta condición; se impone de facto al hombre su estatus imprescriptible de siervo de Dios. No hace falta subrayar que, desde esta perspectiva, el santo ejemplar es el sanctus absconditus, aquel cuya excelencia es invisible, tan borroso es el contorno de su individualidad.
Es importante comprender que el papel esencial que Ibn ‘Arabī asigna, dentro del recorrido espiritual hacia la re-actualización mística, a su condición de siervo de Dios, no es más que la incuestionable consecuencia del estatus ontológico del hombre como indigente. Toda la metafísica de Ibn ‘Arabī se basa en un axioma fundamental: “sólo Dios posee el ser”; las criaturas están radicalmente privadas de él; nada las mantiene fuera del abismo del no-ser, salvo la permanente actividad teofánica de Dios, que a cada instante los reviste de la existencia con el fin de contemplar en ellas “Sus Nombres”, sin lo que no podrían ejercer su estatus.
Así, el Fiat divino no pretendió, según Ibn ‘Arabī, conferir el ser, estrictamente hablando, a las criaturas y, por tanto, poner fin a su indigencia ontológica, sino solamente dotarlos de la capacidad de ser lugares epifánicos, receptáculos en los que Dios se manifiesta. No hay más ser que el Ser de Dios y las criaturas son el reflejo perpetuamente renovado del resplandor incesante del Uno sin otro.
A esta doctrina, resumida aquí muy esquemáticamente, nos referimos habitualmente con la expresión waḥdat al-wuŷūd, “la Unidad del Ser”, expresión que, subrayémoslo, no se encuentra en los escritos de Ibn ‘Arabī, pero que fue utilizada por alguno de sus discípulos tardíos y que, siendo legítima, presenta el inconveniente de reducir peligrosamente una doctrina mucho más sutil; que va mucho más allá. De hecho, algunos orientalistas hablan a este respecto de “monismo existencial”; lo que significa olvidar que, si para Ibn ‘Arabī Dios es el Ser de todas las cosas, esta propuesta no es, en absoluto, reversible: las cosas no son Dios. Negar la distinción entre Señor y siervo, conduce a negar el fundamento mismo de la Ley divina, ahora bien, como hemos visto, para Ibn ‘Arabī, el cumplimiento de la ley es sólo la condición previa a toda búsqueda espiritual, es la quintaesencia de esta búsqueda y su fin.
Además de la noción de waḥdat al-wuŷūd, que constituye uno de los puntos fundamentales de los doctores de la ley contra Ibn ‘Arabī, la idea, formulada por él en repetidas ocasiones a lo largo de sus escritos, de que lo infinito, stricto sensu, de la misericordia divina impide que el castigo infligido a los hombres pueda ser eterno, ha sido también objeto de vivas polémicas. Sin embargo, esta certeza la saca Ibn ‘Arabī del Corán, en el que Dios afirma: “Mi misericordia abarca todas las cosas”. “Abarca por lo tanto”, hace resaltar el autor de los Futūḥāt (III: 25), “la Génesis y los que la habitan […]; además, aquellos de entre nosotros a quien Dios inclinó a la misericordia sienten que harían misericordia a todos los siervos de Dios […], hasta tal punto la misericordia domina sus corazones; sin embargo, los otros hombres (yo y mis iguales) no son más que criaturas sujetas a las pasiones y deseos. Mientras que Dios ha dicho de sí mismo que Él es “el más misericordioso de los misericordiosos; no existe pues ninguna duda de que Él es más misericorde que nosotros, ¿cómo podría entonces infligir un castigo eterno a los hombres llegando su misericordia hasta ese punto?”. Todos los hombres, sean o no creyentes, están destinados, in fine, a conocer la felicidad. Esta es la idea esencial que Ibn ‘Arabī dirige a todas las naciones de oriente y occidente.
Obras de ~: al-Iṣṭilāḥāt al-ṣūfiyya, ed. de G. Flügel, Leipzig, 1845; Dīwān Ibn ‘Arabī, Le Caire, 1855; al-Futūḥāt al-makkiyya (Las iluminaciones de la Meca), Le Caire, 1858, 4 vols. (trads. parciales : M. Giannini, Le voyage spirituel, (Chap. 367), Louvain, 1995; V. Pallejà de Bustinza, Las iluminaciones de La Meca, Textos escogidos, Madrid, Siruela, 1999; M. Chodkiewicz et al., Les Illuminations de La Mecque, Textes choisis, Paris, 1989; M. Gloton, Le Traité de l'amour, (Chap. 178), Paris, 1986; S. Ruspoli, L'Alchimie du bonheur parfait, (Chap.167), Paris, 1981); Rūḥ al-quds (Espíritu de Santiadad), Le Caire, 1864; (trads.: M. Asín Palacios, Vidas de santones andaluces: La “Epístola de la Santidad” de Ibn ‘Arabī de Murcia, Madrid, Escuela de Estudios Árabes de Madrid y Granada, 1935; R. W. J. Austin, Sufis of Al-Andalusia, Londres, 1971); Fuṣūṣ al-ḥikam (Los engarces de la sabiduría), Istambul, 1870 (trads.: R. W. J. Austin, The Bezels of Wisdom, Londres, 1980; T. Burckhardt, La sagesse des prophètes, Paris, 1955); Mawāqi‘ al-nuŷūm, (Lluvia de estrellas), Le Caire, 1907; Tarŷumān al-ašwāq (El intérprete de los deseos), ed. crit. de R. Nicholson, Londres, 1911 (trads. de: R. Nicholson, The Tarjumān al-ashwāq: A Collection of Mystical Odes, Londres, 1911; V. Cantarino, Casidas de amor profano y místico, México, 1977; M. Gloton, L'Interprète des Désirs, Paris, 1996); al-Tadbirāt al-ilāhiyya (Las ordenanzas divinas), ed. de H. S. Nyberg, en Kleinere Schriften des Ibn al ‘Arabī, Leiden, 1919; Inshā' al-dawā'ir (La producción de círculos), ed. de H. S. Nyberg, en Kleinere Schriften des Ibn al ‘Arabī, Leiden, 1919 (trad. de M. Gloton, La Production des Cercles, Paris, 1996); Kitāb al-taŷāliyyāt, Hayderabad, 1948; Kitāb al-fanā' (El libro de la extinción), Hayderabad, 1948 (trad.: M. Valsan, Le Livre de l'Extinction dans la Contemplation, Paris, 1984); Kitāb Ḥilyat al-abdāl (El juego de los abalorios), Hayderabad, 1948 (trad.: M. Valsan, La Parure des Abdals, Paris, 1992); Kitāb al-mīm (El libro de Mim), Hayderabad, 1948 (trad.: Ch.-A. Gilis, Le Livre du Mīm, du Wāw et du Nūn, Beyrouth, 2002); ‘Anqā’ al-mugrib (El Fénix estupefaciente), Le Caire, 1954 (trad.: G. Elmore, Islamic Sainthood in the Fullness of Time, Ibn Arabi's Book of the Fabulous Gryphon, Leiden, 1999); al-Kawkab al-durrī fī manāqib al-Miṣrī (El astro fulgurante de los títulos de Ḏū-l-Nūn al-Miṣrī) (inéd.) (trad.: R. Deladrière, La vie merveilleuse de Dhû-l-Nûn L'Egyptien, Paris, 1988); Kitāb Masāhid al-asrār (La contemplación de los misterios), ed. y trad. de P. Beneito y Suad Hakim, Las Contemplaciones de los Misterios, Murcia, Editora Regional de Murcial, 1994; al-Isfār ‘an natā’iŷ al-asfār (La revelación de los efectos del viaje), ed. y trad. de D. Gril, Le Dévoilement des effets du voyage, Paris, 1994; Kitāb kašf al-ma‘na ‘an sirr asmā’ Allāh (El libro del desvelamiento de la significación de los nombres divinos), ed. y trad. de P. Beneito, El secreto de los nombres de Dios, Murcia, 1996.
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Claude Addas